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sábado, 21 de enero de 2012

INCENDIO DE BLANCOS



Por Carlos Valdés Martín

Pedroza despertó sudando y con una sensación de calor sofocante, pues sintió un mar de fuego en su centro de trabajo: la Gran Tienda de Blancos. Esa clase de sueño denso y realista lo desconcertaba, casi siempre olvidado con la prisa matinal pero en ocasiones lo recordaba. Conservaba detalles, mas la prisa por acudir puntual lo sacó del carril de los recuerdos y se vistió rápido para conservar un modesto premio mensual por puntualidad. Cuidaba con esmero su puesto como gerente del departamento de ropa para caballeros, así, corrió hasta su trabajo y luego, en el descanso del mediodía, recordó algo del sueño.

Recordar
En el pequeño televisor del supervisor de almacén aparecían las noticias y, como descuidado, se detuvo un minuto a saludar, cuando lo atrapó una nota. La noche anterior otra gran Tienda Departamental, parecida a donde él trabajaba, había sufrido la desgracia de un incendio y la tragedia consistió en que esa misma noche la Dirección decretó una auditoría urgente y seis empleadas anónimas quedaron encerradas para cumplir esa tarea. Cuando el evento se inició la tienda estaba cerrada por fuera y el sitio sin salidas se convirtió en trampa mortal para las empleadas y como el fuego creció paso a paso, una trabajadora alcanzó a telefonear a su madre suplicando auxilio. En el televisor se escuchaban los sollozos de la madre pues los bomberos llegaron demasiado tarde, y cuando forzaron las puertas cerradas las chicas ya habían fallecido. Los locutores de noticias comentaban escandalizados: seis jóvenes muertas por el estricto encierro durante una auditoria: ¿seguridad excesiva o avaricia pura?
Y el sueño de Pedroza tenía relación directa con lo acontecido, así, que intentó acordarse pero con dificultad, pues los sueños se alejan con el trajín diurno.

El incendio de la gran tienda departamental
Transcurría el atardecer, por lo demás mortecino e indolente, pero la flamas crecían hasta alcanzar el alto techo de la gran empresa. El edificio dibujando un rectángulo macizo de ladrillos y concreto, se lamentaba con crepitaciones y sudaba humo por sus ventanas superiores. Los gritos de unos transeúntes y las alarmas del camión de bomberos aproximándose definían el espacio de una desgracia, mientras las miradas se concentraban para descubrir la gravedad del suceso y los más precavidos se alejaban en dirección completamente opuesta. El vigilante de la entrada gritaba para alejar a los curiosos, temeroso pues las llamas avanzan sin un rumbo fijo y sentía una conflagración mayor. El subdirector general se había percatado desde un inicio del avance de las flamas, y revisaba febrilmente a los clientes, para evitar una fuga de mercaderías en mitad del pánico. Las cajeras se abrazaban y lloraba ya afuera del inmueble, mientras clamaban: —¡Hay gente adentro!

Perfil de caricatura
Le decían Pica-piedra porque Pedroza parecía un personaje de caricatura, de talante rudo y robusto. Había salido unos minutos del local por su privilegio de gerente de departamento y cuando regresó con su almuerzo bajo el brazo se desesperó porque los bomberos estaban acordonando “su” Tienda, la Grande de Blancos donde hacía responsablemente su vida laboral desde hacía 30 años. Lo contrataron siendo un mocito, antes de la mayoría de edad, y ganó las simpatías de todos los empleados, incluso la confianza del dueño anterior, don Jacinto, quien falleció hace cinco años. Sin mayores ambiciones Pedroza se conformó y sintió realizado con el mejor puesto para su mínima educación y manejó esa gerencia de la ropa de caballeros durante dos décadas.
Cinco años antes falleció el dueño original y desde entonces Federico, el hijo mayor manejó el negocio, abandonando el estilo de una diaria supervisión personal. El nuevo propietario prefería no involucrarse con la operación diaria del negocio y aprovechar el aspecto financiero de la empresa, así que mandaba traer periódicamente a su mansión a los empleados de más confianza. Entre otros empleados de gerencia, a Pedroza lo mandaban a llamar esporádicamente para informar de detalles insignificantes y de los chismes, tomándolo como termómetro de las actitudes de los empleados.
Y Pedroza se sentía muy honrado por las eventuales y breves asistencias a esa mansión en las Lomas de Chapultepec.

Escena interior
Al regresar con su almuerzo en mano, Pedroza miró a los bomberos lanzando un chorro de agua contra un costado humeante de la tienda, y también una cinta plástica para impedir el paso hacia la puerta principal. Confundido entre su sueño y el shock del presente Pedroza no pensó en las consecuencias, así que aventó su almuerzo y chaqueta al otro lado de la cinta de seguridad como el héroe que lanza su espada tras las filas del enemigo. En ágil silencio simplemente se escurrió bajo la cinta de seguridad y sin pedir permiso, se metió por la puerta principal donde salía algo de humo y se dirigió hacia la zona de almacenes donde estaba concentrado el fuego.
Adentro Pedroza avanza y grita pidiendo a los demás empleados que salgan. El vocerío no es escuchado, porque ya se han escapado los empleados y clientes, excepto Juan Canto, quien sufrió una intoxicación al conducir a la encargada de costuras fuera del departamento de caballeros, entre sacos y pantalones finos de casimir. Juan Canto permanece tendido en el suelo, perdido en un duermevela de gases negros, sin capacidad para moverse, pero alcanza a emitir un quejido

Interior de la “escena interior”
El fuego baila y hace su festejo, con lenguas rojas y tornasoles convierte en humo y crepitaciones lo que fueron contenedores de ropa y telas amontonadas. La máxima alegría de las flamas es contonearse rápidas sobre los encortinados, que vencidos por el arrebato del calor, se desprenden como hojas muertas de un árbol volcánico. Y la belleza de las flamas hipnotiza, pero el calor agresivo engendra miedo y pánico en el espectador; el humo resulta repulsivo y picante. Espectáculo distinto al televisivo, pues las flamas avanzan hacia Pedroza, y la sensación terrible del calor convirtiéndose en quemadura lo invade. Y no resultan heridas efectivas, pues varios metros lo separan de esas llamas vivas, pero el aire transmite el calor y avisa la proximidad de la quemadura. Así, Pedroza invoca a la osadía para alcanzar al amigo caído y rescatarlo con ágiles arrastradas, hasta cubrir los pocos metros que lo separan de la salida de la Gran Tienda de Blancos.

Instante de heroísmo
Por el destino ese leve quejido de Juan Canto traspasa el crepitar de las llamas y entonces con agilidad Pedroza acude con él y lo arrastra rápido hasta la salida, donde acuden los bomberos. En cuanto los profesionales contra incendio se percatan, cuestionan a Pedroza por su imprudencia y atienden al intoxicado, quien con los primeros auxilios recupera la salud.
En sincronía, los otros empleados y los bomberos se dan cuenta del acto de Pedroza. La afanadora de limpieza, Martha, abraza con ternura al héroe del día y le susurra al oído palabras de admiración. Con la adrenalina hasta los huesos, Pedroza se siente purificado como recién nacido y no quiere aplausos ni cariños sino seguir corriendo y volver al interior, pero los bomberos ya alertas se lo impiden junto con un policía, mandándole que se aleje.
El primer periodista en acudir al sitio, con una pequeña grabadora le pide una declaración y sofocado por el esfuerzo y bocanadas de humo, Pedroza sólo alcanza a articular “fue difícil, difícil”. Entonces cruza por su mente que en unos instantes quizá llegarán reporteros de la televisión y siente temor por su cara sin gracia como de caricatura; mira sus manos y las descubre cubiertas de hollín, luego ve la ropa también salpicada con pequeñas manchas. Siente vergüenza anticipada y se imagina que los parientes y amigos se burlarán de su apariencia terrosa en un noticiero de cadena nacional, entonces se aleja con pasos apresurados.

Al escaparse se detiene y descubre que él único un motivo válido para alejarse sería avisarle a su patrón. Se dirige a una cabina telefónica y ahí marca, pero como no recibe una respuesta rápida sino surge la voz de la grabación de contestadota, decide ir a dar un reporte personal con el dueño.

Escena posterior
Por su mente el viaje desapareció, pues angustiosamente imaginaba escenas de incendio, donde el personal quedaba encerrado por causa de un inventario. En efecto, los inventarios se hacían en las noches, y se procedía a encerrar el establecimiento por completo, para evitar que nadie pudiera alterar el estado de las cosas auditadas. Imaginaba una caja cerrada con candados, que se incendiaba desde el interior, y adentro perecían las obreras y las cajeras. Las oleadas de imágenes fuertes hasta con olores a leña sobrepasada se le agolpaban incesantemente. Tenía ganas de gritar, y abría la boca para tragar aire imaginando la sofocación de un encierro entre humo y llamas quemantes: el evento no terminaba en su cabeza.

Al tocar la puerta de la mansión lo recibió un hada madrina del aseo, y lo pasó. Se habían visto antes y la señora con timidez le mandó pasar al baño para lavarse antes de entrevistarse con el patrón. ¡Qué fresca se siente el agua en la cara luego de un incendio! Para Pedroza es mejor que un bautismo y percibe una alegría contenida entrando por cada poro refrescado. Luego la mucama lo dejó sentado una sencilla salita de recepciones, la primera de tres habitaciones que separaban a la verdadera sala de visitas del dueño.
Pedroza esperaba un recibimiento efusivo o alarmado, pero Federico vestía una bata y con señales de dormido, el pelo malplanchado por la almohada, y emanado el calor conservado por las cobijas. La hora no ameritaba esa somnolencia, pues ya transcurría la hora de comer. En fin, Pedroza lamentó sin palabras las extrañas costumbres del rico y, al menos, esperaba alguna efusividad del dueño, pero las explicaciones nerviosas y breves de Pedroza cayeron en una red de molicie. El dueño bostezaba insistentemente, cerraba los ojos lagañosos, no miraba a los ojos del visitante sino hacia la lejanía y bostezó tanto que hasta se disculpó por su narcolepsia evidente.
Al terminar las explicaciones, Federico Robles Junior sonríe como un heredero de fortuna logra hacerlo: con una mezcla de satisfacción y vacío existencial. ¿Por qué algunas fortunas oscurecen el alma de los sucesores? Y al comentar Federico recupera el humor: — Por esto hecho van a bajar las acciones de la empresa, pero antes con una operación financiera tengo unas 24 horas de margen para ventas en la bolsa de valores de Nueva York; luego de que la mala noticia haga efecto, auto-compro en la bolsa mexicana mediante un tercero; pero si cae más allá incluso me apalanco, compenso con una campaña publicitaria para recuperar la confianza de los inversionistas, y así sobre-compenso las pérdidas de inventarios con las ganancias bursátiles, además de cobrar el seguro también compensando inventarios y el tiempo de inactividad de la tienda; al final, ganancias dobles o triples.
Esa explicación, surgida de los magníficos textos de econometría estudiados durante la licenciatura en una escuela privada en el extranjero, Pedroza no la entendió, pero sintió un alacrán vaporoso en el estómago. La sonrisa autocomplaciente y de superioridad de Federico le causó una nausea, que intentó contener mientras duraba la conversación.
Notando la turbación de Pedroza pero sin adivinar el motivo, Federico preguntó si no había heridos graves por el evento, un tanto por cortesía y otro poco por una chispa de humanidad. Luego volvió a su extraña sonrisa al recibir la noticia de que hubo un herido leve y comentó: —El tarugo de mi competidor, tenía encerradas a sus auditoras con el otro incendio de antier, y los noticieros lo están haciendo polvo aunque sin afectar su economía, pero nuestra cadena comercial con un herido leve saldrá beneficiada por las noticias, pues son publicidad gratis.
Y cuando dijo “publicidad gratis” puso cara de niño recibiendo un regalo navideño, pero sólo fue un momento, pues sin disculparse salió corriendo hasta su recámara y en menos de un minuto regresó muy excitado y con la nariz manchada de polvo blanco. Luego, en una especie de monólogo, Federico desvarió sobre los efectos de las acciones bursátiles y las noticias en el stockmarket. En pocos segundos, Federico hablaba a gritos y gesticulaba con las manos, fantaseando con un auge de sus valores bursátiles.
Pedroza descubrió asombrado que no escuchaba más desde una posición inferior, ahora miraba a un igual; por un súbito desgarrón se cayó ese telón social que lo confinaba a su posición inferior de empleadito semi-ignorante y temeroso de perder su sueldo. Estallaba su revolución interior, en silencio desfilaba el igualitarismo de las Revoluciones Francesa, Mexicana y Rusa alimentando los glóbulos vitales de sus arterias, para empujar el resorte inconciente de sus piernas y manos fuertes. Desde esa posición no estaba para aguantar las voces y casi chillidos que lanzaba Federico, además a su descubrimiento se unía una nausea y adrenalina subidas, así que se precipitó y saltó para callar al dueño.
Sin intención violenta ni mediar advertencia Pedroza se abalanzó intentando taparle la boca y como encontró resistencia buscó también atrapar los brazos de Federico, quien se espantó y forcejeó con simples reflejos de juventud, cayendo ambos sobre una elegante mesita de caoba. Esa súbita energía corporal no encerraba violencia ni malicia, al contrario él sentía su acto como un beneficio para el joven dueño pues evitaba el ridículo de más palabras atolondradas. Pedroza manoteaba, jalaba un brazo y empujaba para poner su manaza sobre la boca del anfitrión, quien empezó a gemir para pedir auxilio. Apurado por imponer su decisión y acallar rápido al oponente, Pedroza lanzó una bofetada tan sólida que dejó noqueado a Federico, quien quedó flácido como paralizado sin sentir su humanidad.
Espantado por el cuerpo flácido, el empleado sólo alcanzó a lanzar un tibio “disculpe usted” y depositó rápido a Federico en el sofá, para luego alejarse casi corriendo.
En el siguiente instante, Federico caía en un súbito cansancio mezclado de tristeza con sorpresa, y cuando acudió la mucama por el ruido, él seguía sentado y la despidió con un gesto de mano. Sin comprender lo sucedido se sobaba la mejilla, con vaguedad recordaba la lucha bíblica de Abraham contra el Ángel, mientras ampliaba una estratagema bursátil para sacar provecho del incendio y lamentaba lo que interpretó como una misteriosa ingratitud.
Cuando salió casi corriendo de esa mansión, Pedroza se detuvo y escupió para vaciar un bocado de bilis amarilla.

Retorno al estado de vigilia
En el viaje de regreso ¿a dónde? Pedroza intentaba mezclar el incendio con la imagen ilusa de un ruidoso salón principal en la bolsa de valores: por un altavoz se escuchaba la noticia de una conflagración y se imaginaba a operadores de la bolsa brincando en bandos opuestos de alegría o tristeza, luego ellos sonriendo con muecas extrañas como si fueran propietarios de algo grande pero desconocieran por completo su valor. El gerente de ropa como visitante en un país extranjero cavilaba desconsolado: ¿si en el incendio mueren los empleados afecta al mercado de valores pero si quedan heridos entonces no? En el onírico camino de regreso a la Gran Tienda de Blancos empezó a sonar un timbre como de despertador y le extrañó ese ruido, porque en el transporte público no existen esos aparatos. Procuró ignorar el sonido de la alarma, pero no pudo y al terminar esas ensoñaciones lo levantó un sonido terco de la alarma-reloj junto a su cama.

Alzó el aparato despertador y abajo miró unos recortes de periódico doblados. Por séptimo día consecutivo leyó el recorte de periódico donde anunciaban la noticia de las jóvenes fallecidas en la otra empresa, ahí decía: “el 9 de noviembre de 2011 en la ciudad de Culiacán, México, se incendió el almacén Coppel y murieron 6 empleadas pues esa noche estaban encerradas para efectuar la auditoría de inventarios”. Al terminar la relectura soltaba una lágrima furtiva y recordaba su acción de salvavidas desinteresado. Ahora sí, ya se acordaba del lado oscuro: él contaba una semana desempleado por abofetear al dueño, la ilusión de un empleo vitalicio hasta jubilase se esfumó y ya no tenía sentido ese reloj despertador tan temprano. Luego pensó que sería ese el tiempo justo para comenzar un cambio libre de ataduras, quizá una verdadera iniciación que traspasara otro fuego, uno más sublime.

martes, 17 de enero de 2012

LOS RINCONES Y EL PERRO DE BARRO















Por Carlos Valdés Martín

Ante la noticia de que demolerían mi casa de la infancia volé para salvar el recuerdo y fotografiarla. El boleto de avión no fue en vano; con alivio comprobé que todavía no llegaban los buldózer a esa esquina. Entre una calle grande y otra angosta, ahí, más empequeñecida que nunca, se levantaba la casita que mi madre compró tras años de ahorros.
Una casa propia era la ilusión de las familias en la capital; pero la mayoría se conformó con un departamento, más amontonado y económico. A mi madre, el destino le señaló una casa pequeña. Sumó la liquidación de su último empleo con unas ventas de mi padre, y así le alcanzó el dinero.
La primera vez que miré esa vivienda me pareció un sitio enorme. Yo acudí en avanzada junto con mi abuela. ¿Qué relación existía entre la abuela y esa casa? En estricto sentido, ninguna; pero su decisión de habitarla antes que nosotros representó el “visto bueno”. La soledad de la abuela inaugurando la casita duró pocos meses y, durante las vacaciones de verano, que entonces abarcaban dos meses, también me quedé ahí, a modo de otra avanzada, mientras mis padres decidían la mudanza.
Esa casita resultaba grande en extremo para mi visión de pocos años. Era una construcción delgada, como una lengüeta, hasta parecía más una fachada sin respaldos que una casa normal, pero lo que faltaba en profundidad se compensaba con un piso adicional. De hecho, fue la edificación de un arquitecto para sí mismo, aprovechando al máximo el terrenito sobre una pequeña esquina que se desdoblaba como una letra “L” mayúscula para dibujar una mínima cochera. Resultaba evidente que la construcción se fue armando a pedazos y adaptando materiales de ofertas o remates, por eso el arquitecto —a la vez ingenioso y de recursos escasos— utilizó tabiques y pisos diferentes para cada habitación. El efecto era armónico, aunque con aspectos engañosos; pues lo sencillo parecía elegante, lo mínimo, espacioso y lo angosto, amplio.
La casa albergaba muchos rincones, como haciendo eco del alma infantil que se embelesa con lo pequeño y cree en las enormes diferencias entre cada trozo del espacio. La azotea, plana y silenciosa, bajo el tinaco tenía un escondite semejante a un desierto de concreto: periscopio para observar las otras terrazas o mirar con desdén los objetos reducidos por la distancia, como sucedía con los automóviles ajenos. Los rincones más interesantes eran las partes bajas de dos escaleras; una de hierro forjado, colocada casi a fuerzas para subir al piso final; la otra escala de granítica piedra, marcando una curva desde la misma entrada, que generaba un espacio cerrado y fuerte: casi una gruta adecuada al primitivo Cromañón. El sitio idóneo del resguardo oscuro eran los closets hechos de maderas gruesas y olorosas, adornando cada habitación. Y, en ocasiones, casi cualquier sitio pequeño o acotado por una variación de arquitectura, se convierte en rincón; basta que un niño ponga la espalda contra una pared y baje la mirada al piso para encerrar un espacio y colocar el alma sobre las “cosas pequeñas”, que en esa edad son portentosas: muñecos, cartas, postales, canicas...
La casa contenía algunos regalos inesperados, herencia del habitante previo, un personaje curioso y distante, al cual jamás conocí. A la distancia, imagino que ahí habitó un profesionista ingenioso que gustaba de armar pequeñas colecciones. De entre esas curiosidades de coleccionista, el inquilino anterior abandonó unas piezas terrosas, semejantes a vestigios de los aztecas. Objetos pequeños y de barro, sin valor comercial alguno, sobre los cuales recayó la duda si eran antigüedades o, ingeniosas falsificaciones, porque hasta la actualidad, los hábiles campesinos mexicanos hacen artesanías imitando el glorioso pasado, y las venden como si fuesen piezas recuperadas bajo una pirámide enterrada. La mayoría de las piezas eran comunes, simples caritas y cacharros de barro, pero una llamó poderosamente mi atención: un perro serio y con una pata baldada. El animal había sido reproducido de manera distante, faltaban detalles pero se reconocía. No había lugar a dudas, los aztecas conocieron cuatro variedades de perros, algunos servían de mascotas y otros de alimento. A la pieza le faltaba la representación del pelo, pero eso se explica bien: la variedad más popular entre los aztecas carecía de pelo y lo llamaban Xoloescuincle. Me extrañó la pata baldada de la figurilla y su estilo abstracto, rechazando los detalles y concentrado únicamente en lo importante: el cuerpo y la mirada del animal. A diferencia de mi colección usual de soldaditos de plástico y carritos para empujar, esta pieza quedaba invitada como un extraño entre la tribu de juguetes. La piezas de barro, a las cuales suponía entonces como antiguas, las dejaba como espectadoras de las batallas épicas entre los soldaditos verdes y los rojos, los cuales se lanzaban sobre los burós y se empantanaban entre una alfombra hirsuta, de ribetes verdes. Los carritos de metal y plástico desfilaban sus ralis desde la recámara hasta el corredor, pero las caras de barro y el perro baldado quedaban a la distancia, como testigos autoritarios de una diversión que les resultaba ajena.
Una tarde de junio mi padre, luego de mirar el resultado caótico de la batalla entre los soldaditos verdes y rojos, quienes usaron papel de baño mojado para crearse heridas más artificiosas, dijo: —Estas pequeñas piezas de barro podrían lastimarse; es mejor que las guardes bien; nunca encontraremos otras  —mientras sonreía, buscando que mi mirada aceptara su propuesta de inmediato— en el mercado de la cuidad.
Interrumpí el juego y me puse a buscar una caja adecuada. Primero usé una caja de cartón, vacía tras la compra de unos zapatos; pero no daba un refugio seguro. Después se presentó una oportunidad, cuando mi madre se deshizo de un neceser de plástico duro y con un espejito interior, que en su origen fue el maletín idóneo para transportar maquillajes durante un viaje. Por fuera de color rojo ladrillo, un asa de plástico semitransparente y adentro acolchonado de color beige. Ninguna caja resultaría más elegante, era el recinto perfecto para guardar pertenencias delicadas por su exterior rígido y su interior acolchonado. Cuando puse al perrito junto con las demás piezas de barro parecía que sonreían. Ahí estaba su lugar, su rincón definitivo, aunque sobraba espacio pues, al mover el neceser, las piezas bailoteaba peligrosamente; así, también puse estampas de futbolistas y trapos suaves.
El perro de barro y sus compañeros quedaron guardados y a la sombra. En ocasiones, cuando quedaba solitario en la casita y una gran batalla de soldaditos seguía indecisa; entonces se requería de un juez imparcial y, con cuidado, sacaba el perro del neceser y lo ponía en un extremo de la habitación. Le preguntaba:
—¿Quiénes han sido mejores: los verdes o los rojos?
Miraba en silencio y, con su lenguaje de siglos extraviados, me contaba sus cuentos:
—En una ocasión el príncipe de Texcoco estaba rodeado de fieros enemigos, pero llamó con el sonido del gran caracol de mando, para que lo rescataran. Al escucharlo desde la lejanía, los guerreros verdes y rojos echaron suertes para obtener el honor de lanzarse a una misión suicida, pues el cerco militar del enemigo parecía impenetrable…
Después de alejarme de la ciudad, volviendo a labores urgentes que exigían el regreso inmediato, recogí las instantáneas tomadas en esa casa. En mi cartera, guardé una fotografía en miniatura de la fachada, como se atesora la imagen de un hijo. Recordé bien, que el perro de barro se extravió entre los descuidos de mi adolescencia y quizá, de manera definitiva, se alejó en mitad de la última mudanza. He soñado que, por obra de una voluntad misteriosa, el animalito se entierra al pie de una enorme pirámide para —al final de su propio relato— convertirse en vestigio arqueológico, pero luego de otro milenio, abrirse paso y regresar a la superficie para rescatar otra infancia extraviada.

jueves, 12 de enero de 2012

ONCE FALSEDADES DEL NEOLIBERALISMO


Por Carlos Valdés Martín

Hasta el peor error cuando es repetido sin descanso se parece a la verdad y la fantasía cuando es reiterada sin tregua parece un hecho. Además un error ordinario repetido como si fuera verdad resulta más perjudicial que una mentira intencional. Eso sucede con el neoliberalismo que, por coincidir con los intereses económicos dominantes, recibe publicidad como si fuera un arcoiris de ideas triunfadoras, sin embargo, son teorías incorrectas. Los hechos muestran que son visiones incorrectas, pero sus temas son repetidos sin descanso hasta que se disfrazan de verdades. Por lo mismo, es tan importante desmontar las falsedades principales del neoliberalismo, pues al disipar la niebla mental se empieza a interpretar la realidad económica actual.

1) Es falso que el mercado sea el método perfecto de regulación económica. El mercado es simplemente un medio de distribución que une producción y consumo cuando estas actividades se separan entre productores privados, que se reúnen por medio de actos de compra y venta. El mercado es un modo antiguo de operación económica y mediante su funcionamiento se creó el dinero, pero no existe ninguna prueba concreta de “perfección” para esta actividad. Los economistas neoclásicos se han esforzado en demostrar que la acción del mercado se trata del modo más eficiente (posible) de asignación de recursos, donde se premia la eficiencia y se castiga a la ineficiencia; de tal modo que la naturaleza del mercado generaría el pleno empleo de recursos, asignándolos a las manos más eficientes y retirándolas de donde se desperdician. Pero el esfuerzo neoclásico por convertir una situación en una perfección resulta vano y lo quieren repetir los neoliberales.
El regreso de las crisis económicas indica que periódicamente los recursos no están asignados óptimamente, pues de un lado pueden estar ociosos los trabajadores y del otro los capitales, sin que esta falta de empleo la resuelva esa distribución mediante el mercado. Es decir, durante la crisis el mercado no asigna bien los recursos y no garantiza su empleo.
Los defensores de la perfección del mercado también afirman que genera equilibrio entre producción y consumo, llegando a afirmar que los productores crean a sus consumidores. Esta falacia también la desbarata la crisis. Sin embargo, sí acontece un equilibrio mercantil imperfecto, porque todo lo que se produce sin venderse se frustra y sale del mercado, y toda la necesidad que no se convierte en demanda efectiva se convierte en una cruz privada de su dueño, quien no se convierte en comprador. Y esto último nos recuerda una de las imperfecciones esenciales del mercado: cada necesidad (privada o social, pequeña o grande, urgente o irrelevante) que no se convierte en demanda efectiva y dotada de dinero está destinada a sufrir una “muerte silenciosa”. Esto es grave pues la necesidad de comer o sanar (y cualquier otra básica) no la resuelve en automático el mercado, y entonces debe intervenir el poder social (como Estado o grupos diversos), pero el neoliberalismo impide esa acción de corrección.
Debido a lo anterior el mercado tampoco regula la totalidad del proceso económico, dejando de lado (o abarcando de modo muy limitado): la reproducción de los trabajadores, la creación y regulación del dinero, la seguridad (física o legal), y una parte económica implicada en la legislación y la justicia .

2) Falso que la libre empresa sea tierra de oportunidades económicas para todos. Cuando domina una (falsa) apariencia de la igualdad se expande una desigualdad real. La situación idónea del mercado es cuando los oferentes y demandantes actúan por separado (sin coordinación, atomizados), de tal modo que ninguno (por su lado) influya decisivamente en las definiciones económicas claves, como establecer el nivel de precios. Sin embargo, en la situación real y ordinaria ya existen grandes empresas, incluso con poder monopólico (o casi) por todo el planeta, de tal modo que la competencia mercantil raramente ocurre entre iguales.
Por lo anterior, las oportunidades de competencia entre empresas están muy limitadas, los casos en contrario son tan notables, que causan una noticia glamorosa, donde se alaba el genio individual de los empresarios que se convierten en millonarios casi a partir de la nada, como lo ocurrido con Bill Gates y su Microsoft.
Lo verdaderamente restringido es esa oportunidad para la gente común, pues los simples trabajadores no escapan de un mundo pequeño y rutinario. Ellos como grupo no escapan de su condición. La oportunidad individual, aunque ideológicamente sea exaltada, es tan rara, que se comenta como un evento de celebridades. El ideal es contar con un horizonte de oportunidades al alcance de la mano para las mayorías; la realidad ha marcado una escasa movilidad de ascenso y una enorme carga de frustraciones por un abismo entre el grupo privilegiado y las masas olvidadas.

3) Falso que el Estado siempre es económicamente ineficiente. Esta tesis típicamente neoliberal tiene dos matices de falsedad y dos fondos de obviedad. Si la empresa estatal se mide con las reglas (costo-beneficio) de la empresa privada entonces debe de ser siempre ineficiente, porque la medida de su lucro está frenada en una “camisa de fuerza estatal”. Por ejemplo, cuando se evalúa la medicina pública con el patrón de la utilidad reportada por paciente, esa medida desvirtúa la misma finalidad de la medicina pública. Es decir, un hospital privado debe usar mejor sus recursos económicos, gastando menos y ganando más por cada paciente atendido que un hospital público, pero eso no significa que con la existencia de solamente hospitales privados se atenderá a más pacientes y de mejor manera, porque la medicina privada es elitista y dejará de atender a la mayoría de los enfermos. El costo-beneficio será mejor para el hospital privado, y, más aún, el hospital público nunca debería reportar ganancias, sino obtener un resultado de más pacientes curados. Este ejemplo nos debe dejar muy claro que el objetivo de una intervención del Estado en la economía jamás busca la mejor relación costo-beneficio, sino un objetivo que sea importante para la sociedad; en este ejemplo, lograr una mayor cobertura de salud, donde el ideal es brindar salud a toda la población.
El fondo de obviedad es que muchas empresas e instituciones estatales no tienen eficiencia comercial, porque los fines del Estado se valoran bajo los resultados (definidos por leyes y políticas) que buscan y no con el funcionamiento comercial. Un banco para financiar a los campesinos pobres deberá obtener utilidades nulas (próxima a cero); aunque formalmente esa empresa estatal tenga una contabilidad financiera de sus operaciones. Históricamente, la épocas de mayor crecimiento de la economía capitalista han sido de mucha intervención estatal en la economía.
La otra obviedad son los dispendios y los fraudes de las empresas del Estado, generando situaciones tan notables y criticables. El remedio obvio es la fiscalización (pública y privada) y la transparencia de esas empresas estatales, pero los neoliberales han propuesto dar el salto hacia la privatización ¿No ha sido eso un paso hacía el abismo?

4) Es falso que la mejor solución para corregir el mal funcionamiento de las empresas estatales es privatizarlas. El primer problema a examinar es la finalidad de la empresa pública y el segundo es su origen. La finalidad de la empresa pública es la generación de un bien común, generando un resultado para el conjunto de la comunidad política, su finalidad no es "hacer negocios" o "ganar dinero". La intervención del Estado en medicina por medio del sistema de seguridad pública no es porque la medicina sea negocio (que también lo es), sino porque existe una importante necesidad social (imposible de atenderse mediante el mercado) que ha presionado para su atención estatal; de tal modo que se construyó un enorme conjunto de instituciones de medicina pública. Pero la medicina también es negocio y bajo esa óptica existen inversionistas que desean convertir ese servicio público en un negocio médico privado. Además lo dicho encierra un problema grave, porque las carencias públicas que dieron origen a empresas estatales resultarían desatendidas y desvirtuadas por el capital privado que tiene sus fines: se debe regir primero por la ganancia.
Se puede objetar que la falla estatal a que se refieren los neoliberales no es la falta de rentabilidad, sino a una ineficiencia técnica en el servicio prestado al consumidor, que siendo consumidor-comprador puede castigar la ineficiencia de la empresa privada por medio de cesar de comprar. El argumento mencionado se ha demostrado falso por la existencia de monopolios de áreas definidas, lo cual se comprueba perfectamente con el caso de Teléfonos de México, que luego de la privatización siguió siendo la empresa con mayor número de quejas ante la Procuraduría para la Defensa del Consumidor, y que su costo en el servicio siguió subiendo hasta el (muy lento) surgimiento de competidores. Los resultados modernizadores de la telefonía (fija y tradicional) en manos privadas no son espectaculares, sino que resultó más o menos lo mismo que con el monopolio telefónico en manos del Estado.
El segundo problema está en el origen de las empresas estatales, pues deberíamos de ser concientes que se han pagado íntegramente con los recursos de toda la nación. Si la empresa está en malas condiciones económicas eso no autoriza su venta, porque simplemente se trata de una mala gestión de su administrador temporal, que fue el gobernante en turno, pero que sobre esa mala gestión está la soberanía última del pueblo. Si el gobernante decide rematar las empresas estatales, el capital privado las adquiere bajo un supuesto endeble, porque el gobierno detenta temporalmente la decisión (nunca la soberanía), y un siguiente gobierno mandatado por el pueblo puede retomar las empresas privatizadas. El dinero del pueblo creó tales empresas, y especialmente, si son empresas con pérdidas económicas, entonces han sido subsidiadas por impuestos. La privatización está entregando las empresas a las manos de quienes no las crearon ni mantuvieron, por lo mismo se podría reclamar posteriormente la “des-privatización” de las empresas. Porque esa privatización no nace de un derecho, sino de un privilegio, pues su compra-venta no es una operación comercial normal, sino pacto anormal entre un detentador temporal y un agente privado.

5) Falso que mediante la elevación de la productividad de las empresas se elevará directamente el nivel de ingresos de los trabajadores. Esta es una de las falsedades más dolorosas del discurso neoliberal. Está documentado con hechos y probado estadísticamente que creció la productividad en el mundo, sin embargo, el salario aumentó en pocos países y en muchos bajó. Esta es una verdad dolorosa que no alcanzan a entender los creyentes del libre mercado, aunque la estén viviendo a diario, incluso en sus propios bolsillos.
La idea de las ofertas de acuerdos de productividad de las empresas se basa en que los patrones pueden premiar a los trabajadores si éstos cooperan aumentando su eficiencia. Esto podría suceder, porque si el pastel crece, el empresario puede repartir tajadas más grandes a los trabajadores.
Por desgracia una ciega ley económica opera en sentido contrario. El acelerado crecimiento de la productividad también se convierte en desempleo, y hablamos de un desempleo masivo (acelerado por las erróneas políticas económicas neoliberales) y permanente (hasta en las naciones más poderosas). Y ese desempleo es la fuerza que reduce el nivel de salarios.
Esto representa una falla estructural del mercado que debe ser paliada por la intervención concertada de los actores sociales (empresas, trabajadores, desempleados, sindicatos, sociedad civil, gobierno), pues la acción automática del mercado, puede (tristemente) trasladar las grandes empresas (en parte o todo) hacia zonas de salarios bajas. A eso se le debería llamar desplazamiento a “inframundos” maquiladores y debe ser evitado con políticas públicas y concertaciones internacionales .

6) Falso que la regulación económica del Estado únicamente entorpece el funcionamiento de la economía por lo que la única solución es desregular todo. Quien parte de la idea ingenua y falsa de que el mercado reparte eficientemente los recursos económicos en la sociedad puede imaginar que toda acción reguladora del Estado es perniciosa. Para el neoliberal lo mejor que hace el Estado es permitir que los agentes económicos privados actúen conforme a su racionalidad privada.
Ciertamente, una parte de la intervención estatal por medio de reglamentos y leyes contiene irracionalidad, abuso burocrático y control absurdo. Pero a los cantores de la desregulación les interesa específicamente el cumplimiento de sus demandas, que permiten ventajas a grupos específicos (grandes bancos, empresas proveedoras de servicios estatales y compradoras de empresas privatizadas) y actuaciones irresponsables del capitalismo. Plantean desregular el mercado de trabajo, tirando a los sindicatos como trastos viejos, retirando los reglamentos que impiden hacer y deshacer con el trabajador, limitan los despidos o la reducción de los salarios, impiden el trabajo de los niños y obligan a pagar vacaciones. Con lo anterior, la desregulación plena no genera un paraíso económico, sino un campo de batalla donde las grandes empresas son ganadoras, mientras los trabajadores y las pequeñas empresas son los perdedores.
La opción es una buena regulación y que sea delgada (en menor cantidad), de tal manera que sea aliada de los derechos de particulares y facilite la actividad económica. Regulación de calidad y en poca cantidad, pero no anulada.

7) Falso que el único causante de la inflación sea el financiamiento con déficit público. El caballo de Troya del neoliberalismo ha sido la lucha en contra de la inflación, ofreciendo así un objetivo noble, con el cual coinciden las diferentes teorías económicas. Aunque cualquier economista estará de acuerdo con evitar la inflación, éste es un objetivo bastante neutral, porque se refiere al dinero circulante y al nivel de precios, que son los indicadores técnicos de una economía.
El neoliberalismo ha reducido la complejidad de las causas de la inflación a una única condición: emisión excesiva de dinero causada por el déficit público. Es verdad que la hiper-inflación exclusivamente proviene de la acción desmedida del Estado, ante la cual la teoría económica debe mantenerse en guardia. Sin embargo, la acción del Estado no es el único factor en la inflación, pues los algunos desequilibrios espontáneos de los mercados y el funcionamiento “normal” del sector financiero también generan inflación . El neoliberalismo señala una causa real de la inflación, pero de esta premisa saca una conclusión falsa, que es la exigencia del presupuesto del Estado sin ningún déficit, al que llaman “equilibrado”. El keynesianismo descubrió que un déficit público controlado reactiva la economía y permite salir de una crisis.

8) Falso que la inversión extrajera sólo favorece el desarrollo del país porque trae recursos financieros y tecnológicos. En primer lugar, la inversión privada trae a los países, precisamente, la inversión de capitales, pero la intención es conocida: ganar más que en otras latitudes. El objetivo no es que se generen beneficios en los países que reciben las inversiones, sino hacer mejores negocios.
A pesar de las intenciones, los neoliberales creen que existe un resultado neto de beneficios (incluso sin pagar), porque, sea como sea, llegan al país recursos frescos. Por el lado financiero, se integran con el circuito económico, y en primera instancia tenemos una demanda adicional, que contribuye a un efecto multiplicador de la economía. Al mismo tiempo, las nuevas inversiones y tecnologías desplazan empresas y actividades establecidas, la cuales se deterioran o desaparecen. Se suma en un lado y en el otro se resta, pero el efecto neto y la consecuencia global es la unión de efectos contradictorios, un balance realista es la unión de todos los efectos. Ya han pasado dos siglos de capitalismo, y el resultado para las regiones “en desarrollo” ni siquiera es mediocre.
La transferencia de tecnología por inversión extranjera encierra inconvenientes, porque existe un diseño donde las empresas sistemáticamente importan mercancías con alto componente de investigación tecnológica, mientras que el desarrollo tecnológico local se corta desde su raíz. Esto es un sistema y no una casualidad, la inversión extranjera más moderna requiere de importar su base tecnológica, el país huésped no recibe un aliento tecnológico importante, si lo recibe es de manera marginal o hasta casual. Esto crea una dependencia tecnológica de empresas subsidiarias que obligan a que el país receptor de inversiones se mantenga como comprador de tecnología extrajera, lo cual dificulta la modernización de un país atrasado.
Por el lado de los recursos financieros los efectos resultan peores, porque una inversión sensata es siempre la que obtiene mayores ingresos líquidos para el inversionista. Si el inversionista radica en el extranjero, esto debe cobrarse en divisas internacionales. Por si fuera poco, además muchas empresas extrajeras se convierten en importadoras “compulsivas” o excesivas que colocan su producto final en un mercado interno, y así contribuyen al desequilibrio en la balanza comercial. Cuando inicialmente se creyó que la inversión extranjera era una solución a la balanza de pagos, debido a las aportaciones de capitales extranjeros, también puede convertirse en una cadena del déficit permanente, que luego presiona para desplomar el tipo de cambio.

9) Falso que el desempleo del país se soluciona con un incremento en las inversiones y, en especial, de las extranjeras. Cuando se proponen las grandes inversiones (en especial las extrajeras) como una panacea para los problemas económicos, se genera un pensamiento parcial, que mira las situaciones estáticamente, sin considerar los efectos globales. Por ejemplo, cuando se instala una gran empresa genera una cantidad interesante de empleos directos y hasta indirectos; sin embargo, su actividad puede arruinar competidores nacionales y destruir directa e indirectamente empleos. Entonces queda abierta la pregunta de la cantidad de empleos directos e indirectos que destruirá esta nueva empresa, y así como el caso, también debemos considerar el concierto de las empresas trasnacionales.
Por un lado, las inversiones generan empleo y, por el otro, desempleo. Queda la tarea de hacer un balance, pero el pensamiento neoliberal evita el balance objetivo y sólo canta los beneficios del gran capital.
Sin entrar a detalles, es evidente que el efecto multiplicador de capitales extranjeros en un país receptor siempre será menor a la implantación de empresas naciones con cadenas de compras integradas. En ese sentido, la promoción indiscriminada de la inversión extranjera resulta ser una promoción ingenua del desempleo.

10) Falso que el libre comercio internacional es por completo benéfico y la única salida al atraso económico. La adoración por el comercio internacional es otra cara de las ideas ingenuas y equivocadas sobre la perfección del mercado. El neoliberalismo cree que la única salida para los problemas económicos es arrasar las aduanas y entonces cancelar definitivamente el antiguo derecho a defender el mercado interno. Se basa en la hipótesis que con puertas abiertas al comercio mundial la eficiencia será premiada, de tal modo que las regiones atrasadas poco a poco se irán especializando de acuerdo a sus condiciones naturales, hasta volverse eficientes.
El neoliberalismo ignora las pruebas de la historia, por la cual está escrito de manera contundente, que las grandes potencias económicas se han levantado sobre los hombros del proteccionismo, y que después de fortalecer sus capitales y burguesías a un primer plano mundial han pasado a promover el librecambismo para sus vecinos. Inglaterra levantó su poderío sobre un proteccionismo industrial bastante extremista, hasta que se convirtió en el principal taller de mundo empezó a difundir teorías partidarias del levantamiento de los aranceles. Desde su Independencia los Estados Unidos se mantuvo proteccionista, especialmente frente a sus competidores europeos, y hasta dos siglos después modifica sus lineamientos, pero solamente con quienes considera que aventaja, porque frente a Japón y Europa mantiene diversos y variados aranceles.
El crecimiento del comercio internacional no narra la feliz historia de que todos están cada vez mejor, en el mejor de los mundos posibles como sermoneaba el personaje Pangloss, filósofo del optimismo pueril hasta cuando lo torturaban en el “potro” . Otra vez la historia ha demostrado que depender del mercado mundial es ingenuo y, a final de cuentas, hasta peligroso. En el pasado muchas naciones o regiones le apostaron todo al mercado mundial y perdieron. Por ejemplo, durante los siglos XIX y XX extensas regiones se especializaron en proveer al mercado mundial mediante plantaciones de azúcar, café o cacao. La apuesta de las economías de plantaciones ha sido un “neoliberalismo primitivo”, devoto de los precios internacionales. Como resultado de la dependencia hacia el mercado mundial (en el enfoque paleo-neo-liberal si se permite la ironía) las naciones de África y Latinoamérica se hundieron en la miseria y el atraso. Desde el final del siglo XX, Latinoamérica ha sufrido sus “décadas perdidas”, es decir, largos periodos sin crecimiento ni reparto de riqueza, durante los periodos en que se ha aplicado las recetas neoliberales. Ahora, las crisis financieras mundiales del siglo XXI afectando a la metrópoli norteamericana y la zona del euro, vuelven a demostrar los riesgos del mercado capitalista des-regulado y sin “paracaídas” ante sus desequilibrios “naturales”.

11) Falso que el neoliberalismo responde a los retos de la modernidad mejor que otros modelos. El neoliberalismo no responde a los retos de la modernidad, para empezar, porque su base es una noción elemental creada en la alborada del sistema capitalista. El fundador de la economía política, Adam Smith creía en la superioridad del mercado por una sana convicción, porque era un descubrimiento y una alternativa contra siglos anteriores de un sistema dominado por reyes, reinos, caballería, castillos y oscurantismo.
La modernidad significa la constante alteración de las condiciones técnicas que sustentan la vida humana. El neoliberalismo se congratula del avance científico técnico, pero él mismo emplea una ideología sustentada sobre bases antiguas, con cimientos sometidos a la ley de la obsolescencia.
El neoliberalismo acepta (deja pasar) fuerzas desencadenadas de la época, que están llevando la pauta de la innovación técnica. Sin embargo, él mismo encarna una ideología anticuada, cuyos orígenes ya resultan casi legendarios. En efecto, los individuos y las empresas generan innovaciones sin pedir permiso y modifican al sistema. El capitalismo maduro se hincha en la “sociedad de consumo”, pero anuncia el advenimiento de una “sociedad del conocimiento” , incomprensible en términos de puro mercado, pues lo que está cambiando es la condición humana y sus medios.
Pero el reto para una teoría económica no es “dejar pasar” a la nueva modernidad, sino comprenderla y expresarla. Y comprender es también aceptar que la economía empieza y termina en los grandes problemas humanos y sociales que encontramos, hoy día, sin redención. En ese terreno, vemos que el neoliberalismo padece una severa miopía, y además su posición intransigente anuncia su caducidad. Ante el estallido de crisis escandalosas desde 2008, han demostrado en lo hechos, las falsas teorías de la perfección de los mercados. La crisis y su complejidad, nos invita a superar esa ideología neoliberal como arcaica, y entrar en una teoría económica más compleja y realista, capaz de lidiar con las contradicciones de las personas en un mundo cambiante.


Post Data y síntesis conceptual
La esencia del problema es que el neoliberalismo más crudo dejó de ser una teoría económica que entiende el mercado, para convertirse en una “religión de mercado”. Resulta curioso que con ello resulte una polaridad, entre una “religión del Estado” (versión monárquica, tiránica o hasta comunista), y su contrario con una religión del mercado con el neoliberalismo burdo. Los extremos del pensamiento se convierten en absurdos, así pretender que todo se cure con mercado o, al contrario, con exclusiva con el Estados. Lo que sabe la ciencia médica, que la dosis lo es todo, lo pretende ignorar la tesis socio-económico-política. Ni todo lo remedia el mercado ni todo lo alcanza el Estado, incluso los regímenes mediocres utilizan mezclas de ambos principios contradictorios. Intentar desaparecer al mercado o al Estado son fantasías pueriles.

NOTAS:
1 De ordinario, la reflexión deja de lado el aspecto legal y de “justicia” de la actividad económica, pero cada contrato económico no se limita a una “espontánea” voluntad de partes, pues contiene una trama legal. Lo mismo sucede, con la controversia de justicia y la exigencia de un poder que arregle los desacuerdos entre partes.
2 En ese sentido, apuntan las denuncias de la OIT y de sindicatos en países desarrollados sobre el desplazamiento de las plantas hacia zonas de explotación salvaje de mano de obra.
3 Cf. Galbraith, John Kenneth, El dinero.
4 Anécdota satírica en la novela Cándido de Voltaire.
5 El término de “sociedad de conocimiento” se ha popularizado en los medios para expresar el complejo cambio que trae aparejado la presente oleada de revoluciones tecno-científicas y su aplicación en la vida cotidiana. La “sociedad del conocimiento” representa la profundización de la “tercera ola” del siglo XXI. Cf. TOFFLER, Alvin y Heidi, El cambio del poder.

jueves, 5 de enero de 2012

FUNDAMENTALISMO Y CONSUMISMO ENFRENTADOS A LA FELIZ NAVIDAD















Por Carlos Valdés Martín



Los marineros que viajaban a la Sicilia romana, debían pasar entre dos torbellinos que devoraban sus barcos ante la mínima falla del timonel; así, la única dirección cruzaba por un justo medio. Las experiencias del consumo se mueven entre dos extremos: inanición y despilfarro, por eso dos ideologías resumen este dilema mediante el fundamentalismo y el consumismo. Las ideologías, por definición son mitad verdad con error y mentira, así que no poseen una ciencia completa, entonces ninguna presenta una visión de fondo al problema humano del consumo, pero veamos qué ofrecen en cada caso.

Inanición casual y voluntaria
La adaptación natural del cuerpo humano resulta paradójica; de un lado, es débil e inadaptado al medioambiente, especialmente durante su larga infancia, y del otro, es la especie más exitosa en base a su mecanismo de adaptación, mediante la inteligencia aplicada al trabajo. Debido a esa acomodación singular al entorno natural, entonces la escasez —incluso, hasta el extremo de inanición— es una posibilidad para cualquier historia. Una escasez desastrosa pudiera suceder: a escala de un país por una sequía y a escala personal por la orfandad o un accidente.

Ascetismo de cuerpo: pobreza natural y artificial
Hay un abismo entre el hambre casual y el ayuno, porque el hambre supone la derrota del individuo . La pobreza del ambiente humano, para las mayorías ha significado una serie de privaciones de distinto tipo, aunque a nivel mundial se supera el hambre estricta, quedan insatisfechas muchas necesidades. En especial, la estructura de concentración de riqueza hace que en el capitalismo, por primera vez en la historia, se genere una aguda miseria artificial; una miseria donde no decide la falta de recursos, sino la mala distribución de bienes y factores productivos abundantes . Los pueblos sumidos en la miseria se convierten en los ascetas involuntarios, población amenazada con la desaparición .
El ayuno en su versión ligera es muy popular a manera de dieta; en su versión rigurosa, el ayuno es un recuerdo de la falta de alimentos y una demostración de la capacidad para afrontarla; con la ventaja adicional de que ayunar es rechazar una situación, y controlar el escenario voluntariamente. El hambre es derrota ante el medioambiente; el ayuno es un triunfo de la voluntad.

Ascetismo de la existencia y tabú parcial
El ascetismo estricto en la alimentación, ejemplificado en un régimen de hambre y desnutrición autoimpuesto es una curiosidad o un desorden psíquico, pero culturalmente se ha extendido sobre la dimensión crucial, que es la misma existencia . Para restringir de un modo ascético la existencia la palanca es limitar la libertad sobre aspectos clave. El caso típico de ascesis sobre la existencia opera contra el sexo y, por asociación, el deseo. La noción de que cualquier erotismo es desperdicio, y su condena como pecaminoso, resulta crucial en las religiones antiguas de sello represivo; en esa ideología religiosa el sexo debería anularse y sólo permitirse cuando era consagrado para una finalidad útil y filtrada por una purificación . En el pensamiento monoteísta dominante el placer se consideró un pecado y hasta asunto diabólico, por lo que fue condenado . Entonces, por extensión las religiones condenaron cualquier terreno de disfrute, levantando gran cantidad de tabúes y favoreciendo un ascetismo sobre la existencia. Sin embargo, el deseo mismo (el placer más allá del acto sexual) es incontrolable, y las restricciones generan intensificaciones ; por tanto, el ascetismo moral recomendaba anular el cuerpo y la existencia, vaciándolo de placer y deseo, como si fueran el enemigo de la salvación. La fórmula arquetípica fue el ermitaño, escondido de las tentaciones, incrustado en una caverna o una ermita aislada, para vaciarse de sí mismo y entregarse a un único dios, mediante el abandono de él. Sin embargo, el ascetismo material y moral decayó con la sociedad mercantil; y las posiciones religiosas más importantes sobre el tema están modificándose .
La proliferación de tabúes no sólo se basa en una condena al placer . ¿Por qué proliferan los tabúes? Una respuesta es que la libertad (potencialmente extrema) es encausada estrechamente por el camino de los códigos de prohibiciones, medio económico que simplifica las decisiones y estabiliza una forma en la vida social .

Tabú total: fundamentalismo
El tabú parcial es un medio para encausar la libertad y establecer una forma social determinada, como ejemplifican las reglas de parentesco ; en contraste, el tabú total es un medio para encorsetar por completo la libertad personal, ya que impone un código entero del comportamiento, que define todos los actos y subjetividades aceptables. La organización del tabú total a veces es sistemática y asfixiante, de tal manera que únicamente es adecuada para sociedades relativamente inmóviles, como las tribus o comunidades agrarias; incluso, es casi indispensable para inventar una micro-sociedad inmóvil, como sucedió con las comunidades en monasterios católicos . Pero en la vida urbana y, especialmente, en la sociedad capitalista la expresión moral, religiosa o política del tabú total es contradictoria con el movimiento social y también con la estructura de la praxis . El código global de restricciones rápidamente es desbordado por el movimiento social, ante lo cual los adeptos a tales sistemas-tabú encuentran esta disyuntiva: ignorar la realidad o combatirla. Ignorar la realidad social o contentarse con rozarla es una orientación adecuada a las religiones, que prefieren dedicarse al más allá y mantenerse dentro de una prédica moral tradicional, como ha sido la interpretación católica esencial. Pero en ocasiones, los portadores de tales tabúes toman una línea militante en contra del mundo y empiezan a convertirse en fundamentalistas, decididos a que sus códigos religiosos se impongan e, incluso, para intentar imponerse los convierten en sistemas-tabú más rígidos.
El fundamentalismo islámico se ha politizado, pero como movimiento conservador anti-occidental ha acentuado sus tabúes (arreglo personal, alimentación, costumbres) y actividades militantes contra un mundo que devalúan como infiel o satánico. Sin embargo, la batalla del fundamentalismo es una causa perdida, pues quieren detener la agitación de la vida moderna, cuando ellos mismos representan otra convulsión y nunca serán la reencarnación de antiguos jeques .

El ahorro y la riqueza
La limitación del consumo y la costumbre del ahorro han tenido una importante justificación práctica por el beneficio económico que reportan. En los albores del capitalismo, cuando amasar fortunas y crear negocios presentó una relevancia social inusitada, las obras de economía recomendaban encarecidamente abstenerse de placeres mundanos como el camino directo para la riqueza. Incluso Malthuss explicaba el origen del capitalista exitoso, en base a una virtud moral que, al evitar embarazos, generaba ahorros y permitía una acumulación originaria .
La posibilidad misma del ahorro indica la estructura de la sociedad mercantil, donde la riqueza se acumula como dinero. Desde el punto de vista individual es importante contar con recursos para contingencias o lograr un ingreso garantizado para la vejez. Pero el culto al tesoro por el tesoro mismo encierra una fantasía, pues la verdadera riqueza no está en el atesoramiento (valor de cambio) sino en el disfrute (valor de uso) .

Capitalismo actual y ahorro
En el capitalismo, el esfuerzo para lograr un ahorro personal pierde relevancia desde inicios del siglo XX. El volumen global de ahorro de las naciones no depende de la frugalidad del ciudadano sino del sistema financiero y las grandes empresas productivas, las cuales renuevan capitales (amortizaciones) e invierten en expansión. El ahorro es clave para acumular capitales, pero rebasa las costumbres individuales; en vez de la frugalidad ahorradora, una legislación sustituye y obliga a convertir en ahorro una parte del consumo o previsión. Los fondos de pensiones se integran a la tecnología financiera para que el movimiento del capital nacional se beneficie de esos ahorros forzosos de los ciudadanos, y ese mecanismo legal-financiero no depende de la vieja narración del infante que ahorró su primer dólar para jubilarse rico. Por ese lado, en la economía actual la alabanza del ascetismo convertido en ahorro mantiene un espacio muy reducido, se queda en el espacio del individuo .

El trabajo como sufrimiento y el gasto como disfrute
En una economía dominada por limitaciones de las fuerzas productivas —y todas hasta el presente lo han sido— el trabajo contiene la negación del trabajador, contiene enajenación. Aunque el trabajo sea el núcleo afirmativo de la vida humana, su rasgo enajenado implica que trabajar sea un sufrimiento, una limitación de la existencia. Ya que el rasgo enajenado está acentuado en la sociedad, las personas se sienten más a sus anchas fuera de la actividad laboral. De ese modo se acentúa el contraste entre empleo obligatorio y aburrido frente al consumo voluntario y divertido. El consumo se presenta como compensación de las condiciones adversas del proceso de trabajo y los vacíos emocionales de la cotidianeidad, de tal modo que a la sociedad se la tilda como “de consumo” .

La obligación de consumir, producción de necesidades
El producto se debe vender y luego consumirse para mantener el ciclo productivo, por lo que el aumento de las fuerzas productivas capitalistas impele al crecimiento del consumo. En alguna medida, las empresas pueden promover un crecimiento de las necesidades, manipulando los apetitos por medio de la publicidad, que alteran el concepto de lo que se ha considerado la "necesidad humana".
El economista Galbraith ha insistido en la creación autónoma de necesidades desde la producción como un fenómeno de gran alcance . Si la producción es la creadora de necesidades, éstas pueden crecer indefinidamente, alentadas por una tendencia al aumento del producto global. Pero si es una fuerza exterior la que crea las necesidades de los sujetos, entonces hay un vaciamiento, una maleabilidad indiferente de la persona . Desde esta consideración el consumo personal no es una limitación al sistema económico, lo que limita es su restricción presupuestaria, y hasta ésta se relativiza con el aumento del crédito.

El consumismo como compulsión psicológica y compensación
Si las necesidades iniciales (originales o básicas) se moldean, esto se debe a un proceso de sustitución o alteración de necesidades, para adecuar nuevos consumos más ad oc a los requerimientos de la producción.
Mientras el carácter psicológico ahorrativo y metódico era el más apropiado para la adaptación social del individuo en los albores del capitalismo, en la fase madura del capitalismo es menester apoyar una compulsión por consumir; es la llamada tendencia oral, receptiva la más adecuada a repetir los rituales del centro comercial. La boca como órgano y eje del placer lactante es la más adecuada representación de esta actitud .
Las necesidades son un sistema, la deformación de un extremo empuja en direcciones diversas . La psicología clínica ha demostrado que la insatisfacción (erótica y sexual) favorece las compulsiones de consumo. Una represión en el sistema individual de necesidades inicial del sujeto provoca y mantiene un sistema de sustitución de necesidades; por ejemplo, la compra compulsiva de adornos y vestidos nunca satisface las necesidades de amor y reconocimiento insatisfechas. Para la retórica o discurso de la publicidad lo ofrecido en los comerciales visuales necesita de protagonistas hermosos, modelos que exponen su físico y sirve de un sucedáneo del erotismo, una sustitución del contacto directo con personas bellas.
La retórica comercial de la mercadotecnia es altamente incitante, pero poco satisfactoria. El vouyerismo light (en el sentido de mirar rostros y cuerpos bellos) no satisface , pero sí incita, por eso sirve y se ha convertido la retórica masiva, que puebla los espacios publicitarios. La sociedad se convierte en un gigantesco centro comercial, sin embargo, no se favorece la satisfacción de erotismo mostrado de mil maneras, crece la ansiedad erótica.

La carencia desmedida
La mesura para el consumo debería de resultar evidente, definiéndola el cuerpo humano y los objetos consumibles; sin embargo, como derivación de una estructura (el requerimiento del capital) el consumismo pierde su medida . Por ejemplo, el zapato sirve para cubrir los pies y adaptarse a distintas superficies; pero la medida se extravía en una ansiedad consumista, porque el objeto está sometido a condiciones del mercado. ¿Para qué unos zapatos útiles cuando se pueden estrenar y poseer cientos en variedades y marcas diferentes? Bastan unos pocos para separar al zapato de uso, de trabajo, de fiesta, deportivo y descanso. Pero un guardarropa suntuario puede reunir cientos de zapatos con variedades de formas y colores, incluso habrá los que jamás se usen. La variedad de estilos y modas de zapatos es casi ilimitada, pero sus usos no lo son.
Esa desmesura del consumo lo aleja de las necesidades básicas para aliarlo a la imaginación insatisfecha y el poder de compra. ¿Cuántos zapatos son consumidos? Los que se puedan comprar y hasta donde el comprador se imagine que le agradan. Incluso los rasgos de utilidad (comodidad del calzado, protección al ambiente) se alteran y se generan modelos caprichosos. El otro lado de la desmedida del consumo, proviene de las operaciones mercantiles, pues las ventas deben seguir para que se mantengan los negocios, sin importar si los pies de los consumidores ya están calzados, la venta requiere encontrar nuevos productos que adquiera el comprador.

El fundamentalismo: reacción irracionalista ante el consumismo
En más de un sentido el consumismo es ansiedad ante el aparador, porque el consumismo es vértigo frente a la variedad de objetos, el abanico de posibilidades, semejante al vértigo de Soren Kiérkegaard ante la nada. Porque para el fundador del existencialismo la conciencia (en libertad) es un vértigo entre posibilidades incumplidas, por tanto, desesperación entre respuestas que no han recibido su pregunta.
En su extremo, el fundamentalismo es repetir una respuesta única frente a la infinidad de preguntas, porque procura reducir las opciones existentes a una sola, a la monótona indicación de "no". Su código está plagado de la palabra "no" porque intenta abatir las tentaciones y turbaciones del alma, alejándola del “sí”. El fundamentalismo imagina alcanzar un camino hacia la pureza; pero se vuelve el sendero más angosto; pues lo tentador y deseable está afuera y adentro de la conciencia.
La economía y cultura del consumismo traen la multiplicación de focos de atracción y la invasión de las seducciones tentadoras. Frente a la eficacia psicológica de las imágenes publicitarias, lo que imaginaban los cristianos medioevales como tentación de Satanás, resulta juego de niños.
La seducción del consumismo, para la perspectiva de los marginados, presenta imágenes de lo inalcanzable, que traducidas en un lenguaje pseudo-religioso son una emanación con tintes demoníacos. Algunos códigos religiosos cerrados son un antídoto contra el consumismo sin brújula; pero esta cura encierra su lado tóxico cuando impiden percibir y comprender el mundo en que se vive. Quizá sirven para adaptarse a un destino cruel, pero la respuesta fundamentalista desconoce cuál es el motivo de su dolor, ignora cómo curarlo y, en suma, ignora qué es el mundo.

Las necesidades falsas y la recuperación de las esenciales
Cuando la falsa necesidad grita que ella es como el juramento judicial anglosajón “toda la verdad, nada más que la verdad y solamente que la verdad”, entonces el mundo está de cabeza, pues la máscara grita que es la cara. ¿La máscara es la verdad de rostro? Jamás. Más allá de la necesidad artificial está la falsificación . Sin embargo, la falsificación es una exigencia masiva que las empresas y los ciudadanos aceptan; tras un complejo proceso social y de publicidad aceptamos el extremo de necesidades falsificadas como una urgencia. La exigencia de un aroma agradable se convierte en deseos de marcas prestigiosas. ¿Importa la fragancia misma? No, lo importante es que sea una fragancia de marca, rodeada por una compleja mercadotecnia del glamour. La discusión se vuelve compleja, porque los testigos para la veracidad de necesidades se encuentran dentro del caracol de las incongruencias . El consumidor es acusado y jurado. ¿Necesidad falsa? Pero si el consumidor ha pagado por ella; entonces las críticas a las falsas necesidades parecen un capricho de los intelectuales. Los consumidores declaran sobre su "marca favorita", pero cambia la marca y el modelito cada temporada; el ejercicio de la moda es un juego de gustos momentáneos y, al final, aparece la frustración.
Claro, la batalla de cada quien por encontrar su necesidad verdadera es, en gran medida, sencilla y accesible. El poder del consumidor está cercano a su presupuesto. Basta usar la máxima socrática de “conócete a ti mismo” para restablecer el contacto con las necesidades auténticas. La mercadotecnia pone trampas y quien no está dispuesto a educarse y atender lo importante, seguirá metido en las urgencias de la moda, y casi siempre con el bolsillo vacío, porque ningún dinero alcanza para perseguir el ritmo de las modas caprichosas. Pero quien se dedique con interés y tiempo a reconocer sus relaciones con las personas y su propio cultivo personal, obtendrá satisfacción para las necesidades más esenciales.

El prójimo y ejemplo del jipismo
Por buena fortuna, el productos humano por excelencia está en la convivencia directa, y ésta carece de marca registrada. Las relaciones inter-personales implican saltarse las trancas de inter-mediaciones de cosas (el dinero, las mercancías), y aunque una relación personal comience en el mercado, la presencia personal logra encuentros cara a cara, persona a persona. El medio técnico de comunicación inmediata (telefonía, carta, email, videoconferencia, red-social) dispersan en aspectos (únicamente voz, texto, imagen), dan formas (formatos de cómputo) o saltan el espacio (en esencia, muchas son telecomunicaciones) pero no destruyen la relación persona a persona (o en grupos). Los otros medios reproductivos, como la representación de televisión, el videoclip musical o el comercial de propaganda forman los duplicados fantasmas de las relaciones interpersonales. La calidez y el efecto poderoso de las personas inmediatas nunca es superada por la duplicación técnica, aunque los televisores tengan perfección en las imágenes (como en la tercera dimensión audiovisual). Por eso reacciones culturales han tenido éxito en apelar a las relaciones humanas sencillas, directas y naturales, como ocurrió con el jipismo desde los sesentas. Apelar a las relaciones personales como una guía superior de los valores morales, implica rupturas importantes con el mundo del consumismo, enfrentarse contra alteración mercantil de las necesidades; porque para el consumismo asumir la moda se convierte en un valor práctico impresionante, obligando hasta agotarse en un estilo “workholic” (adicto al trabajo) y ganar lo que la moda exige. En un sentido moral la sencillez hippy se opone a la seudo sofisticación consumista, sumergida en las marcas y sus valores aparentes. Esa sencillez se dirige hacia lo básico, que son las personas. La necesidad del prójimo es una carencia que sí se sacia, mientras los apetitos de moda son insaciables y evanescentes. En las personas radica lo importante. Claro, se requiere de objetos modernos y nadie en su sano juicio propone deshacerse del agua y electricidad en los domicilios; las estufas y las licuadoras han permitido una alimentación abundante y sencilla. Pero nadie logra la felicidad al abrir el grifo del agua; la aportación de objetos consumidos es trascendente si el sistema de necesidades de cada quien está relacionado con las personas. El consumo por el consumo mismo es un círculo bordado en el vacío; y los mercadólogos se dan cuenta de ello, por eso nos incitan a vincular el consumo con nuestros seres queridos. Gran parte de la venta se sustenta en el amor filial o de pareja; por lo mismo, el concepto mismo de Navidad se relaciona en dos polos que confluyen en el regalo: consumo y relación generosa.

Regalos, Navidad y frustraciones
La gran fiesta era un largo regalo que duraba varios días hasta que se aniquilaban los recursos que el jefe local había aportado, porque el regalar era parte integral de la solidaridad entre las viejas comunidades. Era una práctica de democracia económica espontánea, porque por tradición los ricos debían aportar a la colectividad, de tal modo, que los gastos en ofrendas y fiestas ayudaban a mitigar las distancias sociales, pero a confirmar las jerarquías . Además, esta costumbre evitaba la acumulación de capitales, pues ciertos medios de consumo agrícolas y medios de producción eran sacrificados en aras de una alegría pasajera. El nivel de dilapidación de esos pueblos sería considerado una irracionalidad económica bajo los criterios capitalistas, por ejemplo, ciertos nobles aztecas para tomar posesión de un cargo debían de acumular alimentos (muy apreciados como guajolotes) por dos años hasta contar con la cantidad suficiente para invitar a la gran fiesta que debía acompañar a su solemne posesión.
Un gasto “en exceso” está incluido en la noción de dar regalos y eso es importante; porque en el regalo se supera el frío cálculo económico del tráfico de mercancías. Las normas de etiqueta del regalo incluyen borrar el rótulo del precio y nunca revelarlo al destinatario. La lógica última de reglar es unilateral, por eso contraría al sentido común de reciprocidad mercantil, que es un continuo doy para recibir. Incluso, cuando los regalos son estrictamente recíprocos, como en un intercambio de regalos, por otra norma de etiqueta se conviene en envolverlos y, así, ocultarlos. Una envoltura presta servicios tanto a la emoción por misterio, como a remachar la lejanía con el precio. El regalo escapa del circuito de las mercancías y, cuando se abre la envoltura, no contabilizamos dentro del PIB, sino que sumamos expansiones del ego.
La regla de expansión del ego dice que mientras más damos es mejor, porque eso demuestra nuestra potencia, el “dar” suena a generosidad. Y viceversa, también mientras más recibimos el ego crece, porque eso demuestra cuánto somos queridos. Esto sería idílico si no fuera porque la situación de regalo es excepcional, pues tras las fronteras del regalo sigue la restricción de presupuesto.
La carencia de medida objetiva del regalo se adapta y sirve para los fríos cálculos de mercadotecnia. La enorme producción industrial moderna requiere de un volumen impresionante de ventas, y las tradiciones del regalo están integradas a los requerimientos de mecanismos comerciales. La publicidad propone los objetos seductores, candidatos idóneos del regalo, y convierte la generosidad en una asfixiante presión sobre los bolsillos. Al amor por los "seres queridos" es ilimitado, el deseo de agradar a quien se ama no acepta restricciones presupuestales, y por lo mismo las tentaciones tras el aparador se convierten en un suplicio. ¿Un suplicio? Con frecuencia: la amorosa madre quiere que su niña reciba la más impresionante muñeca parlante; el tierno esposo quiere para su mujer un automóvil del año, y hasta los niños intentan regalar durante la euforia navideña. Por desgracia para la absoluta mayoría, el presupuesto de Navidad está limitado a un aguinaldo para repartirlo entre regalos, cena y (en ocasiones) viaje. Cada persona quisiera (también yo) dar y recibir los regalos más espectaculares, más sorpresivos, más inusitados, y darlos hasta el exceso y recibirlos sin merecerlos; dar y recibirlos en exceso gratuito, así nada más, regalados. Por desgracia ahí está la barrera final del presupuesto limitado y en esta frontera incluyo el crédito al consumo, donde ya no hay un más allá.
La mayoría no parece sufrir decepciones navideñas, pero es un hecho conocido la frustración invernal. Muchos deseos fracasan en Navidad. Quizá no aprendimos a convivir con la frustración y nos ponemos “de malas”. Y tras la frustración vienen las carotas. Las expectativas sin cumplir pasan del malogro al enojo. De ahí viene ese fenómeno tan curioso entre algunas familias cuando se reúnen a cenar al final del año. A la decepción y al enojo, debemos sumarle el efecto emocional del alcohol, que desinhibe y hace perder la templanza. No ha terminado la reunión familiar navideña cuando empieza, sin saberse cómo, un pleito familiar. A veces, tanto esfuerzo trabajando un año completo, para obtener un aguinaldo, usarlo en comprar regalos, dedicarse a buscar el adecuado para cada cual, envolverlo gratamente y preparar una cena que sea el marco adecuado a una fiesta. ¿Y todo para qué? Si antes no se han saneado las buenas relaciones entre los familiares, el ritual del regalo resulta hueco y es un gesto vacío. Cuando los familiares mantienen buenas relaciones y no guardan rencores ni “cuentas pendientes”, entonces los gestos de brindar regalos y comilonas resultan sinceros. Habrá mucho para festejar, aunque los objetos envueltos en celofán sean modestos, porque los entregan corazones honestos y deseosos de compartir.


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