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domingo, 26 de mayo de 2013

ENTRE LOS NIÑOS HÉROES Y EL REGISTRO CIVIL: EXTREMOS DEL PROCESO NACIONAL





Por Carlos Valdés Martín



Toda infancia envuelve fragilidad, en contraste la nación evoca solidez de eternidad[1]; de ahí la combinación dramática y emotiva que une dos extremos de la retórica nacional. Un niño en mitad de la batalla pone tensión y un telón de tragedia en cualquier guerra. Para quien antagoniza con los dramas resultará chocante imaginar al mancebo envuelto en la bandera y arrojándose por un despeñadero. Para un espíritu candoroso la misma escena causará una honda conmoción, sin prejuzgar si sucedió ese hecho. El suceso extraordinario de la emoción aporta un ingrediente ordinario de algunas situaciones colectivas.
La glorificación nacional de los niños héroes representa otra muestra del proceso normal de la formación de las naciones, pues su utilidad como discurso es semejante a la Revolución e Independencia como momentos fundadores de un orden. Los niños héroes nos representan el sacrificio extremo y esto no es un engaño ni un error de cálculo. Sobre el acontecimiento desnudo cuando la feroz guerra devora a los inocentes (a los civiles no participantes o a la nueva generación desde su más tierna edad) se levanta la alegoría emotiva del infante defensor de la patria. Dentro de la retórica nacional todos sus defensores representan infantes-hijos. La distinción entre joven e infante no es fija, sino variable conforme a criterios sociales, por ejemplo la Marsellesa —que se convirtió de canto local en un himno nacional— comienza con ese acierto, afirmando que “marchemos infantes-hijos (enfants en el original) de la patria”. Al mismo tiempo, la nación es el concepto más comprensivo que abarca a todo y cada sujeto del grupo, así el recién nacido se asume como parte de esa comunidad, por más que su situación sea singular.
Una tarea fundamental de cualquier poder social es relegar la muerte hacia los márgenes, expulsando la ominosa presencia para arrinconarlo en las zonas de los extremos: en el exterior de la guerra o encapsular en sistemas penitenciarios (pena de muerte). El proteger a niños y mujeres se repite sin cesar como un deber importante del poder, pues se deben conservar los fundamentos y partes más débiles. Pero surge la excepción y, el discurso del heroísmo del sacrificio aparece como un resorte, que comprimido se lanza hacia su extremo contrario, cuando hay alarma por la Patria en peligro letal. Bajo esa condición de excepción, se abandona la línea única del soldado adulto como la parte sacrificable en cualquier contienda bélica, para aceptar la excepción. En el sacrificio del menor durante una guerra se reconoce que el orden ético se derrumba, sin embargo, ese derrumbe (se piensa) resulta extrínseco, causado por la “potencia exterior”, y en el acto mismo del sacrificio se restaura el orden[2]. Quien se sacrifica por propia voluntad lo hace empujado por un deber superior y para restablecer un orden, casi supremo o cósmico. En esas circunstancias, la Patria se convierte en altar (alta-ara según la etimología) donde sus habitantes más puros y sin mancha se inmolan. El movimiento descrito opera en un proceso complejo, pero se resuelve en una breve escena y de ahí proviene su enorme fuerza de evocación.

Una zona gris: la edad
Algún detractor de la narrativa de los niños héroes del 1847 señala que los muertos son cadetes, los cuales sí se preparaban para el oficio militar y no estaban exentos de ese letal deber. Ampliando esa objeción anoto que la “mayoría de edad” fue inferior en periodos históricos previos. Sabemos que el matrimonio entre población prehispánica como los mayas era común a los trece años y no se excluían uniones a edades menores. En las regiones más occidentales como Europa, el enrolamiento en el servicio militar de los siglos XVII y XVIII se ubica en edades muy tempranas, por ejemplo, en la biografía de Carl von Clausewitz (el gran teórico de la guerra, contemporáneo a la Independencia en Latinoamérica: n. 1780 y m. 1831) se anota que alteró un año su edad para enrolarse a los 12 años y participar en el ejército de Prusia. 
Por tanto, bajo un paradigma anterior, morir a los catorce años no era tan notorio pero el país había cambiado. En ese sentido, la relevancia de nuestro evento del 1847 denota que estaba cambiando la visión de la mayoría de edad y, después, conforme avanza la modernidad, las personas de 14 nos parecen más jóvenes, cada vez más. En ese sentido sociológico, el tema particular de nuestros niños héroes de Chapultepec muestra un cambio en la apreciación de la edad.
Sin embargo, la muerte iguala y establece la tabla rasa. Las diferencias entre 14 y 20 años resultan irrelevantes dentro de una tumba. Los poemas más tristes indican la muerte prematura, pues para una existencia plena el finalizar hasta podría resultar un premio. La defunción prematura es lamentable y señala el extremo absurdo, casi imposible de procesar por los sistemas culturales que nos remiten al limbo de los inocentes. 

Registro civil: convertir al nacimiento en evento laico
Resulta curioso anotar que la existencia legal de las personas fue monopolio de una institución religiosa durante muchos siglos. El registro religioso (con su fe de bautismo y sus rituales siguientes) era el arranque para la existencia legal de cualquier persona. El Estado en nada participaba hasta que impuso su poder de registrar y dar personalidad jurídica al infante. En la cúspide de su influencia la iglesia católica novohispana controlaba el nacimiento y muerte, después el Estado republicano despertó de su impotencia al señalar que el gobierno público daría la fe sobre la existencia de cada niño en el país y certificaría el final de cada persona con un acta de defunción[3]. Este cambio no es de mero trámite burocrático sino de instauración de otro poder que es el Estado laico sustituyendo al religioso y dejando la fe como competencia privada.
Antes de la existencia de un registro civil formal y administrativo, la edad de las personas encerraba una relatividad extrema. Había “fe de bautismo”, pero los campesinos no guardaban papeles y las personas “se acordaban” de su nacimiento, aunque podían mentir u olvidar con facilidad. Al personaje Thomas ‘Old’ Parr nadie le solicitó papeles y los vecinos creían que contaba con 152 años, sin que existiera documento en favor o en contra; aunque sin pensiones ni jubilaciones únicamente a un excéntrico le interesaría desmentir esa edad insólita.[4] Los peones llevaban a sus hijos para inscribirlos de aprendices y bastaba su palabra para aceptar que ya era mayorcito; de ahí las atroces narraciones sobre el trabajo infantil en siglos pretéritos.
Con el Registro civil cada niño de inmediato se integra en la trama de deberes y derechos de su Estado nacional, pues de entrada se le reconocen algunos derechos básicos, entre los cuales aparece el tema de la nacionalidad, en su definición legal vinculada al territorio y a los progenitores. Antes eran “almas en vías de salvación” bajo la tutela de sus padres y sacerdotes, ahora son primero y antes que nada infantes colocados en una red legal-social-cultural, etc. Entre otros significados, este acto de registrar implica una apropiación intensa de la persona al sistema del Estado nación, pues de inmediato está ahí plasmada su identidad legal y el potencial de vínculos sobre él.
El heroísmo nos refiere a lo extraordinario, al evento sin igual, entonces así como el moderno Estado laico registra y apropia a la niñez, también el simbolismo de los chavales héroes sirve para integrar a la infancia en el imaginario de lo no ordinario. En el mismo siglo, México erige el panteón de la Patria y funda el Registro civil; esta coincidencia es necesaria, no es casualidad sino causalidad. El individuo (desde el nacimiento hasta la muerte y su recuerdo póstumo) se integra en el sistema complejo de la Nación. El Estado opera cual maquinaria clave (el conjunto operador de poder y administración) de esta Nación moderna, que incluye desde la mitología hasta el Acta de Nacimiento.

Sentido fuerte
Para culminar este comentario, desvirtuamos la opinión “multicultural” cuando sostiene que la Nación es un “imaginario”[5] en el sentido débil del término, pues descubrimos lo opuesto, ya que el aspecto imaginario de lo que hemos anotado siempre está sostenido por eventos materiales. El culto a los niños héroes conmemora a cadetes militares, por tanto armoniza con la institución guerrera y le otorga una aureola de respetabilidad, en un gesto funcional para el ejército, en cuanto institución especialista en monopolizar la violencia empujándola hacia los márgenes permitidos. El Registro Civil acompaña al denso sistema educativo, de salud, legal, etc. mediante el cual el Estado adopta las funciones de paternidad[6]. La vinculación de la efeméride cívica y el Registro oficial de nacimientos se destaca, porque no dibuja caprichos de imaginación en el sentido débil, sino colorea un asunto muy material-ista en el contenido más denso del término, pues la Nación —por el significado granítico de su recóndita esencia— implica la reproducción de una comunidad.

NOTAS

[1] Es obvio que ninguna obra humana es eterna, sin embargo, la temporalidad nacional pertenece a las ucronías de lo eterno. Existe un motivo material e ideológico para tal visión de tipo “eterna”. Cf. Las aguas reflejantes, el espejo de la nación.
[2] En general, únicamente lo valioso se sacrifica, ya sea en productos o personas. La prohibición expresa del sacrificio humano es una construcción histórica que no excluye ciertas circunstancias, ejemplificadas en este caso. Cf. ELIADE, Mircea, El eterno retorno. CAMPBELL, Joseph, El héroe de mil caras. BECKER, Ernest, La estructura del mal.
[3] Los primeros antecedentes en México son leyes locales, una de Oaxaca en 1829. El 28 de julio de 1859 el Presidente Benito Juárez promulgó la Ley Orgánica del Registro Civil. Dos años después se hizo el primer registro de un recién nacido.  Roberto Espinosa de los Monteros Hernández, El Registro Civil: una historia sesquicentenaria, en INHERM.
[4] El personaje fue agasajado por la Corte de Inglaterra, después de muerto el médico William Harvey puso en duda tal versión y le aplicó una autopsia; en la actualidad se cree que la edad del señor Parr era un mito, no debió contar con más de 70 años.
[5] Algunos pensadores, siguiendo una versión relativista del interesante trabajo de Benedict Anderson sobre las Comunidades Imaginadas, asumen que el fenómeno nacional es casi ideología, como si fuera una formación autónoma que enmascarara a la realidad. 
[6] La psicología crítica también anota una pretensión de que el Estado se convierta en un padre sustituto ante el cual la comunidad debe inclinarse, transfiriendo una dócil aceptación del progenitor hacia una maquinaria de poder. En sentido más riguroso, se formaliza un binomio psicológico de Estado-padre y Patria-madre para abarcar al Pueblo-hijos en un sistema emocional. Cf. REICH, Wilhelm, Psicología de masas del fascismo. FROMM, Erich, El miedo a la libertad y El corazón del hombre.

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