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domingo, 19 de abril de 2015

RESEÑA BREVE DE LA NOVELA LOS ANTEPASADOS













Reseña de la novela Los antepasados[1] hecha por el propio autor, Carlos Valdés (Vázquez), en entrevista de Huberto Batis que aparece en Por sus comas los conoceréis[2]. Es un raro privilegio contar con la reseña de una obra, generada por el propio autor de modo simple y directo.


Entrevista Huberto Batis: 
 —¿Y de Los antepasados?

Responde Carlos Valdés (Vázquez): 
—Es una novela larga (350 cuartillas). La escribí en 1962 en menos de seis meses. Trabajaba ocho horas los días feriados, dos los de trabajo: cuatro cuartillas diarias de promedio.
Intento ofrecer una visión panorámica de la realidad mexicana de 1823 a 1918. El personaje como individuo no me importó tanto como la interacción de las generaciones.
Los antepasados condi­cionan moral, económica, caracterológicamente al individuo; puedes apreciarlo cuando te explicas el conjunto que lo pro­dujo. Cada hombre tiene oportunidad de vivir y de desarro­llarse, tiene la vida —puede decirse— en sus manos; sólo que unos son débiles y otros fuertes.
En la novela José Costa es el fuerte; se eleva al poder porque rescata de sí mismo valores que lo llevan a imponerse y a establecer a su familia. Arcadio, su primogénito, lo tiene todo: educación, dinero, un cacicazgo heredado; pero en realidad no tiene nada porque es un débil: vive de la opinión ajena, es sólo el reflejo de su sociedad. Los valores éticos y sociales desaparecen, apenas le quedan los vitales. Lo importante para tipos como él es vivir, sobrevivir, adaptarse y no imponerse al medio transformándolo. Pero lo trágico es llegar a perder aun la propia vida, como el Rafael Costa de la tercera generación; éste es un fantasma.
Mi novela es la historia de la pequeña burguesía en paradigma, la clase social movible que va desde el artesano al cacique, llega al conservador y acaba en la anarquía. Mis personajes débiles son arrastrados por las circunstancias. Buscan como todos su felicidad; su objetivo es satisfacerse ética, sexual, económica­mente. La historia de México que los envuelve es marginal, porque ellos no la viven sino que la padecen.
En la Revolución, Rafael reacciona contra sus antepasados, contra su clan. Ha­bría sido próspero y feliz si los imita, pero tenía los suficientes impulsos vitales para querer introducirse en la historia. Pero el acontecer le es adverso y le impide realizarse. Toda revo­lución es adversa a la burguesía, que vive de la estabilidad y del equilibrio. Rafael conoce el mal y la violencia de la Revo­lución y busca inútilmente dónde afirmarse. No le importan los partidos porque carece de ideología; no comprende lo que está viviendo. Los personajes conscientes de la literatura mexi­cana son excepciones que nos quieren hacer pasar por reglas. La Revolución es dialéctica, benéfica a la sociedad en conjun­to pero a muy largo plazo. Trae progreso, trasforma, mueve resortes. Se produce precisamente para cambiar la estabilidad de las fuerzas, una insoportable quietud como la de Tonantlán.
Rafael regresa derrotado al pueblo, fracasado como militar porque le tocó del lado de Villa. Ha conocido la terrible realidad de la guerra y quiere la paz por instinto de conservación, aun­que lo único que sepa hacer sea pelear. Es ya un inadaptado, la paz le parece más sórdida que nunca, porque ha perdido las ilusiones con la liquidación de su Revolución. Pelea contra la miseria desesperado, cae en un monótono matrimonio, no sabe engancharse en la política posrevolucionaria. Cuando empieza a madurar, comprende que ha sido un iluso, y cuando decide volver a pelear, se da cuenta de que ya es tarde para él: ha pasado su momento.

Posdata: A continuación se transcribe un breve comentario, que es grande por la pluma de quien lo emitió, la escritora Rosario Castellanos, en su texto “Tendencias de la novelística mexicana contemporánea”, cuando expuso una breve opinión:
“Carlos Valdés, en Los antepasados, se remonta a causas más antiguas, a los albores de la guerra de Independencia y sigue las vicisitudes nacionales al través del hilo de una familia jalisciense. La amplitud del panorama le permite la serenidad suficiente como para no precipitarse emitiendo un veredicto que, en el mejor de los casos, tendría que ser provisional.” [3]

NOTAS:

[1] Novela bajo el sello editorial Cuadernos del Viento, Ciudad de México, en el año 1962.
[2] BATIS, Huberto, Por sus comas los conoceréis.
[3] CASTELLANOS, Rosario, en Revista de la Universidad de México, marzo de 1966, volumen XX, número 7, “Tendencias de la novelística mexicana contemporánea”. p, 9-12.

miércoles, 15 de abril de 2015

VICIOS Y VIRTUDES DE LA PROVINCIA







Por Carlos Valdés Vázquez (1928-1991)

NOTA INTRODUCTORIA: Por fin aparece en medio electrónico la primera versión, de “Vicios y virtudes de la provincia”, publicada en la legendaria Revista de la Universidad Nacional Autónoma de México, en el número de febrero de 1958. La segunda y definitiva versión se integró dentro de la publicación de Crónicas del vicio y la virtud, conservando el mismo título, con la diferencia destacada de que no existen los subtítulos, también incluye modificaciones relevantes y una conclusión distinta. El texto ironiza los elogios y críticas hacia lo provinciano, para mostrar las entrañas de ese cristal de nostalgias y anhelos mezclados y revitalizar la perspectiva. (CVM)

REPARTO Y DISTANCIA
LA PROVINClA es la porción que nos toca en el reparto del pastel territorial; distribución de premios única, en la que quedamos satisfecho hasta los golosos y exigentes[1]. ¿Qué provinciano no está orgulloso de serlo?
La provincia, como los toros, se aprecia de lejos mejor y con más seguridad. A medida que aumenta la lejanía (potente levadura, la nostalgia) se activa el proceso de embellecimiento. Distancia: salón de belleza que garantiza los resultados. Vista de cerca la provincia es sórdida y sorprendente como la encantadora desconocida que amanece con cara de esposa. La provincia: mujer contradictoria. Al mismo tiempo generosa y mezquina, absorbente y cruel, embrutecedora y calmante, celosa y olvidadiza, lasciva y casta. Alguien nos ha jugado una broma: del sombrero mágico donde debería brotar un hermoso conejo (quizá el de Alicia en el País de las Maravillas), sólo aparece un gato común y corriente, un animalito hogareño, hábil en abrirse paso con sus garras hasta nuestro corazón sensiblero. Quien ha vivido o nacido en provincia nunca pierde completamente el aire atemorizado; el recuerdo le duele como viejas heridas de la batalla familiar.

VÍRGENES NECIAS
Las provincianas no se entregan por el escote del vestido; pero seducen más que manzanas envueltas en papel de china. Manzanas del misterio, porque el misterio constituye la máxima atracción. Provincianas tibias como plumeros y amables como esponjas, empeñadas en la ingenua provocación: la coquetería de las niñas bobas causa mayores estragos. Vírgenes necias que dejan empañar sus lámparas (alumbrado ineficaz: luz justa para mirar sin ser visto). Vírgenes que sueñan con príncipes azules; pero si la oportunidad llama a sus puertas, no pierden el tiempo, se transforman en matronas. ¡Cualquier cosa con tal de poblar la soledad!
En provincia sólo hay dos clases de mujeres: gallinas cluecas y solteronas irredentas. ¿Quién no teme a las tías —agrias y resecas como limones viejos que, se levantan a la primera misa? y ¿quién no se emociona ante las torpes líneas que anuncian el porvenir: niños, jardines, novios, madres y nodrizas?

CALLEJÓN SIN SALIDA
La plática se eterniza inútilmente junto a la taza de café y las colillas; el tedio triunfa sobre la barroca elocuencia provinciana. Es terrible el ocio: abismo que devora a hijos pródigos y señoritos. Ellos mantienen la dignidad romántica con sus frentes pálidas de amores imposibles, y la ayuda no confesada del diccionario de la rima. Pero está escrito que don Juan ha de jubilarse. A los cuarenta años se convierte en el marido modelo. ¡Soledad todopoderosa! Aun los viajantes de comercio, villanos de opereta, no siempre escapan a tiempo, y caen en escotillón del matrimonio.
El aburrimiento: vano y triste callejón sin salida. Es droga, pero ayuda a seguir tirando. ¿Qué hacer para conjurarlo? Los que van a ver pasar trenes saben que la cosa no tiene remedio: unos rostros grises se asoman un segundo al escaparate de la provincia. Todas las caras son iguales; luego esperar el próximo tren que llegará con un cargamento de máscaras veloces e idénticas. ¿Aparecerá una gente que tenga rostro, y no una fotografía movida en lugar de cabeza?, ¿alguien que nos pueda decir: tú existes, porque yo existo?

MIEDO ANTIGUO
La noche en la provincia exuda terror. Cuando los rezagados vuelven a casa, su misma sombra, tapete lleno de malas intenciones, se les enreda en los pies. El crimen se cuela en todas partes. Los ladrones esperan bajo las camas y los asesinos brotan de las alcantarillas. El viento pone música de fondo a las novelas de misterio. Hasta los faroles tienen aspecto torvo y vicioso, como astros sedientos de sangre. No hay faroles más fríos, duros y opacos, que los de la provincia; constituyen una descarada invitación al suicidio.
Y ¿los árboles? Son vampiros que se alimentan de sangre humana: la mayoría de los árboles provincianos son genealógicos. Árboles genealógicos para ejecutar en las ramas a los oscuros antepasados. El olvido es la única arma defensiva de los vivientes. A veces se intenta encarcelar a los árboles verdaderos —pagan justos por pecadores— en ridículas jaujas enanas; pero más que presos parecen señoras encorsetadas. Otras, veces la justicia se contenta con uniformarlos, como a los presos, en falditas blancas. Y cuando se conocen bien los árboles genealógicos, se puede sospechar que las raíces del miedo son muy profundas.

RELOJES Y CAMPANAS
Las horas se detienen en las cuatro esquinas sin decidirse por ninguna; las calles desembocan fatalmente en el campo. Parece que aún miden el tiempo con relojes de arena. Los otros, los de cuerda, hace mucho que están parados; nadie ha vuelto a consultarlos desde que las manecillas se trabaron en un bostezo interminable. Además, ¿para qué se necesita reloj donde las campanas repican cada cuarto de hora? Hay campanas de todas clases y tamaños que compiten entre sí. Verdadera riña de vecindad, en la cual lo más incierto es el resultado. Lo único previsible es que las campanas gordas se batirán en retirada, cuando las pequeñas, que tienen muy mal genio, alcen las voces agudas y rápidas; igual que los maridos pachorrudos se callan prudentemente, cuando hablan sus esposas diminutas y explosivas.

COMPÁS REACCIONARIO
La provincia vive a deshora; se empecina, como la solterona, en las modas de ayer. En ningún otro lado florecen más lozanos retratos de abuelos barbudos. Hasta los niños juegan en una atmósfera de naftalina y muebles apolillados. La provincia, rústico que reparte pisotones en el baile, no sabe llevar el compás del progreso.
La provincia es un gran museo: las mujeres tienen no sé qué de estatuas y las estatuas son tan imperfectas y sorprendentes como mujeres. Los hombres, en cambio, demasiado concretos y realistas, parecen el retrato de sí mismos cuando conservaban el pelo intacto. La provincia posee una colección rozagante de viejos desesperadamente verdes contra toda esperanza. Hay también algunos criados (¡heroica resistencia al tiempo!) que sobrepasan en años de servicio la edad de los amos. Se puede decir, sin miedo a equivocarse, que comenzaron a servirlos antes de que nacieran, y que continúan sirviéndolos después de muertos. Memoriosos porteros de las porterías eternas, se niegan a cerrar las puertas detrás de los que parten. La provincia para no olvidar se oscurece de luto: las viudas, pertinaces moscas del recuerdo.
Se encuentran sin trabajo verdaderas piezas de museo: hay señores que toman el amor libre tan en serio que, como en las comedias pasadas de moda, le ponen casa a la querida. En la provincia todavía existen ideales talleres donde se confeccionan sombreros adornados de plumas y cintas. Los talleres consumen por materia prima plumas y carne fresca: obreras y aves del paraíso. Las obreritas cantan y se alimentan con huevos; no existe tónico mejor para la voz. Los pájaros desplumados padecen frío y callan. Las familias que se respetan heredan un piano de cola cargado de tradición; pero que desafina y fastidia, como moscardón, con sus monótonas escalas; un piano donde las niñas aprenden pronto la imperturbable ley que rige el destino, y que luego es el refugio de la impaciente soltería.

¿ÁNGEL O DEMONIO?
Las virtudes y los pecados alcanzan en provincia cumbres heroicas. Casi siempre, contrariando la vanidad pueblerina, las virtudes permanecen públicas y los pecados secretos. Aquí se aprecia aún la voluptuosidad masoquista de condenarse al fuego eterno —los castigos y los amores son eternos—. La gente no comete errores, sino pecados; sigue prefiriendo la oscura magia del confesor a la inmaculada ciencia del psiquíatra; nadie hace tibias confidencias, sino cálidas confesiones; al psicoanalista, con su mandil blanco, se le considera un señor que se dedica a lavar los pañales de la infancia que el adulto ha olvidado en algún rincón de la conciencia. En provincia la vida aún corre fantasmal por cauces profundos y tenebrosos, conserva la antigua palpitación de los tiempos heroicos, cuando se luchaba en las tinieblas, sin preguntar si el adversario era animal, ángel o demonio.

CONTRA DILIGENCIA, PEREZA
No es pecado no hacer nada, sino una carrera que proporciona medallas y certificados de nobleza. Sus materias se cursan al aire libre: en los jardines, a la salida de los templos, en las puertas de los cafés. La pereza es el opio de la provincia: religión que se practica abiertamente. Ni siquiera se debe fingir que se está ocupado. Los patriarcas, en las bancas de la plaza, autorizan con su ejemplo el ocio de la juventud.
Parece que una activa organización fomenta y protege el ocio en sus expresiones más refinadas. Los flojos se asocian en círculos que son respetados por sus reuniones, en las cuales sólo se ha llegado al unánime acuerdo de no asistir a ellas. Si no fuera porque el trabajo es un vicio arraigado en las costumbres del hombre, ya lo hubieran abolido. La flojera cuenta con sus filósofos, hombres de ciencia, y con decididos campeones de la ley del menor esfuerzo, quienes pretenden implantarla en todo su vigor. Los teóricos se quiebran la cabeza ideando un sistema de trabajo que rinda el mayor número de horas inactivas. Por su parte los teólogos del divino descanso hacen llover máximas sobre los fieles para inculcar el sano temor: "El trabajo es el padre de todos los vicios."[2] "El flojo y el mezquino no andan dos veces el camino"[3], etc. Así, mediante el sencillo proceso de enseñar la otra cara de los refranes, demuestran que el pueblo[4] siempre ha vivido en la ignorancia.

PLANTA DE SOMBRA
La lujuria sin las alas de la imaginación resulta inofensiva, más bien ridícula. Como el globo desinflado pierde el prestigio. No requiere el rótulo consabido: "Úsese exclusivamente por prescripción y bajo la vigilancia médica." Los castos y los don Juanes no poseen fantasía.
La provincia saborea en secreto el pecado que prospera en los rincones; la lujuria cuando más se atreve a espiar el paso ondulante de las muchachas. Alcanzar la lujuria implica ascetismo: la privación de placeres menores y el ejercicio constante de la fantasía. Su conquista se prepara con idéntico fervor que el campeonato deportivo. Ningún sacrificio resulta vano; la frente del lujurioso brilla purísima como estrella.
No obstante la provincia es timorata: se escandaliza hasta de la ropa interior puesta a secar en sitio visible. Unos calzoncillos bastan para una protesta pudorosa. Y no hay contradicción; la lujuria es planta de sombra y traspatio, impropia para el exhibicionismo. Sólo el adocenado espíritu cinematográfico pretende tentar a los solitarios con escenas amorosas tan falsas como la peluca de los actores.

LAS VACAS GORDAS
Los provincianos compensan las privaciones mundanas en una tosca pero voraz retórica culinaria. (La geografía más que de linderos está configurada por guisos regionales.) Cuidan más los secretos de cocina que los de Estado. Cada provincia proclama su superioridad sobre las vecinas, en una polémica que presenta por argumentos las salsas, y no vacila en apoyarse en sofismas cochambrosos.
La provincia no guarda la línea: el ideal y deleite son las señoras a la Rubens. Mujeres que obtienen sus encendidos colores en la sobremesa, cuando se desabrochan furtivamente el corsé, mientras reparten grasosas sonrisas entre sus admiradores. Aquí la gordura se ve con ojos benévolos, no porque: "la atracción es proporcional al volumen de las masas", razón de mucho peso, pero demasiado obvia para ser verdadera. La gordura revela —aseguran los regionalistas fanáticos— el patriótico apego a la buena mesa. En cambio a los flacos se les atribuyen segundas intenciones; pero en realidad las figuras angulosas son un mudo reproche al engolosinado amar propio. A la hora de la digestión laboriosa, en desquite, los tragones se entregan sin reservas al sueño vindicativo de las vacas gordas que devoran a sus congéneres flacas; los señores de aspecto búdico —yacentes, calvos y barrigones— declaran optimistamente, en medio de nubes casi sagradas de tabaco fino, que la gula bien entendida es pecado de dioses. Alguien con poco sentido del humor —seguramente un refranero anónimo y rencoroso— dijo que las tumbas se ven frecuentadas por golosos y dormilones[5]; pero por fortuna el moralista no podrá negar el derecho incontestable de elegir la propia muerte, mucho más satisfactoria que la ajena.

CHISME Y CHOCOLATE
No todo es felicidad. La provincia, tan celebrada por varias generaciones espontáneas de poetas bucólicos, esconde en el casto y maternal seno la maledicencia. Monstruo que trabaja en la oscuridad de las trastiendas y reboticas, y acaba por envenenar a medio mundo.
Calumnia, que algo queda, sentenció un experto en demoler honras. Unas cuantas palabras dejadas al azar, como sin querer, son semilla suficiente para selvas de malos entendimientos. La calumnia es el arma preferida de las mujeres rencorosas: los efectos son corrosivos, y rara vez se descubre al francotirador.
La maledicencia se inicia en los lavaderos rabiosos de espuma, y medra a la sombra de los tendederos donde las cuerdas trazan caminos aéreos; luego penetra en la sala donde las señoras linajudas beben chocolate. Nada más inocente que el chocolate irisado y voluptuoso, pero desde sus márgenes la murmuración crece e inunda el pueblo. La gente conoce la mordedura de la calumnia. El qué dirán se convierte en tirano, paraliza los corazones y hace palidecer los rostros. El verdugo del pueblo se pasea por las calles con aire funesto, y puntualmente arroja ceniza en el pan que comerá la inocencia.

LOS PUERQUITOS
Los provincianos, confundiendo el fin y los medios, disfrazan la avaricia con el hábito puritano del ahorro. Los puercos —metáfora plástica no superada— engordan centavo a centavo para que un día los hijos pródigos despilfarren el sustancioso contenido. Las alcancías sienten notable flaqueza por los amantes de lo ajeno, igual que las niñas bien, se dejan deslumbrar por el equívoco prestigio de los trúhanes. (Recuérdese: la provincia perdona cualquier otro pecado, antes que el talento.)
Los provincianos al mismo tiempo son avaros y derrochadores, ahorran durante años para gastarlo todo en una noche de embriaguez y pirotecnia. No tienen sentido de las proporciones: o se aburren mortalmente o revientan de alegría. La fiesta es como la vieja borracha que pretende apurar los posos del placer y después morir.
Gracias a los rígidos principios de la economía, en provincia no existe pobreza. Más bien dicho: los pobres cubren las apariencias; maestros en zurcido y doctores en comer pan y eructar pollo. Los pobres tienen buen cuidado de ocultarse, pues la caridad, señora rimbombante, se encarga de reducir el índice estadístico de los mendigos; muy pocos resisten la saludable dieta a la que los condena la prudencia de los filántropos locales. Si a usted le ofrecen boletos para una tómbola, endurezca su corazón, recuerde las vidas que puede salvar negándose.

EPÍLOGO OPTIMISTA
La provincia es capaz de sobrevivir a sus defectos, y hasta a sus virtudes. Ha dado muestras de gran vitalidad y poder regenerador. Soporta las más duras pruebas: las novedades no han conseguido indigestarla.
La provincia cuando se endominga es cursi y ruidosa; pero al otro día estará cumpliendo con sus obligaciones. Se parece a la humilde criadita, buena productora de carne de cañón, que barre las aceras de la mañana, y que con poco pan trabaja mucho. Sueña y trabaja; no es raro que se quede dormida sobre el mango de la escoba. Se defiende de la fatiga con el ensueño; panacea de los espíritus adoloridos.




 NOTAS:



[1] Nacido en Guadalajara, el autor se consideraba a sí mismo un orgulloso provinciano, emigrado a la capital y dispuesto a asumir su herencia del interior del país.
[2] En la edición definitiva se cambió “padre” por “padrastro”, lo cual me parece muy justo, ya que el dicho popular indica que “La ociosidad es la madre de todos los vicios”, y es bastante más consistente que sea un padrastro quien se dedique a mantenerlos sin el consuelo de la paternidad responsable.
[3] En la edición definitiva este nuevo dicho sustituyó el “no”, por un más enfático “jamás”.
[4] En la edición definitiva se sustituya “pueblo”, por los “amantes del trabajo”, para acotar con precisión al sujeto colectivo del error contenido en los refranes típicos.
[5] Existen muchas versiones populares de los refranes donde de “valientes y tragones” o de “limpios y tragones” o “de golosos y tragones” o “borrachos y panzones” se llenan los panteones.