Por Carlos Valdés Martín
Al
amanecer la joven limpiaparabrisas elige
a su primer automóvil y se acerca con sigilo, escondiendo el bote con
detergente, adivina la distracción de la conductora y salta hasta el cofre mientras
lanza un chisguete de agua jabonosa. En una fracción de segundo expande espuma con
una esponja hasta dibujar una cortina blanca. Su brazo zigzaguea veloz, luego de
una zancada se mueve al lado opuesto y queda completa una espesura nívea. Tras
un movimiento final del brazo aparece el cristal traslúcido. Promueve un gesto
pidiendo clemencia a la conductora hierática, la cual acostumbrada a ese tipo
de actos esquiva la mirada mientras escucha cual murmullo:
—Queda
limpio, patrona… Deme una monedita —mientras abre más los ojos redondos que
reflejan los rayos del sol matinal—… No he desayunado.
La
conductora ha recorrido incontables veces la ciudad y se ha vuelto previsora, carga
monedas en el cenicero, pues no faltan niños mendicantes que le rompan el corazón
o limpiaparabrisas que ganen su caridad. Trae sueltos disponibles y los dosifica
a lo largo del trayecto, abre una rendija de la ventanilla y entrega una
moneda.
En esta
ocasión la joven encontró una presa fácil y piensa: “Cuanto más tarde en
aparecer el primer enojón mejor; la calle es difícil, pero se gana a golpes de
suerte”.
No transcurre
una jornada completa sin un conductor agresivo y quien se queje de que el jabón
del pobre limpiaparabrisas daña su vehículo al escurrirse. A ella ese lamento
le parece absurdo y siente que es amiga (la mejor) de los parabrisas.
Un
conductor agresivo toca el claxon, grita, manotea, acciona sus limpiadores
automáticos y hasta abre la portezuela amenazando con perseguirla. En ese caso,
ella corre cual gacela. Cuando se
atemoriza trota y brinca como ninguna otra y le dicen Cierva, aplicando un
apodo bien fundado y motivado. Quienes la apodan ahora ya olvidaron lo que ella
contó de modo indiscreto, pero después guardó como un arcano.
A ella
no le gusta reunirse con los demás vendedores y limosneros que rondan en las
mismas esquinas. La moneda al líder o al policía en turno sí la paga, pero es
un personaje insociable. No se junta con los otros desamparados en los largos
viajes hasta las afueras de la ciudad, ni se esconde en los callejones para
arroparse con cartón y cobijas sucias. Antes lo hacía, cuando era niña y estaba
obligada a contribuir con el hogar disfuncional típico ensamblado con un padre
alcohólico, madre incapaz, abuela paralítica, hermano “primodelincuente” y una
imagen de la Virgen de Guadalupe bajo el techo de cartón.
Semejante
a miles de olvidados sociales, se esconde entre las grietas del sistema urbano,
pero con un disfraz distinto. Al anochecer ella toma otro rumbo y se desliza
hasta un enorme jardín público cercano. Prefiere ese bosque capturado entre el
corazón de la ciudad, de ese sitio hace casa y cobija. No debería pernoctar
ahí, pues a los vagabundos la ley (inaccesible y hasta gélida) no les permite
dormir entre los árboles centenarios y la hojarasca fresca. Cualquier
guardabosque urbano con malas palabras y hasta a golpes aleja al mendicante que
pretenda dormir en ese enorme parque; sin embargo, para su fortuna la
vigilancia falla y nunca es omnipresente.
Ella esconde
un secreto: al caer la noche el contacto con árboles centenarios y arbustos que
destilan aroma a savia terrestre desencadenan el hechizo de Coatlicoe, representación
náhuatl de la madre tierra ancestral. Alejada de cualquier mirada, la joven se
convierte en verdadera cierva de porte esbelto. Una vez cumplida esa
metamorfosis súbita, la limpiaparabrisas abandona las preocupaciones y se
dedica a comer los brotes más frescos hasta que se cansa. A un mamífero pardo
le es fácil confundirse entre la espesura de ese bosque y acurrucarse bajo los
arbustos.
La
madrugada se anuncia con pájaros y el rugido lejano de los vehículos que
abastecen la gran ciudad. La primera claridad la regresa a humana y ella vuelve
a la rutina de miradas suplicantes y manos enjabonadas. Tras encarnarse en mujer
se apresura para dedicarse a escalar cofres. No le atrae tanto el dinero ganado
(siempre escaso) sino la belleza de los parabrisas, donde adora una curva
sensual del cristal traslúcido y perfección inaccesible. Odia que esos
cristales estén sucios, los quiere a todos relucientes y sin manchas. Por eso
se precipita con su jabón sin preguntar, escudándose en una cara de inocencia y
dejando al arbitrio recibir propina.
Es
increíble lo rápido que desaparece la tranquilidad del alba y unos minutos
después cientos de vehículos ya están aglomerándose sobre las calles. Elige a
su primer vehículo y tiene éxito: la primera dama conductora ha deslizado una
moneda. La venada bajo la piel morena se regocija como ante el olor de yerbas
frescas.
Pero lo
bueno no dura por siempre y el Barrecho aparece: es un mendicante que está casi
enloquecido de pasión por Cierva. La sigue y asecha, no le habla ni la seduce.
Son obvias sus intenciones, pretende arrastrarla por los cabellos y desgarrar
su sexo todavía inocente. Cada vez que lo ve venir ella escapa en dirección
opuesta. Hasta ahora ha sido más rápida. Él se desliza por las esquinas, agacha
la cabeza, desliza su rudo esqueleto y se aproxima con una mueca ansiosa en los
labios. En cuanto ella lo descubre escapa despavorida.
El Barrecho
es corpulento y sucio, un desheredado que hurga entre los botes de basura un
poco de comida y sobrevive obsesionado con satisfacciones sórdidas. Olvida su
miseria consumiendo alcohol adulterado y sobrevive colectando desperdicios. El
rigor de la calle y una costra de mugre ocultan su edad, él podría ser un
adolescente anciano o un viejo sin cumpleaños, pero todavía es vigoroso y
resistente al sol ardiente o las lluvias inesperadas.
El Barrecho
la busca y espía, conforme pasan las semanas va apretando el círculo. La sigue
desde la distancia, pero no resiste el deseo turbio y se delata, pues se acerca
con premura, sale corriendo para atraparla de inmediato y ella escapa con su
agilidad. Así ha sucedido una y otra vez. Aunque es lerdo para comprender, él
ha llegado a la conclusión de atraparla cuando quede dormida y se promete ser
sigiloso, manteniéndose a la distancia: entretenerse con botes de bazofia o
morderse una manga sucia y surcada de costras antes de evidenciarse.
Pasa un
día de asecho y, esa vez, ella no lo ha notado. Barrecho se mantiene a prudente
trecho cuando cae la noche y las farolas encienden. Poco a poco, la ciudad se
adormece. A la distancia la observa dirigiéndose al parque para deslizarse
entre la abertura disimulada de una reja. La ha seguido sin ser notado, pero al
rato se le ha extraviado, pues con el sitio en penumbras lo confunden los
árboles y la hojarasca. Él deberá esperar hasta una noche de luna llena.
Ella no
ha visto al Barrecho en varios días. Es plenilunio y el anochecer muy fresco.
Ella ingresa al enorme parque por la misma abertura de siempre, pero ya sabemos
quién la sigue, asechando a la distancia. Él — torturado por la misma obsesión
y más furtivo después de tantos fracasos— observa desde fuera del lindero vallado.
Se mantiene a la distancia aunque alcanza a distinguir la pequeña silueta,
cuando presencia un prodigio: una bruma luminosa surge de la tierra y convierte
a la limpiaparabrisas en un ser de cuatro patas y cuernos pequeños. Para él no
es la primera vez que los humos de un licor adulterado o la resaca sin
alimentos le provocan metamorfosis extrañas, así que no se paraliza ante lo
inverosímil.
Él
imita al merodeador que vio en alguna
comedia, traspasa el vallado y avanza arrastrándose sobre el césped húmedo y
oscurecido. Cubierto el trayecto, confirma que en el piso yace un montón de
ropa femenina con señas jabonosas que desprende vapor.
En ese
sitio ha desaparecido el escenario de la gran ciudad. Bastan unos metros de
separación y emerge un paraje curioso, flanqueado por árboles, en el piso un
prado húmedo y luz lunar iluminando cada figura. A corta distancia un ciervo de
cola negra y blanca apunta diminutos cuernos y el olfato en contra del intruso.
Ese paraje recuerda al baño mítico de Diana y sus Náyades, el sitio donde la
mirada humana sería una profanación, sin embargo, a no muchos metros está la
reja y tras ella, la enorme urbe tan agitada y profana como siempre.
El
reflector de la luna aísla a dos contrarios: animal trasmutado y humano
degradado. Barrecho esconde en su bolsillo un desafilado cuchillo de cocinero
que saca para relucir contra un rayo de luz nocturnal.
La cierva
reacciona con desconfianza y retrocede. El merodeador urbano se incorpora para
mostrar que es el más fuerte y avanza con paso firme. A unos metros de
distancia está la muchacha que ansía, convertida en carne animal sin palabras
ni acusaciones. Tantas veces ha deseado atraparla que una figura extraña no lo
desanima. El truco de convertirse en venada no lo desalienta, al contrario lo
ha enardecido. Supone que las rejas lo ayudarán a apresar al animal, quizá
exista un vértice o un espacio limitado que le sirva de trampa. Se mueve con
prisa procurando interponerse entre el bosque espeso y su presa. La venada
retrocede dando pasos de espaldas y sin perder de vista a su adversario.
Barrecho
siente que está en una posición favorable y se lanza a la carrera, intentando
forzar que la venada se tope con las rejas del parque. Gime y agita su cuchillo
para provocar temor y mostrar superioridad. De inmediato el animal corre en
sentido opuesto sin medir consecuencias y tras una breve carrera se estrella
contra la verja opaca. Un sonido seco de carne agitando las barras rígidas del
vallado se expande hacia la avenida contigua.
El
desconcierto y dolor la agitan más. No se queja, resuella y torna hacia la
derecha. Corre buscando alguna rendija que la aleje del hombre.
El Barrecho
siente que ganará este juego. El animal es veloz pero él no teme, al contrario
siente una emoción inesperada. Corre tras ella, pero cubriendo la zona boscosa
para evitar la escapatoria definitiva.
La
carrera de la cierva es irregular, por momentos agitada y luego trastabilla por
el desconcierto. No encuentra el hueco por el cual su figura humana entró al
parque. Su instinto atrofiado le indica seguir corriendo. Arranca y luego
amaina dando una cabriola.
El Barrecho
avanza y agita sus manos para amedrentar, pues imagina que la venada caerá
desmayada o paralizada de miedo.
El
animal percibe que hay una parte baja del enrejado. En verdad, el tamaño de los
hierros verticales se reduce cerca de una puerta secundaria que permanece
cerrada. Zigzaguea hacia allá, pero el perseguidor no pierde detalle y apura su
trote.
La cierva
toma vuelo, impulsa lo más posible su cuerpo y alcanza el borde de la reja. Sus
piernas traseras golpean durante el salto, la desequilibran y cae de costado
sobre el pavimento exterior: tras el verde parque descubre una superficie dura.
El piso sólido le provoca dolor, la caja torácica sufre la compresión súbita y lanza
un bufido con sonidos extraños, como si la garganta humana exigiera regresar al
cuello rumiante. Se incorpora con gran dificultad y las patas le tiemblan.
Espera que el perseguidor haya desaparecido. Siente mucho dolor pero es más el
miedo. Al otro lado del valladar, la vista le falla, la luz de farolas
eléctricas se combina con la luna, provocando brillos y contrastes que molestan
esos ojos hechos para la espesura del bosque.
El Barrecho
enojado corre hasta la reja, temiendo que su presa escape. Al llegar al vallado
golpea con su cuchillo para escandalizar y grita:
—¡No te
me escaparás, perra!
Incongruente
que grite “perra”, cuando el prodigio es otro.
Tras esa
amenaza y ruidos, la cierva salta con renovado pavor. Cruza y se enfila hacia
la avenida donde avanzan varios automóviles en sentido opuesto. Esquiva a dos vehículos
brincando a derecha e izquierda pero un tercero es imposible: un coche veloz y
oscuro golpea el centro de su esqueleto
que impacta el cofre.
El potencial
de una masa mecánica avanzando a cien kilómetros por hora contra un animal
sólido es un golpe atroz. El capó se dobla como papel, la cierva rueda hasta el
parabrisas y se impacta, destrozándolo. El conductor se aferra al volante, pero
el porrazo le abre el cráneo.
Lo que
fue estruendo se convierte en silencio.
Desvanecido
el prodigio lunar del bosque resurge una muchacha desnuda, con anatomía
perfecta que yace arrollada sobre un cofre metálico salpicado de mil cristales
rotos: moderno altar de sacrificios.
A la
distancia algún testigo involuntario grita, los otros automovilistas bajan la
marcha para curiosear un instante y se alejan con algo para contar en casa.
Sobre
la avenida trazada a un costado del gran parque, quedan dos cuerpos entre los
hierros retorcidos del accidente. El perseguidor frustrado y confundido mira
pero no se atreve a acercarse cuando suenan las sirenas de las patrullas y
paramédicos que acordonarán el sitio.
Los
paramédicos arrancan al conductor agonizante que expirará tras ser entregado al
hospital de urgencias. Al cuerpo desnudo no lo tocan, la evidencia de la muerte
inmediata no es tema de paramédicos. La situación provoca suspicacias y deberán
esperar a la instancia superior policiaca para un dictamen más estricto.
Los
policías se extrañan por la desnudez de la chica sobre el parabrisas. Nadie la
vio correr, nadie declara algo coherente.
Uno de
los primeros policías en llegar comenta:
—Esa
carita la he visto, es de una limpiaparabrisas; no daba problema, hacía lo suyo
con esmero, no debía nada; pero nadie reclamará, era “niña-de-la-calle”, según
tengo noticias.
—¿Algún
nombre o seña de identidad?
—No me
complique tanto, mi jefe, la gente de-la-calle no carga registros ni carnet ni
nada, puros apodos, nada de nombres ni domicilios.
Por su
parte, el perseguidor se mantiene escondido tras la reja metálica y entonces el
hechizo del bosque, impulsado por otro designio extraño, le ordena con aliento
broncíneo:
—Deberías
convertirte en una alimaña del suelo asfaltado, fuera de mi recinto boscoso.
Barrecho
siente la pesadez de la luna y se imagina convirtiéndose en un Gregorio Samsa
sin relevancia alguna. Su alma se esconde bajo una cáscara de fruta prohibida,
cuando siente que la mirada de venganza lo persigue.
Transcurren
los minutos y la calma aleja a los curiosos de la avenida.
Una
sábana blanca, mas no limpia ni radiante, se posa sobre la metamorfosis
femenina. Bajo ese manto de discreción se apartan las miradas y la rutina
burocrática envuelve al accidente de tránsito para clasificarlo y convertirlo
en un caso cualquiera.
Los
burócratas del tráfico acordonan el área y desvían a los vehículos en espera de
un peritaje. El cielo se enoja y la luna huye de las nubes borrascosas.
Comienza la llovizna con el chipichipi, luego nace una tormenta. El viento
levanta las hojas del piso y la tempestad las arroja de vuelta hacia abajo. La
orilla de la calle se convierte en arroyuelo y los truenos ocasionales causan
desconcierto entre los pocos policías, ya cansados y ansiosos por alejarse. Una
racha de viento inusitada cruje entre las ramas y empuja un árbol, donde su
viejo tronco —horadado por una plaga íntima— se tuerce hasta reventar. Caen mil
kilos de madera mojada que se precipitan hacia la acera, así las ramas, todavía
frondosas, alcanzan hasta los vehículos detenidos junto a la escena. La tierra
se levanta en una extraña humareda confusa, salpicada por agua y agitación de
ramas. Los vigilantes se alejan en instinto defensivo y brincan sin cuidar las
apariencias.
Terminado
el estruendo los fisgones se escapan alarmados y el jefe a cargo regaña a los
demás uniformados por comportarse como ardillas atemorizadas.
—No es
para menos —objetan los presentes—, el árbol cayó sobre el “cuerpo del delito”.
En
efecto, al disiparse el estruendo de la tormenta al vehículo del accidente todavía
lo domina un amasijo de ramas y madera. El azar insatisfecho con un choque
inverosímil suma el desgajamiento inopinado del árbol.
Alguien
se queja:
—Es trabajo
doble, además debemos traer una grúa y triturar el árbol.
Un
vigilante curioso y oportuno se acerca más al sitio accidentado y objeta:
—Por si
algo nos faltara, tampoco está el cuerpo femenino.
Crece
el rumor de la extrañeza. El jefe a cargo, un moreno con insignias de bronce en
bajorelieve, grita y se encarama hasta el amasijo de vehículo y ramas. Hurga
bajo la sábana y extiende la mano como si del tacto surgiera lo que niega la
mirada. Con espanto arrebata la sábana empapada, luego la estruja y arroja con
furia al mismo sitio donde debía estar un cadáver. Todavía no ha regresado con
el grupo de subordinados cuando ya lanza regaños y amenazas:
—¡Algún
inútil se descuidó!
El jefe
manotea el aire húmedo sin comprender. Señala su placa de bronce para remarcar autoridad
y piensa un castigo para el causante de la desaparición del “cuerpo del
delito”. Baja del vehículo con un brinco, breve y certero que quiebra el
cascarón de una cucaracha que intentaba pasar desapercibida.
Abajo
el jefe manotea un poco más y busca un culpable, pero todos a coro niegan y
vuelven a negar, hasta que el jefe se tranquiliza.
Los
encargados del acta judicial tacharon sus primeros informes e inventaron
pretextos, pues resultaría una falta punible el reconocer que había
desaparecido un cadáver ante sus ojos. Resultaría mejor argumentar que la chica
estaba desmayada y al recobrar el conocimiento escapó del sitio como gacela
asustada.