Por
Carlos Valdés Martín
Acalorado por la fiebre del fútbol, con tantas Copas a las espaldas, he caído en la tentación de este relato coloreados en ese ambiente. Si nos salvamos de ser castigados con un penalty dentro de área reglamentaria, y, después, lograremos la clemencia de un tiempo extra. En particular, este relato surge de una anécdota sucedida hace algunos años en México...
En una palabra se resumía el último ciclo de
Honorio Ocasio: “Seleccionado.” Una carrera ascendente y, además, oportuna: ese
mismo año habría una Olimpiada en el país y la selección mayor de futbol lo convocaba.
Con la titularidad segura y su condición atlética demostrando clímax, una
gitana le mostró la carta XVII del Tarot y sonrió al explicar la Estrella, con
su matiz engañoso.
Con estilo arrebatado y veloz, el
mediocampista se convirtió con rapidez en el líder del equipo; situación
privilegiada que le mereció el brazalete de capitán. Aunque todo privilegio
implica una gran responsabilidad; comenzó a sentirse el líder natural e
indiscutido de la escuadra.
A ratos, Honorio curioseaba los pequeños
libros rojos de su hermano, el que desapareció poco después de una
manifestación estudiantil. Pocos textos que él miraba con nostalgia y los
escondía empapelados bajo una portada de un cómic; así, el Manifiesto Comunista escondido bajo una portada de “Fantomas: la amenaza elegante”; a su
vez, disimulado entre un maletín deportivo.
Un nuevo defensa, Pérezarce, convocado de
último minuto para la selección, era de “sangre pesada” pero el primer día de
vestidores intentó congeniar, metiéndose en lo que no le importaba:
—Esos panfletos subversivos son para
parásitos sociales que buscan vivir perezosos.
Honorio Ocasio se molestó, aunque
precavido, escondió mejor ese talismán del hermano cuando le contestó en un entrenamiento:
—No eres mi jefe.
—¡Más que tu padre… soy tu capitán! —le
gritó a Pérezarce, defensa fuerte y sin capacidad ofensiva.
Un cartelón espectacular de un refresco
con cara enorme y sonriente del ensoberbecido indicaba que sí, además de
capitán… él era jefe.
Jugadores del mismo grupo seleccionado,
Honorio y Pérezarce, hicieron un corte de mangas recíproco, para ofender a sus
respectivas progenitoras. El entrenador los reconvino a los dos con un brusco
llamado a guardar la calma: “Somos el mismo equipo, una sola selección.” Un
argumento no completamente cierto, el conflictivo no era un jugador
indispensable como Honorio Ocasio y quizá nunca alineará como titular.
Faltan semanas para la inauguración del
Mundial de fútbol y las palabras ásperas siguen entre Honorio Ocasio y
Pérezarce. Unos días después, el entrenador notifica que el defensor permanecerá
en la suplencia y nubarrones de odio resultan tras sospechar una conspiración.
El defensa Pérezarce es hijo de un coronel;
supone que los comunistas son un peligro para el país; recuerda los libros
disfrazados del mediocampista.
Al día siguiente se organiza el
entrenamiento de interescuadras. Pérezarce piensa: “Una entrada por detrás,
para que se le quite lo sabrosito.”
El balón vuela en una jugada rutinaria, la
pelota viaja por los aires en media cancha, la recibe Honorio Ocasio con el
pecho y encara el ataque. De inmediato el defensa lo deja pasar, finge un
descuido sin malicia; conforme él se lleva el balón controlándolo, el defensa
del interescuadras acelera de improviso y colocado tras su espalda, salta como
un tigre ninja para alcanzarlo con la pierna estirada. Imposible para Honorio
Ocasio observar la artera llegada del compañero cuando la pierna estirada
golpea su apoyo, provocando el tropezón, mientras sigue volando y atrapa el
tobillo con el zapato, provocando una palanca fulminante contra al tibia. El capitán
de cancha y titular indiscutido —hasta ese trágico minuto— escucha el crujido
de su propio hueso, con sonido seco acompañando el final de su carrera futbolística.
El defensor se justificó innumerables
veces ante los medios y aficionados, jurando que su acción alevosa resultó de
un accidente por su mala estrella.