Por Carlos Valdés Martín
Tras varias noches de fiesta Camilo cayó en
duermevela y luego despertó atormentado por un arranque de celos. En su pequeño
departamento solitario y aletargado por la resaca, en su cabeza permanecía la
visión de Odalys, su novia de la escuela secundaria, vendiéndose como “jinetera” con un turista de tez pálida y
cabellera rubia. La imaginación lo sacaba de quicio y el aderezo para su coraje
era que ella se entregaba por el regalo de unos zapatos tenis o unos dulces.
Una prostitución por trueque lo alteraba, ella no se valoraba en dólares, sino
en Nike y Milky. Las uñas de la exnovia habían crecido, decoradas de rojo
traslúcido y se clavaban como un zarpazo en su espalda, que amaneció adolorida,
mientras esa boca paladeaba caramelos blandos: una goma inmunda que inundaba de
dulzor diabético los apetitos adolescentes.
Seguía completamente solo, buscó la manera para
desquitar su furia y descubrió un grueso tomo de El capital de Marx. Sin pensar las consecuencias, lo agarró con
asco como a un pollo listo para perder el pescuezo y lo arrojó contra el suelo
cementado del departamento. Como el libro quedó inalterado por el golpe,
repitió la dosis y su pulgar también golpeó contra el suelo; así, el breve dolor
convirtió su furor en un torbellino de irracionalidades, y cansado de arremeter
sobre el lomo empastado contra el suelo, optó por un gesto de liberación, y abriendo
la ventana miró volar el busto de un alemán convertido en el títere. La efigie imaginaria
acompaño al libro, que se precipitó hacia el vacío de tres pisos y golpeó en
seco la mitad de la calle, estrellándose frente a los pies de un policía
político, quien interpretó el evento como un gesto retador de la disidencia. El
policía de nombre Hildebrando no traía uniforme, venía de su noche franca y
rezumaba los vapores del peor ron de la isla caribeña. Ese susto lo interpretó
como una ofensa personal y empezó a gritar “¡Traidores!”. Clamó contra el sol
del amanecer tropical, injuriando a los conspiradores contrarrevolucionarios.
Dos ingentes edificios con decenas de
departamentos flanqueaban la calle; para colmo de la ausencia de pistas
predominaban las ventanas abiertas. Miró y gritó para detectar al culpable,
pero como ningún vecino vio la procedencia del texto convertido en proyectil. Tras
unos minutos de indecisión optó por acudir rápido a la comisaría con el cuerpo
de delito bajo el brazo.
En la comandancia, su superior y subjefe
inspector encontró líneas subrayadas en el texto de Marx. Ojeó veloz las páginas
subrayadas bajo las líneas y en los costados. El subjefe buscaba nombres,
direcciones o teléfonos sin fortuna, a cambio del aburrimiento de su
investigación obtuvo palabras sueltas, como “plusvalía, tasa, índice y
porcentaje” que no revelarían nada y al final del grueso libro aparecían manuscritas
dos significativas: zarpa y rojo. Si él (el “sub”) descubría una conspiración, luego
el jefe (sin prefijo, también un “subordinado” atado a una cadena de mando
lejana) quizá lo premiaría, así que envolvió con cuidado el libro y lo escoltó
para entregarlo al nivel superior de mando.
Camilo no se percató de las suspicacias
surgidas en la comandancia del vecindario, su despertar lo enclavó en una
obsesión. Con cólera salió corriendo por la puerta trasera del edificio y por
eso ninguno alrededor observó esa especie de fuga. Su ruta por atrás del inmueble
fue motivada por un impulso irracional: el inicio de una búsqueda para
localizar a la amada perdida.
Caminando por la calle Camilo resintió que habían
transcurrido años sin mirar a Odalys, que él la había terminado, pero su
sentimiento era el intenso olor de un frasco de perfume recién abierto. Una
parte de su mente le exigía abandonar ese empeño de buscar a la exnovia, pero
sus pies no cejaban de moverse empujado por su enojo, mientras vagas imágenes
de una morena infiel se filtraban para opacar sus ideas sensatas. Luego de las
horas de vagancia —debatiéndose entre el enojo y una súplica interior para
restablecer su realismo— fue deshidratándose bajo el sol en ascenso, hasta que al
mediodía le ganó la sed. Un intenso deseo de agua nubló ese discurso realista
que pugnaba por olvidar los celos y descubrió un pequeño bar dedicado a los
turistas. La sed lo enfiló hacia un mojito (la bebida hecha leyenda por
Hemingway y un delirio de Sean Conery), así la imagen de un refrescante y
etílico cóctel lo dominó por completo. Entre sorprendido y descuidado el barman
le sirvió copa tras copa, y luego él mismo lo sacó a empujones cuando Camilo en
una extraña broma ofreció pagar la cuenta con pesos argentinos. El barman no
entendió y creyó que se trataba de un engaño (la trampa de un soplón) para
pillarlo en una transacción de comercio irregular, así que sustituyó las explicaciones
por certeros empellones contra un Camilo que no aclaró a tiempo su humorada.
Tirado en el suelo y desempolvándose luego de los
enviones del barman, entregó el dinero correcto. Resintió en su orgullo pero sin
golpes, y entonces una idea chispeó dentro de su mente celosa.
Pensó: “Ya sé cómo hallar a la Odalys, su tío es el párroco
de la iglesia de la Virgen del Carmen.” Una de las iglesias de barrio y no
quedaba lejos. Ahora caminaba aprisa, pues finalmente su emoción dejaba las
trabas convertido en el impulso físico de un Pegaso juvenil. Brincaba con
gracia en cada paso, sentía la ligereza de pies, como dotado de tobillos
alados. Ya no había escrúpulos y sus pies flotaban, mientras la piel morena y
los cortos cabellos ensortijados se refrescaban con la brisa costera.
En el enorme portal de la iglesia lo recibió
una anciana, que le pareció un cadáver recién resucitado. Demasiado flaca y
amarilla, con arrugas sobra las arrugas y pecas oscuras, la mujer lo saludaba
desde la distancia, y al acercarse los ojos estaban cubiertos por nubles
blancas. Con esa vista de cerca se le revolvió el estómago a Camilo y hubiera
escapado como de una enfermedad mortal si no estuviera dominado por un brioso mecanismo
impostergable. Faltaba recibir el aroma de una tumba cuando la señora decía:
—Claro, el padre Fidencio a esta hora se
encuentra en la sacristía, pero apúrese jovencito que viene una misa de
difuntos.
Contaba años sin entrar a una iglesia e indiferente
por las enseñanzas materialistas no se santiguó ni por guardar las apariencias.
Corrió por un pasillo y tras de sí dio un portazo que sonó en hasta el recinto
principal. Dentro de la sacristía, amparado por una puerta metálica, Camilo
increpó casi gritando a un padre Fidencio, enjuto y adentrado en la sexta
década; tanta fue la excitación del joven moreno que el sacerdote se espantó y sintió
un vuelco al corazón como si la muerte acudiera con su guadaña. Fidencio era
débil y enfermizo, la piel colgaba del cuello y cachetes como pergaminos
mojados, salpicados con dos verrugas irregulares; con ojos amarillentos y
enrojecidos, provocados por exceso de un mal alcohol de caña. La sotana dejaba
adivinar un cuerpo encorvado y achacoso, de espalda curva como si cargara un
fardo; y ese cuerpo lacerado por males físicos, resumía un alma atormentada por
sus pecados, unidos a la obligación de aleccionar a los feligreses del barrio.
Camilo vociferaba enardecido:
—¡Odalys es una prostituta!
Mientras los ojos se le inyectaban más, y
repetía, tomó al sacerdote por las muñecas para agitarlo como a un trapo. Pero
la puerta se había cerrado tras de él y la única ventanita pequeña daba al
traspatio, así que no se alarmaron los feligreses. Al tercer jalón, Fidencio
temió por su vida y gimiendo hizo su confesión. Mientras hablaba tembloroso
empezó a gemir y soltar lágrimas, así fue reconociendo en breves palabras que
sí había abusado de su sobrina cuando ella contaba con quince, pero (se
disculpó jurando con el signo de la cruz) que eso sucedió hace tanto y que él
estaba arrepentido. Al finalizar de la confesión del sacerdote, Camilo observó
el dedo pequeño de la mano izquierda decorado con esmalte rojo y ese detalle
contribuyó para acrecentar su turbación. La confesión insospechada y las
lágrimas del anciano desconcertaron por completo a Camilo, quien perdió sus ímpetus
como globo desinflado y soltó los brazos del sacerdote.
La idea persecutoria de Camilo se dirigía contra
Odalys, el celo surgía al imaginarla amando a un mozo extranjero, guapo y lleno
de ímpetu, poseedor de cualidades exóticas. Suponerla con el tío sacerdote le
daba asco y no furia; entonces fantasear con ella sería contaminarse con vejez
y olores nauseabundos. Quiso alejarse de inmediato, pero se contuvo y todavía
exigió al sacerdote la dirección actual, por lo que supo que ella trabajaba
para la embajada de Suecia. Alardeando de bravucón y machismo, dejó una
advertencia contra Fidencio y le exigió silencio. Al cabo de las amenazas nada más
sucedió, tras unas cuantas intimidaciones cada cual apartó caminos.
Mientras se alejaba de la iglesia los celos adquirieron
un sentido, pues su mente proyectaba a un sueco millonario y de corazón gélido
quien le robaba a su Odalys, la de ese pasado de adolescente con piel canela y
ojos amelados. Y al caminar por una calle solitaria, rumbo a la embajada el
joven sintió sudor goteando por su codo. Miró de nuevo y no era sudor sino una pizca
de sangre, que en un hilito mínimo provenía de abajo del antebrazo. Siguiendo
la ruta de origen miró su axila que lucía arañada. Cubriéndose en una esquina
discreta se quitó la camisa y comprobó que eran cuatro líneas rojas sobre la
piel, como cuando los gatos dejan un sádico arañazo.
Tocó en cualquier casa para lavarse con agua y
jabón, temiendo que las heridas causan infecciones, más letales que un amanecer
de duermevela. Una negra gorda y amable lo dejó pasar sin preguntar demasiado,
pues el joven Camilo le recordaba un novio, al cual quiso más que a su marido.
El agua y el jabón hicieron maravillas sobre su
piel herida. Mientras Camilo se lavaba lo observaba la negra robusta, que asomaba
una cara hermosa y curiosa para los juegos de seducción. Ella le insistió en
quedarse para beber un refresco, y el invite incluía ron de caña. Durante la
siguiente hora fueron confidentes; quizá alguna sustancia debió esconder esa
copa que le causó un sopor inmenso, y empezó a roncar sentado en la sala. La
dueña lo arrastró, con gran dificultad, hacia una cama vieja con resortes que
rechinaban.
Nuevos sueños densos e inquietantes atraparon a
Camilo, ahora Odalys se escapaba de un convento, ataviada con tocado de monja y
absurdamente con una minifalda para internarse en una mansión salpicada de
hielo. Adentro había una fiesta con invitados provenientes del planeta entero.
Tras la cerca de la mansión asechaba Camilo y por una rendija espiaba los
bailes sensuales de su morena; una orquesta de veinte músicos tocaba sones en
el salón principal. Al saltar la barda cayó entre un foso anegado y con horror
observó caimanes. Entonces abrió los ojos. La casa donde despertaba le resultó
desconocida, así, creyó que seguía soñando, y trató de escurrirse en silencio
pero la dueña permanecía sentada en la sala. Entonces, guiñándole un ojo le
dijo:
—Eres una fiera en la cama.
Camilo alcanzó a decir “Gracias” y aceleró su
salida. Esa decisión de alejarse fue afortunada pues el esposo de la negra trabajaba
con el subjefe de la Comandancia y faltaban dos minutos para regresar a su hogar.
Camilo se alejó con disgusto y cavilando si en
efecto mantuvo sexo con la señora robusta. Le parecía imposible, pero la
pesadez de la cabeza y su reciente obsesión lo hacían temer actuaciones
extrañas, quizá motivadas por un embrujo. La herida de la axila ya no le dolía,
y sospechaba fue una ilusión. Pensó que estaba enredado en actos impulsivos,
así antes de encontrarse con Odalys, sintió la urgencia de conversar con algún amigo
y Herbert sería una excelente opción. Reconoció ese barrio y su amigo trabajaba
a poca distancia, aunque bajo el suelo, en el ambiente enrarecido del sistema
de alcantarillas.
En una intersección secundaria asomaba un tubo metálico
con escalera vertical para descender diez metros hasta un oscuro cuarto de
máquinas del alcantarillado. Una luz tenue guiaba las agarraderas metálicas que
servían de escalera. ¿Cuánto cambia el ambiente en cada peldaño descendido?
Bastan unos cuantos para hundirse un mundo de tinieblas y miasmas. Luego de la
escalera sigue el túnel y a unos cuantos pasos aparece el cuarto de máquinas iluminado
tenuemente.
El gusto de Herbert por la visita del amigo
intempestivo fue enorme. El cuarto de máquinas era lúgubre y vaporoso; el calor
tropical se mezclaba con humedad pegajosa y emanaciones constantes de las
alcantarillas. El rumor de las bombas neumáticas e hidráulicas se mantenía como
una presencia invasiva (molesta, amenazante y asfixiante) a la cual se
acostumbró el oído de Camilo, quien de inmediato comenzó con sus confesiones
oníricas. Sentados en incómodas sillas de madera y alrededor de una jarra de
agua con hielos, siguió un breve interrogatorio entre amigos. Herbert creyente
de la magia encerrada en los sueños y un convencido de la santería, de
inmediato concluyó que Odalys estaba embrujando a Camilo para recuperarlo después
de años. El asunto alarmó al amigo, pues las huellas de heridas le sugerían a un
santero embrujador, y por ende urgía proteger contra tal encantamiento. Tan sobresaltado
quedó Herbert que le urgió para adquirir un contra-encantamiento de inmediato.
Contagiado por el ímpetu de Herbert, Camilo aceptó
el papel con la dirección y una contraseña para acudir con un santero. Fue un
acto sin honda convicción, porque Camilo no creía en la brujería, sus cursos
con los jóvenes comunistas lo había inmunizado contra las creencias heredadas y
los cuentos de ignorantes. Acudió impulsado por la coincidencia del desconcierto
propio y cumplir con Herbert.
Al atardecer Camilo aguardaba junto a un
arbusto que disimulaba la entrada a una choza. Un anciano vestido de blanco y
con muchos collares de cuentitas coloridas lo admitió y le indicó sentarse en
el suelo. El viejo tomó un puñado de caracoles carmesí y los lanzó dentro de un
círculo de tierra mientras una mujer murmuraba rezos. El lugar recibía una lúgubre
luz de veladoras, y un perfume de incienso reconfortaba ese ambiente. Después
de tres preguntas, el anciano empezó a levantar la voz:
—Ella es mala, te tiene hechizado; debes
alejarla de tu vida.
Camilo sintió que el anciano ejercía
charlatanería. Sin percatarse movía su cabeza en sentido negativo. Cerraba los
ojos y cuando los abría veía a un analfabeto charlatán; mientras las palabras se
le escurrían y perdían sentido. Como si intuyera ese rechazo, el anciano se
enojó, lo tomó por el brazo y le jaló la camisa para señalar las heridas de la
axila. ¿Cómo sabía de las heridas? Camilo se sorprendió. Y el anciano se acercó
a su acompañante y también levantó el brazo, jaló la camisa y dijo:
—Mira, también aquí está la herida.
La espalda de Camilo se erizó en la cuando miró
cuatro marcas idénticas, pero más intensas y sangrantes en la axila de la
anciana que estaba cantando. Sintió como si en ese momento se fueran abriendo
las carnes de su propia axila bajo el efecto de garras de fieras invisibles.
Dio un salto hacia atrás y se perturbó por un nuevo dolor bajo su brazo, luego
continuó girando el cuerpo para alejarse, cuando el viejo gritó:
—Espera, te voy a sanar.
Más alterado, Camilo rehusó permanecer ahí y lanzó
al suelo unos billetes, imaginando que pagaba un rescate a unos forajidos. A la
distancia el anciano le reclamó su descortés huida.
Al alejarse descubrió que la noche estrellada
cobijaba la cuidad y la luna en cuarto creciente daba suficiente visibilidad a
la vereda. Decidió regresar a su minúsculo departamento, pues andar en la calle
le pareció inseguro, y la herida bajo la axila despertaría sospechas. Por si
fuera poco, consultar a los hechiceros era una actividad ilícita y no buscarse
complicarse con la autoridad.
En el regreso rememoraba las millones de repeticiones
de Fidel en la isla; en cada cartel, en cada periódico, en cada oficina, en
cada afiche. Esas evocaciones aisladas las fue juntando hasta convertirlas en
una avalancha gigante que arrastraba al país cual marea de fondo, corriente
inasible que todo lo controla. Se suman al oleaje personajes como Marx, Lenin y
Ernesto Che Guevara. Luego juntó al enigmático Che Guevara, para los demás no
le resultaba así, pero cargar el nombre de Camilo, bajo la conciencia que
representaba una variedad de gemelo incómodo, según una leyenda negra. La
marejada se hacía más extensa; al final un sol bajo el mar con Martí, tan
mencionado y citado por sus frases hermosas. Detrás de la imagen de autoridad
siempre Fidel, siempre Che, siempre Martí y en ocasiones su Camilo, el “Ángel guardián
guerrillero” ante el cual se arrodillaba su madre, cual devota de un santito particular
dentro de la “religión” oficial.
Al regresar a su vivienda, casi en la puerta,
su vecina Gertrudis le comentó el revuelo de la tarde pues la policía política
anduvo preguntando por los edificios por un libro de Marx que salió volando por
una ventana. En ese momento Camilo ya no se acordaba del incidente, así que se
sorprendió con elocuente naturalidad, lo cual abonó por su inocencia ya que
Gertrudis era confidente de Hildebrando, policía del cuadrante.
En el silencio de su cuarto, Camilo comprendió que
su gesto celoso se interpretaría como una protesta, pues arrojar un ejemplar de
Marx hasta los pies de una autoridad era una osadía. Un tribunal sería agravaría
la penalidad de un atarantado que golpeara con El capital de Karl Marx, aunque una coartada invocada a su favor sería
que ese libro arrojadizo no era el suyo. En el librero dormía su propio
ejemplar, que ganó en un concurso de dibujo cuando asistía a las JC. De hecho
recordó que ese ejemplar lo tomó prestado de otro ingeniero que emigró a Angola
y en ese momento Camilo asumió que sus días de descanso terminarían mañana,
pues él estaba enrolado para África como empleado (llamado “voluntario”) de
ingeniería, pero no en Angola sino en Guinea. Ese voluntariado era de corte
casi militar, porque acompañaría la cooperación bélica del régimen con ese
gobierno. La paga resultaba un poco mejor, y un adelanto lo aprovechaba en una
juerga intensa.
Hace una semana gozaba el alivio de un mejor
trabajo y la distancia para alejarse de amoríos fracasados, porque se reconoció
como un frustrado profesional de los romances. En su imaginación anterior Guinea
la pareció un Edén con mejores ingresos y un estatus superior. Pero esa noche,
las ambiciones se volvían polvo y sus celos incontrolables lo mantenían
confundido. Temió que en África cada jornada fuera un martirio y agonizar de
melancolía por la amada perdida.
Recostado en su camastro, Camilo repasaba
imágenes, intentaba dormir, cerraba los ojos y rodaba de un lado a otro sobre
el colchón. Durante la noche planeó la manera de recuperar a Odalys o vengar su
infidelidad de una manera contundente, pero esas divagaciones juntaban resaca en
espiral, desbarrancándose como vagancia de un chango psicodélico. Sin atinar a
descifrar sus propios sentimientos no resolvía si regresó el “amor de su vida” o
un mal sueño lo engañaba, incluso sospechaba los influjos de un hechizo.
Presa del insomnio madrugó para hurgar entre
sus apuntes y recortes donde apareciera la cara de Odalys. ¿Era tan bella o un magnetismo
maligno la maquillaba para su perdición? Al rato encontró una fotografía de la
generación de secundaria. Miró una carita de medio centímetro, confundida entre
la legión de jóvenes era minúscula, y entre el grupo ella relucía hermosa. Quizá
su mente no lo traicionaba. ¿Por qué terminaron? Él la molestaba continuamente,
le jugaba bromas pesadas y hasta disfrutaba ridiculizarla delante de los compañeros.
Y un día ella se volvió indiferente, y ahora él imaginó que quizá motivada por
el padre Fidencio. ¿Los desaires de Camilo la provocaron tanto para entregarse
con ese sacerdote y familiar? La pregunta era disparatada, pero también la
situación. Con ganas de perdonarla, hasta de perdonarla por acostarse con el
enemigo, porque a Camilo los suecos le parecían también enemigos de clase. La
amante poseída por un sacerdote, resultaba repugnante al machismo del moreno,
quizá era una perversa y era mejor olvidarla. ¿Y si el hechizo de amor no se
rompía en Guinea? La cabeza seguía tropezando cuando unos gallos cantaron en la
lejanía y las estrellas se fueron apagando.
Cuando salió el sol Camilo roncaba y en su nuevo
sueño no parecía ser Odalys el amor de su vida, pues su cuerpo moreno se
transformaba en una boa que reptaba entre las selvas de Guinea —silenciaba a
los rinocerontes, jirafas, hienas y antílopes, unos animales azorados ante la
metamorfosis en curso— y ella asechaba al campamento durmiente de ingenieros
que construían un puente sobre el río. La boa conservaba la mirada de la exnovia
y se convertía en un animal de rojo intenso, cada escama era más roja que la
anterior y los ojos sudaban un vapor sanguíneo; hasta el horizonte selvático
enrojecía. El pecho empezó a asfixiarse por la presión y Camilo despertó.
Al mediodía él se dirigió hacia la embajada de
Suecia, menos enojado y más confundido. La embajada semejaba ligeramente la mansión
de su sueño anterior, así dudó en traspasar para pedir informes y entonces un sutil
magnetismo concéntrico arrastró sus pies hacia el recinto, su mente intentaba
detenerlos para repensarlo, pero sus pies no le obedecían.
No requirió preguntar en la embajada: Odalys era
la recepcionista. Un uniforme y las gafas oscuras dificultaban reconocerla,
pero ella saludó primero y desde la distancia le hizo señales a Camilo. Las
uñas de la mano recién pintadas con un rojo intenso gesticulaban un gatillo
para atraerlo hacia ella.
Parados frente a frente, con un mostrador de
por medio; mientras él no sabía cómo empezar la plática, ella lo espetó en voz tenue
soltando un regaño:
—No te metas con mi familia Camilo; lo que
sucedió con el tío Fidencio ya está enterrado y nadie jamás lo debe desenterrar;
eres descarado y me tienes enojada con tus imprudencias.
Ella sermoneaba mientras soltaba discretas lágrimas.
Camilo balbuceaba en una situación precaria y no controlaba sus sentimientos,
dijo:
—Disculpa, sólo vine a despedirme, me voy al
África, de ingeniero civil.
Ella dejó de sollozar, se quitó los lentes y
Camilo miró unos ojos almendrados hermosos, pero el derecho lucía amoratado y
con rayas paralelas como el rasguño de un gato junto al párpado. Mirando la
cara de extrañeza, ella aclaró:
—No es nada, ya lo tenía, ya sucedió lo malo y
nunca se va a repetir. Sea esto por gato o mapache no montaré un yelmo para
disimular ¿Está bien claro? Ahora que tengas un bonito viaje, y cuando regreses
platicamos ¿vale?
Camilo aceptó y agradeció, luego se alejó cavilando
desconcertado pero tranquilizado, mientras una luciérnaga de esperanza amorosa
se agitaba entre su pecho. “¿La esperanza es un narcótico?” Pensó mientras se
alejaba caminando despacio.
Antes de regresar a su departamento Camilo se
convenció que las uñas de su exnovia encajaban perfectamente con su primer
sueño y las huellas en axila. En el departamentito, mientras preparaba su
maleta para el viaje, revisó varias veces la herida, dibujó en un papel las
distancias entre los dedos y la forma probable de las uñas-zarpas y cada vez
concordaban más. Decidió dejarle una carta a Herbert con instrucciones por si su
mal provenía de un hechizo y después volvía a sentirse trastornado durante su
estancia de tres años en Guinea. ¡Tres años! Ese lapso le pareció una eternidad
y comprendió que necesitaría la dirección actual de Odalys para escribirle,
pues estaba resignado a continuar su obsesión por ella.
No encontró mejor solución que regresar hacia
la embajada, pues todavía no anochecía y quizá la encontraría de mejor humor. Durante
media hora caminó agitado hasta la mansión de la embajada sueca, pero en la
recepción ya no atendió Odalys, sino otra chica que (sin saludar ¿lo estaría
esperando?) le entregó un papel con la dirección postal. Era un recado de puño
y letra con tinta carmesí, donde además de la escueta dirección aparecía una
posdata: “Y allá nunca repitas el gesto de
tu tontería”. Camilo pensó que había una confusión en el recado o un
mensaje oculto, pues en esos momentos cada señal remitía a un secreto.
Con prisa agradeció a la recepcionista, y quedó
absorto en el mensaje. Camilo (pensó: cambia la “l” es camino, cambia la “n” es
canino, cambia la “j” es canijo, cambia…) caminaba las cuadras pensando en
vano, sin descifrar el mensaje pues su desplante con el tío sacerdote ya no le
parecía una tontería.
Mientras la brisa del atardecer lo refrescaba, repasó
los últimos dos días y se sintió abrumado por la irrupción de Odalys: primero soñándola,
luego obstinándose con ella; la buscó; comentó con su amigo; se sintió
embrujado y acudió a un santero; amenazó al sacerdote; la encontró; ahora
repensaba en un mínimo papelito. ¿Era un amor repentino, una obsesión o un
embrujo? El repaso de sus dos días lo asustó y quiso tocar tierra, abandonando
ese torrente de sentimientos y no pudo. En ese momento asumió que en su
bolsillo poseía la dirección y, sin más trámite mental, fue empujado con un
flujo magnético.
Camilo justificó que antes de partir hacia
Guinea debería hablar en serio con Odalys, el encuentro en la embajada era como
un choque enturbiado por el desencuentro con el sacerdote. Reconocía sus
acciones ridículas en más de un sentido y debía disculpase con sinceridad,
rescatar su honor ante ella, y aclararse si fue un enamoramiento intempestivo,
quizá agonizante e inconcluso. Así, prefirió aclarar sus sentimientos ante
ella. Camilo quedó decidido, aunque un arranque de prudencia lo obligó a contenerse
y deliberar los argumentos de disculpa.
Aun así, la noche avanzaba y convenía acercarse
a la dirección. Leyó en el dorso del papelito Neptuno número tal. La dirección resultó tan próxima que prefirió
preparar los argumentos, y enfocarse para el encuentro. Camilo recordaba el
gusto de Odalys por la música. En la plaza cercana se conseguía un ron habanero
delicioso y sonaban los trovadores de alquiler.
Apresuró el paso y siguió refrescando la noche.
En la esquina de la plaza encontró a un trovador que se alquilaba para
serenatas románticas y pactó un precio módico, tan pequeño por la cercanía de la
dirección y a condición de degusta del ron.
Disimulado dentro de una bolsa de papel, un
litro de licor amenizaba la noche y predisponían para una reconciliación. El
músico quedó advertido para esforzarse con una serenata sin invitación.
Armado de valor, usando como escudo al músico y
cual lanza de caballero andante, Camilo se plantó en la calle Neptuno. Con su guitarra
el músico empezó un bolero que repetía sin cesar: “perdón, si te ofendí,
perdón… si acaso me ofusqué, perdón…” Y por la ventana de la casa, Odalys asomó
la cabeza, para decir:
—Vaya que eres un descarado, Camilo.
—Es que te debo un perdón. En serio estoy
apenado.
—Pero debes ser más discreto.
—Y no vayas a despertar a los vecinos, así que
pasen, pero un momentito.
Era una casa grande, construida en los lejanos
tiempos de Batista, que se había dividido en cuatro para repartirla entre los
nuevos habitantes. Así, que entraron a una semi-sala separada por paredes
provisionales del cuarto y la cocina.
El músico se quedó parado, cumpliendo estoico
su misión para generar un ambiente romántico, mientras ella sentaba a Camilo en
el único sillón de dos plazas y ella se colocaba al lado.
Él se enfocó a las preguntas convencionales por
la madre y los hermanos mientras ambos bebían un ron con refresco. Las
trivialidades se aclararon con rapidez. Las largas pestañas de la morena no
dejaban de enfocarse directo a la cara de él, hasta que ella cambió el curso:
—Pero no venimos a platicar del árbol
genealógico, así que vámonos rápido, porque mañana me levanto tempranito. Yo
estoy segurita que tú andas queriendo volver a tener algo conmigo, así que mejor
dale las gracias al músico, pues esta plática es privada.
— Yo quería hablarte en serio.
— Y tú quieres tener algo conmigo… ¿o soy una
mentirosa?
En ese momento, Odalys puso la palma de la mano
con firmeza en el muslo de Camilo, y el joven sintió una dulce descarga
eléctrica subiendo desde los pies hasta la nuca.
Al sentir el escalofrío de su interlocutor ella
levantó las manos y comentó:
— ¿Y tú que te espantas? ¿Qué estás viendo un
fantasma?
— Está, bien, no es nada, ahorita despido al
músico.
Y Camilo sacó un fajo de billetes con baja
denominación, pues todavía sobraba del anticipo hacia Guinea. Odalys le
increpó:
—Pero no te gastes todo, descarado, que alcance
para nosotros.
En cuanto el músico se despidió, Odalys volvió
a advertir, pues no quería ninguna palabra sobre el tío sacerdote. Camilo
asintió:
— Pero no vengo en son de pelea. Vamos a aclara
cosas bonitas, con “feelin”, sí “feelin”.
Luego ella colocó un casete en una vieja
reproductora y se escuchó un son tradicional: “El cuarto de Tula…” Y dijo:
—Esa es para bailar.
Camilo se incorporó y empezó un suave baile, calmo
y abrasador; con un ritmo semi-lento que no se justificaba con esa música
alegre.
Y a la voz de “sé lo que tu quieres”, Odalys
desabotonó su camisa, entre ronroneos y arrumacos. Cumplido del descenso de la
camisa, hubo una interrupción: se atoró la cinta musical y se detuvo la
iniciativa.
Frente a frente, la muchacha levantó el brazo
de Camilo y mirando los arañazos mostró una súbita molestia. Alejó le cuerpo,
se puso rígida como agresiva, miró dos veces hacia el arañazo, dijo secamente:
—Esa es la prueba. No lo creí, pero ahí está la
prueba. Ahora no veo remedio, te voy a reportar con el comisario de policía, Me
enseñaron tu horrible reporte.
Camilo objetaba:
—Eso no tiene sentido. Eso no es lo que tú
crees.
Ante las protestas de Camilo, ella se explicó:
—Ya desde antes tenías algunas faltas en tu
expediente político, y eso de lanzar el libro de Marx por la ventana, se ha
interpretado como una protesta política. Ahora, mulato, te has pasado al lado
de los yanquis. Estás frito.
Él se defendió:
—Lo del libro no fue ningún acto político,
estaba celoso por ti, por tu motivo, tú eres el motivo.
Y ella reviró:
—Esos zarpazos son señas de tu amada. No me
salgas con que te intereso tanto, querías revolcarme y luego largarte al África.
Luego el diálogo se fue entrelazando:
—Juro que no fue con mujer alguna… Al
contrario, esto es lo que me tiene tan intrigado, hasta se lo he achacado a los
“santeros”, pero no sé la verdad… Es también de lo que he querido platicar… Te
tengo buena ley, por eso vine con música y todo. Me la paso pensando en ti…
Antes estaba enojado, pero ahora confieso que eres maravilla… Quiero empezar de
nuevo.
—Ya te mantenía olvidado… Me sorprendes, con
esas situaciones… A mí también me traes bonitos recuerdos… Esa escuela
secundaria fueron los más lindos años de mi vida… También te guardaba rencores,
y como que se están alejando… Quizá valga tu palabra.
Camilo argumentó:
—De hecho, creo que el arañazo era tuyo… No sé
cómo pero el arañazo creo es de tu mano. También por aclarar eso volví tras los
pasos.
Y Odalys se acercó para corroborar la forma de
sus manos contrastado con las cuatro líneas bajo la axila. Con sorpresa ella
reconoció que correspondía punto por punto con su propia mano. Ella dijo:
—El parecido es increíble, pero deberíamos
hacer una prueba fuera de dudas. Ya sé. Sí,
marcarte en el otro lado. Así, salimos de cualquier duda.
Camilo anotó: —Antes, mójate las uñas en el ron:
es desinfectante.
Después de salpicar la mano con el ron, la
muchacha quedó en silencio y juntó fuerzas. El aire crepitó como si ocurriera
una breve explosión rasgando la vestidura de un segundo. Dijo:
—Ay, duele.
—Parecías valiente, y miro que no era verdá.
Las cuatro rayas paralelas bajo la otra axila
se enrojecieron y destilaron un mínimo filo sangriento.
Él puso más alcohol sobre la herida y se quejó
del ardor.
Odalys se enterneció pero habló con tono de molesta, levantando la voz y manoteando:
—Está bonito, casi te creo. Por ahora no te
encargaré a la comisaría. Quizá te creo, pero déjame el efectivo para mañana.
Confundido o atemorizado (no siempre se sabe
distinguir) sacó completo el dinero que cargaba y lo depositó en el sillón.
Un perfume vegetal invadió la habitación,
mientras ella cerró con agilidad la ventana que daba hacia el patio y abrió la
puerta de su recámara. Al girar para reiniciar la música de la casetera, se
reveló un hombro que mostraba su piel de jaguar. Bajo las prendas un rayo de
luna traslució un interior incendiario. La figura de Odalys adquirió un sesgo
felino y una oleada de calor enrojeció la habitación. El calor convertido en
colores subió hasta el rojo más intenso, mientras los pasos se perdían hacia la
recámara; para luego tornar la densidad en la negrura de las selvas amazónicas donde
rugían las hembras jaguar. El bello rostro se transfiguró, con cada músculo
tenso y un corazón bullendo en hierro candente. Después de un largo gemido,
ella volvió en sí y, alejando un himno enterrado le reclamó:
—Date por enterado de todo esto que te has
perdido, por dejarme. Vete para empezar a limpiar tu culpa. Mira ¡qué descaro
de soñarme como una jinetera! ¡Ya
lárgate de mi vista!
Ella levantó las cejas como si un gatillo se
preparara a disparar, mientras sus ojos se inyectaban de sangre hasta enrojecer
y semejar los de fiera herida. Camilo no jadeante y asombrado no alcanzaba a
seguir las transiciones de ella. Por último, ella antes de expulsar a Camilo, refrenándose
de cometer un acto inconcebible, alcanzó a decir con voz temblorosa:
—En esta isla de ensueño, hasta en las
pesadillas somos igualitarios, pero para mí sólo son lícitos los sueños en rojo
y si no…
Y como un proyectil le lanzó la camisa envolviendo
a un libro pesado, idéntico al tomo que cayó a los pies de una autoridad desconcertada.
Sustituir su libro era una coartada perfecta, aunque repetitiva. Camilo, abrumado,
dio el primer paso hacia atrás. De momento él no supo interpretar si el rojo se refería al coraje, la sangre o una
ideología de ilusiones.