Por
Carlos Valdés Martín
Hay historias
que son tan coincidentes y simbólicas que sorprende no haya sido diseñadas por
un guionista juguetón que traza el libreto del Destino. ¿El Acaso es ingenioso
o el Destino se esmera en argumentar con filigranas? Hay coincidencia entre el
viaje del teniente (luego será general) Francisco Mújica (revolucionario
michoacano) para firmar el Plan de Guadalupe (1913), aunada a su oratoria
radical durante el Congreso constituyente de 1917. Hay una tragedia posterior que
desemboca en la rebelión militar contra el amado jefe del Constitucionalismo,
Venustiano Carranza (1920). Estos datos sueltos muestran una conflagración de
desgracias que son conjugadas con acontecimientos felices: amarguras y dulces
en la bebida. Debajo de tales hechos documentados en los libros de historia
acontecen los eventos de quienes se mantuvieron fuera de los reflectores y
después de probar las agitaciones revolucionarias regresaron a sus familias.
Mi abuelo Agripino era en
el año 1910 un joven próspero nativo de Saltillo, Coahuila, arraigado con su familia
en Guadalajara, Jalisco, que escapó una noche para que no lo capturaran los
soldados porfiristas. Sin previsiones ni avisos ese abuelo dejó el hogar a dos
hijos en manos de una madre católica y depresiva, mientras se remontaba hacia
el Norte donde tenía esperanza de escapar de la prisión forzada. Regresó a su
hogar hasta que triunfó el bando rebelde y juró que su enrolamiento con el carrancismo
fue ocasional. Por el contexto del regreso a la familia, es lógico que Agripino
disimuló lo relevante, pero encontré un testimonio interesante.
Los seres normales somos
hijos del azar, pero pocos lo asumen; los personajes fuera de lo común relatan provenir
de una virgen al modo de Cristo, pero este relato es sobre personas ordinarias
transformadas por ocasiones extraordinarias. Entre las tribus desérticas de
Oriente se respetaba con especial devoción a las viudas y sus hijos eran merecedores
de las mismas deferencias que ellas. Aquí relato una circunstancia anormal,
Cuando la fibra del poder
ha desaparecido de súbito y comienza un cataclismo insensible por las calles y
campos de un gran país, hay circunstancias anormales. Sucedió al terminar 1910
en todo México, pero los libros de historia no cuentan lo que acontecía en las ciudades
cuando un simple ciudadano se convertía en perseguido por simpatizar con un Club Antirreleccionista y eso le sucedió
al abuelo. La campaña en favor de Francisco I. Madero había despertado una gran
simpatía en Guadalajara como en otras partes del país; en especial, los profesionistas
jóvenes que comenzaban a abrirse paso en la vida, sentían que el anciano
Porfirio Díaz no representaba al país que soñaban. A partir de una declaración,
de un día para otro, los antirreleccionistas
legales más notorios se convirtieron en ilegales y fueron perseguidos. Precisemos
que por “notorios” no significaba integrar el Comité Directivo, cualquier
detalle o situación anecdótica colocaba al partidario antireeleccionista como
un objetivo de persecución.
En esta anécdota el joven
clasemediero era fuereño, del norte del país y con un nivel de estudios
contables. Su matrimonio y los primeros hijos no “le asentaron la cabeza” como
para abstenerse de curiosear en las elecciones de 1910. En esos años se suponía
que el país era ya una democracia regida por los principios liberales; sin
embargo, el legado del presidente Benito Juárez y la Constitución de 1857 poco
a poco se habían degradado en letra muerta. Durante la vejez del presidente
Porfirio Díaz, él quedó convertido en sempiterno gobernante, engolosinado en
relegirse por siempre. Los gestos inocentes de acudir a un mitin y firmar una
proclama bastaron para que Agripino fuera señalado en las listas de enemigos
del régimen.
La mayoría de los
miembros de los clubes antirreeleccionistas no comprendieron lo delicado de los
días que se avecinaban cuando fue detenido su candidato Francisco I. Madero. El
joven Agripino tampoco lo entendió y no anticipó ningún plan de escapatoria.
Las noches de otoño son
templadas en Guadalajara, el clima es perfecto para pasear y visitar amistades.
Los paseos en los jardines y alrededor del kiosco eran lo acostumbrado, en días
de fiesta acudía una orquesta para amenizar el atardecer con las melodías más
gustadas.
La noche otoñal era
agradable, cuando un cuñado, Bonifacio, lo alcanzó apresurado y estrechó su
mano sudorosa, Agripino percibió que algo alarmante estaba sucediendo. Se lo
dijo al oído, pero en voz fuerte y temblorosa, por eso desagradable:
—Están deteniendo a los
del Club, porque ya empezó la “bola”.
La Revolución fue tan sorprendente
que acuñaron un nombre jocoso para designarla, se inventó la “bola”. El joven
Agripino hizo la señal de silencio y el cuñado comprendió su indiscreción, se
disculpó también al oído. El peligro, en esos años, era un asunto exclusivo de varones
así que alejó a su esposa con los niños dándole unas monedas para golosinas. Lo
pequeños apenas caminaban, pero sí entendían la palabra “dulce”. La mirada
mortificada de la esposa Acela (en honor a una virgen francesa) lo dejó entristecido.
En una esquina solitaria,
el cuñado dio informes pormenorizados de lo que acontecía en la comandancia municipal
donde ya había una decena de detenidos. De súbito Agripino descubrió que no
había pensado en las consecuencias de sus protestas. Sintió que la tierra se
volvía blanda bajo sus pies y la calle oscilaba; se detuvo de una pared para no
caer. El cuñado no notó ese momento que debilidad que pasó como un suspiro y
habló de que debía escapar a la brevedad, incluso que no regresara a su casa:
—En lo posible me hago
cargo de mi hermanita y sus hijos. De la comida yo me encargo, luego usted me
empareja, ya cuando el peligro haya pasado, ya pagará cuando Dios lo diga.
Los informes del cuñado
eran exactos pues él era proveedor del municipio y conocía a los jefes de
seguridad locales.
Acordaron que Agripino se
escondería en el establo de Romero, un lechero amigo suyo, mientras el cuñado
acompañaba a Acela a la casa y sacaba un dinero escondido en un frasco de vidrio.
No eran muchas monedas, pero sí unas de oro, que representaban los ahorros del
último año de trabajo esforzado.
El establo era maloliente
como cualquiera, tapizado en los pisos de paja para facilitar la limpieza. El
amigo Romero le ofreció su auxilio:
—Es que se están cargando
a los del Club Antirreeleccionista.
—¿No les aplicarán la
famosa “ley fuga”?
El temor se difundió por
la costumbre cruel de simular que los detenidos se escapaban para ultimarlos
sin más trámite.
La prisa del cuñado fue
afortunada, pues solamente habían pasado unos minutos cuando un soldado tocó a la
puerta y ella inventó que su marido había salido por negocios desde la mañana
rumbo a Colima (dirección antagónica a la real) y hasta facilitó una dirección
precisa de un vendedor de dulces de coco (sin ninguna relación con la oposición
política).
Por su parte, Acela no hizo
comentarios ante las revelaciones de su hermano Bonifacio. Un miedo desconocido
la inundó, temió que al final las cosas empeorarían, Lo único para Acela era
proteger a los hijos y fingir que nada malo sucedía. Creyó que era un castigo y
prueba de Dios, por lo que actuó cual un feligrés rigorista, más por ansiedad
que por devoción, incrementando los rezos y la recitación del rosario antes de
dormir. El insomnio la invadía y sentía mareos, por lo que evitaba salir a la
calle. En apariencia exterior ella se sobrepuso, lloró en privado para que no
la miraran sus niños; se lamentó únicamente con el confesor. Utilizó un velo
oscuro para salir a la calle, pretextando la molestia por el sol, conforme anticipaba
una condición de la viudez.
**
Aunque Agripino no dejó
notas de escape, el único destino para su viaje improvisado era su natal
Coahuila. Esa provincia estaba lista para ser un bastión revolucionario, sin
embargo, cuando desde la distancia se dice “revolución” la gente se imagina que
el país entero está en llamas y sucedía de manera diferente. Las comarcas y
regiones rurales reciben con indiferencia los sucesos que les parecen
exteriores, las ciudades son indolentes hasta que algo las arrastra. Al
principio pareció que la proclama del 20 de noviembre no había tenido ecos en
ninguna región; así, los primeros brotes fueron rápidamente reprimidos, como en
el ataque a la familia Serdán en la lejana Puebla.
Cuando él llegó a las
afueras de Saltillo, el pueblo estaba inquieto, pero sin ánimos de una
rebelión. Sus padres idearon un truco para ocultarlo:
—Diremos que eres el
sobrino Rafael, de por sí que estás cambiado, casi no te pareces al jovencito
Agripino que salió de aquí.
—Además aquí todos se
apellidan Valdés, así que te disimularás en el ambiente.
Los planes simples funcionan
mejor que los complicados, sobre todo, en una ciudad que no se guiaba por
papeles ni identificaciones, donde la comunicación era de oídas.
**
Tras dos meses sin
noticias Acela ya se asumía viuda. En eso apareció en Guadalajara el hermano
Oscar con noticias de Agripino. Como la rebelión parecía no avanzar el ambiente
se distendía, creyeron que el asunto se solucionaría con permanecer oculto unos
meses más. La calma resultó ilusoria, las nubes de tormenta social se fueron
condensando hasta que las regiones empezaron a arder. En especial la extensa región
de Chihuahua se volvió incontrolable para el gobierno.
A Acela no le gustaba el
sonido de los silbatos en las estaciones de tren, le enchinaban la piel. Por
excepción acompañó a Oscar para retener una ilusión que lo acercara al esposo
distante.
—Te juro que siempre
piensa en ti, que no tiene ojos para ninguna y en cuanto sea seguro él
regresará. Ya sabes que aquí está vedado para él.
—Sí, mi hermano Bonifacio
está al pendiente.
**
Unos meses después la
toma de Ciudad Juárez derrumbó el ánimo del viejo Porfirio Díaz, quien prefirió
negociar para detener la tormenta revolucionaria que se desataba. El dictador
prefirió el destierro a cargar con la responsabilidad de una guerra civil y
hundir lo que él creía su prestigio incólume.
**
El ánimo de Acela había
enfermado en una modalidad de depresión; pero ese mal no ofrecía evidencias
para la medicina mexicana de 1911. Ella nada más se había vuelto más devota, más
miedosa, un poco más callada y miraba los atardeceres como ausente… se le
llamaba melancolía. Cuando regresó Agripino ella se disculpaba continuamente:
—No es por ti, ya se me
pasará, nada más estoy algo desanimada.
Conforme fue pasando el
tiempo se volvió friolenta en primavera, así, agregaba chalinas y camisas con
cuello alto. En actividades simples las fuerzas le fallaban y se le caían los trastes
al lavarlos; se quejaba de dolores de espalda.
—No te preocupes por mí, trajina
para nuestros hijos que están hermosos.
**
Con una mujer de espíritu
melancólico hubiera sido un desatino comentar que bajo nombre falso de Rafael
Valdés adquirió instrucción militar en las afueras de Saltillo. Lo había hecho
bajo los auspicios del gobierno local, de origen porfirista, pero pertinazmente
proclive al maderismo insurrecto. El triunfo de Madero llegó tan rápido y la
oportunidad de regresar con ello, así que las instrucciones militares quedaron
inconclusas. La singular dificultad de un camino está en su iniciación.
¿Agripino poseyó el
temperamento bélico? En definitiva, no lo fue por vocación. Las circunstancias
marcan a las personas y la persecución que había sufrido más la noticia ominosa
de que miembros de su Club habían sido asesinados en Guadalajara, se combinaron
para que la armas fueran una tentación. Una vez enrolado, en sus primeras
prácticas se lastimó la mano izquierda al abrir la cámara de cartuchos de un
rifle. Sin tardar en curarse la herida, ésta sí le demostró que sus habilidades
como soldado no eran las mejores, por lo que evitó convertirse en un militar
profesional.
Con Madero en la
presidencia, sus partidarios se sintieron ganadores y entusiastas con las expectativas.
Volvió la actividad civil y económica a desarrollarse con normalidad durante un
par de años.
**
Acela notó que en su
vientre crecía otro hijo, cuando por segunda ocasión el periodo de tranquilidad
del país terminó con el golpe de Estado de Victoriano Huerta.
La primera huida de
Agripino provocó la segunda, pues sacó las consecuencias de la alianza del militar
golpista con los prominentes nostálgicos de Porfirio Díaz, adivinando un nuevo
periodo de persecuciones. Tuvo razón de sobra para actuar rápido. Además, que
esa segunda vez sí tenía su plan previsto con su cuñado: dinero escondido en un
cinturón (llamados víboras), un baúl de viaje preparado y una identificación
falsa a nombre del primo Rafael.
Ese día no lo acompañó
Acela al andén de trenes de Guadalajara, cuando el sitio semejaba una
fotografía de inmovilidad a pesar de la agitación. El atardecer de súbito
abandonó su color anaranjado para cuajar en un cristal helado y eso que la
ciudad merecía el mote de “eterna primavera”. Eran los hielos que coagulaban de
su cerebro, de las noches invernales de infancia alrededor de la Sierra de
Arteaga cuando su padre relataba los asaltos de los “apaches” contra las
caravanas de ganaderos. Su padre, don Zeferino, creció en Texas cuando eran
tierras mexicanas, luego el desplazamiento de la frontera lo enconó con esas
praderas desérticas. Su último hogar lo tomó para avecindarse en la Sierra
junto a Saltillo. En algún año compró vacas del otro lado, cuando había peligrosos
ataques de apaches; entonces sí era excelente negocio. Con los años desaparecieron
los nómadas, el peligro y el negocio… todo se desgranó como arenas de reloj. En
las noches, ya cansado Zeferino se divertía espantando a sus hijos con relatos
de las terribles andanzas de los salvajes a los que atribuía carnicerías y
maldades contrarias a su Señor Jesucristo, o más bien, a la bondad de su madre
Crucita que era adorada alrededor de la comarca por su generosidad proverbial.
Esas noches de cuentos sangrientos se atrincheraron en los recuerdos de
Agripino, ambientados con el frío se colaba entre una rendija de la cabaña y no
lo dejaba dormir. Los ruidos de animales nocturnos semejaban enemigos feroces que
asechaban hasta que salía el sol…
Atrás del andén de
ferrocarriles con su gentío que va y viene, con los pasos perdidos de quienes
no tienen ruta ni hora de llegada, las locomotoras marcaban un ritmo a la nueva
vida: entre puntual y apresurado. Para él si había un destino lejano a su hogar
y querencia.
**
En su terruño natal
volvió la duda. Antes de que Agripino optara, la decisión lo tomó de la mano. ¿Esconderse
en la seguridad o enrolarse en la “fiesta de las balas”? Unas semanas después
del asesinato de Madero y el golpe de Estado, el gobernador de Coahuila se
alistaba para la sublevación. En la primavera ya estaba proclamado un llamado
Plan de Guadalupe donde Venustiano Carranza invitaba a la insurrección.
En esos días conoció a un
joven militar con dotes de orador, entonces con fogosos veintitantos años, quien
lo convenció:
—Si eres torpe para las
armas, pues hace falta alguien listo para los números y si sabes inglés, pues
hasta el jefe te mandará a comprar y negociar por vituallas y armas del otro
lado. La paga ya se verá.
Las dotes de Agripino como
contador y comerciante eran superiores a las de militar, aunque hay periodos
revueltos que no separan entre una y otra profesión.
—Habrá paga si ganamos,
si no, pues, encomendarnos al Gran Arquitecto.
**
Debido a que el mártir
Madero también era oriundo de Coahuila, el fervor para sumarse a la causa
cundió como chispa en pradera seca. El problema inicial era el reclutamiento masivo de
inexpertos, en cambio las famosas huestes del Estado vecino, Chihuahua
ya eran experimentadas en combates. Había una base de soldados profesionales
locales y se agregaron mandos con experiencia de otras regiones. A las nuevas
tropas se les designó como Ejército Constitucionalista.
**
Este protagonista tuvo su
bautizo de fuego en un paraje desértico, cuando la tropa descendió del tren y se
pertrechó en una ladera. En la contraparte disparaban unos cien de los llamados
huertistas, soldados pertrechados, aunque sin moral de combate.
**
Sigue un relato en
primera persona extraído una carta manuscrita, mostrando lo que sucedió esa
jornada:
Voceó un
herido:
—No nos
moverán.
Antes nos
habían movido, con espacio espectral, entre una polvareda; la locomotora comenzó
a chillar por la aplicación de frenos, con un sonido agrio y metálico que
taladraba los oídos. Escuchaba unos disparos en la lejanía, algo relacionado
con un enemigo indefinido. De pronto, una bala atravesó la pared de metal y desapareció
junto con el silencio. Más silencio selló la detención de la máquina. Un
instante después gritaban que nos atacaban.
—¿Por dónde?—
Contestaba.
Algunos
señalaban en direcciones confusas, cuando bajamos dos decenas de pasajeros. Viajábamos
juntos en el vagón de carga que estaba acondicionado con bancas de madera para
los desplazamientos.
Agarramos
con fuerza los fusiles y pistolas (por temor y ansiedad, hasta dolían las
manos), mirando hacia la distancia y buscando hacia dónde disparar.
—¡Agáchense
y cúbranse!
Distinguimos
al otro lado del tren el punto del conflicto, desde donde provenían disparos.
Nos separaba el mismo tren, así que nos movimos por los costados, hasta obtener
puntos de disparo. Para ese momento se habían bajado muchos de los nuestros y preguntaban
entre ellos, seguramente lo mismo que nuestro contingente. Señalé con la mano hacia
dónde avanzar con cautela.
Uno de los
nuestros que salió de entre los vagones hacia la prominencia donde venían los
disparos cayó fulminado. Fue un movimiento uniforme como un árbol talado y dejó
de moverse… para siempre. Un charco de sangre se formó a su costado. Cuando recuperamos
su cadáver tenía los ojos abiertos, mirando a la lejanía.
—Con
cuidado, todavía ¡no avancen!
Era la voz
del capitán con experiencia en enfrentamientos. Distribuía a los soldados,
usando al tren como un parapeto. Algunos vagones ofrecían ventanas y colocó ahí
más fuerzas. Comenzó un tiroteo nutrido que era como una melodía melancólica y
fija.
La mayoría
nos cubríamos tras los vagones y no alcanzábamos a mirar lo peor del tiroteo.
Uno que
otro disparo alcanzaba a herir a nuestros tiradores entre los vagones. Volvió
el capitán de apellido Méndez:
—Hay que
rodearlos desde los dos extremos, pero es peligroso, necesito voluntarios.
Sin
pensarlo levanté la mano. Nuestro grupo tomó por la derecha y lentamente nos
asomamos por el cabo del tren. Al ver en dirección de la loma comprendí que el
ataque era suicida, pues no había dónde protegerse mientras se avanzara hacia donde
tronaban los disparos enemigos. Más a la derecha había otra loma y quizá desde
ahí lograríamos una posición ventajosa en contra de la tropa enemiga.
Intercambiamos
opiniones y en vez de avanzar mandamos un emisario con el capitán para proponerle
la alternativa. Regresó corriendo:
—Que está
bien, que suban por la otra loma, pero rápido.
Platicamos
entre nosotros y convenimos que ir corriendo en grupo daba oportunidad de
alcanzar la loma, con la esperanza de que el enemigo no se diera cuenta rápido,
como estaba enfrascado intercambiando tiros con nuestra gente en el tren. Fue
mi turno de ir a preguntar al capitán, pero cuando regresé con la respuesta ya
habían salido los reclutas. Cuando miré bien, la ruta hacia la loma buscada fue
cruzada por tres cuerpos… Supuse que los tres estaban muertos. Los diez que
alcanzaron la loma se parapetaron con astucia para cazar al enemigo.
Mis compañeros
se agachaban como reptiles, pegados al piso para buscar posiciones de disparo.
El tiempo se movía lento, mientras ellos se acomodaban; cuando comprendí que eso
sellaba mi primer combate y que algunos no terminarían la jornada.
¿Cómo tomaría
mi mujer la noticia si quedara viuda? Esta guerra me disgustó al adelantar consecuencias.
Pedí a Dios que no me llevara tan pronto, que soy padre.
Retrocedí y
me deslicé adentro del vagón. Ahí estaban acurrucados cinco compañeros, con
gesto de que no intervendrían en la refriega. Arrastrando por el piso del vagón
los alcancé con ademanes suaves y susurrando para que comprendieran que el
miedo es normal en los primerizos. Uno me susurró:
—Apenas
soñé con una calavera y no vaya ser que hoy venga por mí.
Escuché los
disparos desde la posición ventajosa alcanzada por los nuestros. Dos acordamos
asomarnos con cautela para descubrir la situación de la batalla. El vagón tenía
ventana, así que con cautela comprobé que la loma sí había servido para diezmar
al enemigo. Los contrarios parecían estar retirándose. Me animé y solté unos
disparos contra figuras que se alejaban, aunque el blanco resultaba lejano tuve
la impresión de haber derribado a alguno. Volteé con los del vagón y les
expliqué risueño. Sin mediar más palabras otros se asomaron por la misma ventana
y comenzaron a disparar. Uno confirmó:
—Sí, ellos
están huyendo.
Volví a
correr hacia atrás del tren para pedir instrucciones al capitán. Ordenó
reforzar la loma pues no era seguro que el enemigo se hubiera retirado.
Regresé al
vagón y expliqué las órdenes. Esta vez ya se sentían valientes y como que
estábamos derrotando al enemigo, así que no dudaron. Todavía sonaban disparos
desde la posición enemiga, pero ya eran pocos. Los nuestros tiraban más y
algunos gritaban que íbamos ganando. El acuerdo fue correr desde el tren hacia
la loma para reforzar a los nuestros.
Corrimos con
ganas, pero en el trayecto un par de disparos dejaron dos caídos. Uno se
arrastró tras un matorral y otro quedó con la cara hacia el polvo, como muerto,
con sangre en el costado y sin moverse ni quejarse.
La posición
de la loma daba un parapeto natural. Disparé por rabia, sintiendo la obligación
de vengarme por el muerto.
Poco
después los contrarios dejaron de disparar. Desde atrás del tren los nuestros gritaban
que si se rendían entonces no los matarían. En la posición enemiga hubo
respuesta de rendición.
**
En el bando
ganador hubo alegría, gritos y manotazos. Alguno consiguió una botella de
mezcal y corrió de mano en mano. Un alborotador tomó un palo y empezó a golpear
unos asientos, mientras los demás festejaban su tontería. Unos brincaban arriba
de los vagones y corrían por los techos. Había alegría y risas descontroladas.
Entre las risas y los empujones a un recluta se le escapó un tiro de su pistola
que atravesó mi pantorrilla y el pie de un muchacho muy joven de quien no supe
el nombre. El recluta se apellida Méndez, de inmediato se siguió lamentando y
agitando la mano, por lo que se le escapó un segundo disparo que rebotó contra
el techo y se incrustó en el muslo de otro soldado. Ya no alcancé a ver quién,
pero me confirmaron que golpearon al del accidente. El capitán los castigó con
cárcel por algún tiempo y le quitaron su paga para repartirla entre los
heridos. El penúltimo vagón servía de enfermería. Me aplicaron un torniquete,
muy doloroso, por tan apretado con unas cuerdas. En un hospital de campaña me cambiaron
ese torniquete, limpiaron la herida y la cosieron. La bala que había salido y
no se alojó en la pierna, pero se quedó en el pie del siguiente. A él si le abrieron
en un hospital de la ciudad y encontraron la bala, que se atoró con el tobillo.
La herida
no fue tan mala pues obligó a que me enviaran a la administración y no estar en
el campo de batalla, donde no se sabe a quién visitará la calaca. Dos meses
después ya estaba caminando.
**
En esos años, la
identificación de los caídos no era confiable y los reportes de las bajas se
enviaban en breves frases por los telégrafos: frases cortas y apresuradas que
salían por los aparatos de la clave Morse. Lo usual era que en cada estación de
ferrocarriles permaneciera un telegrafista para dar los informes y hacer las
anotaciones de vías, en especial, para advertir qué bando había controlado la
próxima estación de tren.
Después de esa refriega
en el ferrocarril el telégrafo señaló la muerte de Sres. Herrada, López, Escárcega
y Valdés. En la ciudad de Saltillo, con ese informe hubo quien asumió que el
muerto era Agripino Valdés, así que lo retransmitió a los parientes y, luego, en
Guadalajara su esposa se consideró viuda. Ella vistió de riguroso negro para demostrar
el luto. Las atenciones de su hermano Bonifacio y otros parientes no mejoraron
el ánimo de Acela. Así, pasaron meses de tristezas y lamentaciones, hasta que
llegó un nuevo telegrama confirmando lo contrario.
**
Tal como las vidas se
devaluaban en batallas constantes, también el dinero se convirtió en emisiones
de billetes devaluados, que apodaban bilimbiques. Cuando el Ejército
Constitucionalista bajó por la zona Este del país él se restableció en la capital
de Jalisco. Agripino llegó a la misma estación de trenes de Guadalajara, vestido
de civil, con experiencia en la administración del Ejército.
En su nuevo puesto,
Agripino sorprendió al organizar una corrida de toros inusual. Para asistir se aceptaban los
billetes revolucionarios, a cambio se entregaban alimentos (granos de maíz,
trigo, cebada) y entradas a una corrida de toros diferente. Al termina la corrida de
toros, los bilimbiques se juntaron por cajones y se colocaron al centro
de la pequeña plaza de toros. Ahí se les prendió fuego en una fogata con patrocinio oficial,
como parte de una “desmonetización”. Por esto se entendía sacar billetes devaluados de circulación para el regreso a las
monedas de plata, que representaban la nostalgia del periodo
prerrevolucionario. Frente a la hoguera de billetes, Agripino se subió a un
cajón de madera y lanzó un breve discurso, llamando a confiar en el nuevo
gobierno y a actuar con civilidad. En el momento más emotivo llamó a tres viudas
para entregar unas elegantes máquinas de costura importadas, marca Singer, y
cajas con alimentos. Al terminal la entrega de premios los asistentes aplaudieron, mientras se
disipaba el humo de los billetes quemados.