Por
Carlos Valdés Martín
“El mundo está en la palma de la
mano… de quien se aferra a la libertad.”
Reynaldo, el joven rebelde.
El castigo tan severo se
anunció de súbito, así que todos querían evitarlo, aunque era casi imposible… El
barro plástico y elusivo, invadiendo desde el piso hasta los tejados, siempre con
la mancha marrón que
humedecía la ropa, trasminaba hasta la piel y abatía los ánimos. El barro
salpicaba desde las llantas hasta los zapatos, calcetines, pantalones, faldas e
incluso bajo las mangas y gorras agarrando la piel. El barro se acumulaba, se
convertía en lodo y sus manchas terminaban en costras húmedas.
Fue la temporada de huracanes
y ciclones unida a un asfaltado fallido, la que hizo de las calles lodazales. Además,
algo raro sucedió, la temporada de lluvias se prolongó y jamás aparecieron las
cuadrillas uniformadas que antes reparaban las calles.
De pronto, la autoridad
local castigaba con severidad esa suciedad entre los vecinos y nadie quería
sufrir esas tremendas sanciones.
Los lodazales surcados
por camiones se convirtieron en hoyos… al cabo de semanas el barrio se
convirtió en región laberíntica de trincheras. Cada vez menos peatones se
arriesgaban ni siquiera usando grandes botas de hule. Cualesquiera artefactos con
llantas se atascaban con fatalidad y luego el girar en vano de las ruedas
atascadas produce géiseres de salpicaduras. Ese barrio convertido en mitad
pantano con laguna, mitad tragicomedia de las guerras de trincheras… inclusive
hasta la palabra barrio resonaba a barro.
Las alacenas y botiquines
de los hogares se vaciaron, no por la visita de una súbita miseria, sino por
algo tan simple como desolador: hay desabasto. Los repartidores quedaron
rebasados y escaseaban hasta los víveres. Con un aviso simplón la empresa
repartidora se disculpó: sus camiones con averías y sus empleados multados
preferían dejar la unidad a su suerte, abandonada en la calle del lodazal,
antes que sufrir las consecuencias. Era penado que los niños salieran a jugar
entre el barrizal, los castigos municipales eran severos hasta para los menores.
Los jóvenes desesperaban por permanecer confinados tras las paredes humildes.
El barrio popular
abarcaba un tercio de la ciudad riojuanense; el resto lo cubrían entre
comercios, oficinas y servicios, junto con el variopinto sector de los
migrantes y un pequeño vedado, el espacio apartado, donde un puñado de ricos se
regocijaba tras altos muros. Así que lamentarse por el barrio era referirse al
destino mayoritario de esa población.
**
El alcalde exaltado tras
la lluvia invernal invocó a una anacrónica ley de seguridad interior —alterando
significados y términos hasta lo caricaturesco—, para decretar un delito de “lesa
porquería”: cárcel a quien escurriera el barro sucio y, además, triples
castigos contra quien osara hacerlo dentro de algún edificio público. El
alcalde, Macadamio, filmó a un campesino sucio hasta las orejas que visitaba para
rogar algo… Lo fustigó enfrente de las cámaras portátiles y trajo a una
patrulla policial para que lo detuviera y remitiera. El ensoberbecido alcalde
gritaba:
—¡Esos mugrosos ensucian
mi alcaldía!
Repetía sin cesar la
escena y hasta pagaba varias cámaras portátiles para filmar sus insultos. No
faltó el cibernauta contagiado de estulticia que festejara los gritos e
improperios de Macadamio.
Ante el elogio de sus lambiscones
anónimos (así se pueblan las redes sociales en estos días), el gobernante presionó
a sus colegas del cabildo para imponer sanciones más fuertes contra la suciedad
y el lodazal. Multas y penas carcelarias se elevaron y comenzaron a repartir
cual golosinas. La prisión local encerraba a los vecinos sucios hasta por 72
horas —lentas y agobiantes horas de máximo legal vigente en el país para faltas
administrativas— y, pronto, el ingreso más grande de la municipalidad eran las
multas por mugre. Sin embargo, era imposible mantenerse lejos del lodo, una vez
salido del hogar o el trabajo el limo rebosaba por toda la ciudad y hasta por las
veredas rurales.
Bajo ese ambiente
enrarecido regresó Reynaldo, el segundo en su familia con ese nombre. Extrañaba
el barrio con sus juegos infantiles callejeros, persiguiendo pelotas o
empujando carritos, también las noches de bohemia con cantos de guitarra,
cuando una banda juvenil se iba agolpando en las jardineras, para cantar sin
más intención que disfrutar un rato. En esos días infantiles no conocían la
malicia ni las desavenencias, pero al regresar, fue como si los días soleados
jamás hubieran existido en esa región; cuando la lluvia se convertía en
encapotado perpetuo y al ánimo alegre había desaparecido. La localidad se
llamaba Riojuan, contracción laica de Río San Juan de los Evangelizadores.
**
A Reynaldo lo citaron al
anochecer en un bodegón abandonado, que hasta era pleonasmo pues la ciudad
parecía abandonada en sentido moral, cuando nadie
respondía por nadie. Cada día se sufría una especie de toque de queda por
las continuas detenciones, en recordatorio del reglamento de urbanidad bajo
pretexto de la limpieza. Las detenciones eran breves, pues la cárcel de sitio
era pequeña y no sería posible alojar en demasía; además derivadas de un reglamento
local, el castigo no llegaba hasta los juzgados. La opinión unánime era que la intención
del alcalde era sacar carretadas de billetes mediante las multas.
A cada rato los vecinos vociferaban
desesperados por la arbitrariedad:
—Usted también está enlodado,
aquí no se anda limpio si las calles están enlodadas.
Los uniformados, bajan la
cara de vergüenza, porque también ellos eran vecinos, que cuando se descuidaban
caían arrestados.
Los arrestos eran breves,
pero incluían la humillación mediante una ráfaga con agua fría de la manguera
de bomberos, que a los débiles arrastraba por el piso y a los enfermizos los
condenaba a la pulmonía. En las noches sin luna cesaban las detenciones; los
vehículos policiales se atoraban también en el barro y resultaba problemático desatascarlos;
así, la gente salía en las noches más negras para obtener víveres o,
simplemente, a reunirse con los conocidos. Muchos riojuanenses adoptaron
hábitos nocturnos, hasta proliferaron las pastillas dosificadas con belladona:
un truco renacentista para dilatar las pupilas, que no lo usaban por embellecer
sino para mirar mejor entre la penumbra.
**
El galerón juntó a más de
trescientos adolescentes y jóvenes expectantes —principalmente, cargados de
testosterona y rabia por los atropellos del alcalde—. Los congregaba una oleada
de rumores sobre acciones más atroces de la sombra negra y ominosa, más multas
y detenciones humillantes.
Los inexpertos murmuraban
sobre armarse y empujar una insurrección. Los cautelosos objetaban que un
pueblo aislado jamás ha logrado un motín con resultados, que un levantamiento
justificaría al alcalde maldito. Alguno hablaba con palabras entrecortadas,
otro tartamudeaba, uno más con voz tan queda que nadie le escuchó… Al
transcurrir esa asamblea sin rumbo el enojo inicial, poco a poco, iba
tornándose en desánimo.
La tribuna improvisada
era una simple silla que rechinaba cuando cada orador espontáneo se subía en
ella, desde ahí demostraban ese signo ancestral de jerarquía: medio metro
arriba del suelo marca diferencias.
La reunión desbarraba
hacia ningún lado, los oradores se interrumpían, los murmullos y los diálogos
distraídos de los asistentes convertían la reunión en una dispersión de rumores.
De pronto irrumpió un silencio breve y espeso, de aquellos instantes curiosos
que los beatos afirmaban que “habían interrumpido un ángel” y en esa pausa Reynaldo
ocupó la silla tribuna. Ni siquiera se creería que cumplía los quince años con esa
mirada redonda y cándida, la piel tersa y el pelo ligeramente alzándose sobre a
frente.
Cualquiera supondría que,
durante su viaje, la profesión que aprendió fuese de tribuno. Sí, un tribuno
orador, pues dominaba el escenario y al auditorio con ademanes, tonos,
argumentos, énfasis… en suma, su elocuencia era envidiable.
—De aquí vamos a salir
con la cabeza en alto, nunca aceptaremos la humillación como pago; ese Macadamio
maltrata a los sencillos y se envanece…
Siguió su discurso
explicando los casos tan notorios de una viuda detenida sin contemplación y
ella dejaba a tres niños pequeños desamparados; el maltrato que padeció un
anciano artrítico y los horribles dolores de sus articulaciones cuando fue
bañado con agua helada. Conforme hablaba una luz sobrenatural invadía la bodega
fría y hasta el eco de lluvia cesaba para no enturbiar sus palabras.
—Cuando nos vayamos de
aquí, una sola palabra será nuestra divisa, esa palabra será “Justicia”, porque
hoy estamos hartos de injusticia y de maltratos. Así, que será una palabra que
repetiremos. ¿Cuál es esa?...
Movió la mano señalando
el cielo y su auditorio repitió: “Justicia”. La voz colectiva, surgiendo
simultánea y fuerte sorprendió a los presentes cual un rayo en cielo claro.
Luego los invitó a
repetir fuerte y cada vez más fuerte. El entusiasmo de todos se propagó, bajo
el influjo de esa palabra y, hasta sonaba a promesa, a anticipación de lo que
pronto sucedería. Cuando terminó la oratoria varios preguntaron ¿Ahora qué
hacemos?
—Vamos a firmar un Plan urgente
y todos los seguiremos.
**
Un día después se
reunieron con representantes por cada calle, sumaban una treintena para
redactar el Plan. De nuevo Reynaldo lo tejió mejor que los demás.
—Nos basaremos en
nuestros Derechos, horadando el espacio que las leyes nos dan, pero esto será
un gran esfuerzo de movilización para alertar a todos contra Macadamio y su
tiranía. Si un gobierno pretende sostenerse de las multas y castigos que impone
a su gente, se convertirá en una máquina
de extorsión, pues mientras más castigue será más rico, hundiendo a su
gente en persecuciones sin fin. No basta con obtener la razón, sino además
mostrar nuestra inocencia a los cuatro vientos y ganar la adhesión de otras
regiones, para que el mal gobernante quede atrapado en una parálisis creciente.
Jamás usaremos la violencia, porque esa es la ley de las bestias; lo nuestro
será la acción pacífica y decidida para encarar al mal gobierno.
**
¿De dónde salió tal elocuencia,
con refinado método de lucha y esa decisión inquebrantable a tierna edad?
Años antes, Reynaldo siguió
a su madre a la migración cuando ella se enamoró de un minero itinerante, de
esos que se llaman gambusinos y excavan buscando filones de oro. Se rumora que
basta la suerte de encontrar una pepita de oro enorme para enriquecerse y
comprar una mansión en el extranjero. Aunque tanta fortuna es insólita, en
cambio los mineros casi siempre obtienen granos dorados suficientes para
emborracharse desde los sábados.
A la progenitora en otras
latitudes la llamaríamos “madre soltera”, allá le dijeron “abandonada”. Con
todo y un hijo a ella no le faltaban pretendientes; cuando una tarde soleada se
enamoró perdidamente del gambusino musculoso. Ella misma no le explicó a nadie
la urgencia que sentía por mantenerse al lado del minero y, con solo un día de
conocerlo, decidió mudarse a la región selvática de Arrecife, acotada entre un
río y la montaña aurífera. La aldea era un bullicio de actividades sin sentido
para Reynaldo, quien la siguió por voluntad, en una especie de esfuerzo protector,
pues no confiaba en el padrastro acostumbrado a embriagarse y ausentarse sin
avisar.
La faena de minas obligó
a desarrollar una fuerza física inusual; el influjo súbito de multitud de
compañeros de trabajo, casi todos mayores, despertó y tensó sus sentidos.
Mientras cavaba y sudaba escuchaba las vicisitudes de marineros que naufragaron
en Java; se enteraba de las penas de los desaguadores de pantanos o de la
maldición que pesaba sobre los mineros del mercurio que envenena al hígado y
hasta gangrena las extremidades. Esas hondonadas selváticas no pertenecen a un
dueño, ahí autogobiernan asociaciones de aventureros cegados por la ilusión del
oro. Persiguiendo la llave súbita para el enriquecimiento, cada día lavan
toneladas de tierra hurgando por granos dorados. El gobierno central sobrelleva
con recelo a esas agrupaciones, pero las tolera cual válvulas de escape al
descontento en zonas marginales. También se empleaba como exilio para algunos
disidentes, condenados a escarbar un par de años, como si ese sitio fuera un
castigo educativo para los gacetilleros de la capital. Tampoco faltaban los
comerciantes, representantes del gobierno, abastecedores de toda índole y hasta
las cariñosas itinerantes, que tomaban sus visitas a la selva a modo de apuesta
en una ruleta, pues los afortunados bullían en lujuria y fiebre de derroche.
Los líderes de los campamentos
repetían, cual leyenda que en una cena de gala el Presidente le confesó a un
Embajador: “Más vale una minería lejana que una rebelión cercana.”
Otra narración recordaba
que un cavador llamado Tunco en dos ocasiones encontró pepitas descomunales que
pesaban varios quilos. La primera vez gastó todo en una juerga de varios meses;
la siguiente desapareció y se rumoraba que emigró a Europa.
Muchos compañeros le
tomaron enorme aprecio a Reynaldo, pues era acomedido y dispuesto a compartir
la plática y los mendrugos de pan. En los campamentos sobraban los lisiados y
enfermos, pues la combinación de canículas y aguas anegadas con labores
agotadoras dejaba una estela de baldados y laceraciones crónicas. Los
compañeros lo apreciaban tanto que, al aproximarse su cumpleaños, organizaron
una colecta para introducirlo con la madame de mejor reputación.
Pasaron dos años para que
su madre se desilusionara, después jamás quiso repetir el nombre del novio,
como si eso provocara mala fortuna. Ella no era mujer para abatirse por un
desamor, al contrario, su regreso al barrio estuvo salpicado de sonrisas y
reencuentros. Diríase que viajó montada en el crucero más prestigioso y regresó
dispuesta a reinventarse a partir de una interrupción inexistente.
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Entre contentos y
sorprendidos, los jóvenes del barrio acogieron a un Reynaldo que les aventajaba
experiencia equivalente a décadas en casi cualquier tema. A él le quedaba
recuperar estudios, así que ingresó en una escuela nocturna, en un turno que
entonces agrupaba a los desfavorecidos, integrada por la manada variopinta de
quienes solían trabajar por las mañanas.
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Al patio del Palacio
Municipal entraron por sorpresa más de cincuenta adolescentes menores de edad
con arcilla escurriendo. Afuera de la puerta los acompañaban un millar de
vecinos gritando consignas.
La policía local dudó en
aplicar la ley contra el lodo sobre los adolescentes, porque proveniente del
Centro del país llegó una legislación por los derechos del menor. El Jefe de la
Policía local se dio cuenta de inmediato que los jovencitos estaban retándolo,
con un pronóstico contraproducente para el alcalde.
Ese día el Presidente
Municipal recibía a un asistente de director y a una hermosa actriz enviados a
negociar la locación de una película de aventuras. Los recibió en el despacho
de la Presidencia Municipal y ordenó no ser interrumpido, mientras atendía a
sus invitados. Cuando decidió abordar otros asuntos, ya la manifestación
relámpago de los adolescentes lodosos estaba por finalizar, pero las huellas cenagosas
afeando el patio enfurecieron a Macadamio. Él gritó a su jefe de policía que
interviniera de inmediato. De mala gana, los uniformados blandieron sus macanas
contra los adolescentes; más de un par sí las azotaron sobre los lomos de los
inconformes. Lo que antes se disfrazaba con el velo de multas por la suciedad
se demostró como una caprichosa represión sin sentido.
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En otras ocasiones,
cuando una protesta era acallada por una represión siempre cundía el temor, pero
en esta ocasión, al contrario, las repercusiones fueron distintas. Al día
siguiente un contingente mayor con los padres y amigos de los golpeados se concentró
frente al municipio. En las calles surgieron mantas en los cruceros. La escuela
secundaria paralizó labores por solidaridad. Los comerciantes del mercado
repartieron volantes a sus clientes. Una comitiva se dirigió a la capital para
entregar una carta de protesta exigiendo destituir al alcalde.
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Transcurrieron las
semanas y ese movimiento de protesta crecía. Día a día se ensanchaba un sendero
con pasos ligeros yendo y viniendo hacia un modesto departamento: la vivienda
de Reynaldo se había convertido en el epicentro de un movimiento.
En cuanto se organizó una
concentración más grande él fue orador principal. Los adultos se sorprendían
por la mocedad del líder, convertido en dirigente.
Con tacto él insistió en
que se nombrara una dirección colegiada, con 33 integrantes para garantizar la
continuidad en caso de que sufrieran detenciones.
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Al principio Macadamio se
resistió a creer en la evidencia: la mayor protesta convergía en un chico de quince
años que aún no terminaba de estudiar la secundaria.
Cada reacción tramada por
el alcalde hacía crecer la protesta y que, en consecuencia, decayera su posicionamiento
ante la lejana capital. En la ciudad, su autoridad inmediata quedaba vulnerada,
los policías evitaban salir en rondines para detener por faltas al reglamento
del fango, pues los caminantes llevaban silbatos para convocar a los vecinos en
su ayuda. Cada vez más los guardianes se hacían de la vista gorda y simulaban
no ver fango en las ropas; cada vez eran menos los que se animaban a
enfrentarse con grupos alborotados. El dinero extra de las multas desapareció
como agua entre las manos, mientras las críticas florecían alrededor y las
calles se animaban con transeúntes. Conforme transcurrían los días las calles
del barrio estaban más concurridas, los transeúntes no eludían los charcos, al
propósito salpicaban y hacían muecas de desprecio ante cualquier signo de
autoridad. Los atardeceres agolpaban a los vecinos que salían intencionalmente
a saludarse, intercambiar nuevas y a cuidarse mutuamente.
Contra el consejo de la
prudencia, Macadamio buscando una solución rápida, mandó detener a Reynaldo
cuando el adolescente salía de la escuela secundaria. Eran órdenes terminantes
del alcalde, que amenazó con despedir al jefe de la policía si fallaba en esa
ocasión. Los estudiantes presentes intentaron evitar la acción, pero ganó la
sorpresa.
**
Detener a un adolescente
bajo el cargo de encabezar protestas era insostenible ante cualquier juez y un
escándalo a los ojos escrutadores desde la lejana capital. El alcalde, con
torpeza política, declaró sus auténticos motivos para la detención: “Aunque
parezca increíble, ese jovencito es el cabecilla de las protestas que turban la
paz pública de Riojuan, por tanto, es el responsable.” Confesar la detención de
un adversario y decir textualmente que era por delitos políticos resultaba
inconcebible, escandaloso a los ojos de la población y hasta inaceptable para
la casta gobernante. Además, llamó la atención que un adolescente dirija un
movimiento; eso incitó la curiosidad, entonces los principales partidos,
enviaron emisarios para indagar de inmediato sobre el detenido. Los principales
diarios de la capital intuyeron una noticia que iría escalando para obtener las
primeras planas; pronto la televisión buscaría una primicia.
Al día siguiente un alud
de reporteros y emisarios políticos demostraron a Macadamio que había cometido
un error enorme, al convertir a su adversario en un paladín y al movimiento en
una causa mediática.
El alcalde urdió que no
le quedaría de otra que fabricar un delito distinto. Mandó a llamar a su jefe
de policía, para indicarle directamente: “Debes embutir droga entre las
posesiones de ese cabecilla adolescente y así la detención por motivo…”
El subordinado asomó el
cargo de conciencia por implicar a un inocente con un delito desmesurado. Explicó
que sería más sencillo ofrecerle un cargo público o una beca para alejarlo de
los problemas; quizá hablar con la madre o apelar al director de la secundaria.
Su subordinado había terminado de plantear débiles objeciones y se había
retirado, cuando entró una llamada directamente del Ministerio del Interior,
del otro lado salía una voz tonante, que tuteaba al alcalde y no le daba pie a
contestar:
—¿A qué imbécil se le
ocurre detener a un adolescente, declararlo líder de un movimiento y explicar
que lo encarcela para acallar una protesta? ¿A qué alcalde se le ocurre hacer
detenciones políticas sin el consentimiento del Ministro del Interior? ¿Qué
idiota espera tener carrera política atacando jóvenes y encarcelando
masivamente, sustentado en un reglamento inventado por él mismo? ¿Qué estúpido
no se da cuenta que su detenido sigue siendo legalmente un niño? ¿Quién está en
serios problemas?
—No lo entiendo, es que…
—Espero que entienda,
pero en camino está mi emisario personal, a quien debe darle plenas —repitió la
palabra con más lentitud y énfasis—… plenas…
facilidades para salir de este enredo que hizo usted mismo. Para mí este
emisario vale de plenipotenciario —volvió a repetir la palabra por si existía
duda—, plenipotenciaria. Y no se
imagine usted que saldrá airoso con facilidad, sería sensato que tuviera ya
redactada su renuncia por si este escándalo sigue repercutiendo aquí, en la
capital.
La palabra
“plenipotenciario” se enredó en la mente de Macadamio, cual una fuerte dosis de
insecticida acosando el nivel más hondo de su instinto de supervivencia
político, y esa palabra lo acosó antes de dormir y al amanecer no se había disipado.
**
Un centenar de vecinos se
reunieron decididos a pernoctar frente a la pequeña cárcel de Riojuan.
En el rectángulo de tres
por dos metros, un incómodo camastro de cemento no le facilitaría el sueño a
Reynaldo, pero le consolaba el sonido de cantos próximos. Un policía que
cuidaba la celda daba vueltas nerviosas a cada rato y le informaba, que “sus
amigos” permanecían haciendo guardias afuera del edificio.
La puerta y ventana de
barrotes eran los únicos adornos. La ventana daba vista al Oriente de la villa Riojuan,
desde ahí se extendían las casas y escasos edificios. El joven prisionero no
recordó haber pernoctado sintiéndose encerrado y por arriba de nivel del suelo.
El viento alejó las nubes y salió la luna junto con las estrellas, colándose
una brisa fresca y suave por la ventana. Junto con la brisa llegaban voces
entrecortadas, fragmentos de palabras y consignas que provenían de los vecinos
organizando un campamento enfrente.
Conforme la noche se hizo
más clara, aprovechando la luz de luna filtrada, Reynaldo se puso a examinar
con detenimiento la celda. Las paredes con pintura color hueso descascarada
mostrando el cemento gris de la construcción; también el techo y piso de
cemento gris, aunque el suelo muy liso, con un acabado casi terso, mientras el
techo era rugoso. Manchas de barro salpicando los rincones, indicios de que se aseaba
por encima con una jerga húmeda; vestigios de la invasión periódica de zapatos
salpicados. La orilla de la cama de cemento coloreaba verde agua y la cubría
una cobija delgada de lana rústica, producto de un telar campesino. Los
barrotes eran cilindros gruesos con huellas de oxidación por los años. La
puerta con una doble barra horizontal de refuerzo, ocultando una cerradura del
mismo material. En el quicio de la ventana encontró una grieta y ahí dentro un
papel de colores formando un arcoíris concéntrico. Estaba doblado y al desplegarlo
encontró un mensaje de algún preso anterior: “El mundo está en la palma de la
mano… de quien se aferra a la libertad.” Sonrió ante un papelito hermoso con el
mensaje justo para el momento exacto.
No tenía miedo, más bien
sentía participar en un juego emocionante, donde el peligro presente se
disiparía con la luz del día. La celda no era más incómoda que las minas, donde
en los socavones improvisados había visto gente morir aplastada por aludes de
roca y aluvión. Ese parecía un sitio tranquilo, nada más le preocupaba la
mortificación de su madre.
Se sentó en la cama
sólida y dobló la cobija para acomodarse mejor. Desplegó de nuevo el papelito
multicolor. Avanzaba la madrugada y la luz de luna parecía más intensa; el
rumor lejano de los vecinos lo reconfortaba.
Extendió el escrito sobre
la palma de su mano, concentró la mirada y susurró “la voluntad es mágica”. Una
suave brisa hizo temblar al papelito. Repitió: “La voluntad es mágica” y sopló
suavemente en sentido contrario de la brisa; el escrito vibró suavemente y se
bamboleó como si pretendiera aletear. Se acordó que habría exámenes escolares
en una semana y debería estudiar álgebra.
Volvió a soplar con
suavidad: el papel multicolor tembló cual alita de mariposa y levantó
ligeramente sus orillas... color de arcoíris anunciando que finaliza el
diluvio. El papel girando con el soplo fundía el arcoíris en una recta escuadra
que giraba alrededor de la punta milimétrica, cual compás dibujando un círculo
perfecto.
Reynaldo volvió a repetir
despacio “La voluntad es mágica”, mientras los pasos del jefe policial subiendo
escaleras turbaban la alegría de ese instante.