Por Carlos Valdés Martín
La parálisis es pésima, deja que el mundo gire y te arrastre como un tsunami. La acción es preferible, dando una brazada a la vez. Cuenta la leyenda que cualquier Castor siempre es el optimista moderado, mientras el Avestruz es el pesimista extremo y el Perezoso un optimista extremo. El Avestruz mete la cabeza en el hoyo y deja de moverse, por más que sus piernas sean tan fuertes. El Perezoso permanece en lo alto del árbol, mide cada movimiento y no acepta desplazarse hasta que se termine la comida.
Imaginemos que llega la temporada de inundaciones, el río se desborda y la crecida de agua amenaza a los animales. El perezoso mira las aguas crecer y permanece en la copa del roble, que no imagina que el nivel lo alcance jamás. Pero ¿cuándo se termine la comida en ese árbol podrá nadar hasta un refugio? Mira a la distancia y no descubre a ningún Moisés milagroso. Aún así, el Perezoso es optimista y su tranquilidad lo mantiene en no hacer nada, absolutamente nada fuera de masticar hojas plácidamente.
El Avestruz tendría oportunidad de escapar corriendo y las aguas jamás la alcanzarían, pero esta ave es un pesimista extremo. Mira la llanura y sabe que la crecida fluvial no se detendrá tan fácilmente. Observa en todas direcciones y no hay salvación, así que el Avestruz hunde el pico, sin ninguna intención posterior. Con la cabeza hundida se dedica a no hacer nada, absolutamente nada.
El Castor mira las aguas turbulentas y pone manos y boca a la obra. No sabe si el agua se detendrá en una hora en todo el año, no sabe si la temporada de sequías seguirá a la inundación. No sabe lo suficiente, pero desde sus abuelos esa especie pertenece a los optimistas moderados. Su pequeño cuerpo pone pezuñas a la obra. Muerde con insistencia una gran rama y se dirige hacia una zona donde las aguas son más estrechas. El Castor pretende levantar una represa con troncos y ahí mismo, entre las complicadas turbulencias, para levantar una madriguera protegida. Él tira una gran rama y la arrastra torpemente. Su trompa son sus dedos, sus quijadas son sus manos, pero el agua desbordada le arrebata una rama. Desconoce de apalancamientos y grúas, es un empedernido de arrastres. El Castor vuelve a la obra y corta una nueva extremidad del árbol. Pasan horas y únicamente logra arrastrar y colocar unas pocas. El líquido avanza o retrocede, al Castor no le importa esa adversidad cuando persiste y vuelve a intentarlo.
Mientras el Avestruz descansa y el Perezoso sigue comiendo en una copa de árbol, las ramas del Castor se van trenzando. El Avestruz se ahoga en el agujero sin darse cuenta. El Perezoso sufre hambre.
Pasan los días hasta que surge una represa que atrapa el curso de las aguas. Ha triunfado el Castor. El Perezoso se alegra de su buena suerte, la represa también lo beneficia por el suelo transitable alrededor de su árbol. La familia del Avestruz se lamenta de las trágicas inundaciones.
Con esta fábula sonríe Aristóteles cuando muestra que los extremos del optimismo y el pesimismo son malos consejeros ¿O se nos ocurre otra lección?