Por Carlos Valdés Martín
Destacó un traje azul de terciopelo intenso con un sombrero de copa —pasado
de moda desde la generación de Abraham Lincoln.
Imaginé una guacamaya herida en el desierto urbano. Además, él permanecía en un sitio absurdo con su
destello azul. En un día laboral, yo conducía el
automóvil con la rutina que arrastra hasta la oficina, siguiendo el mapa
electrónico que salva de los atascos del tráfico.
Para una mente alerta destacan sobre el
paisaje esos detalles fuera de sitio. En la reunión con la jefa sentí que hacía años que no descubría esos
detalles inusuales en la gran ciudad, como sucedía cuando era un joven emigrado.
Cuando al atardecer regresaba por la misma ruta recordé el sombrero y el
sitio a la perfección, así que sentí tristeza, una emoción pequeña: no se asuma
que el sentimentalismo es mi lado fuerte. Al entrar al departamento compartido,
la única roommate notó inquietud en mi rostro y preguntó sobre la
jornada laboral. Comencé con el aburrido “nada interesante”, aunque luego señalé
al personaje con un sombrero aterciopelado que levantaba las manos como
ofreciendo el último boleto para un concierto.
—En Brasil dicen que había un señor que vendía felicidad y que era
sorprendente. Sí resultaba de ese modo...
Cuando ella hablaba del país de su madre se ponía triste y terminaba sus comentarios.
Le pregunté intrigado si eso era posible y ella desvió tema hacia una arena innovadora
que compró para su gato. Eso era amable de su parte, con lo alérgico que tengo
el olfato, conseguir una arena que neutralice los olores gatunos era un gesto
de convivencia.
Esa noche, mientras dormía contando borregos imaginarios, comencé a suponer
que el señor del sombrero aportaría respuestas para el futuro.
En la semana procuré más lentamente esa misma ruta para mirar mejor al
personaje. Dos días fallé en el intento, porque lo dificultaba una avenida con
varios carriles, por donde grandes camiones obstruyen la vista. Al tercer día,
tuve suerte y la vista fue perfecta. Miré cada detalle con detenimiento y a sus
pies había un letrero de cartón con letras improvisada, pero fáciles de leer:
“Vendo felicidad”. El letrero estaba recargado en un cubo portátil sobre el
cuál se levantaba. Frente a él estaba escuchando una jovencita con uniforme de
la escuela secundaria local.
En la oficina le conté al gordo Pérez que era amable para escuchar mientras
miraba su pantalla de las estadísticas. El colega Pérez poseía una inteligencia
práctica mezclada con pasión por la comida que le motivaba a esconder una torta
en la gaveta de su escritorio.
—Yo que tú, me apuraba a investigar porque a los merolicos callejeros, la
policía los maltrata. Siempre los acaban expulsando de sus esquinas. Mira las
noticias y te darás cuenta que cada vez que dicen “reordenamiento urbano”
expulsan a los vendedores callejeros. Los mejores puestos de tortas han
desaparecido de mi ruta. Cada vez que localizo un tortero excelente, luego lo
mandan a donde el “viento da vuelta”.
La sugerencia era sincera y práctica, sin embargo, el dicho favorito de mi
jefa de que “nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido”, sucedió. Al día
siguiente no vi al señor del sombrero azul durante la ruta.
Cuando regresé al departamento quise compartir la ausencia del sombrero
azul con la roommate, Esmeralda Chávez, pero a ella la estaba
visitando su novio, un estudiante moroso y guapo que provocaba una antipatía
espontánea. Amigos desde la infancia y con un año de convivencia, se me
olvidaba lo hermosa que era Esmeralda, sus ojos verdes motivo de su nombre, y
su carácter tan dulce, además de otras cualidades.
Llevé un pan con mantequilla de cena y me encerré en el cuarto, para no
interactuar con su novio visitante y la charla de equipos deportivos. Junto a
la cama, descansaba sobre el buró una novela corta de Hemingway que mencionaba
el mar azul y el cielo más azul, una y otra vez ese color, el mismo del
sombrero. Claro, en esa novela no había terciopelo, sino espumas marinas y los
esfuerzos de un anciano para alcanzar un triunfo contra un pez monumental.
En los días siguientes fue desagradable reconocer ante el gordo Pérez que
había tenido razón.
—Perdí al señor del sombrero. El reordenamiento urbano lo mandó a algún
crucero distinto de esta ciudad.
Frustrante que pasaran días observando con intensidad la ruta hacia la
oficina, sin que hubiera rastros del sombrero azul. Una semana después abandoné
la búsqueda, pero cuando olvidaba el asunto tuve una especie de revelación. La
única pista era la chica que se detuvo a escuchar, que traía uniforme de la
escuela secundaria. Conservaba el recuerdo de ella y también localicé la
escuela más cercana. En el trabajo arreglé para encargarme de la auditoría a
sucursal próxima a esa escuela.
En otra circunstancia le habría explicado a mi roommate que buscaría
al tipo del sombrero con la única pista disponible. Según su humor variable, hubiera
objetado que eso era maniático o bien un gesto encantador. Imaginé que ella
decía con su tono melodioso, mientras bajaba la mirada con rubor: “Al fin
persigues la felicidad, lo que quiera que eso signifique”.
Amanecí alegre y acudí a la auditoria en la sucursal con prisa para
terminar. Adelanté las bases de datos auditables y salí a pie hacia la escuela,
calculando el horario. Cuando llegué a la amplia acera frente a la escuela de
gobierno los estudiantes ya habían comenzado a salir. Frente a la entrada había
puestos con comida, golosinas y útiles escolares, donde la gente se detenía a
curiosear. De inmediato distinguí a la chica con trenzas castañas y nariz aguileña
angulosa. Tomó la pregunta con naturalidad, mientras dos amigas las
flanqueaban, intentando curiosear en la plática:
—Dijo el señor que no me tatúe un alacrán en el cuello, que eso de que el
chico guapo sea del signo escorpio dejará de tener importancia y que mi
felicidad depende de otra cosa. Cuando rompa con el “Chato”, ya no voy a querer
ver nunca más el tatuaje. Y sí le creí, porque mi amiga la “Chiquis” mandó a
volar al “Iguanodonte”, su novio, y ahora odia el tatoo, que se puso.
La chica pidió que le regalara una paleta helada, como si fuera en pago de la
localización. También compré una paleta helada de limón para mí y recordé que
hacía años que no disfrutaba esa sensación del frio dulce en la boca bajo el
sol quemante del verano.
—Si les regalas paletas a mis amigas, te escoltamos hasta el extremo del
parque Buenavista-Bienestar.
Aunque estaba agradecido con esa chica, la prudencia me gritó que una
visión desviada podría malinterpretar a un desconocido paseando con unas
jovencitas, así que me dejé pagadas las paletas, me despedí y alejé de
inmediato. Al parque le habían agregado el segundo nombre conforme el gobierno
sexenal. Ese parque sí lo conocía y resultaba razonable que en cada
“reordenamiento urbano”, agruparan a más miembros del ambulantaje.
En vez de aprovechar la hora de comida recorrí las tres cuadras de
distancia hasta el Buenavista. El parque no había cambiado desde que lo visité
la primera vez: el suelo con adoquines anaranjados, árboles frondosos en las
orillas, viejas bancas metálicas y sendos bustos de próceres de la época de la
Reforma. Las únicas variaciones eran nuevas distribuciones de comercios
ambulantes, con lonas improvisadas y mantas en el piso. Los vendedores se
reunían en la zona norte y hacia allá dirigí mis pasos. Un cilindrero de
música tradicional fue el primero que obstruyó el paso, extendiendo un
sombrero. Como no iba a comer me acerqué a un puesto que vendía “cacahuates
japoneses” hechos en el país. Hay un pacto contra el estrés en el hecho de
tronar esa cubierta dura de esos cacahuates. “Tronar una golosina como si se
rompiera una cadena con las muelas” pensé mientras sonreía.
Al rebasar el enjambre de los puestos descubrí al señor del sombrero
aterciopelado. Estaba sentado sobre el cubo donde lo había visto parado. Su
cara me evocaba un dibujo de los antiguos romanos, dispuestos a conquistar las
Galias. Preferí acercarme lentamente, mientras él estaba platicando con una
señora menuda de apariencia indígena, por la tez tan morena y un rebozo sobre
los hombros. Él agitaba los brazos y manos como si incitara a un auditorio
lejano.
—Ya no se preocupe doña Chuyita, que su nieto sí la quiere, pero él tiene
de las malas amistades, que son tan difíciles de desarraigar y eso no le
corresponde a usted. Mejor hable más con su hija, que ella sí la procura.
La señora parecía haber llorado hace unos instantes. Le dio un beso en la
mejilla para decir adiós y rechazó un billete que ella le ofrecía.
En cuanto la señora se alejó con paso lento, él se dio cuenta de mi
presencia. Extendió la mano señalando con dos dedos, mientras sonreía mostrando
una dentadura blanquísima. Sin quitarme la vista de encima de un salto subió al
cubo y dirigiendo la mirada comenzó con una caravana:
—Los santos y los profetas predicaban encima de una columna. Algunos se
negaban a bajarse. ¿Para qué tanta complicación de subirse a una columna cuando
este cubo es más y mejor que cualquier dispositivo de andamiajes? Pero cuando
sé que nos hemos visto y su cara me resulta familiar prefiero convivir a ras de
pisos, en horizontalidad democrática.
De otro salto, bajo sin dejar de mirarme directamente. Tras esas primeras
palabras me pregunté por qué un letrero tan simple, escrito en un cartón de
reciclado, cuando el personaje mostraba tales intensidades. Como él dejó una
pausa de silencio, consideré presentarme:
—Soy Reyes Hernández. El Reyes es nombre no apellido, porque nací un 6 de
enero. La gente se confunde y sí, tiene usted razón, si cree que ya nos hemos
visto. Me llamó la atención hace unas semanas.
Luego le expliqué lo que había visto desde el auto y que me había quedado
pensando en eso de la felicidad. Que tenía unas semanas pensando en qué es eso
de venta de la felicidad.
Respiró hondo y lanzó un gran suspiro mientras miraba al cielo sin nubes,
más allá de una sombra fresca que proyectaban los árboles.
—Me puedes decir Max, por abreviar Maximiliano Hernández; además de que en
este país a quién rayos se le pone el nombre de un emperador fusilado. Y yendo
al grano, el oficio de dar felicidad es el más fácil y el más difícil al mismo
tiempo. Todos quieren ser felices y ninguno pretende que vino al mundo para ser
lo más infeliz posible. Tarde que temprano, todos se extravían y se pierden,
hasta se olvidan de que para ser felices hemos nacido. ¿O no es así?
Guardó silencio, mordió el extremo de una uña y la escupió hacia un lado
como esperando una respuesta obvia. Miré al piso buscando inspiración y lo
primero que se me ocurrió fue ofrecerle un cacahuate. Lo agradeció de
inmediato:
—Una buena afirmación, como Diógenes
quitó a Alejandro para que no le estorbara la vista del sol. Un buen cacahuate
es como una chispa de una estrella cuando se mastica a tiempo.
—A mí me quitan el estrés. Tengo muchas responsabilidades laborales.
Volvió el silencio mientras si mirada interrogaba, para volver a la
pregunta importante. Un tanto intimidado, respondí en voz baja repitiendo el
final de su pregunta. Max comprendió que me había intimidado un poco y cambió
de tono:
—La felicidad es fácil y difícil, eso no lo voy a negar. La felicidad se
vuelve difícil porque la gente se confunde. La confunden frecuentemente con la
alegría, que es su hija menor, a la cual acompaña y se asoma para endulzar los
instantes risueños del día y para las noches de fiesta. Sin alegrías la gente
hasta se muere, pero es distinta, porque la felicidad aparece, aunque no haya
alegrías en la jornada. Hasta la jornada rodeada de tragedias desembocar en la
más inesperada de las felicidades. Cuando se ha extraviado la felicidad, el
comienzo siempre es volver a encontrar las alegrías.
Eso y todo lo que explicó derramaba una cascada de sentidos, así que pasó
el tiempo sin notarlo y Max siguió dando explicaciones elocuentes de lo que sí
es la felicidad y de los caminos abiertos para encontrarla. Criticaba las
maneras estúpidas y los pretextos de la gente para no alcanzar su felicidad,
mientras buscan satisfacerse con las vanidades más costosas. La fábula de la
madre de los monarcas de Creta fue tan convincente le prometí regresar:
—Volveré mañana.
—Temo que los funcionarios del reordenamiento urbano me expulsarán hacia
otro sitio y no tengo teléfono.
Le dije que me podría llamar y, con un ceño estricto, afirmó que nunca daba
citas a domicilio, aunque tuvo un gesto conciliador y se quitó el sombrero de
terciopelo azul para mostrar algo:
—Aquí dentro del sombrero cerrando los ojos vas a meter la mano y sacar un
papelito, como si fueras uno de los pajareros. Lee con atención y no tienes que
decir nada. Si te es posible guárdalo que ahí está una fórmula personal para la
felicidad.
Antes de abrirlo pensé que surgiría una fórmula como la de Einstein con su
E igual a M por C al cuadrado. De antemano sabía que no vendría nada de
fórmulas físicas. En un papelito cuadriculado, como de hoja de cuaderno
escolar, estaba escrita una frase con letras mayúsculas.
Por bromear dije:
—Esperaba el papel dentro de una galleta china.
A Max no le agradó esa broma. Respondió que en su sombrero azul de copa le
dejara una cooperación voluntaria, con una aportación del tamaño de mi “santa
voluntad”. Esa frase la sentí como un regaño. Saqué la billetera, donde guardé
el papelito y extraje un billete con la efigie de un prócer de la
Independencia. Sentí vergüenza por el escaso valor del billete. Traté de
explicar que la próxima vez sí retribuiría, pero Max señaló agitando las manos,
que otra persona esperaba sus servicios.
Regresé retrasado para continuar a la auditoría, donde en la sucursal los
demás empleados fingieron para que no les remarcara en la revisión contable.
Esa noche, una y otra vez revisé el papel escrito. Incluso sospeché que el
vendedor de felicidad había hecho trampa. ¿Cómo había sucedido que aparecieran
ciertos detalles tan personales? Los agoreros y los oráculos falsarios lanzan
frases ambiguas, que encajan en cualquier persona en cualquier situación. Un
mensaje tan personal no pudo escribirse antes de conocerme. El papelito
apuntaba sin lugar a ninguna duda que reconocer el amor por mi roommate
Esmeralda sería un desastre, pero atravesar el negro Tártaro del fracaso
amoroso abriría la ruta al paraíso personal.
Los siguientes días fueron de una lucha interior desgastante. A esas noches
las invadió un insomnio lleno de reproches. “Confiesa que estás enamorado de
ella, pero te mira como amigo y nunca te va a amar.”
Al terminar la semana ya estaba ojeroso y torpe por la falta de sueño, atado
a diálogos interiores intensos. Esa racha de insomnio la terminó notando
Esmeralda y ella recomendó somníferos. Un domingo después de que su novio se
marchara a una competencia deportiva, junté suficiente resolución, aunque sin elocuencia
para explicar lo que sentía. Mientas ella se entretenía cocinando unos huevos
fritos para desayunar, solté un inesperado y rápido:
—¡Deja al imbécil de tu novio y cásate conmigo de una vez!
Ella hizo cara de que su amigo la empujaba por un desfiladero. Abrió la
boca con asombro y, casi con miedo. Dejó los huevos en el fuego y volteó para
cerciorarse que no fuera una broma. En años de convivencia jamás le había
insinuado ni de la más mínima manera que me gustara. Ella vio un rostro
descompuesto por emociones mezcladas de desesperación y cansancio. Es ese no
era el talante de un Romeo buscando a su Julieta. Comenzó su respuesta con un
enfático:
—¿¡Te has vuelto loco!?
Mi respuesta fue áspera y no sé de qué manera el diálogo decayó hacia una
especie de pleito de vecindario. Ella se regodeó señalando mis defectos,
incluyendo las causas evidentes por las que jamás sería mi esposa, como el
empleo mediocre y un diente frontal chueco. El orgullo herido dictó una
fórmula:
—Me largo al terminar el mes, ya no resisto el vivir juntos.
Lamenté mi torpeza y en la próxima semana no encontré la manera de incumplir
la amenaza de alejarme. Además, que ella invitó a diario a su novio
insoportable, como si disfrutara en martirizarme con esa presencia.
Abandoné el departamento
sin lamentarlo, sentí que era como el esclavo que huía de la caverna de Platón
para posar los ojos en la hiriente luz del sol. Lo último antes de marcharme
fue dejarle una larga carta, explicando razones y sentimientos; pidiendo
disculpas y recordando los mejores momentos de la vida compartida.
Cambié pronto de empleo y
me esforcé por mejorar. Unos meses después Esmeralda marcó por teléfono y, a la
distancia, fue conciliadora. Dijo que ya estaba perdonado mi arranque de
locura. Ninguno de los dos propuso reunirnos.
La fábula de la madre de los monarcas de Creta relata que una joven griega
viajó en un barco con dos hijos recién destetados. Uno de los niños tenía una
mancha roja de nacimiento en la espalda, fácil de reconocer. Una tormenta
naufragó el barco y ella perdió a sus dos hijos. Con desesperación ella los
buscó y fue imposible encontrarlos. Exiliada lejos de su patria, la mujer se
dedicó a cocinar y no volvió a casarse. Después de décadas, ya siendo vieja, ella
terminó sirviendo en el palacio de los reyes de Creta. Los enemigos del reino
asaltaron la ciudad y el rey escapó con sus guardias y sirvientes. En la huida,
el rey se bañó en un rio y, por caso fortuito mostró la espalda desnuda a los
sirvientes. La mujer observó con lágrimas de felicidad en sus ojos, que la luz
de madrugada iluminaba la mancha roja de nacimiento. Esa noche ella no dijo
ninguna palabra y al siguiente amanecer los guardias escaparon protegiendo a su
rey. La mujer ya era vieja y se quedó en mitad de la campiña. Entre los
sirvientes estaba un bardo que conservó esa anécdota después de la muerte de la
madre vieja. Ese bardo juró que el relato era cierto y al restaurarse la paz
del reino, le dijo al rey: “Tu verdadera madre murió siendo feliz.”
Esmeralda volvió a llamar
y le propuse platicar. Esa vez preparé con esmero lo que le diría. La cita
anhelada no se cumplió. Ese destino hace trampas y entonces no sabía que
enamorarme de Esmeralda sería en la antesala del negro Tártaro. Ese fue el año
del gran sismo, cuando Esmeralda visitó a una tía en un edificio viejo que no
resistió el temblor. Ella se quedó a dormir, a la mañana siguiente del edificio
solamente quedaban escombros y luto.
Ese fatídico día ninguna
cita se cumplió en la gran ciudad. El día se convirtió en escombros, alarmas,
rescatistas improvisados y noticias fatídicas. Nadie trabajó, nadie recordó
citas, mientras miles de personas nos acercábamos a los escombros.
Unos días después
comprendí que la cita anhelada era una pesadilla urbana.
Cuando se olvidó el miedo
y la tragedia, entre las grietas de cemento y el polvo de derrumbes, algunas
plantas —sorprendentemente resistentes— levantaron sus hojas verdes y florecieron.