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lunes, 12 de junio de 2023

REFLEXIÓN Y MEDITACION UNIDAS EN TONO CRESOELEFANTINO

 



Por Carlos Valdés Martín

Cuando encontramos una palabra rara no solemos detenernos a pensar, por ejemplo, aparece “cresoelefantino” o “funderelele” seguimos sin fijarnos. Habrá que tomar pausa y buscar en el diccionario. Resulta mejor tomar una pausa y esa espera es el espacio de la reflexión y la meditación.

Estas prácticas son de suma importancia y conviene comprenderlas para enriquecer al pensamiento. Para quien no reflexiona su pensamiento permanece como paralizado, cuando no se mueve entre las imágenes y los obstáculos de la mente. La palabra reflexión proviene del latín "reflejo", que se comprendió por el "espejo". Los espejos y lentes ópticos fueron prodigios de la antigüedad, por lo mismo, algunos grandes pensadores como Espinoza ellos mismo “tallaban lentes”.  

Además de un momento iniciático el “cuarto de reflexiones” no es un concepto casual, sino parte integrante del “espacio espiritual” que construye la masonería, y el concepto de “Reflexión” es indispensable para comprender el sentido de la masonería, así como su utilidad práctica.

La reflexión significa que nuestra mente no se detiene, pero tampoco se apresura; es decir, comprende cada objeto del pensamiento, define bien sus características, lo analiza detalladamente, para seguir adelante. De la adecuada reflexión sobre el triángulo equilátero el genio de Pitágoras obtuvo una ley geométrica que perdura.

La meditación señala otro aspecto de la mente que se denota su tranquilidad y capacidad para permanecer dentro de ella misma, comenzando por alcanzar un silencio y calma perfectos antes de actuar. La meditación y la reflexión son aspectos complementarios, por más que se refieren a enfoques diferentes de nuestra mente.[1]  Algunas escuelas herméticas convierten la meditación en su objetivo absoluto para una vida contemplativa, sin embargo, para la masonería su meta no es apartarse del mundo y la meditación queda integrada dentro sus estudios filosóficos.

Ahh. El lector se preguntará que pasó con las palabras raras. La estatua de Zeus más famosa era de material “cresoelefantino”, que era la unión del oro y el colmillo de elefantes. Esta palabra ya es para anticuarios y especialistas en arte, ya que la cacería de elefantes para arráncales los colmillos ha quedado prohibida; lo cual es una medida civilizada. El funderelele es una palabra favorita de la especialista, Laura García, y hasta lo ha empleado para título de un libro; es una palabra divertida, así que la dejo de tarea.  

Quien logra unir meditación y reflexión está en el camino de la sabiduría, así que no siente pesadez por mirar el diccionario.  

NOTAS:

[1] A veces se emplean como sinónimo, por ejemplo, en Descartes sus Meditaciones metafísicas se refieren a la reflexión tranquila sobre diversos temas, que implican ambos momentos. En la actualidad por meditación tendemos a relacionarlo con las técnicas exclusivas, como las hindúes para la meditación.

viernes, 2 de junio de 2023

SOMBRERO DE TERCIOPELO AZUL Y FELICIDAD


 


 

Por Carlos Valdés Martín

 

Destacó un traje azul de terciopelo intenso con un sombrero de copa —pasado de moda desde la generación de Abraham Lincoln.  Imaginé una guacamaya herida en el desierto urbano. Además, él permanecía en un sitio absurdo con su destello azul. En un día laboral, yo conducía el automóvil con la rutina que arrastra hasta la oficina, siguiendo el mapa electrónico que salva de los atascos del tráfico.

Para una mente alerta destacan sobre el paisaje esos detalles fuera de sitio. En la reunión con la jefa sentí que hacía años que no descubría esos detalles inusuales en la gran ciudad, como sucedía cuando era un joven emigrado.

Cuando al atardecer regresaba por la misma ruta recordé el sombrero y el sitio a la perfección, así que sentí tristeza, una emoción pequeña: no se asuma que el sentimentalismo es mi lado fuerte. Al entrar al departamento compartido, la única roommate notó inquietud en mi rostro y preguntó sobre la jornada laboral. Comencé con el aburrido “nada interesante”, aunque luego señalé al personaje con un sombrero aterciopelado que levantaba las manos como ofreciendo el último boleto para un concierto.

—En Brasil dicen que había un señor que vendía felicidad y que era sorprendente. Sí resultaba de ese modo...  

Cuando ella hablaba del país de su madre se ponía triste y terminaba sus comentarios. Le pregunté intrigado si eso era posible y ella desvió tema hacia una arena innovadora que compró para su gato. Eso era amable de su parte, con lo alérgico que tengo el olfato, conseguir una arena que neutralice los olores gatunos era un gesto de convivencia.

Esa noche, mientras dormía contando borregos imaginarios, comencé a suponer que el señor del sombrero aportaría respuestas para el futuro.

En la semana procuré más lentamente esa misma ruta para mirar mejor al personaje. Dos días fallé en el intento, porque lo dificultaba una avenida con varios carriles, por donde grandes camiones obstruyen la vista. Al tercer día, tuve suerte y la vista fue perfecta. Miré cada detalle con detenimiento y a sus pies había un letrero de cartón con letras improvisada, pero fáciles de leer: “Vendo felicidad”. El letrero estaba recargado en un cubo portátil sobre el cuál se levantaba. Frente a él estaba escuchando una jovencita con uniforme de la escuela secundaria local.

En la oficina le conté al gordo Pérez que era amable para escuchar mientras miraba su pantalla de las estadísticas. El colega Pérez poseía una inteligencia práctica mezclada con pasión por la comida que le motivaba a esconder una torta en la gaveta de su escritorio.

—Yo que tú, me apuraba a investigar porque a los merolicos callejeros, la policía los maltrata. Siempre los acaban expulsando de sus esquinas. Mira las noticias y te darás cuenta que cada vez que dicen “reordenamiento urbano” expulsan a los vendedores callejeros. Los mejores puestos de tortas han desaparecido de mi ruta. Cada vez que localizo un tortero excelente, luego lo mandan a donde el “viento da vuelta”.

La sugerencia era sincera y práctica, sin embargo, el dicho favorito de mi jefa de que “nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido”, sucedió. Al día siguiente no vi al señor del sombrero azul durante la ruta.

Cuando regresé al departamento quise compartir la ausencia del sombrero azul con la roommate, Esmeralda Chávez, pero a ella la estaba visitando su novio, un estudiante moroso y guapo que provocaba una antipatía espontánea. Amigos desde la infancia y con un año de convivencia, se me olvidaba lo hermosa que era Esmeralda, sus ojos verdes motivo de su nombre, y su carácter tan dulce, además de otras cualidades.

Llevé un pan con mantequilla de cena y me encerré en el cuarto, para no interactuar con su novio visitante y la charla de equipos deportivos. Junto a la cama, descansaba sobre el buró una novela corta de Hemingway que mencionaba el mar azul y el cielo más azul, una y otra vez ese color, el mismo del sombrero. Claro, en esa novela no había terciopelo, sino espumas marinas y los esfuerzos de un anciano para alcanzar un triunfo contra un pez monumental.

En los días siguientes fue desagradable reconocer ante el gordo Pérez que había tenido razón.

—Perdí al señor del sombrero. El reordenamiento urbano lo mandó a algún crucero distinto de esta ciudad.

Frustrante que pasaran días observando con intensidad la ruta hacia la oficina, sin que hubiera rastros del sombrero azul. Una semana después abandoné la búsqueda, pero cuando olvidaba el asunto tuve una especie de revelación. La única pista era la chica que se detuvo a escuchar, que traía uniforme de la escuela secundaria. Conservaba el recuerdo de ella y también localicé la escuela más cercana. En el trabajo arreglé para encargarme de la auditoría a sucursal próxima a esa escuela.

En otra circunstancia le habría explicado a mi roommate que buscaría al tipo del sombrero con la única pista disponible. Según su humor variable, hubiera objetado que eso era maniático o bien un gesto encantador. Imaginé que ella decía con su tono melodioso, mientras bajaba la mirada con rubor: “Al fin persigues la felicidad, lo que quiera que eso signifique”.

Amanecí alegre y acudí a la auditoria en la sucursal con prisa para terminar. Adelanté las bases de datos auditables y salí a pie hacia la escuela, calculando el horario. Cuando llegué a la amplia acera frente a la escuela de gobierno los estudiantes ya habían comenzado a salir. Frente a la entrada había puestos con comida, golosinas y útiles escolares, donde la gente se detenía a curiosear. De inmediato distinguí a la chica con trenzas castañas y nariz aguileña angulosa. Tomó la pregunta con naturalidad, mientras dos amigas las flanqueaban, intentando curiosear en la plática:

—Dijo el señor que no me tatúe un alacrán en el cuello, que eso de que el chico guapo sea del signo escorpio dejará de tener importancia y que mi felicidad depende de otra cosa. Cuando rompa con el “Chato”, ya no voy a querer ver nunca más el tatuaje. Y sí le creí, porque mi amiga la “Chiquis” mandó a volar al “Iguanodonte”, su novio, y ahora odia el tatoo, que se puso.

La chica pidió que le regalara una paleta helada, como si fuera en pago de la localización. También compré una paleta helada de limón para mí y recordé que hacía años que no disfrutaba esa sensación del frio dulce en la boca bajo el sol quemante del verano.

—Si les regalas paletas a mis amigas, te escoltamos hasta el extremo del parque Buenavista-Bienestar.

Aunque estaba agradecido con esa chica, la prudencia me gritó que una visión desviada podría malinterpretar a un desconocido paseando con unas jovencitas, así que me dejé pagadas las paletas, me despedí y alejé de inmediato. Al parque le habían agregado el segundo nombre conforme el gobierno sexenal. Ese parque sí lo conocía y resultaba razonable que en cada “reordenamiento urbano”, agruparan a más miembros del ambulantaje.

En vez de aprovechar la hora de comida recorrí las tres cuadras de distancia hasta el Buenavista. El parque no había cambiado desde que lo visité la primera vez: el suelo con adoquines anaranjados, árboles frondosos en las orillas, viejas bancas metálicas y sendos bustos de próceres de la época de la Reforma. Las únicas variaciones eran nuevas distribuciones de comercios ambulantes, con lonas improvisadas y mantas en el piso. Los vendedores se reunían en la zona norte y hacia allá dirigí mis pasos. Un cilindrero de música tradicional fue el primero que obstruyó el paso, extendiendo un sombrero. Como no iba a comer me acerqué a un puesto que vendía “cacahuates japoneses” hechos en el país. Hay un pacto contra el estrés en el hecho de tronar esa cubierta dura de esos cacahuates. “Tronar una golosina como si se rompiera una cadena con las muelas” pensé mientras sonreía.

Al rebasar el enjambre de los puestos descubrí al señor del sombrero aterciopelado. Estaba sentado sobre el cubo donde lo había visto parado. Su cara me evocaba un dibujo de los antiguos romanos, dispuestos a conquistar las Galias. Preferí acercarme lentamente, mientras él estaba platicando con una señora menuda de apariencia indígena, por la tez tan morena y un rebozo sobre los hombros. Él agitaba los brazos y manos como si incitara a un auditorio lejano.

—Ya no se preocupe doña Chuyita, que su nieto sí la quiere, pero él tiene de las malas amistades, que son tan difíciles de desarraigar y eso no le corresponde a usted. Mejor hable más con su hija, que ella sí la procura.

La señora parecía haber llorado hace unos instantes. Le dio un beso en la mejilla para decir adiós y rechazó un billete que ella le ofrecía.

En cuanto la señora se alejó con paso lento, él se dio cuenta de mi presencia. Extendió la mano señalando con dos dedos, mientras sonreía mostrando una dentadura blanquísima. Sin quitarme la vista de encima de un salto subió al cubo y dirigiendo la mirada comenzó con una caravana:

—Los santos y los profetas predicaban encima de una columna. Algunos se negaban a bajarse. ¿Para qué tanta complicación de subirse a una columna cuando este cubo es más y mejor que cualquier dispositivo de andamiajes? Pero cuando sé que nos hemos visto y su cara me resulta familiar prefiero convivir a ras de pisos, en horizontalidad democrática.

De otro salto, bajo sin dejar de mirarme directamente. Tras esas primeras palabras me pregunté por qué un letrero tan simple, escrito en un cartón de reciclado, cuando el personaje mostraba tales intensidades. Como él dejó una pausa de silencio, consideré presentarme:

—Soy Reyes Hernández. El Reyes es nombre no apellido, porque nací un 6 de enero. La gente se confunde y sí, tiene usted razón, si cree que ya nos hemos visto. Me llamó la atención hace unas semanas.

Luego le expliqué lo que había visto desde el auto y que me había quedado pensando en eso de la felicidad. Que tenía unas semanas pensando en qué es eso de venta de la felicidad.

Respiró hondo y lanzó un gran suspiro mientras miraba al cielo sin nubes, más allá de una sombra fresca que proyectaban los árboles.

—Me puedes decir Max, por abreviar Maximiliano Hernández; además de que en este país a quién rayos se le pone el nombre de un emperador fusilado. Y yendo al grano, el oficio de dar felicidad es el más fácil y el más difícil al mismo tiempo. Todos quieren ser felices y ninguno pretende que vino al mundo para ser lo más infeliz posible. Tarde que temprano, todos se extravían y se pierden, hasta se olvidan de que para ser felices hemos nacido. ¿O no es así?

Guardó silencio, mordió el extremo de una uña y la escupió hacia un lado como esperando una respuesta obvia. Miré al piso buscando inspiración y lo primero que se me ocurrió fue ofrecerle un cacahuate. Lo agradeció de inmediato:

 —Una buena afirmación, como Diógenes quitó a Alejandro para que no le estorbara la vista del sol. Un buen cacahuate es como una chispa de una estrella cuando se mastica a tiempo.

—A mí me quitan el estrés. Tengo muchas responsabilidades laborales.

Volvió el silencio mientras si mirada interrogaba, para volver a la pregunta importante. Un tanto intimidado, respondí en voz baja repitiendo el final de su pregunta. Max comprendió que me había intimidado un poco y cambió de tono:

—La felicidad es fácil y difícil, eso no lo voy a negar. La felicidad se vuelve difícil porque la gente se confunde. La confunden frecuentemente con la alegría, que es su hija menor, a la cual acompaña y se asoma para endulzar los instantes risueños del día y para las noches de fiesta. Sin alegrías la gente hasta se muere, pero es distinta, porque la felicidad aparece, aunque no haya alegrías en la jornada. Hasta la jornada rodeada de tragedias desembocar en la más inesperada de las felicidades. Cuando se ha extraviado la felicidad, el comienzo siempre es volver a encontrar las alegrías.

Eso y todo lo que explicó derramaba una cascada de sentidos, así que pasó el tiempo sin notarlo y Max siguió dando explicaciones elocuentes de lo que sí es la felicidad y de los caminos abiertos para encontrarla. Criticaba las maneras estúpidas y los pretextos de la gente para no alcanzar su felicidad, mientras buscan satisfacerse con las vanidades más costosas. La fábula de la madre de los monarcas de Creta fue tan convincente le prometí regresar:

—Volveré mañana.

—Temo que los funcionarios del reordenamiento urbano me expulsarán hacia otro sitio y no tengo teléfono.

Le dije que me podría llamar y, con un ceño estricto, afirmó que nunca daba citas a domicilio, aunque tuvo un gesto conciliador y se quitó el sombrero de terciopelo azul para mostrar algo:

—Aquí dentro del sombrero cerrando los ojos vas a meter la mano y sacar un papelito, como si fueras uno de los pajareros. Lee con atención y no tienes que decir nada. Si te es posible guárdalo que ahí está una fórmula personal para la felicidad.

Antes de abrirlo pensé que surgiría una fórmula como la de Einstein con su E igual a M por C al cuadrado. De antemano sabía que no vendría nada de fórmulas físicas. En un papelito cuadriculado, como de hoja de cuaderno escolar, estaba escrita una frase con letras mayúsculas.

Por bromear dije:

—Esperaba el papel dentro de una galleta china.

A Max no le agradó esa broma. Respondió que en su sombrero azul de copa le dejara una cooperación voluntaria, con una aportación del tamaño de mi “santa voluntad”. Esa frase la sentí como un regaño. Saqué la billetera, donde guardé el papelito y extraje un billete con la efigie de un prócer de la Independencia. Sentí vergüenza por el escaso valor del billete. Traté de explicar que la próxima vez sí retribuiría, pero Max señaló agitando las manos, que otra persona esperaba sus servicios.

Regresé retrasado para continuar a la auditoría, donde en la sucursal los demás empleados fingieron para que no les remarcara en la revisión contable.

Esa noche, una y otra vez revisé el papel escrito. Incluso sospeché que el vendedor de felicidad había hecho trampa. ¿Cómo había sucedido que aparecieran ciertos detalles tan personales? Los agoreros y los oráculos falsarios lanzan frases ambiguas, que encajan en cualquier persona en cualquier situación. Un mensaje tan personal no pudo escribirse antes de conocerme. El papelito apuntaba sin lugar a ninguna duda que reconocer el amor por mi roommate Esmeralda sería un desastre, pero atravesar el negro Tártaro del fracaso amoroso abriría la ruta al paraíso personal.

Los siguientes días fueron de una lucha interior desgastante. A esas noches las invadió un insomnio lleno de reproches. “Confiesa que estás enamorado de ella, pero te mira como amigo y nunca te va a amar.”

Al terminar la semana ya estaba ojeroso y torpe por la falta de sueño, atado a diálogos interiores intensos. Esa racha de insomnio la terminó notando Esmeralda y ella recomendó somníferos. Un domingo después de que su novio se marchara a una competencia deportiva, junté suficiente resolución, aunque sin elocuencia para explicar lo que sentía. Mientas ella se entretenía cocinando unos huevos fritos para desayunar, solté un inesperado y rápido:

—¡Deja al imbécil de tu novio y cásate conmigo de una vez!

Ella hizo cara de que su amigo la empujaba por un desfiladero. Abrió la boca con asombro y, casi con miedo. Dejó los huevos en el fuego y volteó para cerciorarse que no fuera una broma. En años de convivencia jamás le había insinuado ni de la más mínima manera que me gustara. Ella vio un rostro descompuesto por emociones mezcladas de desesperación y cansancio. Es ese no era el talante de un Romeo buscando a su Julieta. Comenzó su respuesta con un enfático:

—¿¡Te has vuelto loco!?

Mi respuesta fue áspera y no sé de qué manera el diálogo decayó hacia una especie de pleito de vecindario. Ella se regodeó señalando mis defectos, incluyendo las causas evidentes por las que jamás sería mi esposa, como el empleo mediocre y un diente frontal chueco. El orgullo herido dictó una fórmula:

—Me largo al terminar el mes, ya no resisto el vivir juntos.

Lamenté mi torpeza y en la próxima semana no encontré la manera de incumplir la amenaza de alejarme. Además, que ella invitó a diario a su novio insoportable, como si disfrutara en martirizarme con esa presencia.

Abandoné el departamento sin lamentarlo, sentí que era como el esclavo que huía de la caverna de Platón para posar los ojos en la hiriente luz del sol. Lo último antes de marcharme fue dejarle una larga carta, explicando razones y sentimientos; pidiendo disculpas y recordando los mejores momentos de la vida compartida.

Cambié pronto de empleo y me esforcé por mejorar. Unos meses después Esmeralda marcó por teléfono y, a la distancia, fue conciliadora. Dijo que ya estaba perdonado mi arranque de locura. Ninguno de los dos propuso reunirnos.

La fábula de la madre de los monarcas de Creta relata que una joven griega viajó en un barco con dos hijos recién destetados. Uno de los niños tenía una mancha roja de nacimiento en la espalda, fácil de reconocer. Una tormenta naufragó el barco y ella perdió a sus dos hijos. Con desesperación ella los buscó y fue imposible encontrarlos. Exiliada lejos de su patria, la mujer se dedicó a cocinar y no volvió a casarse. Después de décadas, ya siendo vieja, ella terminó sirviendo en el palacio de los reyes de Creta. Los enemigos del reino asaltaron la ciudad y el rey escapó con sus guardias y sirvientes. En la huida, el rey se bañó en un rio y, por caso fortuito mostró la espalda desnuda a los sirvientes. La mujer observó con lágrimas de felicidad en sus ojos, que la luz de madrugada iluminaba la mancha roja de nacimiento. Esa noche ella no dijo ninguna palabra y al siguiente amanecer los guardias escaparon protegiendo a su rey. La mujer ya era vieja y se quedó en mitad de la campiña. Entre los sirvientes estaba un bardo que conservó esa anécdota después de la muerte de la madre vieja. Ese bardo juró que el relato era cierto y al restaurarse la paz del reino, le dijo al rey: “Tu verdadera madre murió siendo feliz.”

Esmeralda volvió a llamar y le propuse platicar. Esa vez preparé con esmero lo que le diría. La cita anhelada no se cumplió. Ese destino hace trampas y entonces no sabía que enamorarme de Esmeralda sería en la antesala del negro Tártaro. Ese fue el año del gran sismo, cuando Esmeralda visitó a una tía en un edificio viejo que no resistió el temblor. Ella se quedó a dormir, a la mañana siguiente del edificio solamente quedaban escombros y luto.

Ese fatídico día ninguna cita se cumplió en la gran ciudad. El día se convirtió en escombros, alarmas, rescatistas improvisados y noticias fatídicas. Nadie trabajó, nadie recordó citas, mientras miles de personas nos acercábamos a los escombros.

Unos días después comprendí que la cita anhelada era una pesadilla urbana.

Cuando se olvidó el miedo y la tragedia, entre las grietas de cemento y el polvo de derrumbes, algunas plantas —sorprendentemente resistentes— levantaron sus hojas verdes y florecieron.