Por Carlos Valdés Martín
Toda infancia envuelve fragilidad, en contraste la nación evoca solidez de eternidad[1]; de ahí la combinación
dramática y emotiva que une dos extremos de la retórica nacional. Un niño en
mitad de la batalla pone tensión y un telón de tragedia en cualquier guerra.
Para quien antagoniza con los dramas resultará chocante imaginar al mancebo
envuelto en la bandera y arrojándose por un despeñadero. Para un espíritu
candoroso la misma escena causará una honda conmoción, sin prejuzgar si sucedió
ese hecho. El suceso extraordinario de la emoción aporta un ingrediente
ordinario de algunas situaciones colectivas.
La glorificación nacional de los niños héroes representa
otra muestra del proceso normal de la formación de las naciones, pues su
utilidad como discurso es semejante a la Revolución e Independencia como
momentos fundadores de un orden. Los niños héroes nos representan el sacrificio
extremo y esto no es un engaño ni un error de cálculo. Sobre el acontecimiento
desnudo cuando la feroz guerra devora a los inocentes (a los civiles no
participantes o a la nueva generación desde su más tierna edad) se levanta la
alegoría emotiva del infante defensor
de la patria. Dentro de la retórica nacional todos sus defensores representan
infantes-hijos. La distinción entre joven e infante no es fija, sino variable
conforme a criterios sociales, por ejemplo la Marsellesa —que se convirtió de canto local en un himno nacional—
comienza con ese acierto, afirmando que “marchemos infantes-hijos (enfants en el original) de la patria”. Al
mismo tiempo, la nación es el concepto más comprensivo que abarca a todo y cada
sujeto del grupo, así el recién nacido se asume como parte de esa comunidad,
por más que su situación sea singular.
Una tarea fundamental de cualquier poder social es
relegar la muerte hacia los márgenes, expulsando la ominosa presencia para
arrinconarlo en las zonas de los extremos: en el exterior de la guerra o encapsular
en sistemas penitenciarios (pena de muerte). El proteger a niños y mujeres se
repite sin cesar como un deber importante del poder, pues se deben conservar los
fundamentos y partes más débiles. Pero surge la excepción y, el discurso del
heroísmo del sacrificio aparece como un resorte, que comprimido se lanza hacia
su extremo contrario, cuando hay alarma por la Patria en peligro letal. Bajo
esa condición de excepción, se abandona la línea única del soldado adulto como
la parte sacrificable en cualquier contienda bélica, para aceptar la excepción.
En el sacrificio del menor durante una guerra se reconoce que el orden ético se
derrumba, sin embargo, ese derrumbe (se piensa) resulta extrínseco, causado por
la “potencia exterior”, y en el acto mismo del sacrificio se restaura el orden[2]. Quien se sacrifica por
propia voluntad lo hace empujado por un deber superior y para restablecer un
orden, casi supremo o cósmico. En esas circunstancias, la Patria se convierte
en altar (alta-ara según la etimología) donde sus habitantes más puros y sin
mancha se inmolan. El movimiento descrito opera en un proceso complejo, pero se
resuelve en una breve escena y de ahí proviene su enorme fuerza de evocación.
Una zona gris: la edad
Algún detractor de la narrativa de los niños héroes
del 1847 señala que los muertos son cadetes, los cuales sí se preparaban para
el oficio militar y no estaban exentos de ese letal deber. Ampliando esa
objeción anoto que la “mayoría de edad” fue inferior en periodos históricos previos.
Sabemos que el matrimonio entre población prehispánica como los mayas era común
a los trece años y no se excluían uniones a edades menores. En las regiones más
occidentales como Europa, el enrolamiento en el servicio militar de los siglos
XVII y XVIII se ubica en edades muy tempranas, por ejemplo, en la biografía de Carl
von Clausewitz (el gran teórico de la guerra, contemporáneo a la Independencia
en Latinoamérica: n. 1780 y m. 1831) se anota que alteró un año su edad para
enrolarse a los 12 años y participar en el ejército de Prusia.
Por tanto, bajo un paradigma anterior, morir a los catorce años no era tan notorio pero el país había
cambiado. En ese sentido, la relevancia de nuestro evento del 1847 denota que
estaba cambiando la visión de la mayoría de edad y, después, conforme avanza la
modernidad, las personas de 14 nos parecen más jóvenes, cada vez más. En ese
sentido sociológico, el tema particular de nuestros niños héroes de Chapultepec
muestra un cambio en la apreciación de la edad.
Sin embargo, la muerte iguala y establece la tabla rasa. Las diferencias entre 14 y
20 años resultan irrelevantes dentro de una tumba. Los poemas más tristes
indican la muerte prematura, pues para una existencia plena el finalizar hasta
podría resultar un premio. La defunción prematura es lamentable y señala el
extremo absurdo, casi imposible de procesar por los sistemas culturales que nos
remiten al limbo de los inocentes.
Registro civil: convertir al
nacimiento en evento laico
Resulta curioso anotar que la existencia legal de
las personas fue monopolio de una institución religiosa durante muchos siglos.
El registro religioso (con su fe de bautismo y sus rituales siguientes) era el
arranque para la existencia legal de cualquier persona. El Estado en nada participaba
hasta que impuso su poder de registrar y dar personalidad jurídica al infante. En
la cúspide de su influencia la iglesia católica novohispana controlaba el
nacimiento y muerte, después el Estado republicano despertó de su impotencia al
señalar que el gobierno público daría la fe sobre la existencia de cada niño en
el país y certificaría el final de cada persona con un acta de defunción[3]. Este cambio no es de mero
trámite burocrático sino de instauración de otro poder que es el Estado laico
sustituyendo al religioso y dejando la fe como competencia privada.
Antes de la existencia de un registro civil formal y
administrativo, la edad de las personas encerraba una relatividad extrema. Había
“fe de bautismo”, pero los campesinos no guardaban papeles y las personas “se
acordaban” de su nacimiento, aunque podían mentir u olvidar con facilidad. Al
personaje Thomas ‘Old’ Parr nadie le solicitó papeles y los vecinos creían que
contaba con 152 años, sin que existiera documento en favor o en contra; aunque sin
pensiones ni jubilaciones únicamente a un excéntrico le interesaría desmentir
esa edad insólita.[4]
Los peones llevaban a sus hijos para inscribirlos de aprendices y bastaba su
palabra para aceptar que ya era mayorcito; de ahí las atroces narraciones sobre
el trabajo infantil en siglos pretéritos.
Con el Registro civil cada niño de inmediato se
integra en la trama de deberes y derechos de su Estado nacional, pues de
entrada se le reconocen algunos derechos básicos, entre los cuales aparece el
tema de la nacionalidad, en su definición legal vinculada al territorio y a los
progenitores. Antes eran “almas en vías de salvación” bajo la tutela de sus
padres y sacerdotes, ahora son primero y
antes que nada infantes colocados en una red legal-social-cultural, etc.
Entre otros significados, este acto de registrar implica una apropiación intensa de la persona al
sistema del Estado nación, pues de inmediato está ahí plasmada su identidad
legal y el potencial de vínculos sobre él.
El heroísmo nos refiere a lo extraordinario, al
evento sin igual, entonces así como el moderno Estado laico registra y apropia a
la niñez, también el simbolismo de los chavales héroes sirve para integrar a la
infancia en el imaginario de lo no ordinario. En el mismo siglo, México erige
el panteón de la Patria y funda el Registro civil; esta coincidencia es
necesaria, no es casualidad sino causalidad. El individuo (desde el nacimiento
hasta la muerte y su recuerdo póstumo) se integra en el sistema complejo de la
Nación. El Estado opera cual maquinaria clave (el conjunto operador de poder y
administración) de esta Nación moderna, que incluye desde la mitología hasta el
Acta de Nacimiento.
Sentido fuerte
Para culminar este comentario, desvirtuamos la
opinión “multicultural” cuando sostiene que la Nación es un “imaginario”[5] en el sentido débil del término, pues descubrimos lo opuesto, ya que el
aspecto imaginario de lo que hemos anotado siempre está sostenido por eventos materiales. El culto a los niños héroes conmemora
a cadetes militares, por tanto
armoniza con la institución guerrera y le otorga una aureola de respetabilidad,
en un gesto funcional para el ejército, en cuanto institución especialista en
monopolizar la violencia empujándola hacia los márgenes permitidos. El Registro
Civil acompaña al denso sistema educativo, de salud, legal, etc. mediante el
cual el Estado adopta las funciones de paternidad[6]. La vinculación de la
efeméride cívica y el Registro oficial de nacimientos se destaca, porque no dibuja
caprichos de imaginación en el sentido débil, sino colorea un asunto muy
material-ista en el contenido más denso del término, pues la Nación —por el
significado granítico de su recóndita esencia— implica la reproducción de una comunidad.
NOTAS
[1] Es obvio
que ninguna obra humana es eterna, sin embargo, la temporalidad nacional
pertenece a las ucronías de lo eterno. Existe un motivo material e ideológico
para tal visión de tipo “eterna”. Cf. Las
aguas reflejantes, el espejo de la nación.
[2] En general, únicamente lo valioso se sacrifica, ya sea en productos o
personas. La prohibición expresa del sacrificio humano es una construcción
histórica que no excluye ciertas circunstancias, ejemplificadas en este caso.
Cf. ELIADE, Mircea, El eterno retorno.
CAMPBELL, Joseph, El héroe de mil caras.
BECKER, Ernest, La estructura del mal.
[3] Los primeros antecedentes en México son leyes locales, una de Oaxaca
en 1829. El 28 de
julio de 1859 el Presidente Benito Juárez promulgó la Ley Orgánica del Registro
Civil. Dos años después se hizo el primer registro de un recién nacido. Roberto Espinosa de los Monteros Hernández, El Registro Civil: una historia
sesquicentenaria, en INHERM.
[4] El personaje fue agasajado por la Corte de Inglaterra, después de
muerto el médico William Harvey
puso en duda tal versión y le aplicó una autopsia; en la actualidad se cree que
la edad del señor Parr era un mito, no debió contar con más de 70 años.
[5] Algunos
pensadores, siguiendo una versión relativista del interesante trabajo de
Benedict Anderson sobre las Comunidades
Imaginadas, asumen que el fenómeno nacional es casi ideología, como si
fuera una formación autónoma que enmascarara a la realidad.
[6] La
psicología crítica también anota una pretensión de que el Estado se convierta
en un padre sustituto ante el cual la comunidad debe inclinarse, transfiriendo
una dócil aceptación del progenitor hacia una maquinaria de poder. En sentido
más riguroso, se formaliza un binomio psicológico de Estado-padre y
Patria-madre para abarcar al Pueblo-hijos en un sistema emocional. Cf. REICH,
Wilhelm, Psicología de masas del fascismo.
FROMM, Erich, El miedo a la libertad y
El corazón del hombre.