Por Carlos Valdés Martín
Cualquier cabaret era lugar de espantosa reputación, así, con
sólo imaginar la cercanía las madres aplicaban pellizcos disuasivos o agitaban la
mano como lanzando agua bendita. A veces, la amenaza se convertía en hechos,
por ejemplo, recuerdo que el tío César agitó un cinturón y sí un latigazo alcanzó
al primo, eso no era fantochada ni finta; hasta le gritó: “La próxima va con la
hebilla”. Un único cintarazo que restalló en la pierna y su hijo mayor salió
corriendo hacia el patio trasero, hasta un rellano que servía de asador y permitía
brincar la barda para ese joven atlético. Sin embargo, mientras más escándalo
hubiera con una película, mayor era la curiosidad para un chico entrando en la
adolescencia.
Con el pretexto de comprar unos cuadernos pautados, nos juntamos cinco
amigos y alcanzamos la avenida Reforma 133, frente al cine Roble. Ese cine mostraba
un letrero tras una vitrina con la palabra “Cabaret”, abajo una enorme ilustración
de una mujer provocativa, con un atuendo desconcertante. El más chaparro del
grupo susurró: “Ligueros y medias.” La imagen de la mujer enseñaba ropa
entallada con brillos y un sombrero curioso, labios extremadamente rojos y una
pose exótica sobre una silla. Alrededor del letrero había pequeños letreros
presumiendo premios Oscar. El nombre Cabaret me provocó un sentimiento indefinido
y le solté un ligero codazo a Oscarito, que permanecía absorto.
También miraban esa cartelera dos adultos de corbata, sin duda oficinistas,
mientras platicaban entre ellos con un tono de expertos: “Resulta un cántico al
erotismo desbordado, con sugestiones de sodomía…” El interlocutor agregaba: “La censura sudó
tinta para filtrar ese atentado a la ‘bona costume’ —mientras reía—, a
cambio de un surtidor de promociones; en lugar de prohibido, quedó en
clasificación C; para mí que merece triple equis.”
Cuando los adultos se alejaron, entre los amigos comenzamos una ardua
discusión sobre si existía alguna fórmula para entrar con esa clasificación de
película prohibida. “Mi primo utiliza una credencial falsa, es una licencia.”
Comenzó una discusión sobre lo inverosímil de su afirmación y los modos de conseguir
una “falsa identificación”. Otro sostuvo: hay una manera para entrar por la
salida del cine Paseo, mi hermana mayor una vez lo logró. Causó hilaridad
machista que hasta una mujer fuera capaz de irrumpir en una sala cinematográfica
prohibida, mientras que nosotros, a punto de transitar a la escuela secundaria,
todavía no adquiríamos tales habilidades aventureras.
Nos despedimos en grupos. Oscar me acompañaba para una visita al
departamento familiar. En el camino inspeccionamos varios puestos de periódicos
y encontramos que en una revista aparecía el anuncio de la película en la
contraportada. Discutimos un rato hasta juntar monedas para esa
revista y ocultarla como un trofeo de un nuevo estatuto. Murmuramos al ojearla:
“Adentro están las fotos de la sonda Mariner 9, eso es un pretexto por
si nos cachan; nos vayan zurrar por alocados; esto justifica, el viaje
hasta Marte, la exploración espacial; la luna de Marte es Phobos.”
Subimos a un camión por Insurgentes hacia el Sur, luego tomamos un tranvía hacia
el Occidente de la ciudad, para bajar rumbo a Mixcoac. En el camión vimos a
unos tipos raros, que repartían un volante que decía “Krishna”. Aunque tampoco
les dimos ninguna moneda, ellos dejaron el volante con la foto borrosa de un
hindú barbón y letreros sobre una religión desconocida.
Abajo del tranvía, platicamos de la Olimpiada 1972 de Sapporo, Japón, por el
descenso en sky. Mi amigo asomó su frustración “Nuestro país no ganó ninguna
medalla en juegos de invierno; si ni en fútbol ganamos.” A veces, le surgían
conductas impulsivas, dijo que sisaría “un Gansito o unos Pingüinos” de la
tiendita que está en el camino. Por más que le llevé la contra era evidente que
lo intentaría. Salí corriendo bajo el juguetón grito de “¡Vieja el último en
llegar!” Su espíritu competitivo lo arrastró atrás de mí. Después de la
tiendita aflojé el paso para observar al chango de la casita sobre el árbol. Cuando
la calle se vuelve ancha hay un árbol frondoso y con ramas nudosas, donde sostiene
a una casita para un mono tití, con una cadena amarrada al cuello. El animal a
diario se columpia entre las ramas con una mano mientras con la otra sostiene
su cadena para no lastimar su cuello. En esos años no escuché a nadie que
opinara que eso fuese una “crueldad animal” para una especie en peligro de
extinción. A mitad del tronco una tabla que sirve de frutero para ofrendarle manís
y plátanos. Lo curioso son unos pequeños exvotos de lámina colocados a una altura
inalcanzable, lo que hace suponer que este mico correspondió con algún milagro
católico. Desde antes de mudarme de casa siempre había estado ahí ese mono como
la mayor rareza de esa demarcación.
Nos detuvimos para recuperar el aire y descansamos esperando que asomara ese
animal. Al parecer dormía dentro de su casa de madera. En el último tramo del
camino, adquirimos más osadía y nos detuvimos para ojear la revista. Había más
fotos de Liza Minnelli y entonces era imposible definir si era en extremo guapa
o su atractivo provenía del escándalo que provocaba. “¿Te imaginas colarnos a ver
esta película?” Poco después supimos de Leopoldo, un chico del siguiente año
escolar, que presumía su travesura para colarse a una película de adultos.
En la casa, Oscar sintió urgencia por conseguir boletos para la final del Cruz
Azul y el América. Predijo: “Los de la máquina celeste, sin lugar a dudas, los campeones.”
Mi madre profesaba la afición por la Chiva rayada del Guadalajara, en ese caso
rechazaba el vaticinio de que levantarán la Copa los de la máquina celeste.
“Además, uno de los defensas es un guarro.” Oscar no entendió y ella le
explicó que era un cerdo, palabra castiza incluida en el diccionario, y que lo
dijo por faulear cual “puñalada trapera”. Cuando se alejaron los
adultos, él comenzó a repetir “Guarro, guarro, guarro…” para memorizarlo.
Ese mismo día acordamos el plan para colarnos a ver la película de Cabaret.
El día elegido fue el sábado. Francisco se unió para integrar un trío de
audaces preadolescentes, en convocatoria sobre avenida Reforma esquina con avenida Insurgentes. “De aquí nos vamos a pie, que no falta mucho.” “La hora perfecta
es al oscurecer, a las 8 pm que es la función nocturna.” Al caminar sobre la acera
Francisco daba brincos laterales, como bailando. Por su parte, Oscar dibujaba su
semblante preocupado como si fuera a comparecer ante un examen final.
Cuando nos posicionamos en la calle Madrid, atrás del cine Roble, los
nervios de Oscar lo estaban traicionando y en tono pusilánime dijo: “Mejor no
lo hago.” Mientas yo intentaba animar a Oscar, Francisco se adelantó para
inspeccionar. Un portón metálico sin señales indicativas, estaba entreabierto y
el amigo se introdujo con lentitud, atisbando que no hubiera vigilancia.
Después de esa puerta, había un pasillo sin iluminación de unos pocos metros y
luego una cortina negra, gruesa para proteger la sala cinematográfica de la luz
exterior. Francisco regresó por nosotros, pero Oscar se rehusó y quedó
descartado. El momento exacto para la travesura era hasta que la película estuviera
por empezar, pues hasta ese momento se apagan todas las luces interiores de la
sala. Francisco y yo quedamos en el pasillo oscuro, a la espera de que se apagaran
las luces de la sala para entrar a la zona de asientos. Miré por una rendija de
la cortina negra, hasta que se apagaron las luces y comenzó la proyección de
anuncios previos. Adelanté unos pasos para meternos hasta una fila de asientos
vacíos.
Cuando comenzaron a proyectar la película resultó que era otra, no
proyectaban “Cabaret”, sino “Ben, la rata asesina”. Una película
de terror con una canción tierna, en la voz del chico Mikel Jackson.
Cuchicheamos desconcertados, hasta que Francisco salió a los pasillos, donde
está la dulcería y los letreros. Regresó descubriendo que el cine acababa de
cambiar los horarios de las películas, dejando Cabaret para la función
de la medianoche. Musitó: “Confundimos la gimnasia con la magnesia”. Por más
que nuestra treta resultó impecable, a esa película de terror sí hubiéramos
entrado de manera normal.
Calculamos los horarios, el horario de salida de una “·función de
medianoche” y las dificultades por el corte del transporte nocturno. Considerar
las dificultades siguientes, disolvió el ánimo y nos quedó el gusto por ese éxito
de colarnos para ver una película.
Acordamos que era inviable quedarnos escondidos para una función de
medianoche. Compartimos unas palomitas y al terminarlas, discutimos qué hacer. Después
de rascar el bote de palomitas nos levantamos y tratamos de salir por la misma
ruta. Con pasos sigilosos, con el cuerpo agachado y en silencio, nos deslizamos
y atravesamos la cortina negra, luego cruzamos el pasillo. Para nuestra
sorpresa encontramos que la puerta de metal estaba cerrada. “¿Qué sucede? Los
empleados la cierran durante la función y la abren cerca de la hora de salir.”
Regresamos a los asientos y seguimos platicando en voz baja. “Podemos terminar
de ver la película y salir luego… ¿Si nos quedamos?... No hay camiones cuando
salgamos, no nos alcanzará para tomar taxi.”
Cayó la arena en el reloj antiguo, goteó la clepsidra, avanzaron las manecillas cronometradoras y transcurrieron los minutos. Antes de que terminara la
película “Ben, la rata…” notamos que se movía la cortina y se colaba un ruido de
metal, luego asomó una persona, desde la oscuridad levantó la voz y dijo “Me
saludas a Carlos…” Algunos espectadores se molestaron por la voz altisonante,
otros se rieron al comprender el albur y luego rechiflaron unos instantes,
hasta gritaron el tradicional “¡Cácaro!”. Volvió el silencio en la sala
cinematográfica. Sin duda, las fauces de terciopelo hacia la salida estaban
abiertas.