Por Carlos Valdés Martín
En un sello
especial descubrimos el equivalente a una individualidad única —indicio casi
siempre discreto y pocas veces hasta privilegio del rey—, pues ofrece una
entidad impar, distinta e infalsificable. Y no me refiero al sello automático,
ese signo repetido por una máquina burocrática que más semeja fábrica que gesto
humano[1].
¿Qué es? Un
dispositivo para marcar que deja huella distintiva en otro material y, también,
es la marca misma. Notemos que se utiliza la misma palabra para el dispositivo y su efecto; donde artefacto y su
acto se identifican. Aquí, encuentro una justificación para fusión de
significados ya que la relación del dispositivo con el efecto es tan directa
que establece una huella reconocible. En un sentido de servicio, se espera que
el aparato-sello tenga una imagen especial que deje de modo indeleble su
marca-sello. El vínculo entre las dos caras de este fenómeno es la
individuación donde se mantiene un lazo entre esa marca y su origen.
El sello nos
vincula a las ideas de autor y
garantía, en ese sentido, su noción queda ligada a atributos del poder
político. Y los monarcas se declaraban como los únicos con derecho para
estampar algunos sellos, por ejemplo el de las monedas. Las antiguas monedas representan una manera de sellar
el metal, pero los servicios que presta el metal acuñado son tan específicos
que se separan de inmediato de cualquier otro acto de sellado, donde la función
de distinguir una marca es lo más importante. En cambio, para la moneda la
distinción del signo es una parte,
sometida a la utilidad de soportar un valor y medirlo[2], pues cada moneda debía
valer tanto y circular en la economía, lo cual trasciende hacia todo un mundo
de operaciones mercantiles y financieras.
Lo primero en
el impreso es mirarle y distinguirle, debe poseer una figura distintiva, de tal manera que se relaciona con la
capacidad de captar un dibujo. Esa situación es tan importante como sencilla,
en el sentido de que cualquiera debe distinguir con facilidad la imagen del sello con un simple golpe de vista. Lo
que no se distinga con tal prontitud es de mala calidad, por tanto no cumple su
función. En segundo lugar, la pieza selladora debe mantenerse para garantizar
su vínculo con la imagen producida y repetir el acto, como casi siempre se necesita
en la acuñación.
En algunos
casos, se menciona el acto de sellado como evento único y distintivo, otorgando
el “sello de distinción”, y esa situación se registra desde tiempos
inmemoriales. Los reyes guardaban uno distintivo para señalar sin duda los
actos de su poder y enviar a los súbditos sus órdenes de modo indudable.
Algunos pergaminos con sellos de tinta o lacre conservan esa antigua costumbre,
cuando los poderosos marcaban sus órdenes. En especial, este caso deja claro
que ese sello debe estar hecho para no ser copiado jamás y debe conservar un
vínculo indisoluble con su legítimo dueño; de hecho, está imaginado como una de
las posesiones más privativas donde el término “propiedad privada”[3] adquiere un rango
estricto.
**
En los
periodos más primitivos elaborar sellos no debió resultar fácil. En principio
basta combinar dos principios y un diseño distinguible. Los dos principios son
la materia dura y la transmisión de esa dureza en algo blando por sí mismo o
mediante un tinte. Es la noción primitiva de causa y efecto vuelta
evidente: la figura distinta del sello debe aparecer reflejada con exactitud en
su resultado. Ahí la identificación es tan completa para no caber una duda[4], ninguna fisura entre la
causa (el sello objeto) y el efecto (el sello imagen). Al mismo tiempo, esa
intimidad entre causa y efecto establece una visión del vínculo indisoluble, la
tesis de una apropiación imposible de enajenar, un vínculo más estrecho que la
propiedad y más próximo a la investidura.
La dificultad
entre el sello y su imagen no es tanta y en alguna pintura rupestre ya los
arqueólogos descubren el dispositivo más simple: colocar la tintura en la mano e
imprimirla en la roca[5]. Ese podría resultar el
sello más simple para el pintor rupestre, y como alternativa también plasma una
imagen en negativo, cuando se colocaba el tinte alrededor de la mano. Un caso
similar sucedió con el alfarero al hundir sus dedos en las obras primitivas.
Sin embargo, ese es imperfecto, pues una mano o huella se parece a cualquier otra
en cuanto perdemos de vista el detalle.
En un periodo
siguiente se inventaron relieves con diseños que se
imprimían en las tabillas de barro mesopotámicas o se teñían con tinte para
colorear sobre los papiros egipcios. A nivel más sencillo el sello es un
instrumento para decorar, de tal modo nos indica una transición entre la
herramienta general a una particular con mensaje[6]. En su proyección, la creación
del sello arcaico se liga a la primitiva escritura ideográfica, en la medida
que transmite una idea, ya sea la indicación de su dueño o una marca especial
sobre el barro o papiro. Esos antiguos dispositivos representaban animales o
glifos un poco más abstractos: el paso hacia la escritura. Aunque el
sello mismo más que escritura (también la podría contener, se aproxima a ella)
se arraiga en el sentido amplio de lo simbólico: la parte que representa
el todo.
Conforme
existió escritura jeroglífica los sellos se impregnaron de esa función: un
mensaje escrito muy breve, señalando una situación, sitio o persona. En
el Estado antiguo, pronto los sellos aparecieron para dar mensajes y establecer
actos de administración y poder. Con el paso de los siglos y la creciente
complejidad del Estado, crecieron en su funcionalidad y se establecieron en la
administración pública. Es importante hacer notar que se fueron especializando,
de tal manera que los catalogamos en varias de sus especialidades. Ya comenté
la moneda antigua (sellar una pieza de metal valioso) a la que debemos agregar
el timbre postal (franquicia para el viaje de un objeto), el timbre fiscal (la
indicación de un cobro de impuestos), etc.
En la base de
la administración descubrimos una multiplicación de los sellos, de tal modo que
se especializan y hasta dejan de parecer tales (moneda), pero debemos buscar
una cúspide de este fenómeno, la cual resulta fácil de observar: el
emblema real y el escudo nacional. Conforme el poder se hace más
complejo en su cúspide debe existir una imagen que se reproduzca idéntica, una
y otra vez. A este nivel de importancia deja de interesar el sello en sentido
técnico (su original mecánico) para adquirir más importancia su reproducción
codificada. Para firmar sus decisiones los reyes establecieron un escudo real,
que pudo existir como sello físico, pero posteriormente no fue necesario ese
artilugio y bastó el cuidado de la administración para asentar ese escudo en el
sitio adecuado. Al surgir la nación moderna, muy pronto el Estado decidió mantener
un emblema representativo de la comunidad para que la simbolizara y ese escudo
empezó a plasmarse en los actos del poder. En ambos casos, esos
escudos-símbolos establecen y estabilizan la individualidad del poder,
entendiéndose que ese atributo es único y debe reconocerse a simple vista.
Por su parte,
al filosofía atomista griega indagó por la existencia de una partícula mínima
de la materia, por la nuestra, este tema busca una partícula suficiente de
distinción de significados. El sello no busca la mínima expresión, sino una
distinción para separarse de los significados, no es teoría atómica sino práctica
de individuación. Para el cuerpo
individual no importa la mínima materia (cualquier cosa) sino la
necesaria-suficiente para marcar su separación del resto y su organización
auto-suficiente; para la naturaleza individual importa diferenciarse del resto,
fuera de cualquier duda, importa el ser otro, en términos de Hegel, brota en el
para sí, y se perfecciona hasta delimitarse como en sí y para sí, cruce
escatológico entre materia y espíritu.
Sin embargo,
existe una posibilidad para unir individuación y atomismo lo cual fue perfilado
por Descartes y radicalizado en la mónada de Leibniz[7]. Si es verdad que el sello
posee simbolismo, entonces contiene una simplificación, pero este proceso de
abstracción no tiene a su límite, que consistiría convertir un águila coronada
(típico cuño de la realeza) en un simple punto: para cualquier observador de
aves resulta evidente que el águila alejándose terminará convertida en un
puntito oscuro perdiéndose en el horizonte. El concepto del sello nos muestra
que la minimización es un sinsentido para el significante, pues la
simplificación (quitando rasgo tras rasgo hasta alcanzar lo mínimo) nos
conduciría hacia el simple punto (ni siquiera una temblorosa cruz) y en ese
punto desaparece el rasgo distintivo. Con el mínimo punto desaparece la individualización (esa difícil frontera entre
uno y otro) para encallar en la teoría atómica: simple existencia mínima. Por
lo mismo, la mónada ya se concibe como un microcosmos encerrado en un átomo,
por tanto como la paradoja máxima entre materia y espíritu, entre temporalidad
y eternidad.
También es
interesante su asociación apocalíptica,
como ruptura mortal, en el paradigmático final de la Biblia. Únicamente porque
la referencia del sello está ligada a la individualidad adquiere dramatismo su
ruptura: el séptimo roto es una indicación del final. En este pasaje,
encontramos un nuevo sentido de la palabra “sello”: es lo cerrado. Sabemos que hay un uso práctico de una marca de sello
para cerrar una carta (el viejo lacre) o una caja. También sería aceptable dar
mayor relevancia a la unidad indisoluble entre el objeto sellador y su marca
(es unidad estrecha de causa-efecto) que sirviera para concebir ese cierre
irrompible, pues se pretende que no exista fisura entre el productor (el objeto
sellador) y su producto. Entonces romper esa relación sería posible, pero
escandaloso.
Sin encontrar
ninguna referencia que nos aclare este punto, baste indicar que esta situación
de lo “cerrado” representa un anhelo del individuo que se muestra con
legitimidad en el artista y con virulencia en el poderoso. El artista busca una expresión que lo refleje de modo pleno.
Tampoco sabemos si este anhelo estaba presente en el dibujante de las cavernas
cuando plasmó la palma de su mano como un sello o tenía otras motivaciones. Si
aceptamos que el comunismo primitivo fue predominante en periodos previos, ya
desde los griegos encontramos al artista con una expresión que vincula su
persona con una obra. La misma sospecha sobre la inexistencia de Homero nos
indica que los antiguos griegos creían
en el autor, aun cuando faltase lo afirmarían de cualquier manera. Es hasta la
moda intelectual posestructuralista que se duda del sujeto y por tanto del
autor, como lo plantean Foucault y otros[8]. Sin embargo, esa creencia
en un vínculo de la peculiar personalidad el artista (su carácter, su genio) se
plasma en nuestra convicción sobre el estilo del artista, el cual es su “sello”
peculiar. En esta frase brota el cuarto sentido de la palabra “sello”: lo distintivo
de un individuo. Para el artista resulta sencillo, pues sería una
transpiración natural mediante la cual cada cuadro o texto expresa su larga
carrera de vida, sus señas de infancia y los ambientes de su crecimiento, en
fin, la cosa creada ofrece infinitas marcas del proceso creativo. Aunque un
pintor talentoso como Diego Rivera cambie de estilos, su hoja de vida se sigue
con esmero identificando facetas e incursiones (del cubismo al muralismo). El
estilo parece un tema de detalles, pero en la obra de arte los detalles son
relevantes. En la obra desaparece el proceso de producción y se cristaliza en
su cápsula del tiempo; muere el artista y se conserva un legado. En el destino
de la caducidad biológica se contrapone con la preservación de la cosa; cuando
asumimos que el artista mismo es el enorme sello que ha plasmada gran cantidad
de obras, entonces volvemos al tema de la causa y efecto. La muerte nos dice
que causa y efecto se separan, finalmente son distintos; la devoción por
identificar al artista con su obra (descubriendo falsificaciones,
autentificando el origen) señala una lucha contra ese destino. Bajo la bóveda
de la Capilla Sixtina nadie duda de la existencia de Miguel Ángel, aunque ante
un montón de huesos apilados nadie distinguiría cuáles son sus despojos. Lo
mejor del muralista sobrevive en el techo pintado.
Por su parte, cualquier
jerarca se mueve con una existencia
prestada, quienes lo rodean observan más el puesto encumbrado que no su
existencia de carne y hueso. El efecto es más evidente en el rey, cuando la
costumbre obliga a mirar hacia el piso en su presencia. Es verdad que cualquier
rey posee su individualidad y tendencias que lo distinguen, pero siempre está
tamizado por el enorme cristal amplificador del reinado, donde la maquinaria
estatal crea la distorsión sobre la persona de carne y hueso.
El tránsito
entre el individuo y el aristócrata (su investidura) está presente con la
metamorfosis desde cualquier sello hacia el
blasón o “escudo de armas”, donde existe ya una intención de significado
preciso interpretado por la heráldica. Algunos rasgos distintivos de ese tipo
de sellado se remontan a su origen en las luchas de caballería, por tanto,
aparece un sesgo de violencia (defensa y ataque) así como de distinción
(privilegio aristocrático a poseer ese blasón)[9]. Como cabeza del sistema
aristocrático, el monarca poseyó el privilegio de otorgar y quitar blasones,
cual demiurgo para instaurar o quitar identidades, que eran señas fijas para el
sistema socioeconómico feudal, donde resultaba crucial la definición de un
duque separada por un abismo del plebeyo. En ese sentido, el escudo del monarca
(su sello de soberano) instaura a los demás, aunque la Iglesia disputó ese
privilegio en la Europa feudal. Entonces la posición del soberano (siempre
terrestre, a veces supuestamente celeste) resulta especial y así como posee el
derecho judicial, también estuvo facultado para dictar sentencias, entre ellas,
el destruir blasones y sellos que los distinguieron.
Desde otro
punto de vista, el blasón sería una variación más, otro animal de este
zoológico, bajo un contexto social de las representaciones definidas que nos
muestra una tendencia significativa: el individuo acepta y asume ser una parte,
esperando que esa disolución le permita permanecer. El blasón era un privilegio
de un individuo que se transmitiría a su descendencia legítima, así la
heráldica trata de una disolución de la partícula individual en una familia (de abolengo, claro).
Esa mediación parece garantizar una trascendencia
y continuidad, lo cual es un modo usual para enfrentar el destino mortal:
mediante una herencia. Aquí un sello muestra el triunfo de la especie sobre la
mortalidad del individuo: habrá descendencia bajo el mismo identificador.
Un acto del soberano
también es la guerra y el periodo dinástico se sumergió en constantes guerras, de tal modo, esa facultad destructiva de los
monarcas no fue una potencia contenida, sino en acto y temida cual un mítico
Leviatán. Las guerras comenzaban por cualquier motivo, pero su terminación
debía establecer algún acuerdo de derecho, por eso la importancia de los pactos[10].
Si la guerra
suele mostrar la perversión del poder, en la marca de esclavos y prisioneros se
plantea una inversión perversa del sello y su afán de individualidad. El dueño
de un sello (como en el blasón) aspira a definirse como existencia clara y
distinguida, aunque no todas la aplicaciones resultan inocentes. Marcar al
esclavo o al prisionero establece un acto de autoridad extremo, para dejar una señal
indeleble entre el amo y el sometido. Por ese gesto se pretende colocar
dentro de los objetos propiedad del amo, reduciendo al esclavo a la condición
de una animal hablante y laborante. Aunque ciertas condiciones socio-históricas
lo han favorecido, esa marca-herida también señala un absurdo de conversión desde
una persona hasta un cuerpo sin libertad stricto
sensu. En esta paradoja, como bien lo observó Hegel, la libertad perdida
del sometido regresa por el camino del trabajo, pues laborar es colocar el
espíritu en la naturaleza, es cultivar[11]. En ese sentido, el uso
violento del trabajo ajeno (explotación) es la antípoda de la intención del
sello (apropiación), pretensión de mantener la huella propia en el mundo.
Para concluir surge
el descubrimiento de la lúgubre ciencia forense cuando concluyó que las huellas dactilares son un sello
espontáneo de cada individuo. La observación detallada descubrió un rasgo
distinto que se marca de modo espontáneo, cual troquel sudoroso en cada
manipulación[12]. Después
de Vucetich el término “borrar huellas” adquirió un nuevo significado y, por
vía de la negación, reitera la “individualidad estricta”[13]. Lo que se ha buscado con
el sello individual —a veces con logro, mas no siempre— también lo hace la
naturaleza de manera espontánea y entonces no es artificio ni invención. De
hecho, la existencia entera es un largo sellar el entorno con los actos de cada
persona, aunque entre la producción y el resultado van cayendo las hojas del
olvido, entonces desconocemos quién torneó esa jarra de barro que guarda agua
fresca. Si miramos con detalle esa jarra de barro quizá está plasmada una
huella dactilar irrepetible, indicando un acto discreto[14].
El
investigador perspicaz con un simple detalle reconstruye una escena y con un indicio
encuentra al autor. Nuestro entorno está saturado de esas pequeñas huellas y
nunca encontramos nada humano que no quede saturado de tal rastro. De hecho
nuestro mundo completo está modificado por cualquier actividad y forma la
inmensa colección de huellas borradas entre las que sobreviven muchas conservadas.
Ahí están las huellas en forma de actos o sello sin que las observemos, la
incapacidad para percibir no implica inexistencia. Recibimos un mundo y
aprovechamos cualquier jarro sin preguntarnos por el alfarero, basta la
utilidad y no es indispensable cuestionarnos sobre los orígenes para
disfrutarlo. Bajo la capa superficial del ancho mundo permanecen soterrados sellos
y huellas del pasado —pacientes y discretos como sombras de los prisioneros injustamente
atrapados en el Hades— aguardando a que algún Sherlock Holmes perspicaz
descubra ¿quién fue?
NOTAS:
[1]
Como en una escena de la película Ana Karennina donde un personaje dirige a un
grupo de burócratas mecánicos quienes sellan repetitivamente papeles Representa
una manufactura formada con muchas personas, supongo con un aire más estético
que sociológico, al estilo un pasaje de Las
olas de Virginia Wolf, cuando describe un restaurante como una maquinaria.
[2]
La moneda metálica es el clásico caso de unidad de múltiples determinaciones
(funciones) como son medio de cambio, medida de valor, signo de valor, reserva
de valor, etc. Cfr. MARX, Karl, Contribución
a la crítica de la economía política.
[3]
Mientras en la situación económica global, la “propiedad privada” es la
expresión jurídica de un régimen específico, en cambio, al establecer una
relación de unión indisoluble entre la persona y su objeto (su sello) no
colocamos en otro sentido. El terrateniente ausente es la expresión antagónica
al sello personal, pues el
propietario privado adquiere como “suyo” lo que jamás asimilará bajo un derecho de uso y abuso. El antagonismo
hacia los terratenientes quienes prohibían a los siervos usar la leña de los
bosques en que vivían, despertó la indignación de Marx hacia la propiedad
privada y luego se volvió un tema clave del pensamiento socialista.
[4]
Al mismo tiempo, esa identidad plena contiene una ilusión, el pensamiento nace
con la duda (Sócartes), se racionaliza con una duda radical (Descartes), se
perfecciona en el criticismo (Kant), etc. Esa identidad plena entre causa y
efecto es tan certera como cuestionable.
[5]
HOUGHTON BRODRICK, Alan, La pintura
prehistórica, Ed. FCE.
[6]
La herramienta es clave como mediación (el aparato de la civilización) y como
potencia (las famosas fuerzas productivas), aunque el sello de modo secundario
sirve de herramienta (plasmando diseños en ollas o textiles), abandonando el
terreno de lo único para abrir espacio en la serie: el flujo de la producción.
El uso repetido termina por desgastar el sello y convertirlo en un instante
evanescente de un proceso; junto con el cual también el productor se convierte
en más abstracto y el extremo de esa tendencia surge con la cadena de montaje. Cf.
CORIAT, Benjamin, El taller y el
cronómetro.
[7]
DESCARTES, René, Tratado de las pasiones
del alma.
[8]
FOUCAULT, Michel, Las palabras y las cosas. También
Baudrillard en su Economía política del
signo, duda de la presencia del autor y su relación con la obra de arte, al
mostrar su contexto no sólo comercial, sino de la trama del significante
plasmado en el arte.
[9]
Los heraldos anunciaban,
con pompa y circunstancia, a los participantes en las lides y el arribo de los
grandes aristócratas, así que resultaba útil también una representación gráfica
que adornara a los caballeros, así fue creado el código de los blasones. Pronto
esas imágenes tuvieron significados definidos y aglutinaron un código de
privilegios aristocráticos y el blasón mismo era clave representada del estatus
social.
[10]
BENJAMIN, Walter, Para una crítica de la violencia. Señala
que la terminación de las guerras establece lo jurídico con un acto final. En
un ejemplo de otro ámbito, el tratado para la finalización de una guerra
resulta sencillo, como el Tratado de Teoloyucan de fecha 13 de agosto de 1914, signado
sobre el cofre de un automóvil entre los constitucionalistas victoriosos y los
huertistas derrotados.
[11]
La famosa dialéctica del
señor y el siervo (también llamada del amo y el esclavo) sirvió de inspiración
para la perspectiva de Marx y la lucha de clases, pero en la filosofía clásica
es un tema del mutuo reconocimiento y la formación del espíritu mediante la
tesis-antítesis-síntesis. Cf. HEGEL, G. W. F., Fenomenología del Espíritu.
[12]
Que el ADN sea distinguible y único no es sino la comprobación molecular más
fina del mismo principio de la individualidad planteado por la filosofía.
[13]
Algún existencialismo ha pretendido que la individualidad auténtica es una
excepción, el individuo biológico es una situación de hecho, pero que su
presencia consciente requiere de la autenticidad. Cfr. SARTRE, Jean Paul, Las moscas.
[14]
De manera mucho más
mediata, la producción industrial no desaparece a la mano creadora, por más que
los procesos indirectos y los controles de calidad no alejen del momento productivo,
por millones están los autores singulares de esa creación, dejando sus huellas
borradas transmitidas por máquinas-herramienta.
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