Por Carlos Valdés Martín
Una pregunta plebeya con una
respuesta aristocrática
Cada quien sabe mucho de su propia valía, cuando en su fuero interior siente su importancia. A pesar de esa
convicción primera, ese sentido de valer dentro de cada uno no resulta completo
y fácilmente queda perdido. ¿Dónde se extravía algo tan vital como la convicción
de la propia valía? El extravío acontece entre las marañas de la identidad y
del significado colectivo. Cada ciudadano pobre o rico, agobiado o distraído
vive inmerso en los afanes diarios del trabajo y las obligaciones, impulsado
por intereses inmediatos o aparentes, presionado por las tentaciones del
consumo de masas, distraído por los mil flashes del espectáculo de los medios
masivos, agobiado por las presiones económicas, a medias instruido y
bombardeado por informaciones superficiales. Él, ese ciudadano promedio, vive
sin raíces, separado de su pasado por una barrera de olvido y un alud de
significados del momento implantados desde “la moda nuestra de cada día”. Ella,
esa ciudadana ejemplar, vive angustiada porque los roles femeninos tradicionales
no encajan con sus compromisos laborales; contradictoriamente, se siente marginada
de las decisiones que le afectan, pero también teme que las decisiones pesen en
sus espaldas. Nosotros —esta multitud de hombres y mujeres sencillos— poseemos nombres
y apellidos marcados por un acta de nacimiento, y en el rabillo de la
conciencia asumimos que nuestros días
terminan en el fallecimiento de cada cual. Pero su propio nombre desfila
entre tantos, y durante el largo desfile de la existencia su lugar en el mundo permanece
indeterminado. Entre la alocada marcha existencial la respuesta a la pregunta
de preguntas ¿quién soy? raramente se alcanza. Incluso la pregunta queda
cloroformada en el fondo de las conciencias, pero si la pregunta se formula, entonces
se responde con una veloz vaguedad. Ellos y ellas se responden: “Soy este (mi
nombre) y nací en tal lado, soy de tal género (hombre o mujer) de nacionalidad
equis, me dedico o trabajo en tal cosa y soy creyente de tal religión.” El
ciudadano termina su examen de conciencia demasiado rápido, como quien pasa el
trámite ante la ventanilla de la oficina burocrática en el Ministerio de la Evidencia. La respuesta
a ¿quién soy? termina rápido y sin alcanzar la dureza de la roca, desaparece como
si nunca se hubiera pronunciado. Ahora bien, el ciudadano para sus respuestas abre
su expediente plebeyo, la respuesta resultará enteramente diferente si la
realiza el aristócrata, sin embargo, los aristócratas no preguntarán con
sinceridad ¿quién soy?, porque su respuesta fue diseñada con una trampa y
sostenida por genealogistas profesionales.
De importancia majestuosa
En el fondo de cada uno de nosotros una partícula
de dignidad (¿el niño interior o el habitante de un templo escondido?) se
subleva contra esa rutinaria contestación de ¿quién soy? La respuesta breve,
concisa y ordenada al contener nombre, dirección, lugar de nacimiento,
profesión, religión y sexo no satisface la íntima convicción de la dignidad
humana. Los censos y las estadísticas quedan tranquilos con las colecciones de
las generalidades, pero el núcleo más íntimo de la persona no se satisface. En
el fondo cada cual quisiera elevarse como particular, único e irrenunciable; el
modelo de la producción en serie opera bien para los refrescos y las camisetas,
pero la conciencia no acepta la producción masiva y permanece inquieta. ¿Seremos
uno de tantos? No, eso no se acepta.
Por esa misma razón la aristocracia es encantadora a los ojos de tantos
ciudadanos que ignoran completamente el sentido histórico de esa colectividad,
ignoran el motivo de que esa institución sea tan abominable. La aristocracia
ofrecía (lo digo en tiempo pasado) un sentido singular de importancia de cada
persona nacida dentro de una casta privilegiada, destinada a mandar y gobernar,
poseedora exclusiva de la riqueza y separada del pueblo miserable. Cada noble hidalgo
poseía su pequeño o gran territorio de mando, vinculaba su nombre a la tierra donde
explotaba y mandaba, por lo que era singular y los títulos de nobleza
implicaban, por regla, muy largas denominaciones donde se incluía sus
vinculaciones con la tierra: conde del condado, marqués del marquesado,
príncipe del principado, súbdito de tal, soberano de tal, etc. El poder político
quedaba ligado institucionalmente con las personas, entonces cada aristócrata
debía tener en su persona un sentido de investidura, de superioridad sobre los
mortales, debía ser majestuoso; el aristócrata supremo entre los nobles encarnaba
la majestad soberana. Esa jerarquía definía y estabilizaba un sistema de
significados atados a cada persona, por lo cual un tal Alonso permanecía siendo
Alonso el Conde de tales condados, mientras no perdiera sus tierras por causa
de la guerra. Así, el sistema político aristocrático contenía varios defectos
tan graves que lo condujeron a la ruina,
defectos ejemplificados en que la competencia política conducía hacia la
guerra, pues la muerte del aristócrata era la única vía de relevo normal del mandatario.
Dejemos ese campo originario de la historia medieval para observar
detenidamente el interés del público actual por personajes investidos con títulos
nobiliarios y sus familias nobles. Por un lado, el sistema político
aristocrático fue quebrado por las revoluciones burguesas y socialistas; las
monarquías europeas se reducen a figuras decorativas dominadas por parlamentos
que gobiernan. Así, actualmente, el grupo aristocrático no es tomado en serio
para la política, pero todavía ocupa un espacio importante dentro de la vida
sentimental de los pueblos, en la fantasía social. En esencia el interés de la
población por tales figuras proviene desde la definición del ser personal. Los
ciudadanos amorfos en su conciencia interior desearían ser alguien definido e importante, y mucho mejor si ellos fueran
poderosos. Pero simplemente ser alguien
ya encierra un poder, ya implica un mérito, ya arrastra su magnetismo
hechizante. Además la narrativa de la conversión desde la situación miserable y
amorfa, atraída por la sonrisa de la
Fortuna, que convierte a una persona nula hasta alcanzar una
condición maravillosa, resulta doblemente atractiva. Por su fondo emotivo la
historia de la Cenicienta
se repite hasta el cansancio en todos los idiomas y todos los días bajo el
formato denominado “novela rosa”. El hechizo de esta posible trasformación
desde la nulidad hasta el esplendor, ofrece la explicación para la enorme
popularidad planetaria de las peripecias de Lady Diana. Su historia cautivó
atención en el mundo, describió el romance maravilloso entre la muchacha sencilla
y encantadora con el príncipe. Por ese romance la muchacha, semejante a
Cenicienta, originariamente una personita ordinaria, accede a ser alguien pues se convierte en la
esposa del príncipe; por la magia del amor ella queda transformada en una aristócrata
con un significado, pasando de persona vulgar (de vulgo sinónimo de pueblo) a
miembro de la cumbre (de “aristoi” sinónimo de cúspide).
Permanente cúspide
La idea de la sangre azul (metáfora más biológica e íntima que el “título”
nobiliario) implica una fantasía de significado, anhelada inconscientemente por
nuestras mentes atemorizadas ante un mundo cambiante. La sangre azul indica una
interioridad por encima de lo ordinario, una elevación plasmada dentro del cuerpo,
por nacimiento. Una de las pretensiones más sonadas de la aristocracia es la
permanencia por medio del linaje, los hijos siempre debían heredar los
privilegios de los padres, entonces una magia de la sangre confería la
continuidad del poder y de la riqueza. Para el mundo medieval la cuna establecía
el único medio de ser alguien, pues
el destino, la buena o mala estrella era nacer de padre plebeyo o noble, pues
la posición social de los hijos debía quedar fija, sin importar los méritos
personales. En ese ambiente las casualidades del nacimiento permitían que
personas con serios retrasos mentales fueran gobernantes, simplemente por
tratarse del hijo mayor del rey anterior.
Así, la huella de la sangre azul era, en principio vitalicia, aunque las
desventuras de la política o la guerra anularan tal derecho nobiliario. Como
anécdota recordemos el gran interés que manifestó Cristóbal Colón por que sus
hijos adquirieran títulos de nobleza como consecuencia de su proeza marítima, pero
sus intenciones su vieron frustradas por las circunstancias. En su vejez Colón,
el almirante descubridor, luchó para que su estirpe adquiriera la “nobleza” por
los méritos de la expansión de tierras. Sin embargo, en ese tiempo, no bastaba
el mérito, sino las decisiones de los mismos Reyes y Papas como criterio para
aceptar a los plebeyos dentro del grupo aristocrático. En su periodo, esta
aspiración resultaba natural, sin embargo, la entrada al grupo aristocrático no
correspondía con “méritos” sino a situaciones muy variadas, las más comunes a
las conquistas militares, es decir, mediante las tierras ganadas en guerras se
creaba y destruía la aristocracia. Simplificando, la fórmula para ingresar en
la aristocracia provenía de hacer guerras y ganar tierras, luego las tierras
robadas a los vecinos generaban nuevos aristócratas, luego para permanecer en la cumbre, la guerra
regresaba para mantener los territorios dominados o ampliarlos. Entonces la
jerarquía de reyes, duques, condes, marqueses, etc. provenía de despojos
territoriales, entonces no debemos embellecer los orígenes de esta capa social.
Sin cambios a la vista
Conquistar un verdadero significado de ser personal tiene una importancia
extraordinaria pues implica ganar una porción de trascendencia, al menos en
apariencia. Para los ciudadanos comunes les parece apasionante esta situación
pero confunden la esencia con la apariencia, creyendo que la apariencia de
importancia de los aristócratas es verdadera trascendencia. Sin embargo, las
apariencias son sólo eso y con el tiempo se revelan las esencias. A pesar de
las intenciones en contrario, los reyes perdían y ganaban reinos, cada guerra
de conquista era un reparto de títulos nobiliarios, las derrotas llevaban a la
pérdida de los títulos y las guerras eran casi permanentes. Aunque la
aristocracia se defendía fieramente para sostenerse como casta no podía detener
el proceso de canibalismo político y las guerras interiores. Pero el ser
particular del aristócrata dependía de relaciones políticas de poder y su
título dependía de posesiones territoriales, lo cual resulta un asunto
exterior. La definición aristocrática de la singularidad de la persona es superficial
y exterior, digamos pomposa, aparatosa y explícita pero su contenido es débil,
porque reduce a la persona a las relaciones de poder individualizadas[1].
En cambio, el verdadero ser de la persona emerge más complejo que un
título, una cuna, y una posición social. La vida interior discurre compleja y
en ese sentido el ser nunca queda completamente ganado. La respuesta a la
pregunta de ¿quién soy? implica un camino de mí hacia mí, entonces implica un
movimiento de identidad y la identidad de un sujeto de conciencia nunca puede
estar terminada. Las situaciones junto con las emociones que interpretan tales
situaciones modifican profundamente la identidad. Por ejemplo, la respuesta
momentánea de "soy el ser más desgraciado del mundo" nacida de una
ruptura amorosa es increíblemente sincera, pero acaba por desvanecerse con la
luz del día. Y continuando con estados anímicos intensos, también descubrimos
que el ser una persona activa queda sometido a dramas intensos y situaciones de
amenaza de disolución permanente. Siempre he creído que Juan Rulfo, el tan
celebrado escritor mexicano, sufrió una crisis permanente de disolución de la
identidad después del triunfo arrollador de su primera novela Pedro Páramo. El triunfo literario de su
primera novela fue tan convincente y hasta arrollador que el resto de su
carrera quedó suspendido, como promesa sin cumplir la oferta de una segunda
gran novela. La primera gran obra del escritor indicaba su la autoconciencia
"soy uno de los mejores escritores vivos del país y quizá el mejor",
y ese juicio no tenía porqué encerrar nada de vanidad. Pero luego la
posibilidad de una segunda obra que desmereciera a la primera creación dejaba
la puerta abierta a aniquilar ese estado de conciencia, ese sentimiento enorme
de realización. Este ejemplo muestra que la definición del ser alguien de la persona puede permanecer amenazada hasta para el
gran arista, con más razón se presenta para cualquier simple ciudadano. Lo
dicho implica un tremendo drama planteado por la filosofía existencialista[2] porque la conciencia puede perder lo
más valioso, que en este sentido contiene un eje de seguridad de la persona, la
respuesta de identidad. Este sentido dramático de la identidad amenazada, ahora
lo debemos intensificar poniendo como referencia la vertiginosa tasa de cambio
moderna respecto de los asuntos profundos o superficiales y lo que esto puede
implicar. Si una conciencia está ligada a la moda, si le da alguna importancia
al modo de vestir como el signo evidente de su ser, entonces vivirá en un
vértigo donde la importancia de lo presente (la moda es el día de hoy) se trastorna
en la caducidad. Para una conciencia que se afirma en ese terreno inmediato se
genera una presión camaleónica que siembra el desconcierto, porque los signos
evidentes de ayer se vuelven los ecos vacíos de hoy. Por lo mismo, la moda de
la vida capitalista (entendida como totalidad de modo de vida que abarca el
vestido, pero se extiende a al conjunto del modo del consumo o sistema de
necesidades) poniendo continuamente en crisis las referencias particulares de ser alguien, permite que los
significados personales no efímeros proclamados por la aristocracia sean un
ideal, una situación modelo y casi inalcanzable.
Con respuesta solitaria y con
las personas
Quien produce la pregunta ¿quién soy? también encierra la potencia para
producir la respuesta, y esto mismo ya lo han contemplado los moralistas y
algunos pasajes religiosos. Si me pregunto quién soy, entonces reflexiono, yo
hago la parte del juez y puedo decidir. Estamos en el terreno de las
decisiones. La respuesta debe partir de una evaluación completa que indique
desde los silencios hasta las palabras, desde la parálisis hasta las acciones,
desde la insensibilidad hasta los afectos.
Existen muchas respuestas honestas a la pregunta de quién soy, que no se
reduzcan a un formulario burocrático o a una moda superficial. En un extremo
oscuro, el suicida hace una reflexión al respecto y la decisión mortal encierra
su respuesta práctica; respecto de su ser interno, él se ha dictaminado como
una nulidad o como un valor tan etéreo, tan inaccesible que quiere retirarlo
del mundanal ruido. De alguna manera suponemos, de antemano, que el suicidio implica
la respuesta más negativa, la evaluación más vacía en el interior de una
persona. En el extremo iluminado, cuando es el eufórico quien responde,
entonces nos dice que él es una nube que estalla en lluvias inverosímiles, un
tornado de felicidad que se levanta hasta las estrellas y la chispa que ilumina
una oscuridad eterna.
Pero las respuestas del momento (las apresuradas) o de situación
(presionadas por el contexto), no son respuestas completas, incluso algunas
respuestas nacen plagadas de una inocencia atroz. El loco puede decir que se
cree un perro ladrando a la luna, una espada en la piedra o el circuito de una
máquina infernal.
Además al pasar al nivel de la interacción personal, podemos encontrar la
mayor discrepancia en respuestas entre lo que se cree de sí y lo que otros
creen de la persona; cuando la respuesta interior y la de otros se convierte en
completamente incompatible.
Para que las admiraciones por la falsa aristocracia moderna sean desechadas
el sentido de la vida debe adquirir más cuerpo, fortaleciendo a la conciencia
ante la vida agitada (imagino el estilo de una licuadora). La respuesta
profunda de la identidad no se limita al fichero burocrático donde todos somos
datos verificables (mirada exterior, la sociedad como exterioridad sencilla) ni
se limita al sentido interior de una persona (esto creo de mi, esto siento)
sino que articula la realidad personal exterior (donde nací, mi nombre,
mi edad, mi sexo) con la interior y subjetiva (lo esencial que me gusta,
lo verdadero que me importa, lo hondo que quiero, lo trascendente que conozco).
En esta perspectiva la identidad personal es articulada, un nudo complejo que
singulariza y da significado a las realidades personales, de otro modo, vacías
y carentes de sentido; en sentido completo la identidad es unidad de
universalidad y singularidad.
La respuesta correcta y moderna a la pregunta por la identidad emerge desde
el horizonte de la posibilidad concreta[3]. La respuesta aristocrática, aunque pareciera generar el “ser alguien” a partir de una
posibilidad abstracta, en realidad convierte en “cosa” (cosifica) a la
persona, imponiendo un papel social por encima de lo esencial humano, y esto se
ejemplifica en que tampoco los aristócratas están en condiciones de elegir en
contra de su papel recibido desde la cuna, en contra de su linaje. El
aristócrata representa históricamente el caso de quien se afirma en su
enajenación, de quien vive a sus anchas en su papel opresivo en medio de un
mundo de injusticia. En pocos casos se observa la desgracia escondida bajo esos
papeles sociales deslumbrantes, como en la desgracia de las reinas estériles
repudiadas y algún príncipe homosexual castigado; pero como grupo encarna el
otro lado de la medalla del siervo, del humillado por su origen humilde. En
contra de los roles sociales rígidos de la aristocracia (me refiero a la antigua
y verdaderamente poderosa, no la actual fantaseada en las revistas de modas) la
individualidad aislada representa un avance, quizá un avance doloroso y surcado
de carencias. Por lo mismo la respuesta de la plena personalidad, del verdadero
“ser alguien” pasa por encima de los
papeles pre-asignados por el nacimiento, trasciende esa esfera; por tanto la
respuesta correcta pasa por contradecir a la definición aristocrática cuando
define inocentemente que una fulanita encarna a la “marquesa”. La posibilidad
concreta como respuesta a la pregunta por el ser propio de cada persona nos conduce
hasta el terreno de las relaciones vivas, donde las decisiones y las acciones
repercuten en el ser personal, y cada quien puede hacer y rehacer su vida. No
se trata de inventar, pues ya los ríos profundos del subconsciente siempre
conectan con nuestro origen, pero corresponde establecer un destino[4], que elabora las relaciones con el pasado. El pasado nos queda inaccesible
por la más grande muralla: ya no cambia. El presente humano está en perpetua
tensión con el pasado: hoy aparece distinto de lo que fue. Por eso las
respuestas de formulario sobre la identidad personal hablan más sobre el pasado
(nacimiento, profesión, sexo), una situación que no cambia, pero falta lo
decisivo, emanado desde la interpretación de una vida proyectándose.
Para no perderse en un mar de posibilidades y de cambios, el ser humano
requiere de proyectos de vida articulados, con líneas coherentes de
interpretación, permitiéndole armar una práctica coherente ante un mundo cambiante. Ya indicamos que un exceso
de superficialidad ante la moda y los cambios, arrastrará al individuo dentro
de un estado de continuas crisis de conciencia. Este estado de conciencia de
alteración continua lo reflejan cambios, donde el tránsito de las personas por
súbitas y reiteradas “conversiones” es el trazado inconstante de la falta de
dirección, digamos por ejemplificar estos cambios: del chamanismo a la
dianética, de una iglesia presbiteriana a una musulmana, de la práctica de
aerobics a la gimnasia sueca, de la dieta de la luna a la anti-dieta, etc.
Tales cambios, en sí no representan el problema, las variaciones de actividad y
creencias deben ser asimiladas o reestructuradas por la persona, de tal manera
que le permita una ubicación mental; la mente no funciona como una grabadora
alimentada con nuevas películas cada semana. La articulación de las
experiencias cambiantes y las vocaciones cambiantes requiere de esfuerzos
serios de articulación y de reubicación. Cuando una persona se encuentra
inmersa en una experiencia religiosa, por ejemplo, incluso poco ordinaria como
la de tipo chamánica, le parece que esa actividad descubre una vocación de
alcance universal y esa actividad le está dando significado a su vida (re-totalizando);
la persona puede imaginar que ahí se encuentra la determinación universal de su
existencia, porque ahí alcanza una completa trascendencia, conectándose con el
más allá sagrado. Si la misma persona sale de esa referencia religiosa heterodoxa
y adopta la interpretación católica, fácilmente caer en un antagonismo instantáneo,
porque el chamán es un pagano rechazado totalmente por la iglesia católica. La
siguiente experiencia invalida por completo a la anterior, de tal modo desaparece
la vinculación entre los dos niveles de conciencia; entre ambos se inserta como
vínculo fallido la crisis de conciencia. En ese tránsito se extravía la
pretendida universalidad de la experiencia religiosa, por lo mismo la tendencia
religiosa normal exige cerrarse al cambio, evitar cualquier asimilación de
experiencias ajenas, pues existe el peligro de que la “oveja sea descarriada”.
En el proceso descrito, una parte significativa de la pregunta por la identidad
se ha alterado, primero se creía que alguien
es un creyente del chamanismo, en la segunda aparece él como un buen
católico que abandonó el mal camino. ¿Dónde está la universalidad? En el mismo
hecho de que la creencia configura al ser y luego la conciencia actuando crea
su respuesta. Entonces el sujeto hace preguntas y las responde. La pregunta de
la auto-reflexión presenta una estructura diferente a las demás, precisamente,
es pregunta formativa que da origen a un estado de existencia, un ser
inacabado. La pregunta misma también ofrece un tránsito desde el ser inacabado,
hasta una fase de conclusión, a “ser
alguien”, porque la respuesta conduce hacia un resultado[5].
En este camino la conciencia ha crecido, pasando desde una observación general
hasta una observación intencionada que define al sujeto que reflexiona, la
definición de sí.
NOTAS:
[1] Esto es importante, el poder feudal es
personalizado y no institucionalizado como en el sistema moderno. Ahora se
ocupan puestos y antes se tomaban investiduras, las cuales permanecían pegadas
a la persona.
[2] Soren Kierkegaard inicia el fructífero camino
de las reflexiones en torno a la conciencia libre y sus dilemas.
[3] Planteamiento defendido por Lukács en torno al
horizonte correcto de la estética, que supera tanto la cosificación de la
personalidad (el ser sin posibilidades) como el angustiante vacío del individuo
desvinculado y abstractamente libre (quien imagina que todo es posible).
LUKACS, George, Interpretación actual del
realismo crítico.
[4] De ahí la importancia del proyecto personal
señalada por el existencialismo de Jean Paul Sartre, Cfr. El ser y la nada.
[5] Este esquema de
la práctica mental corresponde con cercanía a la interpretación de los
circuitos neurológicos de la programación neurolingüística. Cfr. O’CONNOR, Joseph y SEYMOUR, John, Introducción a la PNL.
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