Por Carlos Valdés Martín
Una
fuerte luz se proyectaba sobre la silueta de un ángel dibujado y un niño
la miraba fijamente, aunque ya estaba
intranquilo y queriendo salir al patio, mientras un sacristán le repetía con
insistencia: “mantén la vista fija en el centro, no muevas la cara ni pestañees
tanto”. El niño protestó para que lo dejara ya salir a jugar, hasta que el
sacristán cedió, con la condición de que mirara hacia una pared blanca en el
lado opuesto del salón para que apareciera un “milagro”. Al ver la pared el
infante quedó sorprendido, pues surgió la silueta del ángel, como en un negativo
flotando por los aires y dijo en voz baja: “caramba, esto es increíble”. El
sacristán le vendió el evento natural de impresión sobre la retina como si
fuera un milagro y entonces le permitió salir al patio; sonriendo en su
interior por su ardid para adoctrinar al pequeño. Así, funciona la imagen
social: convertida en estrategia de interiores, permanece con las personas más
allá de lo previsto. ¿Cuánta fuerza adquiere el lado superficial de las cosas?
¿Las imágenes sin importar sean verdaderas o falsas dominan a la mente o
tenemos la capacidad para librarnos de falsas impresiones? La noción de
imagología ofrece una posible respuesta.
El
término de imagología lo recrea Milán
Kundera[1]
para sugerirnos un dominio moderno de la superficialidad en su amplia extensión. Esa imagología señala hacia una técnica
casi científica de las agencias de publicidad, la cual impone los criterios de
imagen para las personas. La denuncia, ya casi clásica, sobre el dominio de la
enajenación como relaciones superficiales se rescata, ahora con el agregado de un
tinte irónico[2].
Pareciera
que se despliega un saber parcial y confinado al área de la publicidad, pero
esa impresión es engañosa, ya que los medios de comunicación dependen de la
publicidad, pues de ahí sale su financiamiento y parte de su materia prima. Los
comerciales, los "spots" y los patrocinadores de la empresa de comunicación
y periodística pasan por el filtro de la publicidad. Entonces el sistema
mediático enorme (que abarca diarios, revistas, radio, televisión, Internet,
con sus medios de imprentas, telefónicos, etc.) depende de la publicidad y sus
instituciones: las agencias.
Si señalamos
hacia la cúpula de las decisiones nos encontramos que, en enorme medida, los
políticos actuales dependen de los medios de comunicación privados y de la
imagen que surge en esos medios. La actuación de los grupos mediáticos empuja a
los políticos hacia arriba pero también al precipicio. Recordemos el famoso
escándalo de Watergate cuando el conflicto con la prensa del presidente más
poderoso del mundo, Richard Nixon, lo llevó a su caída[3]. Si
nos alejamos en el tiempo, hacia los inicios del siglo XIX ya Carlyle observaba
un cuarto poder robusto e influyente en Inglaterra[4].
Si las
naciones dependen de los políticos, los políticos dependen de los periodistas (en
el amplio sentido de comunicadores) y éstos dependen de las agencias de
publicidad, entonces los imagólogos detentan
un poder descomunal[5]. Representan
la potencia más superficial, porque arrastra la fuerza de la apariencia, la
presentación, la primera vista, la imagen. El problema no es que la apariencia
exista (pues jamás desaparecerá, ni en la República de los filósofos) sino que ejerce un
yugo sobre los demás niveles, y para eso acontece un proceso de simplificación
creciente. La ideología se suponía que alcanzaría a establecer un sistema de
ideas, una visión del mundo de acuerdo a una posición social o en base a
principios. Con la imagología la
ideología se simplifica y unas pocas emociones-ideas sustituyen a los sistemas
de pensamiento y reemplazan a la ideología. La fragilidad de unas pocas ideas
atadas resulta una ventaja (operativa, utilitaria) porque entonces se pueden
crear y recrear, de tal modo que se venden alternativamente los números
ganadores y perdedores en la ruleta de las apariencias. Lo cual recuerda a las
recientes mercaderías ideológicas, sobre la posmodernidad que pronto pasarán al
olvido, como son "el fin de la historia" y "el simulacro de la
realidad"[6].
La unidad imagológica
Bajo el
rubro imagología se unen en un abrazo
fraternal los líderes políticos con el diseño industrial, la empresa de
comunicación, las modas de verano, la mercadotecnia y las estrellas del cinematógrafo.
Esta unidad de amplio espectro no es casual, sino que define el abrazo de la
variedad dentro del mundo de la mercancía.
La imagología es un término de denuncia,
para evidenciar la superficialidad de la formación de la opinión del hombre
moderno. Por ejemplo, el periodismo emite noticias sobre los líderes políticos,
las cuales nos informan sobre lo que ellos dicen y muestran su imagen. No está
plasmada la acción real del político sino que se refleja únicamente una opinión
de la cual exclusivamente se percibe una
frase o un titular, la idea política en su estructura (el fondo de las
acciones, la estructura de los horizontes) se ha reducido a la declaración
consumible. El consumidor de la noticia sólo capta una frágil silueta del
político, donde una frase afortunada eleva y un mal chiste hunde al líder. El
periodismo genera la imagen del político ante el hombre común, pero el prisma
que éste ofrece pasa por los valores de la imagología.
Resulta, por ejemplo, que se vuelve importante que un político demuestre una
excelente salud atlética, para dar una impresión (psicológica, inconsciente) de
fortaleza de sus políticas. Bajo un examen racional el excelente vigor atlético
no tiene ningún vínculo con la capacidad política, pero se vende una asociación
irracional entre el vigor personal y el "vigor" de una actuación del
estadista por la "energía" de sus acciones. Entonces la noticia del
día puede ser que el señor Clinton se fracturó un pié y no trotará más durante
tres meses. La verdad (o el evento en su detalle) ha dejado de importar para el
consumidor moderno de noticias, porque no le concierne, simplemente no le
interesará la verdad sino la "aceptación" de una imagen, en este
caso, la imagen presidencial asociada al vigor. La verdad como profundidad se
ha desvanecido y sale a flote una papilla sin sabor, que fluye con la llamada "información". La relación informativa
(fluyendo sin parar) es similar al modo de mirar la televisión, disfrutando
pasivamente de las imágenes y el sonido, pero sin un vínculo activo entre el
espectador y el acontecimiento, así ignorando el mecanismo de la acción. El
consumo pasivo de un flujo de información, dominado por las apariencias
superficiales es otra cara del "salvaje moderno" de Ortega[7].
El
problema es mayor pues, a su vez, el político recibe continuas presiones para
manejar su imagen, dedicándose excesivamente a su relación con el área
mediática, de tal modo su carrera pende de un delgado hilo: su relación con los
de medios de comunicación. Una excelente carrera de servicio político resbala
con la cáscara de plátano de una declaración contraria a los principios de la imagología.
Entonces
el círculo se cierra y crece la posibilidad (incluso virtualidad) de un poder
tras el trono: las complicidades de la apariencia. Si suponemos, como la hace
literariamente Kundera, que existen realmente unos señores imagólogos que manejan voluntariamente la aceptación social de la
apariencia, entonces atrapamos el final del hilo rojo. Una residencia del poder
estaría en el conclave de los imagólogos,
como la élite de los asesores de las agencias de publicidad, y ellos a su vez
atados al mecanismo del éxito comercial.
El carisma
El
punto más inquietante del argumento del dominio de la superficialidad está en
la exigencia de imagen del político. Resulta que el triunfador de la política,
eventualmente el presidente de cada país no será el dirigente más capaz o
preclaro, sino quien mejor se someta a las leyes (casi naturales, casi
objetivas) de la imagen y las utilice en su favor: el más consumado manipulador
de apariencias. En cierto sentido, el problema ya se insinuaba desde la
formación de la polis, y toma su salto cualitativo con la publicación de El príncipe, pues con esa apología del
poder por el poder mismo queda marginado el problema de la moral pública y
entonces se abre el camino a la apariencia pura. Desde nuestro presente,
Nicolás Maquiavelo nos parece un escritor completamente realista y sincero,
cuyo nombre su usó como sinónimo de la manipulación política. En la medida en
que el poder es el fin en sí mismo, entonces el medio adecuado puede quedarse
como figura reinante, porque si creemos (o demostramos) que la imagología resulta el mejor medio y
quizá el único para “apoderarse”,
entonces triunfaría. El medio, si se convierte en medio universal, acaba
sometiendo y transformando la finalidad; entonces el triunfo del líder
dependerá del imagólogo, y se
establece un nuevo reinado aristocrático en mitad de un sistema democrático.
Este
asunto se presenta como potencial peligro social, porque el triunfo político
viene a depender de razones baladíes y huecas. En su momento se estimó que el
gran ascenso de Felipe González en la
España postfranquista se debió a que él era el candidato
guapo y entonces el voto femenino lo catapultó a la cabeza del proceso de
transición democrática. Claro, el mismo caso nos obliga a pensar que el éxito no
depende del rostro sino de un carisma, unidad del rostro con la transmisión de
un mensaje personal.
Pero el
"carisma" moderno tendría un sentido distinto al expresado durante
los siglos anteriores. Recordemos que para el sistema dinástico la
"majestad" del rey era crucial, su carisma se apreciaba en términos imbuidos
de magia y religión, pues a los reyes se les atribuía poderes mágicos, como la
cura por imposición de manos y eso era un factor importante. O bien, el
"carisma" medieval podía ligarse a las dotes directamente guerreras,
como conductor de enfrentamientos militares, lo cual los llevaba a participar,
incluso, en torneos de caballería, como en la famosa anécdota de Enrique II de
Francia que muere tras un accidente durante su acción en un torneo.
El
"carisma" del político moderno se modula mediante las leyes de la
imaginación televisiva y sus variaciones (publicitarias, de redes sociales,
etc.) Predomina una impresión a través del rostro, donde las facciones de la
cara sugieren sus cualidades morales y de personalidad. A esto se une el efecto
discursivo, respecto del cual predominan los chispazos de sapiencia o ingenio, donde importan las frases cortas
y las pequeñas ideas que se convierten en "declaraciones" que los
noticieros repiten hasta el cansancio. Esa forma de carisma no requiere de una
verdadera capacidad oratoria, pero el atractivo invento de los "debates
televisivos" podría revitalizar la importancia de las dotes de oratoria
dentro del carisma. Mediante la retórica y los torneos de oratoria entre los
líderes de opinión las virtudes de la elocuencia habían sido importantes durante
la antigüedad grecolatina, el nacimiento de las repúblicas burguesas y hasta
mediados de este siglo XX. Ahora con los debates de candidatos existe un
espacio para que resurja la elocuencia y la retórica como claves de triunfo[8].
La
inquietud sobre el manejo del "carisma", sin duda, nos enlaza directo
con la historia negra del ascenso de Hitler. Diversos autores han subrayado la
capacidad de los nazis para manejar las emociones de las masas alemanas, de tal
modo que alrededor del "führer" montaban imponentes espectáculos para
proyectar el carisma del líder sobre los alemanes. Este líder manipulaba
adecuadamente una serie de apariencias por medio de las vistosas marchas y los
cánticos; ofreciendo un espectáculo de fuerza que subyugara el lado femenino de
las masas y lo emocionara en torno a sus insanas pretensiones.
Evidentemente,
la política de masas de los nazis no trataba de ofrecer las mejores soluciones,
pues no eran más inteligentes ni mejor intencionados que sus rivales. Les
bastaba con emocionar a las masas alemanas, y dentro de ese juego recurrir a
los símbolos, al espectáculo y la imaginación. Estaban obligados a recurrir a
dosis mucho mayores de demagogia que otros partidos, pero podían, dentro de tal
margen, seguir manejando su apariencia. Ahí, está el lado oscuro de una visión
descarnada de la eficiencia sobre la imagen exterior: el fascismo operó en la
apariencia, pues en la superficialidad del espectáculo cualquier ideología
resulta digerible. Debajo de la piel del espectáculo político surgen las
cuestiones esenciales, así la simple retórica utilizada resulta como una pistola
en manos de un infante. Las ideas erróneas abajo del nivel superficial se desenmascaran
con la uso preciso de la razón, que nos revela si existe profundidad en las propuestas
políticas o son absurdas.
La desconfianza y el desgaste político
Ahora
bien, los argumentos anteriores nos dejan a la puerta de las teorías de la
conspiración o complot, bajo las cuales un puñado de potentados mal
intencionados y con recursos casi infinitos, controlan a la sociedad desde la
sombra. Las teorías de la conspiración reflejan más tendencias literarias y
psicológicas que la estructura profunda de la sociedad, sin embargo encajan con
un estado de ánimo del ciudadano
medio, bastante harto de los poderosos y atemorizado por los grandes cambios
económicos, políticos, sociales, culturales y legales a los cuales prefiere
colocarles un rostro oculto, que a
nivel emotivo siente mejor que imaginarse ningún rostro. La repentina
popularidad y desaparición de las curiosas teorías de conspiración señalan un
estado de ánimo de amplios sectores sociales, perjudicados y molestos con la
actuación del poder del Estado.
Por su
lado, los políticos están presionados para quedar bien con su electorado y luchan
por adquirir una mejor imagen, mientras a contracorriente el gran enojo fluye
entre la población. Los “malos” en cualquier conversación cotidiana resultan
ser los políticos corruptos, y el público está propenso a aceptar los rumores
más negros sobre sus actuaciones. Las denuncias de corrupción y escándalos
privados confirman cada día ese ánimo contra el dirigente y el funcionario. Y
para contrarrestar su mala fama y los focos rojos de las encuestas, los
políticos y sus organizaciones están obligados a invertir enormes sumas en mensajes
publicitarios para rescatar su imagen. Entonces los líderes deben acudir a los más
diversos imagólogos, quienes con su actuación eficiente o mediana, confirman (sin
querer) una sensación popular de manipulación masiva, que desconfía del poder y
sus mecanismos. De por sí, una sociedad de masas hace dificilísima la
proximidad entre el líder político y la población, y el medio que debería ser
el punte para su reconciliación, se convierte otro engranaje de la desconfianza
generalizada, pues junto con el desprestigio de los gobernantes también las
grandes cadenas de medios sufren una erosión de credibilidad. La suma de estos
factores implica que la manipulación masiva no resulta una tarea fácil y quizá
la misma superficialidad de las empresas y campañas para mejora de imagen
contribuye a perpetuar ese descrédito de los círculos de poder. Además de la
desconfianza está el factor de la heterogeneidad social y la variedad de
aspiraciones y perspectivas, ya que una sociedad más heterogénea parece emerger
de la fase postindustrial del siglo XXI. La tarea de reconstituir el liderazgo
y pasar de la simple (e incluso la muy sana) desconfianza hacia la manipulación
de los medios hasta lograr una mejoría en la comunicación social (entre el
líder y el ciudadano medio) resulta difícil pero no existe ninguna
imposibilidad, incluso los medios técnicos ofrecen nuevas y variadas
herramientas.
En
buena medida, quizá el remedio consista en superar el nivel superficial, para que
los líderes se ocupen menos de la imagen superflua y se ocupen más del fondo.
El abismo entre los grupos sociales de ingresos millonarios y los miserables
dan lugar a una hostilidad y desconfianza general, entonces una política que
cierre brechas entre los grupos sociales tendrá un nivel de credibilidad superior
y encontrará los medios adecuados para difundir una apariencia más confiable.
Los políticos que perpetúen el abismo social podrán seguir gastando carretadas
de dinero para mejorar su imagen y al final de los ciclos su memoria será detestada
por el recuerdo de su pueblo. Los políticos que se encierren en una torre de
oro y sigan dilapidando el dinero del erario para comprar más campañas de
publicidad terminarán recibiendo lo que han sembrado: carretadas de falsas
imágines. Recordemos que el peor enemigo del poderoso no es quien le critica abiertamente
sino quien lo halaga con hipocresía, haciéndole creer que sus errores son aciertos,
y esto mismo define el riesgo del gasto en imagólogos de mala calidad. Al final
de cuantas, las campañas de imagen que no estén respaldadas por el sustento de
hechos y acciones a favor de las mayorías, terminarán cayendo como castillos de
naipes.
La inercia
El
discurso de la superficialidad posee su propia inercia, y una vez que es
impulsado pareciera que ya nada lo detendrá. Dicen que en “comer y rascar” todo
consiste en empezar, y el dicho aplica a temas de comunicación, pues una vez
empezada una discusión, luego resulta difícil detenerla. Desde hace décadas los
círculos del poder internacionales se alimentan de imágenes superficiales y
creen que sus electores se contentan con la comida
chatarra de la “mercadotecnia política”. Con esta retroalimentación entre
élites de poder y aparato mediático mediante la imagen superficial, sucede un
fenómeno parecido a la comida chatarra, pues pareciera que sí hay un resultado
rápido con las grandes campañas de publicidad para “posicionar” a los líderes y
ganar votos de los electores. Sin embargo, ese engordar de un metabolismo
político (adquirir votos fáciles) en el mediano plazo se paga caro, pues los
electores se fastidian de que los gobiernen líderes sin sustancia. Pareciera
que los electores no siempre se dan cuenta, pero se mantienen hambrientos, y el
mismo nivel general de desconfianza entre votantes y representantes indica que
el metabolismo político sufre de anemia.
Y la
existencia de una inercia por la compra de recursos mediáticos para mejorar la
imagen de los líderes del país, no descarta que muchos políticos intentes
generar un producto mejor y responder con un contenido de propuestas. ¿Algunos
lo logran? En los países con más riqueza y de democracias más añejas pareciera
que el mecanismo marcha casi correctamente, aunque también el sistema social pareciera
ofrecer mejores condiciones a los ciudadanos, por tanto el tema de la superficialidad
cobra una dimensión secundaria. En cambio, el arribo a posiciones de mando por
los políticos de izquierda alternativa en América Latina pareciera indicar que
la imagen mediática se desgasta rápido y que la imagología no resuelve el
problema del gobernar. Los momentos de crisis parecerían romper cualquier
inercia, pero también algunas fórmulas o variaciones de actividad política
rompen ese esquema de la inercia.
Algunas
regulaciones legales para restringir la compra de publicidad política o definir
cuotas de mensajes van en el sentido de reducir esta inercia de imagología del
poder. Las corrientes políticas y de opinión pública pareciera que todavía no
toman suficiente en cuenta la importancia de reducir esta inercia de la
imagología en la política. Reducir el predominio de la imagen a su justa medida
pareciera una tarea más de filósofos que de grupos de poder, sin embargo,
resulta significativa para el avance de los sistemas democráticos.
NOTAS:
[1] KUNDERA, Milán, La inmortalidad y
La insoportable levedad del ser.
Novelas de un corte filosófico, la segundo centrada en las implicaciones
existenciales de los individuos, confrontadas contra la densidad del
estalinismo en Checoslovaquia.
[2] MÉSZAROS, István, La teoría de la
enajenación en Marx, Ed. Era; GORZ, André, Historia y enajenación.
[3] Un evento desconcertante
porque revelaba sobremanera el poder de la "sociedad civil"
norteamericana y la capacidad de un principio "moral" para deponer a
un presidente. Entonces el sentido ético jugaría un papel importante en la auto-regulación
de la democracia burguesa, lo cual habla a favor de ella, por lo mismo no me
llamó la atención ese escándalo: tenía una información discordante con mi marco
de referencia.
[5] Y las agencia de publicidad y los mass-media
dependen de las grandes empresas comerciales, lo cual genera un paso siguiente,
pero ya le daría al tema un aire demasiado marxista, de las cadenas de oro con
que el gran capital controla a la distancia el Poder. Pero aquí nos quedamos en
la fase ideológico-comunicativa propuesta por un literato. Cf. Marx, Karl, El 18 brumario de Luis Bonaparte y La guerra civil en Francia.
[7] El síndrome
del "señorito satisfecho" lo describe como la situación de quien recibe
los frutos de una compleja civilización ignorando completamente el penoso
esfuerzo global que condujo hasta la conquista de tales resultados. El tema
tiene mucho trasfondo aunque Ortega y Gasset exagera la nota en un sentido
elitista, en especial con La rebelión de
las masas.
[8] El
nacimiento y auge del debate televisivo merece comentarios y estudios
exhaustivos de los politólogos. Aunque los debates ocurran esporádicamente,
como grano de sal, basta considerar que en las elecciones de Estados Unidos lo
que inclinó la balanza a favor de Bill Clinton fue un debate televisivo. Desde
entonces los aspirantes a políticos deben tener presente ese factor como parte
integral de sus estrategias.
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