Por Carlos Valdés Martín
Cualquier
cualidad humana contiene su extremo y cualquier tendencia su exceso. La
voluntad encuentra la terquedad como su abuso, la alegría topa con la euforia enfermiza. Incluso la inocente y cristalina agua de beber con ingestión excesiva
provoca la muerte, tal cual se rumora de Andy Warhol. El exceso de nacionalismo
también alcanza a convertirse en un vicio colectivo y fuente de malestar.
Nuestro
siglo XX se llenó de excesos y no queda atrás este XXI. A nivel de las
comunidades nacionales el siglo anterior fue la explosión de los Estados soberanos,
el planeta transitó desde el imperialismo típico sobre cualquier extensión de
terreno hasta la Asamblea de las Naciones Unidas. Ese imperialismo fue una
forma enfermiza de nacionalismo, pero exclusiva de quienes podían ejercer tal tipo de amor propio: los fuertes. Era evidente que los Estados dotados de
grandes ejércitos y recursos económicos suficientes podían apoderarse de
grandes extensiones, y ese “podían” lo marco en sentido de mera fuerza atroz.
El lenguaje indica que ese paso desde la potencia al acto es prepotencia y
marca un exceso. En el periodo previo de la historia se miró ese imperialismo casi
con naturalidad y parecía hasta lógico que cualquier reino con suficientes
recursos intentara apoderarse de extensiones y, sobre todo, de zonas
territoriales de “ultramar”, que eran las regiones alejadas sobre las cuales
pesaba un desconocimiento. Así, en el siglo XVI explorar tierras de ultramar se
fue convirtiendo en sinónimo de apoderarse militarmente de ellas. Es decir, se
ejercía fuerza imperial sobre las extensiones recién descubiertas. A veces, cuando el gobernante era escrupuloso
le solicitaba su bendición a la Iglesia Católica de Roma, tal como hicieron los
gobernantes de Madrid y Lisboa. El Papa de Roma emitió una Bula, es decir, un
acuerdo público entre su albedrío y el de los beneficiarios, entonces jamás se
pensó en preguntarles a los habitantes de esos lejanos territorios si aspiraban a que los extranjeros tomaran por la fuerza el espacio donde
habitaron sus antepasados durante miles de años.
Sin
embargo, habrá que notar: esos viejos imperios eran escasa o nulamente
nacionalistas. En efecto, después de 1492 desde Madrid se mandaba sobre un
enorme imperio, pero el monarca pertenecía a la familia Habsburgo, de
ascendencia austriaca y sin interés por el destino de España (entonces sin bandera ni
himno). Después, la casa gobernante quedó en manos de los Borbones de cuño
afrancesado. Esas dinastías establecían un híbrido entre sus raíces (exóticas y
etéreas) y el suelo al que eran trasplantadas, lo cual no favorecía una
integración nacional. ¿Cuántos siglos transcurrieron entre la reconquista de la
península española bajo los Reyes Católicos y el primer himno nacional español?
Quizá la Marcha Granadera sin letra no debe considerarse como un himno,
sino como música de ceremonias oficiales y la Marcha de Riego surge justamente
en contra de la monarquía, como canto de movimiento de Cortes liberales y
libertadoras. Compárese esa lentitud dinástica ante el tema nacional, frente a
la presteza con que las provincias americanas adoptaron un escudo e himno
nacionales al quedar liberadas.
De
hecho, en el periodo de las grandes dinastías el nacionalismo era una baraja
marginal y no existía un propósito nacionalista como se entendió después.
Durante la colonización de América, en efecto, se privilegió al español por
nacimiento y se oprimió al indígena, sin embargo, bajo un extraño “sistema de
castas” que también escapa de las definiciones modernas de nación, pues no son
dos naciones enfrentadas sino un abanico de grupos inferiores (súbditos en el
sentido feudal) sometidos a una cúspide soberana y regulados bajo una religión
única.
Algunas
variedades del imperialismo dinástico presentan el vicio del nacionalismo en un
sentido primitivo. La utilización de la fuerza bruta y hasta el exterminio
contra poblaciones exóticas se facilitaba bajo una elevación del ego sobre el
propio grupo, lo cual define una variación primitiva del nacionalismo.
Al
perfeccionarse la integración nacional de los Estados, vino otra variación de
ese exceso de nacionalismo que desembocó en agresiones hacia lo extranjero y
exótico. Resulta demasiado conocida la xenofobia y racismo del nazismo alemán,
aunque ese es un nacional-imperialismo, modalidad que pretende establecer
territorios y someter a los exóticos. Esa variación fue también un retroceso hacia
las pretensiones monárquicas de un Reich milenario.
Dejemos
esos aspectos exteriores para preguntarnos sobre el aura de justificación que
contiene el nacionalismo. Su brillo extremo ha sido el halo de salvación de la
Patria (en este caso con mayúscula intencionada) ante la invasión extranjera y
la opresión extrema. Nuestra frase “me envuelvo en la bandera” evoca la leyenda
de la defensa de Chapultepec, aunque no encontramos una situación extrema para
aplicarla. De la mano con esto, la soberanía popular-nacional justifica al
sistema político entero, así la ideología nacionalista es la base del Poder en
cada país.
Por
último nos dirigimos hacia lo cotidiano. La pertenencia común está motivando
fiestas cívicas, gestos de respeto hacia símbolos patrios y consideración hacia
las tradiciones asumidas como punto de referencia de la identidad colectiva. ¿Y
en un aspecto más cotidiano? Sin considerar ni eventos públicos ni ese ligarse
con el pasado. ¿Qué justifica el nacionalismo? Bajo la oleada de globalización
parecería que es poco pues la oleada del mercado planetaria nos hace
muy permeables hacia el consumo exótico. Es más, lo extranjero posee sus halos
de estatus y lujo, resultando deseable consumir marcar afamadas. Incluso si el
producto se produce “hecho en México”, la marca sobrepone el carisma de lo
extranjero, como sucede con tantos automóviles. Bajo esa avalancha de productos
desde los cuatro puntos cardinales, entonces parecería imposible ejercer un
exceso de nacionalismo, por más que sigamos la ruta de nuestras raíces. En este
contexto de país oprimido[1],
cualquier “exceso” resultaría menudo ante la oleada de adoración por lo
extranjero que nos propone el sistema mercantil planetario, sin embargo,
debemos notar que —a lo largo de la historia contra el colonialismo— los
pequeños han derrotado a los grandes, como metafóricamente indica la piedra de David
contra Goliat. Cuando la semilla pequeña está preñada de justicia termina
fructificando. A modo de ejemplo vivo y real Nelson Mandela, después de quedar recluido durante 27 años en una rigurosa cárcel política, tuvo la
persistencia para disfrutar la caída del racismo en su país y nadie le reprochará un exceso de nacionalismo.
NOTAS:
[1]
El exceso dependerá del
contexto, si la propia comunidad posee condiciones de opresión sobre el
extranjero, ese abuso surgirá con facilidad. Mientras mayor sea la prepotencia,
más sencillo resultará adoptar la posición imperial. Cf. LENIN, V.I. El derecho de las naciones a la
autodeterminación.
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