Por Carlos Valdés Martín
Seguía una
rutina monótona y agotadora hasta que llegaron extraños mensajes en las
envolturas. Nicandro, colocaba chicles en las calles; avanzaba sin un rumbo
fijo, con paso pausado y repitiendo una oración sencilla:
—Lleve los
chicles, son para mascar.
Existencia
precaria, con una rutina simple y agotadora, sin embargo ese mediodía quemante
todo cambió, ese fue el día aciago. Una manifestación enorme celebrando el
triunfo de un candidato a la alcaldía interrumpió el tráfico. Una explosión de
júbilo y banderas extravió a este chiclero trotacalles y abrió la puerta a
eventos que trastocaron su vida.
Visto a corta
distancia destacaba su edad indefinida y una mente en hibernación. Una capa de piel
morena rugosa y ajada por la exposición al áspero aire urbano lo envolvía. Con
sus movimientos describía a un ser ágil y vital, pero inocente e incluso sin
infancia —curiosa ironía. Las gruesas gafas eran lo notorio sobre su rostro.
Bajito y delgado, sin variación vestía camisa de manga corta a cuadros y
pantalón oscuro. Recorría las calles agitando una pequeña caja de golosinas:
—Lleve los
chi...
Alrededor
barullo, gente inquieta y hasta eufórica; el espacio entre peatones se reducía
sin cesar. La efervescencia del carnaval político de izquierdas lo entretuvo con
banderas rojas y cánticos, hasta que un manifestante eufórico le arrebató su
cajita y masculló una frase insultante que significaba: “Esto se expropia por
el bien del pueblo”. Pero el chiclero comenzó a protestar con timidez y gestos suplicantes,
impelido por la necedad de quien depende del puñado de golosinas para
sobrevivir. Sin cesar repitió:
—Que eso es
mío.
El griterío
con bocinazos y consignas, confundía las sílabas repetitivas de Nicandro. Al
principio, el expropiador contento fingió no entender ese reclamo, mientas
saltaba lateralmente cual escolar travieso. Con ostentación y sonrisa burlona repartió
sobrecitos de chicles entre los curiosos. Mientras eludía también negaba con la
mano, agitándola con brío ante la cara del chiclero como si alejara a una mosca
indefensa. Pero el expropiado no se desanimó y siguió vociferando en palabras
cada vez más altas, hasta que algún líder notó la escena, recapacitó y regañó
al abusivo:
—Camarada, ese
tipo bajito al que arrancaste las golosinas también es pueblo, debes devolvérselas.
Ese líder
anónimo jaloneó a su “camarada” de la camisa, así lo obligó a rescatar parte del
contenido repartido y después a conseguir monedas menudas para compensar su
vileza. Después de unos minutos de colecta, la cajita de cartón mezcló
golosinas intactas y mordisqueadas, junto con pocas monedas. El naufragio
volvió al dueño; aunque un faldero atropellado en manos del amo no sería menos lamentado.
Torció la boca con frustración y soltó un “gracias” por cortesía, aunque pensó:
“Todavía doy las gracias, no es justo”.
No había
recuperado su ánimo cuando, tras un silbido, un cilindro con gas lacrimógeno aterrizó
en mitad de la multitud: primera señal de zipizape. Comenzaron los gritos y las
desbandadas. Nicandro, con el corazón desbocado, huyó del sitio y corrió hasta
que la distancia disipó esa sensación de peligro. En el primer callejón
tranquilo se sentó en el suelo y respiró hondo. Notó que apretaba contra el
pecho lo poco rescatado. Quien conociera a Nicandro sabría que era incapaz de albergar
rencores, pero ahí mostraba una cara desolada y las cejas arqueadas delineaban
malhumor. Bajo un árbol seco miró el amasijo recibido donde se mezclaba la
basura azucarada y monedas menudas.
Entonces todo
cambió. Acercando los lentes a una envoltura diminuta leyó un mensaje: “Por
castigo, él terminará cuadripléjico”. De inmediato quedó intrigado y lo incomprensible
de la última palabra quedó rebotando en su mente.
Esa jornada había
terminado y se alejó del centro urbano hacia el barrio pobre, mientras un
tropel de nubes oscurecía el cielo del atardecer.
El peluquero
del barrio era el vecino más cultivado que conocía, así Nicandro le preguntó
por esa palabra. La respuesta fue exacta, como siempre mientras tusaba
cabelleras:
—Es una
parálisis total del cuerpo, como la sufrida por ese actor protagonista de Superman,
un tal Reeve.
Nada es casual
y al día siguiente los voceadores de prensa mostraban fotos de una tragedia. Los
diarios amarillistas exhibían en la primera plana la imagen agónica del
expropiador: la granada de humo lacrimógeno fue señal para la violencia. Y
pensar que Nicandro estuvo tan cerca.
Otro vaticinio
prodigioso causó sorpresa y se difundió en reguero de pólvora cuando Nicandro anticipó
a Melquiades —el cura de la iglesia de San Cayetano— que su domicilio sería
alcanzado por un rayo el fin de semana. El sacerdote no le creyó, pues hay
tantos locos inventando conjeturas, pero tuvo la feliz coincidencia de incapacitarse
y permanecer hospitalizado. El rayo cayó en un atardecer de nubes oscuras
destrozando una chimenea y fundiendo los aparatos eléctricos cual blandas ceras,
así el hogar quedó convertido en amasijo de horror y hollín.
Emocionado al
sentirse amparado por intervención de la Providencia, el cura Melquiades notificó
a su superior, quien refirió al obispo y este sospechó había sucedido un milagro.
Un vehículo lujoso
condujo a Nicandro hasta la residencia del señor obispo y la impresión de
viajar en un cupé con olor a nuevo le provocó mariposillas en su estómago,
mezcla de gusto y novedad. Todavía no sabía que su predicción había causado tal
revuelo en la iglesia regional y se interesaban en examinar su caso.
El cura de San
Cayetano, recuperado de su enfermedad, lo recibió frente a la puerta y lo
condujo hasta una sala amplia adornada con estatuillas de santos y grandes óleos
de estilo colonial. El aire contenía aroma a maderas de caoba y barnices de
aceites esenciales que recubrían muebles enormes. La residencia recordaban
épocas pasadas, aunque el espectacular equipo de sonido armonizaba con bocinas
repartidas estratégicamente.
Lo invitó a
sentarse cómodamente en un sillón negro de piel y le ofreció una bebida
caliente:
—Me da gran
gusto, hijo mío, que aceptaras esta invitación; debes saber que tu profecía del
rayo impresionó a su señoría el señor obispo.
Nicandro había
olvidado su vaticinio y abrió los ojos sorprendido:
—¿Cayó el rayo
en su casa?
—Fue espantoso
y por fortuna me encontraba convaleciente de una hemorroide —señalando hacia su
parte supina mientras gesticulaba con muecas de dolor sobreactuado— súbita;
todo fue tan inesperado y la concatenación de sucesos fue un milagro para
salvar a este siervo de Dios.
Sin encontrar lo
extraordinario en esa coincidencia, respondió con sencillez:
—Me da —sonrió
con timidez— gusto; sí, bastante gusto.
—En verdad, su
señoría el señor obispo está impresionado y otorgará una audiencia.
Melquiades
salió en busca de su superior; regresó con pasos ligeros, temiendo hacer ruido
inapropiado en esa residencia y tras una caravana lateral dijo:
—Te presento a
su señoría el señor obispo; es propio que hagas una reverencia y le puedes
besar el anillo… es por deferencia, como si estuvieras ante el mismo Papa.
El obispo tenía
piel muy morena, cubierta de espesa crema color marfil que lo hacía semejar un
muñeco de cera. De ojos vivaces y complexión mediana portaba con solemnidad su
vestimenta púrpura y una cruz metálica que pendía de un collar dorado. Los años
y el reumatismo le pesaban, se movía con lentitud. El prelado adelantó la mano,
pero Nicandro no entendió bien la orden, así que la estrechó provocando
molestias en las articulaciones inflamadas. El obispo contuvo su desagrado y
sonrió a medias.
Sentado en un suntuoso
reclinable tachonado con botones de oro, el obispo sació su curiosidad sobre la
narración del cura y expuso su idea:
—El don
profético es divino y será menester tu responsabilidad, para que lo utilices en
bien de la grey de Cristo; no debes exponer
tu alma a la condenación; por ejemplo si quisieras, como quien dice
vulgarmente, pasarte de listo y ganar ilícitamente una apuesta o pedir el
seguro de vida de una persona con un desenlace trágico que ya has anticipado;
antes de tomar cualquier camino de tentación… de lo fácil pero dañino, lo debes
consultar con tu santa madre iglesia.
—En verdad no
se me había ocurrido ganar una apuesta o cosa semejante; los avisos de lo que
sucederá aparecen cuando algún cliente devuelve la envoltura de su chicle y ahí
está lo escrito.
—Lo que dices
es extraño ¿No tienes ensoñaciones o visiones?
—Ni ensoñaciones
ni visiones —repitió con lentitud—, lo que sucederá aparece impreso en los
chicles que he vendido, pero esos avisos son pocos y llegan por sí mismos.
—Alguien te
imprime un aviso del futuro y no sabes quién.
—No sé quién
lo hace ni cómo.
—¿No vienen de
la fábrica como las famosas galletas chinas?
— Nunca hay
avisos cuando se abren chicles nuevos; sé que no se debe de hacer, pero se
abren con cuidado para no estropear ni doblar la envoltura; en cambio cuando un
cliente de la calle me regresa la envoltura, entonces sí aparece… pocas veces.
—¿Has
solicitado que siempre te regresen la envoltura?
—Eso no sirve,
también lo intenté y no sirve si lo pido; cuando viene la adivinación debe ser
una casualidad y ocurrencia, diría que imprevisto.
—Parece un
milagrito, pero sería magnífico —dijo
la palabra lento y sonriendo— descubrir de dónde surgen esos avisos.
Nicandro no
entendió:
—¿Mangisico?
El obispo miró
al cura pensando que el visitante de gafas gruesas era bastante lerdo, repitió
la palabra, dio una breve explicación, luego movió la cabeza y comentó:
—Me gustaría
que conocieras la hospitalidad de uno de nuestros mejores conventos; ahí serás
nuestro invitado y te familiarizarás con la posición de nuestra santa madre
iglesia.
Nicandro
aceptó gustoso vacacionar en un convento: para él representaban las primeras holganzas
gratuitas en su existencia.
El
departamento de “interés social” era compartido por dos familias lideradas por su tía Encarnación y él vivía en una litera
como “arrimado”. Los primos lo zaherían indicándole que era un “retrasado”,
pero él respondía que su problema era por disgusto con la escuela. De niño recibía
burlas y maltratos, así nunca terminó la educación primaria, al menos adquirió
un rudimento para reconocer los letreros de las calles y los titulares de
revistas; a sumar y restar le enseñó el tráfico mercantil. Desde que recordaba
quedó bajo el encargo de esa tía.
Al dejar la
escuela quedó obligado a trabajar en las calles vendiendo cualquier bagatela.
Los chicles tenían la ventaja por ligeros y no dañarse en las largas jornadas. Cuando
creció se volvió taciturno y hasta huraño. De su litera salía a la calle, deteniéndose
en algún puesto de comida callejero y regresaba por el mismo camino. En la urbe
no mantenía un sitio fijo de venta, avanzaba por distintas vías siguiendo a los
peatones o el flujo de la casualidad. Tardaba de sol a sol en acabar con el
contenido de una cajita, que encierra más dulces de los que aparenta.
Al acabar la
agotadora jornada respirando esmog y polvo para descansar miraba el televisor
en la diminuta sala del departamento común. Casi todas sus monedas las
depositaba en una alcancía de barro de la tía. Cuando le pesaban los párpados
intercambiaba un saludo y terminaba en su cama sin tender.
Encarnación se
alegró y presumió con las vecinas la invitación para el sobrino. Ella supuso
una gracia divina que —por causa del parentesco— se extendería en automático hasta
su persona, sin embargo, le exigió a Nicandro que no fuera una salida
prolongada, indicándole que lo echaría de menos, mientras temía que su propia alcancía
lo extrañaría más.
Ese monasterio
parecía un hotel económico, rodeado por prados recortados, canchas de tenis en
el extremo norte y dos albercas azules y extensas. Los grandes crucifijos de
madera dominando los techos y dos capillas en operación recordaban el propósito
del sitio, en lo demás, al chiclero le parecía una enorme escuela en mitad del
paisaje rural. Había pocos monjes ocupando el sitio y, según le explicaron, se
debía a un periodo de actividades en lejanas misiones.
Llegó al
mediodía y en cuanto pisó ese sitio, Nicandro quedó desconcertado por un exceso
de atenciones. Dos monjes jóvenes y curiosos lo alimentaron hasta el hartazgo. Hasta
donde la cortesía lo permitía Melquiades lo interrogó cuestionando el origen de
su “don profético”. La explicación de frases misteriosas en las envolturas
devueltas de los chicles disgustaba al señor obispo, por tanto buscaba otra
opción.
El cura
también invitó a Nicandro para que orara y meditara, pretendiendo un despertar
de sus facultades “aletargadas”. Durante
más de una hora repitiendo el padrenuestro nada peculiar sucedió y sobrevino el
fastidio entre los presentes. Los dos monjes jóvenes mostraban aburrimiento y
se alejaron para no volver.
Al terminar la
sesión de oraciones Melquiades se quedó junto con él. Ante una petición directa
quedó la promesa de que el visitante recibiría permiso para utilizar la alberca,
pero antes apareció otro sacerdote (uno alto, vestido con túnica blanca) que
volvió para preguntar sobre infinidad de detalles irrelevantes, los cuales
anotaba en un cuadernillo. Pasaron horas y seguían las preguntas, hasta que
sonó una ambulancia entrado al patio por un interno intoxicado. Otro sacerdote,
que no se había presentado antes, le cuestionó con irritación:
—¿Qué no
adivinaste eso?
—Yo no
adivino, son las envolturas las adivinadoras.
El sacerdote
meneó la cabeza y se retiró sin despedir.
El cambio de
ambiente con entrevistas continuas era entretenido, pero agotador. A Nicandro le
asignaron una pequeña habitación privada, con cama individual y un simple buró de
pino por todo mobiliario. La primera noche durmió como bendito; la segunda
escuchó un grito lejano que lo sobresaltó. Intentó volver a dormir diciéndose
que era imaginación, luego volvió a oírlo y se levantó atraído por la
curiosidad.
Metió los pies
en sus únicos zapatos y sin prender luces se movió con sigilo para detectar el origen
del ruido. Provenía de otra construcción, una separada por el patio principal.
En voz baja llamó a los monjes y parecía que ninguno quedaba dentro de ese
edificio o dormían como lápidas. Paso a paso atravesó los corredores oscuros y
alcanzó una puerta trasera, la más próxima a la fuente del sonido. Quedó callado,
por una ventana lateral descubrió una rendija de luz dentro desde esa
construcción y por ahí se escurrían lamentos de modo ocasional. Nicandro
imaginó escenas horribles y otras absurdas. El ruido bajó de intensidad, conforme
éste se redujo creció una curiosidad que lo impulsó a abrir la puerta. Otra vez
el sonido fue intenso, asomó la cabeza y fue descubierto.
—¡Qué haces
fuera de tu cuarto! —lo increpó Melquiades— Es hora de guardarse.
Interpretando
la cara de espanto de Nicandro, el cura hizo pausa y continuó en tono más
amable:
—No te inquietes,
nada raro sucede, son los monjes haciendo una devoción de cilicios; eso significa
una penitencia, no hay por qué alarmarse.
—Suena extraño
y no alcanzo a dormir con tal ruido.
Melquiades se
acercó con tono paternal y lo tomó con suavidad de la muñeca:
—Vamos, te
daré una tizana para dormir y ya verás; en la mañana te presentaré al hermano
Tarsicio, y verás que está sano, por más gritos que resuenen cualquier noche.
El hermano Tarsicio
era uno de los habían estado interrogando a Nicandro, así que se lo imaginó
quemándose en una hoguera o mordido por jaurías de lobos, pues antes nunca escuchó
sobre “cilicios”. A la mañana siguiente lo miró absorto, casi resignado y, a
manera de explicación y confidencia, Tarsicio le mostró su muslo izquierdo con
una llaga horizontal. Le explicó con fingida naturalidad —tartamudeando al
hablar— sobre un ejercicio voluntario, para templar su espíritu y acercarse a
la santidad, pero el chiclero no creyó ni entendió esos motivos.
Con la pequeña
maleta lista para despedirse, Nicandro tuvo un acceso de berrinche infantil.
Comenzó a patalear y gemir que le habían prometido entrar a la alberca sin
cumplir:
—¿Qué clase de
hombres santos son? No cumplen promesas.
Contrariado,
el cura Melquiades atrasó la salida y condujo a Nicandro para un chapuzón.
Al parecer,
nadie en el sitio apreciaba las albercas, pues las dejaban sin servicio de
calentador. Las hojas eras retiradas por precaución, pues se decían que causaban
presencia de alimañas, así, el espejo de agua brillaba claro y frío.
El agua fría
resultó menos entretenida de lo imaginado. Mientras braceaba en la alberca gélida,
Nicandro tuvo una idea. Le habían preguntado muchos temas, menos si traía consigo
otra envoltura con profecías:
—Señor cura
—que así de formal le hablaba— hay una cosa que nadie me ha preguntado.
—¿Qué falta?
—No preguntó
si yo cargo otra envoltura con una adivinación nueva y sí tengo una.
Melquiades
hizo una mueca de desconcierto que pretendía ser sonrisa:
—Entonces
apúrate a salir del agua, para que veamos ese prodigio.
Era otra
envoltura ordinaria, que indicaba la marca de los chicles, con colores alusivos
al sabor frutal. En la parte de atrás aparecía una frase breve: “Caerá Maciel”.
Mientras la enseñaba el visitante dijo:
—No entiendo
¿quién es Maciel? No conozco a ninguno con ese nombre.
El cura se
santiguó con nerviosismo, guardó el papel en su bolsillo y pensó: “Esto debe
referirse a Marcial Maciel, y es bueno que no entiendas su significado; un tema
tan peligroso se lo dejaremos a su señoría el señor obispo.”
El regreso al
departamento de la tía fue directo y sin sobresaltos, las horas de carretera
fueron domadas por somnolencia y cansancio.
Después Melquiades
reunió valor, pues el obispo estaba facultado para enviarlo a predicar en una
aldea selvática o ascenderlo. No quiso revelar el contenido de esta adivinación
por vía telefónica, solicitó una cita inmediata y anticipó: “Es tema de vida o
muerte.” A despecho de la urgencia expuesta, el obispo tardó unos días antes de
recibir a Melquiades y lo hizo esperar en la antesala, según el viejo rito
jerárquico: el subordinado espera. A modo de amuleto Melquiades escondía en sus
bolsillos una dentadura postiza y un pequeño revolver, el cual incautó a un
feligrés angustiado cuando amenazó con suicidarse en plena confesión. Los
minutos parecieron largos mientras el cura recordaba los argumentos del fallido
suicida y olía el aroma a incienso de la estancia.
El obispo
recibió al cura en la misma sala de sillones negros de piel. Después de las
reverencias de rigor, Melquiades fue al grano:
—Su señoría, mire,
esto es sobre Maciel.
—Hizo bien en
tomar precauciones, muchos están en su contra y hasta exigen su pellejo por los
escándalos de pederastia; pero acumuló tanto poder y es tan zorro que ha esquivado
cualquier tormenta sin un rasguño.
—El chico es
acertado, predijo lo de mi casa.
De modo
súbito, el obispo se enfureció:
—¡Ya sé lo del
rayo! Pero no llegaré a la Nunciatura con un papelito de chicles, enmarcando
con una frase como si se tratara de la nueva Anunciación de la Virgen. ¡Este
recadito es una basura! Fíjate bien en lo que te digo, si los Legionarios de
Cristo se enteran de que ya sé lo que viene o los contrarios se enteran, yo quedo
en medio de dos fuegos. Creo que no entiendes —miró con fijeza a los ojos,
respiró hondo— y te lo explico para párvulos, entonces unos me odiarán por
callar y otros por revelar. Es imprescindible que nadie se entere y nadie es
nadie, si se sabe lo mínimo hasta me acusarán ¡de espía!
El superior
pateó el piso y no había ninguna hormiga ahí; se calló, comenzó a hurgar
nerviosamente entre su ropa buscando algo. Melquiades se sintió en presencia de
un tigre y él mismo, un cervatillo. Pequeñas gotas de sudor asomaron en su
frente de modo instantáneo. El obispo sacó un encendedor de un cajoncito
próximo y dijo:
—Esto hacía
nuestra Inquisición con las brujas.
Quemó el augurio
y después de triturar las cenizas entre los dedos, continuó:
—Existen
personas a las que nadie extrañaría si se alejan para siempre y el chico está
entre esa categoría.
Melquiades
asintió mirando hacia el piso. Luego el obispo lo despidió con una frase en
latín y Melquiades se alejó espantado como si hubiera visitado al mismísimo
Satanás.
A la noche
siguiente el cura visitó a la tía Encarnación y la convenció:
—Ese chico
tiene vocación sacerdotal, pero no la ha descubierto; permítame conducirlo a un
retiro espiritual, pero no a cualquiera, él irá a uno especial —hizo una pausa
dramática, miró fijamente y soltó casi una carcajada socarrona— ¡a Europa! Sí,
el chico irá a Europa con todos los gastos pagados.
—Pero…
La
interrumpió:
—No hay peros que
valgan, esto será la salvación para su chico, su sobrino según entiendo, y
hasta le ganará indulgencias en el cielo para usted y su familia entera.
El día terminó sin novedad aparente. Las calles y el
sol de mediodía a Nicandro le parecían más parejos que nunca antes. Esa
uniformidad adquirió tal relevancia que se alarmó, él que jamás se preocupaba...
A estas alturas del transcurrir siglos deberíamos saber, al menos, lo mismo que
los adivinos griegos: ellos señalaron que un vidente es incapaz para
interpretar su propio porvenir. Escribieron sobre Casandra, la princesa de
Troya, previniendo sin fortuna a sus conciudadanos del engaño del Caballo hueco.
Cualquier oráculo debe esconderse entre frases incomprensibles, para que
únicamente sea descifrado después de que suceda lo predicho. Hay quien mira en
esa precaución de la pitonisa una típica astucia a lo Ulises: para engañar a
los espectadores. Sin menospreciar la
astucia del griego clásico, debo anotar la simpleza de espíritu en este
infantil personaje (tipo sin edad, aunque sería más justo indicar que es un
niño perpetuo) incapaz de interpretar signos escondidos. Los mensajes recibidos
eran evidentes y, si difíciles, serían otros quienes los descifren. En ese día
lo extraño era la monotonía y ahí está una clave: la piedra lanzada por los
aires avanza sin percibir cambio, esa debe ser su travesía más pareja hasta chocar
en el suelo. Imaginemos a la piedra escondida entre la honda de David, su veloz
viaje no le resulta extraño sino cuando ha roto el duro cráneo de Goliat. Así,
el exceso de monotonía cabría interpretarlo: el más fatídico de los signos
premonitorios.
Antes del
anochecer, Nicandro regresó a casa y Melquiades lo esperaba ojeando una revista
deportiva. La tía había preparado la “maleta” improvisada con una caja de
cartón atada, donde cabían completas las pertenencias del sobrino.
El cura saludó
con fingida cordialidad:
—Ahora serás un
santo, uno dedicado al Señor, ya nunca más tendrás que vender bagatelas ni
sufrir los peligros callejeros, pronto se abrirán para ti las puertas del
cielo.
Nicandro se alegró
sin hacer aspavientos; pensó en largas vacaciones y supuso se relacionaban con otro
presagio recibido hace poco. Esa era la última y nunca habría más. Ahí, descubrió
un dibujo con estilo renacentista. Le vino a la mente un mapamundi de escala
ínfima y consiguió una lupa de aumento para apreciar el detalle, donde el
pequeño y elaborado dibujo indicaba una estrella flotando en mitad de una
habitación. La especie de estrella levitando sorprende a un anciano ataviado
con un gorro de tela suave, sobre la estrella hay letras de algún alfabeto
ajeno y al centro un acróstico idéntico al letrero sobre la cruz de Cristo:
INRI.
Un día anterior,
cuando el peluquero del barrio miró el papelito, se admiró y determinó, como
acostumbraba, con aire sagaz:
—Sin duda, es Rembrandt
mirando el destino en la Cábala; las cuatro letras poseen un significado
profundo para los alquimistas, será mejor que lo ocultes por tu seguridad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario