Por Carlos Valdés Martín
Así, tras una edad de tristeza arribó un profeta con pretensión de
levantar la maldición de la comarca entera.
El disco celeste parecía congelado desde hacía décadas y en vez de
cálidos rayos enviaba soledades blanquecinas sobre el valle. Desde ese tiempo
de los Padres quedó sin brío y como agotada su fuerza, por un maligno ataque de
tristeza, signando un color sin tonos ni brillos. Así, desde las alturas,
contagiaba al pueblo entero con un ánimo menguante.
Los enormes árboles perdieron su verdor y hasta las grandes peñas se
mostraban contagiadas de caliza, tan débiles que semejaban más natas cuajadas que
rocas.
El amanecer carecía de ánimos, ni el gallo se atrevía a cantar al alba
ni los pájaros entonaban alegrías matinales. Y el manto de la noche se retiraba
discreto, dando espacio para labores y tareas pero aconteciendo sin calor ni
claridades.
El mediodía no traía mejoras, bastaba esa luminosidad para ocultar las
sombras, pero bajo los objetos un fantasmal remedo de oscuridades se disimulaba
como una acusación por un Sol ausente. Y en vez de cálido momento, un rayo
gélido surcaba los campos y un reflejo mortecino salpicaba las crestas marinas.
Quizá invierno perpetuo o tristeza se anunciaban desde el amanecer y la
hora del ocaso no otorgaba la graciosa paleta de amarillos y naranjas fogosos,
al contrario, era una niebla de olvidos que retiraba las claridades de esa tierra.
La rutinaria calma fue sacudida por quien decíase nieto de Zaratustra,
el último sucesor de aquél osado que lanzó su maldición contra los espíritus
mediocres. Este extranjero arribó gritando entre una polvareda:
–¿Dónde se ocultan los mediocres? Aquí traigo una espada para abrir sus
venas, por donde no corre sangre sino hielo líquido. ¿Dónde se esconden los
mediocres? Están huyendo de mi mano, corren a refugiarse entre el trigal húmedo
y oscuro.
Caminó por la vereda, provocando revuelo con sus gritos y amenazas. Los
niños y los ociosos se aproximaron a curiosear, hasta que se adueñó de la pequeña
plaza del pueblo. Incluso una villa pequeña como la nuestra posee una placita empedrada
con una fuente central, donde es costumbre que una rotonda de piedra encierre
una pirámide cónica y fluya un hilo de agua cristalina. Ahí sació su sed de
viajero y se encaramó sobre el borde para hacerse más notorio.
Algunos adultos curiosos se acercaban sin dirigirle la palabra y
bajando la mirada, los niños sí vimos directamente sus ojos azules pero con
temor. Por los encajes dorados de su ropa los ancianos sospechaban que el
profeta era un enviado del lejano Rey, por eso no lo expulsaron a palos y evitaron
las murmuraciones bajo un silencio reverente.
Desde el borde de la fuente, el profeta siguió con sus vocerías y
exigió la presencia del jefe local.
Terminaron las horas del mediodía antes de que un tendero gordo poseedor
del título de jefe local se aproximara al forastero.
Arrastrando los pies y con sombrero gris entre las manos sudorosas, el
jefe se aproximó con cautela y aconsejado por los ancianos mantuvo su distancia.
Avanzó cauteloso por creerlo enviado del Rey y porque en el cinturón del
extraño asomaba la empuñadura de una espada. Saludando con suavidad preguntó si
traía algún mensaje desde la capital del reino.
Sin intentar responder esa pregunta el profeta dijo:
–La triste oscuridad viene de los corazones pálidos y sin vida. No es
este Sol un astro que muere, sino los corazones sin brillo me decepcionan y
ofenden. Vengo aquí para que me entreguen a los cobardes entre los cobardes y a
los temerosos entre los débiles, así terminaré con su sufrimiento.
El jefe creyó escuchar una orden proveniente desde el lejano Rey, así
que se apresuró a obedecer y sin dilación reclutó a pobladores con mala fama. El
jefe local eligió y pensó rápido en deshacerse de un villano pendenciero casado
con una hermosa lugareña, del heredero de un predio que ambicionaba y del más
pobre del pueblo.
Al llegar a la placita, los tres elegidos temieron lo peor y entonces lloraron
y se revolvieron por el suelo, suplicando por sus tristes vidas. El profeta los
increpó y, en efecto, sacó una espada brillante de una empuñadora, mientras les
hablaba:
–Los llevaré a la montaña perdida, mas no irán en vano sino a enfrentar
el peligro y redimirse por completo. Si regresan a su hogar quedarán cubiertos
de alegría y también de honores. ¡Abandonen cualquier temor!
Habló con brevedad pero con tanta energía que los elegidos quedaron
calmados y los vecinos sonrieron, pues no se dieron cuenta que ese futuro regreso
resultaba sometido a un “si” condicional.
Los tres empolvados y todavía temblorosos siguieron a su líder
desconociendo su destino. Casi todo el pueblo los miró alejarse hasta
desaparecer como un punto en el horizonte.
Al anochecer la población del lugar quedó en vilo,
angustiada e intrigada con el destino final de los vecinos. En lugar de rutina
y melancolía el espanto y la inquietud avanzaron como el fuego sobre la pradera
seca. En la noche los adultos del pueblo mediante una improvisada y agitada
asamblea deliberaron, cayendo en cuenta que había sido un error entregar a los
elegidos como corderos de sacrifico ante un desconocido, sin preguntar antes en
la lejana capital del reino. Las últimas palabras del extraño, al ser
reflexionadas adquirieron la turbulencia de un peligro y la incertidumbre de
una amenaza. La esposa de uno de los elegidos, la hermosa Áurea mostró a sus
hijas pequeñas mientras lloraba amargas lágrimas e increpaba a los lugareños
por sacrificar a su marido. Los padres ancianos del otro elegido se apersonaron
y soltaron un enternecido reclamo, recordando que a quien despreciaron como
cobarde, también era el más amoroso de los hijos. Luego de deliberar, los
habitantes recapacitaron y sintieron que habían cometido un grave error;
lamentaron la decisión precipitada (y taimada) del jefe, pero en esa villa no poseían
caballos para perseguirlos. Sin ningún remedio práctico, aferrando una delgada
esperanza, rogaron con tristeza y rabia a sus dioses antiguos y a los espíritus
del campo para devolver ilesos a sus vecinos.
Caminaban con prisa, obligados por el profeta, quien tenía urgencia de
enfrentar al destino. Al caer la tarde su líder ungía a sus elegidos con un
oloroso aceite rojo, picante como la canela, mientras recitaba oraciones para
extraer el miedo y la debilidad de los corazones. Al terminar sus ritos
repartía en partes iguales la escasa provisión que cargaban y daba la orden de
dormir. Tan exhaustos como sorprendidos, los elegidos no tuvieron intención de
escapar o de sublevarse contra un guía que los trataba con extraña
consideración.
Luego de tres agotadoras jornadas el profeta los condujo hasta una
montaña rocosa y deshabitada, anunciando que se encontraban en el punto
geométrico preciso. Antes del ocaso, entre grandes monolitos pétreos les señaló
una abertura y dijo:
–Ahí se esconde el más terrible monstruo. Si ahora osan cruzar ese
umbral quizá nunca regresen, pero si vuelven a la superficie victoriosos habrán
salvado a la comarca de esta terrible debilidad, porque del otro lado del
mundo, el Sol está moribundo y necesita de quien le entregue un nuevo aliento.
No los culparé si mis plegarias todavía no destierran el temor de sus corazones
y entonces rehúsan entrar. Si regresan a su pueblo sin afrontar el peligro nadie
lo sabrá, pues yo mismo nunca pisaré sobre mis huellas. Si se atreven a ir más
allá del umbral su comarca y el reino entero serán salvados. Yo cruzaré primero
y no miraré atrás, síganme y serán bienvenidos en la oscura calma debajo de la
tierra.
Antes de partir el profeta dijo estas enigmáticas palabras:
–Basta un martillo y un cincel para crear otro mundo, pero falta la
mano audaz de un aprendiz que ahora me acompañe.
Puestos en la urgente encrucijada de seguirlo o escapar, cada uno
razonó su situación.
El primero dijo:
–No es que tema por mí, pero tengo hijas pequeñas. Si yo falto será su
desgracia. No iré.
El segundo dijo:
–En esta jornada he reflexionado y me he convencido: yo poseo una
pequeña parcela, hasta ahora descuidada pero es mi legado y debo a mis padres
esas tierras, así que regresaré al pueblo.
El tercero dijo:
–Ni hijos ni esposa ni tierra tengo, el más pobre y olvidado en la
comarca soy. En el pasado me espantó la miseria y el abandono. Si falto creo
que nadie me extrañará. En fin, no sé si entraré esperando lograr una hazaña o
porque le he tomado afecto al profeta. Como sea, yo sí entraré.
Sin más palabras el tercero se despidió de sus compañeros con un abrazo
y luego sus pasos se perdieron entre la oscuridad de la caverna. Ante la
decisión, el profeta sonrió y sin dar más explicaciones se escurrió por el
hueco negro y el eco de sus pasos se fue reduciendo con rapidez, hundiéndose en
lo profundo de la montaña.
Conforme los últimos ecos de pasos
perdidos entrando hacia la caverna se escurrían desde el fondo, también brotaban
un viento fétido y ruidos indescifrables. Consternados, los cautelosos se
prometieron aguardar por señales de un regreso. Pronto la oscuridad se hizo espesa y ruidos tenebrosos
escapaban de la oquedad de la montaña, luego brotaron murciélagos amenazando con
más desgracias, entonces los cautelosos optaron por apresurar una difícil
travesía de regreso.
Extrañados y asustado, regresaron pero su mente permaneció agitada por terrores
nocturnos y el látigo de las palabras del profeta. En el solitario trayecto sin
Luna, tropezaron con rocas, sintieron cómo las aves nocturnas rosaban su piel y
el ruido metálico de bandoleros convertidos en animal de presa los asechaba. La
Luna desapareció por entero y las nubes bloquearon a las estrellas; así, que
dos manos se entrelazaron para guiarse mutuamente, a tientas entre los peligros
del desierto. Cien veces imaginaron que demonios del subsuelo los perseguían y
el lento avance creció en intensidad. En su recuerdo observaron un combate y agonía
mortal entre el profeta y los demonios malignos que encadenaban al Sol. Sin descansar
y magullados por los tropiezos, al amanecer encontraron el camino hacia la
aldea y, en esa ruta, compartieron sus ensoñaciones hasta aderezar lo sucedido.
Al llegar a su pueblo se quedaron maravillados por el efusivo
recibimiento. Jamás en sus grises existencias había ocurrido algo semejante,
pues en ese lugar ya habían olvido la existencia de fiestas desde la
implantación del largo invierno.
Mostraron sus heridas por el amargo trayecto, balbucearon su versión y entonces
el jefe del lugar explicó que el grupo completo entró en la caverna y adentro apareció
un gran demonio, al cual abatieron, ellos a pedradas y el extraño profeta con
su espada, pero en la agitada lucha los demás cayeron en un abismo negro y
ellos salvaron el pellejo.
La narración resultó tan conmovedora y con el pueblo entero como
testigo que pronto desde la lejana capital vino una recompensa, pues los
sobrevivientes quedaron investidos cual sacerdotes del culto local.
En lugar de rutinaria tristeza renació un fervor devoto entre los
lugareños que contagió a los pueblos vecinos. En honor a los caídos un cantero
repujó un hermoso mármol blanco donde colocó la leyenda: A su “profeta del Sol”
y al pobre cordero “óbolo sacro”.
Los sobrevivientes tan contentos como culpables recibieron los dones y como
primer precepto del nuevo sacerdocio impusieron un tabú: nunca acercarse a la
caverna donde se plasmó la última huella del profeta y su sacrificio.
Tras tantas agitaciones fue un niño de ojos verdes quien primero notó
el cambio: un círculo amarillo intenso cubría el cielo. Cuando ese septuagenario
invierno terminó y el astro recobró su antiguo colorido, los habitantes se
sintieron emocionados y por la mente del más anciano surcó esta extraña idea
sobre el Sol: “Lamiendo flores y argentando arenas”[1].
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