Por Carlos Valdés Martín
Christy miraba
desde arriba del hombro a los patrioteros mientras anhelaba unas vacaciones en
Miami. La aspirante a dama de high-society
se burlaba sintiendo que unos bolsos de moda colgaban por encima de cualquier
estrofa de un himno nacional. Su peinado de salón carísimo y a la última moda sellaba
un ticket de entrada al jet-set y se mofaba de los trajes bordados que cosen
las indígenas de la serranía. Ella escaparía para no sufrir las fiestas
patrias, para ella manaba de los agujeros subterráneos una invasión de ñoños
con gorritos de fiesta, tipos sudando tequila y las gordas oliendo a sopes… Para
alejarse ella acudiría a los “uotless del
mall” y gastaría con una tarjeta de crédito internacional. Anticipaba en su
imaginación que el 15 de septiembre la masa de gritones aglomerada en el zócalo
miraría al avión surcar la noche, mientras ella brindaba solitaria con champán.
En el avión esperaba no escuchar el “cielito lindo” ni el “son de la negra”.
Aunque los mariachis le parecían guapos, una versión deseable de hombría tan
escasa en su propio mundo globalizado.
De milagro
pasó la tarjeta de crédito: por fin una falla en el sistema bancario la
favorecía, pues la tarjeta vencida pagó el boleto de avión. En cierto sentido,
cada quien inventa su patria y se las arregla para arraigarse o huir. Christy
había decidido ocultar el nombre “María Cristina”, su pelo negro teñirlo de rubio
estricto e intenso… y seguiría por esa línea camaleónica para olvidarse de los
tacos, tlacoyos, moles y cualquier sabor a mexicano. ¿De dónde venía ese fervor
por terminar con su pasado azteca y el olor a pueblo? Venía de aspiraciones y
conflictos que —en este contexto— resultaría largo explicar. A esa inclinación
se sumó un poco de fortuna económica y un par de “golpes de suerte” la sacaron
del barrio donde creció y la colocaron en una suite de la zona rica. Estaba en
racha de suerte, así que venía su oportunidad para alejarse del país. Con
tiempo consiguió un pasaporte de turista y explicó —con falacia— que su motivo
de viaje era solamente turístico.
El despegue
del avión fue emocionante y la sensación de un asiento más grande de lo normal
era una recompensa suficiente. Por si fuera poco el clima de Miami era
espléndido y la zona de tiendas refrescaba con aire acondicionado y ofertas,
más ofertas, siempre ofertas… La noche fue para celebrar. Aunque viajaba sola Christy
sintió ganas de compañía para celebrar y, con coquetería, no dormiría sola. El
bar brillaba con el neón y el reflejo de los cócteles preparados. En el bar
pronto se acercó un mulato con el pelo rubio. Ella se dijo: “No parece
corriente y su musculatura de gimnasio es envidiable.” Las sonrisas se convirtieron
en carcajadas. La calle se bamboleaba de tanto alcohol y besos. Lo acompañó
hasta un cuarto de hotel.
Cuando ella
despertó con resaca se dio cuenta de que él no estaba ni tampoco su cartera.
Voló la ilusión de la noche con un amanecer de dolores de cabeza, sin tarjetas
de crédito ni el pasaporte. Cuando menos un automóvil rentado la esperaba, como
un signo de la fidelidad que mantienen los objetos inanimados.
Tomó el
volante y la luz le molestaba. Buscó un sitio para quitarse la resaca y buscó
unos pocos billetes ocultos en un doblez de su cinturón. ¿Dónde aprendió a
esconder billetes en un compartimento secreto? Fue en una película de vaqueros
de la infancia, y adquirió esa costumbre: cosía un discreto revés de tela en
sus cinturones donde escondía unos.
Un whisky
disipó su resaca y unos cuantos más le regresaron el valor para afrontar muchos
trámites. Salió del sitio y se dirigió a un oficial de policía. En su pésimo
inglés intentó explicarle lo sucedió. El policía le solicitó ayuda. Cuando el
oficial le pidió identificaciones y no se las pudo proporcionar, la situación
adquirió un giro agrio. La llevó en calidad de indiciada de algún delito.
Comenzaron a investigar y en la comisaría la colocaron en un rincón cerrado:
remedo de cárcel provisional, sin facilidades ni para ir al baño. Acudió otro
oficial, escondido tras gafas oscuras, que le acusaba por indocumentada.
Los oficiales
le exigían al menos su copia de pasaporte o el teléfono de su hotel. Por los
nervios ella olvidó hasta el nombre del hotel. Empezó a llorar y a suplicar en
español. El oficial se molestó y mandó por el servicio de inmigración. A la
espera la dejaron en el mismo rincón, incomunicada y sin agua ni comida:
resurgió una sed como de quien atraviesa el desierto.
Christy era
una prisionera más. La cambiaron de la comisaría hacia un centro de detención
de indocumentados: masa humana hacinada, una multitud variopinta lanzada desde
los mil rumbos del sur del planeta. Había chinos, filipinos, dominicanos… y
muchos mexicanos; desde la gente más dócil y amable hasta los personajes que
daban miedo con solo mirar. Sin ropa para cambiarse ni pastillas para calmar un
dolor de cabeza. Aunque en las noches solamente escuchaba breves murmullos le
resultó imposible pegar los ojos y dormir.
Le prometieron
que acudiría personal de la embajada. Transcurrió un largo día de 24 horas,
cada hora de sesenta minutos, y cada minuto de sesenta segundos. Para ella
nunca había avanzado tan lento el tiempo. Sin nada interesante qué hacer,
mirando por el hombro, temiendo miradas hostiles. No concilió el sueño y el
insípido alimento sabía a jabón. Transcurrió un segundo día igual de lento,
parecía que el reloj estuviera detenido. Cansada, con el cuerpo adolorido por
tensión muscular continuada. Lentamente llegó el tercer día.
Tras los tres
largos días de encierro un funcionario menor la escuchó. El funcionario movía
la cara con señal de pena y aburrimiento. Pena por el sufrimiento ajeno,
aburrimiento porque todo llevaba hacia lo mismo:
—Disculpe
usted, es poco lo que puedo hacer, en unos días le conseguiré una copia de su
pasaporte, pero la visa americana… eso no depende de mí sino de ELLOS.
Ella
comprendió que “ellos” era un término mayúsculo, una plataforma alta y lejana,
como el pico de una montaña del Himalaya. Resulta que “ellos” se agrupan y
reúnen, que están amurallados como guerreros feudales tras los muros de su
castillo. La habían atrapado los cocodrilos que resguardan el foso al pie del
castillo de Norteamérica. La inocente ambición de pertenecer a “ellos” se
desmoronó con rapidez. ¿Los volvería a mirar a la cara sin recordar esos días
de insomnio y temor? No sería posible.
Cuando regresó
era 15 de septiembre en la Ciudad de México, a lo lejos escuchó las
detonaciones de cuetes para fiesta y entendió de dónde salía tanto regocijo.
Suspiró y se sintió tranquila: eso de tener alguna nación de la cual agarrarse
no es asunto de tontos, aunque ella seguía como los “ocupas”: sin pagar el
alquiler por una nación.
Al salir del
aeropuerto miró el cielo nocturno con nubes entretejidas, mezclando la
oscuridad y leves matices de bruma blanca; escuchaba la cohetería lejana y, de
pronto, las chispas de un crisantemo se dibujaron en el cielo. La destreza de
los artesanos de Tultitlán había convertido esas chispas en un juego tricolor y
ella recordó: “Cuando niña iba a la feria, me subía en los hombros de mi madre
y gritaba de emoción con las estrellas artificiales”.
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