Por Carlos Valdés Martín
Existe una paradoja en el incremento unilateral del poder del individuo,
porque la facilidad arrastra también sus misterios y sus cuestionamientos, así
como una enorme mole proyecta su sombra colosal, el poder proyecta su
lado oscuro. El crecimiento ilimitado del poder individual ofrece un tema
apasionante de la literatura y motiva la reflexión ética. Ejemplos inquietantes
se encuentran en los cuentos de Bradbury, especialmente, bajo la apariencia inocente
del cumplimiento simple de los deseos. Si los deseos se cumplieran
instantáneamente y con la mayor facilidad, el destino cobraría contragolpes
enormes, por lo mismo la facilidad mágica para conseguir los deseos merece un
estudio cuidadoso. Cuando la literatura nos ofrece fantasías, la experiencia
colectiva nos señala pesadillas; entonces el contraste entre la narrativa
frente a la política resulta de lo más ilustrativo.
Control remoto
El tema de la omnipotencia personal —imaginado desde tiempos inmemoriales— se
amplifica en el ámbito moderno por la fuerza productiva material, que hace
sentir a los individuos nuevas potencias en sus venas, energías superiores que
los invitan al accionar sin fronteras, que despiertan apetitos inmensos y esto
en un torbellino de fuego. La antigua lámpara maravillosa indica la misma
intensión, pero los temas de la capacidad para que “sus deseos son órdenes, mi
amo”, se incrementan con la fuerza concentrada que es el dinero; el dinero,
como fuerza social concentrada en las manos, indica las posibilidades
crecientes de la acción, un campo infinito para conectar el deseo con la
realidad. El puente “estructural” entre el deseo y la realidad lo tiende el
proceso de trabajo, la transformación material que reactúa con un medio preciso
(herramienta) sobre un material dado (material prima) para llegar al resultado
(producto deseado) por medio de un proceso (el trabajo mismo) que contiene la
realización de una intensión (el deseo comentado). Este puente normal que genera
el trabajo se abrevia con el progreso de la “civilización”, aunque desconocemos
el punto final de la reducción (menos tiempo, menos recursos, menos
esfuerzo...). Ahora, el símbolo de esa reducción de los esfuerzos y tiempos
para colmar el deseo se representa en el aparato de botones de “control
remoto”; pues con ese aparatito se remonta la distancia y el más simple
movimiento del pulgar modifica al aparato emisor de señales; entre la voluntad
deseante y el acto resultante en medio sólo reina el simplísimo movimiento del
dedo. El vacío espacial entre el control remoto y la televisión simboliza que
el proceso de producción se ha reducido a una nada y que en el “instante” nuestra
voluntad alcanza al televisor (que es la ventana al mundo).[1]
La majestad del poder se condensa en la simple operación de un apretón de dedos
sobre el control remoto (recordemos que se dice que los hombres en masculino
son los fanáticos de tener el control del televisor en sus manos, y que la
pérdida del “control” es motivo de divorcio).
Un peligro cumplido
En La piel de zapa de Balzac un
misterioso talismán poseía la cualidad de cumplir instantáneamente los deseos
de su amo, y no solamente los pronunciados, sino cualquier “quisiera”, “me
gustaría” y por esa vía se cumplía cada capricho, por insignificante que fuera
y cualquier pretensión se cumplía por difícil que pareciera. El sino fatal
regresaba acortando la vida misma por cada deseo pronunciado, el trueque
simbólico era la muerte a cambio de los
deseos, por lo que esa piel de zapa empujaba en una vía que conducía a la
fatalidad. El personaje Eugenio, pretende detener ese proceso, busca abstenerse del acto mismo de aspirar a
nada y se convierte temporalmente en un ermitaño, sin intersecciones con el
mundo, para evitarse el desenlace mortal.
Esta llamativa asociación de ideas entre la instantaneidad del deseo y un
peligro mortal no fue una casualidad literaria. Al desencadenar ciertos
pensamientos positivos al extremo se presenta una operación sicológica de
rebote, un regreso al punto de arranque que no lleva hacia ninguna parte. Así
como el amor conduce al pensamiento trágico del desamor, la pérdida o la
traición, también las imágenes de la plenitud de la vida, nos rebotan hasta que
estamos plantados en el camposanto de la oscuridad eterna. ¿Simplemente opera
un mecanismo de temor contra la realización de deseos y el castigo de una
estructura inconsciente como señaló Freud? En efecto, la represión al deseo que
se asimila desde la infancia, sobre deseos inaceptables (típicamente teoría del
Edipo), luego causa culpas y despierta cualquier cantidad de temores
enquistados, en la profundidad de la inconsciencia.[2]
Sin embargo, la asociación de temas entre lo instantáneo del deseo y la
muerte ofrece una justificación mayor que el mero rebote de culpas de todo
tipo. El mismo proceso de perfeccionamiento de la tecnología encierra una
estructura tal que oculta el proceso previo; por ejemplo, al escuchar música
grabada no requiere conciencia de la historia de la música, que unida a la
historia del desarrollo de la tecnología electrónica dan un disfrute.
Simplemente, el consumidor se disocia del proceso de producción y goza del
resultado; inclusive desprecia la maravilla contenida en el producto
tecnológico que se posee inmediatamente. El sujeto individual, ignorando las
premisas, disfruta instantáneamente al objeto, y esa actitud de un hedonismo
superficial es favorecida universalmente por el mercado; de tal modo, que el
disfrute del objeto se convierte en sinónimo de su aniquilación acelerada.[3]
Si el emperador quiere
Ahora bien, también ha surgido una deformación cuando el deseo se está
volviendo superficial y nocivo al objeto que desea. El deseo mismo no se
presenta como una operación ordenada y esencial del sujeto, sino como una
colección de caprichos, además mientras más encumbrado el sujeto más
desordenados e imperiosos son sus apetitos. La imagen propia de esta operación corresponde
al soberano absoluto, al emperador que ansía quedar divertido por su corte, pero
si falla la risa de su juglar, el emperador mandará que le corten la cabeza.[4]
En esta óptica, estrictamente, el deseo es nocivo y peligroso, por lo que
deberá ser contenido, normado éticamente para que no genere una vorágine de
destrucción. El viejo Séneca intentó educar moralmente a Nerón, pero fracasó y
le costó la vida su error.
La instantaneidad del cumplimiento del deseo no lo vuelve más
satisfactorio, sino que lo deprecia, la facilidad lo convierte en menos. El
momento de la carencia causa que la satisfacción sea lo más urgente; a su vez
la satisfacción, por su naturaleza, hace que se olvide la necesidad originaria.
El viaje entre la urgencia y el olvido favorece la falta de organización, es
una estructura como por estertores; el salto sin medida entre un “quiero” y otro
“quiero”, que se ha convertido, en la aniquilación sin sentido de cada momento
del deseo y la conversión de la “satisfacción” del quiero en su contrario, su
conversión en una continua ansiedad, en la puerta repetida hacia otro “quiero”.
Fue una intensión constante de la antigua teoría política el moralizar a
los gobernantes; hasta antes de El
príncipe los escritos políticos trataban siempre sobre lo que sería el
mejor gobierno y la verdad para lograrlo. Mediante un tratado sobre la política
el sabio aconsejaba al emperador para que no se dejara llevar por apetitos
vanos, buscando el ejercicio ético del gobierno. La tendencia de los textos
políticos antiguos para moralizar no fue una excepción, sino parte integrante
de esas culturas, donde la ideología también operaba como un freno sobre la
agudización de las contradicciones. En la misma perspectiva, las religiones y
costumbres en torno a gobiernos antiguos estaban dedicadas a enjaular las
pasiones peligrosas del rey. Como expresión de esa tendencia, especialmente
ilustrativo me parece el hieratismo y mutismo del emperador japonés que, por
las reglas de etiqueta cortesanas, procuraba moderarse en cada aspecto y permanecer
discreto. Pero consideremos que esas buenas maneras del emperador también eran
de gran utilidad a la corte que lo rodeaba y hasta para el pueblo. Recordemos
que el emperador podía convertir sus deseos en pena de muerte, por lo que no convenía
un desbocamiento de sus deseos al impartir justicia. Dado un contexto de
pobreza general, imaginemos los efectos que provocaban los deseos de los
gobernantes por acumular más palacios, más lujos, más obras memorables...
porque el esplendor imperial se paga con los tributos, con el trabajo gratuito
de los súbditos o hasta con guerras y saqueos a los vecinos.
El tinte de la corrupción
El término corrupción como señalamiento fue convirtiéndose, poco a poco, en
más común para señalar la profundidad de una falta grave, de tal manera que ha
calado hondo y podrido a quien lo hace. Proveniente del latín, para señalar una
condición que participa de lo que se rompe internamente, que corroe y marca una
condena moral, el término “corrupción” pasó a la crítica moral del primer cristianismo
y se conservó en el acervo del cuestionamiento contra los poderosos.[5]
Mientras en la Edad Media el mayor temor fue caer en los pecados capitales que
arrastraban al infierno, con el periodo moderno más laico las cuestiones
públicas fueron objeto de una crítica sin tintes religiosos. Con el tiempo, el
término corrupción adquirió un filo para señalar a los gobernantes que se
aprovechaban de su puesto para enriquecerse y traicionar el mandato de servicio
público.
Desde finales del siglo XX la corrupción de los gobernantes se ha vuelto un
tema de análisis políticos y estudios estadísticos, hay organizaciones
dedicadas a analizar y combatir ese flagelo. ¿Hay un motivo para tanta alarma? Al
parecer sí lo hay, por tanto conviene adquirir vacunas y poner remedios.
Para los antiguos parecía bastar una dosis de moralidad para detener los
apetitos excedidos de los gobernantes o una educación suficiente desde la
infancia, para cortar esa fuente de la corrupción.[6]
La modernidad ha propuesta más medidas como la división de poderes, la elección
temporal, los contrapesos, la transparencia de la información del Estado, las
auditorías y supervisiones al gobernante, etc.
El querer dividido
El freno que representa una serie de instituciones para el ejercicio
arbitrario del gobierno se repite con la idea liberal de la división de
poderes. En los regímenes antiguos existió una separación de poderes bajo la
forma de separación entre potencia espiritual y terrenal, división entre el
sacerdocio y el gobierno directo. Resulta evidente que esta separación parecía
como un resultado casual y no un diseño inventado por una teoría política, pero
la inercia social favorece este diseño. Los reiterados atributos religiosos de
los gobernantes y los continuos mandatos terrenales de sacerdocios oscurecen
que exista una separación funcional de dos poderes, que tienen efecto político
directo y que no son simple división del trabajo, lógica de operación entre
ramas de la producción, sino que se trata de una confrontación entre el poder civil
y el sacerdotal.[7]
La misma existencia de la Ley
implica una limitación de la voluntad del poder, la existencia de un código
previo significa que el gobierno está constreñido, que la corona es también un
círculo que aprieta la cabeza reinante. Esta barrera legal ante los arbitrios
del gobernante se perfecciona y se sistematiza, porque el poder para crear
leyes queda en manos de otros, en una organización dedicada a hacer leyes, por
lo que se le llama “legislativa” o bien resguardado en un momento previo,
mediante una “constitución”. Debido a que el sistema de organización de leyes y
reglamentos se convierte en una trama compleja, es que la potencia de toda la
sociedad concentrada (que es el Estado) se sujeta a carriles previamente
convenidos; digamos que a mayor densidad de leyes el arbitrio del Estado resulta
menor. En fin, el “gobierno de leyes” se supone que debe ser la fórmula para
que se evite la tiranía, entendida como el gobierno del capricho encumbrado. De
esta manera la ley es un freno al gobernante, que sirve para constreñir el
enorme aparato a su servicio; aunque el gobernante posee algunos mecanismos
para violentar o torcer leyes, especialmente, cuando es “juez y parte”.
Cae la máscara de un dios
En el ambiente republicano donde un dispositivo de leyes y costumbres le
está marcando al gobernante las pautas exactas de un comportamiento, significa
que el sujeto gobernante no destaca más allá de una operación especializada,
que maneja diestramente un escalón parcial del Estado. Dicha operación parcial
no contiene repercusiones sicológicas evidentes,[8]
en cambio cuando el poder concentrado se convierte en absoluto la repercusión
sicológica resulta enorme. Observemos el caso donde un individuo concentra las
riendas estrictamente o donde resortes de control coinciden en una mano. No describo
a organizaciones tan institucionales donde gobernar define evidentemente una
investidura temporal, y el gobernante no sostiene el peso de los destinos
colectivos sobre su cabeza. La figura que refiero aquí es la imagen del
emperador o del dictador absoluto. Esta clase de gobernante sin freno ni
restricciones opera como una caricatura de dios, envalentonado para emprender
las más inusuales metamorfosis como modificar por decreto la religión para
deificarse o embarcarse en las actividades de autodestrucción más irracionales,
como la aniquilación de Delhi y el incendio de Roma. Ante la facilidad para cumplir su deseo más
mínimo, las metas del gobernante absoluto podrían sufrir un continuo
deslizamiento hasta escalar cualquier delirio y pretender su apoteosis, confeccionando
su máscara de dios.[9]
El poder absoluto, en esta perspectiva, contiene la estructura de un delirio por la confusión sistemática entre deseo y
realidad.[10] A
diferencia del delirio individual, los devaneos de un dictador o un emperador llevan
a la destrucción hasta de millones de personas. En la medida en que lograban
éxito en su aplicación, las añejas ideologías liberales esterilizaban la prepotencia
de los reyes, pues señalaban una línea de conducta de más razonable; quitaban
monarcas absolutos y los convertían en constitucionales (limitados por la Ley,
sometidos al Parlamento). Desde esos lejanos tiempos veían que el único buen
emperador es aquél que jamás es emperador
en lo absoluto.
NOTAS:
[1] Un antecedente de este
gesto de voluntad apareció en el timón, que era empuñado por un capitán de navío,
representativo de ese poderío para conducir una enorme nave mediante un
artefacto asido por la mano firme.
[3] De ahí que a la
sociedad misma se le considere como “de consumo” en Baudrillard en su Economía política del signo.
[4] La superficialidad
bien ironizada por Carroll mediante la Reina Roja en Alicia más allá del espejo.
[5] El término “corruptio” es del origen latino,
señalando lo que acompaña (“co”) a lo roto, dando a entender una putrefacción
moral. Un hipótesis señala la alianza entre la “corrupción” con la estructura “imperial”,
por tanto con la preponderancia de estructuras muy verticales. Cf. Hardt y
Negri, Imperio.
[6] Como se observa en las
medidas de Platón para la República,
con sus reyes filósofos apoyados por guardianes fuertes y educados. Las tribus
en su vida comunitaria poseían sus propios mecanismos de convivencia que
facilitaban anular los abusos del gobernante, como se infiere de La rama dorada.
[7] La separación de
Iglesia y Estado ha sido uno de los grandes diseños que explican el desarrollo
y preponderancia de Occidente a lo largo de grandes trechos de la historia
universal. Véase El Estado absolutista
de Perry Anderson.
[9] Los emperadores
romanos institucionalizaron su deificación después de muertos, algunos la establecieron
en vida; la actitud de George Washington renunciando a su perpetuación en el
Poder, hizo que el término apoteosis se volviera una metáfora artística y de
recuerdo cívico.
[10] Como en
el narcisismo la libido (intensidad) se retira de todos los objetos, para
quedar confinada al yo, el delirio del gobernante implica un narcisismo
operando en la desvaloración de su reino, siguiendo a Fromm en El corazón del hombre, capítulo sobre el
narcisismo.
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