Por Carlos Valdés Martín
Adentro, todo listo en la gran tienda; afuera un
tropel de doscientas mujeres que entrará con prisa, buscando comprar primero en
el arranque de la nueva temporada. Terminó el verano y ahora deben de imperar el verde y marrón con
hojas doradas en relieve sobre vestidos y accesorios. Al filo de la gran tienda
espera una masa compacta de mujeres; es una maquinaria humana aceitada y
eufórica, lista para lanzarse en tropel sobre los vestidos nuevos. Es una
hermosa multitud que se moviliza tras una campanada, y un murmullo alegre la
acompaña.
Adentro olor a limpio, fragancia de telas
artificiales nuevas y accesorios de plástico; un orden preciso de pasillo con
objetos próximos a la vista y accesibles a la mano. El torrente humano se
distribuye rápidamente en pasillos inofensivos, y el bramido se reduce a zumbido,
casi brisa marina.
Tras la oleada una sola deviene individuo: Horacia
entra al frente del tropel y está eufórica; avanza unos pasos y queda
tranquila, frente a relucientes anaqueles de última moda. Desde niña prefería asistir
al estreno de las películas y colocarse en primera fila: ser la primera entre
los primeros. Ella se apodera rápidamente de tres prendas (canto armonioso de verde-marrón-dorado),
su tacto absorbe esos colores y una glucosa ficticia alcanza el hipotálamo. Lo
que ayer fue tristeza y hastío desaparece. Piensa “valió la espera”, abre los
ojos como platos, mueve los labios: hasta la saliva da una sensación dulce. No
hay ya a qué esperar y entra al vestidor antes de que esté ocupado por el
gentío de compradoras. Maniobra astuta pues estrenará más pronto. La reciente
disposición del sitio comercial permite usar primero y pagar la ropa al salir.
Dentro del pequeño cuarto probador, mira el espejo
de cuerpo completo y le refleja una princesa, como en fiesta de quince
años, cuando yace una ilusión en la
mirada. El tamaño es perfecto, el vestido al borde inferior del muslo, como
dicta la temporada. Se acabaron las dudas: el planeta espera ser conquistado
con esa nueva imagen. Brinca con gracia, como debería hacerlo Marilyn si
hubiese ganado el Oscar.
Luego de dejar el probador siente un viento frío y
un desconcierto: le parece que todas las compradoras ya traen un vestido nuevo,
conforme a la temporada. No las vio entrar al probador, a lo sumo pasarían unas
cuantas ¿Cómo lograron tantas cambiarse con esa prontitud? En cualquier
dirección mira una marea verde-marrón-dorada, como un atardecer en el bosque.
De modo maquinal acude a una caja registradora y
paga. Pero no abandona el sitio y camina hacia otra zona para calmar su
desconcierto. Es extraño: todas parecen haber uniformado estilo, son unos
camaleones de sexo femenino. ¿Qué sucedió con ese sentimiento de secreta
superioridad al mirar desde arriba a las demás cuando usan prendas fuera de
moda? En lugar de eso, Horacia lamenta un ambiente homogéneo a su alrededor.
En otra zona busca maquillaje y una dependienta ofrece
armonizar los colores de su cara con la ropa recién estrenada. La maquilladora parece
profesional y los tonos sobre el cutis son preciosos, sin embargo, Horacia siente
un dejavú. El resultado cosmético le
parece ya conocido, pregunta: —¿Este estilo se ha repetido alguna vez?
La maquilladora lo niega enfáticamente y luego
ofrece no cobrarle. Termina la tarea y guiña, garantizando que los espejos no
mienten. Horacia agradece sin entusiasmo, baja la voz y empieza a sospechar
algo terrible. Se aleja.
El modelo que estrena cada vez le parece menos
novedoso, como si proviniera de su memoria y no del anaquel reluciente. Se regaña,
como quien reconviene a una niña o a una loca: “La moda es novedad, siempre lo
más nuevo” Su mente lo repite: con todo y música igual a los comerciales. Lo reitera
cual oración y vuelve a hacerlo hasta calmar su temor.
**
Sale de la tienda, pero en su corazón se mezcla la
alegría con el desconcierto. Es hora de compartir, con quien tanto ha confiado
y acude de visita con su mejor amiga, Cecilia. Es cerca, camina unos momentos,
los transeúntes no parecen notarla; ella pasa cual leve brisa y no una hembra
en plenitud. Al menos, esa multitud de caminantes le parece reluciente, como si
la ciudad entera estrenara. El panorama hace eco de su ánimo: alegre y
desconcertado.
Con su trofeo
puesto y la bolsa de compras bajo el brazo toca en una residencia. La amiga la
recibe bajo el umbral y sin más trámite cuestiona: —¿Por qué usas lo de una
temporada añeja?
—Me embromas.
Cecilia primero se ríe, pero insiste en que no bromea:
—Ridículo estrenar ropa fuera de temporada.
Al ser confrontada, en vez de reconfortada, Horacia
se enfurece, clama al cielo esa grosería y sale corriendo sin rumbo fijo.
La multitud antes pareció reluciente y a la última
moda; pero ahora hay un vapor turbio sobre los contornos, una capa amarilla sobre
las imágenes como fotografías de daguerrotipo. Quizá sean viejos recuerdos
invadiéndola desde quién sabe dónde. Cada
vez que voltea resulta más opaco ese ambiente. Es misterioso: la ciudad entera
parece usada, ajada de tantas puestas. El sol va perdiendo su brillo y el
horizonte se torna de harapos.
En ese momento, ella descubre que está soñando y no
puede despertar. Vagamente recuerda que el Monopolio de la Moda le canceló sus
tarjetas de crédito. Al inicio creyó que era una confusión y trató de aclararlo:
fue inútil. Ahora su penuria la persigue en su sueño y eso es un exceso. Cada
vez más frustrada, en la ciudad onírica, se topa de frente con un señor distinguido
con un fistol en la solapa, quien la molesta al decir: —Su vestido es un
vejestorio.
¿Ni en sueños escapa a su condena? Ella le responde,
que solamente es la ropa dañada que ella es vejestorio.
Intenta esquivar la señor, pero a cada movimiento
suyo él anticipa un rápido paso lateral que no le permite alejarse. La mira con
desdén, casi con asco.
Acorralada, se detiene y mira con desafío al
caballero. Con deseos de venganza se despoja del vestido puesto. Los
transeúntes se detienen y abren los ojos asombrados. Ella retira la ropa
interior, la arroja al suelo…
—A mí no me hunden.
Su mano suave protesta contra una superficie rugosa:
eso no es más tela sobre su cuerpo sino hojas de otoño.
**
En el Departamento Creativo del Monopolio de la Moda
(con certeza un lector perspicaz anotará “Monopolio de la Moda” y sonreirá
respondiéndose: “Es imposible, no hay tal Monopolio, esto es una ficción”.
Respondo: En este mundo nada más monopólico que la moda cuando domina a una
persona, hasta en la percepción inmediata; cuando atrapa una conciencia en una red
de dependencia, doblegando la autoestima ritmo de cada temporada) ha quedado en
guardia nocturna Brunotze, el diseñador en jefe. Sentado en mullido sillón y
aislado en su lujosa oficina, pero vencido por el cansancio sufre una pesadilla
sobre una mujer llamada Horacia, que se ha desnudado y mira sus creaciones como
harapos.
Con angustia observa, entre la multitud, una primera
mano arráncandose la segunda prenda y el instinto de manada surge: otro se
desnudará a plena calle, a plena luz del día. Luego sueña que ese alguien dejó
de soñar para él y agoniza como hoja muerta —seca y solitaria— lanzada a ese
vacío que los astronautas llaman el mar oscuro.
**
SEGUNDA PARTE
No ha sido una hoja otoñal sino la sábana, el sonido
del despertador y el olor de su inútil marido; un bulto con sabor a rancio y ajado
a fuerza de tanta repetición. Del amor ya ni se acuerda. Horacia mira el hueco
del clóset y ahí el borde de las telas asoma una colección de fracasos y
prendas fuera de sitio. No se explica cómo entraron hasta ahí, justo un metro
de su intimidad y cómo pretenden pegarse a su piel. Lo recuerda con claridad:
ninguna prenda combina con su cintura. No es que su cadera está bofa, que sí lo
está, sino que las prendas están estropeadas.
Brinca de la cama para esquivar sus pensamientos
tristes y se refugia en cocinar algo distinto, aderezado con una salsa que
retire el mal sabor de boca de este amanecer. Con mal intención pone el radio
en volumen alta, al nivel de la molestia auditiva, así despertará al marido
para que se duche sin pronunciar palabra. Ella no solicita frases, requiere una
solución: salvar su crédito.
Termina el desayuno y comienza una estratagema
inviable como sería mudarse a un mejor trabajo.
Mientras el marido desayuna ella se interna en la
ducha, para tardarse suficiente y no encontrarse con el extranjero con quien
comparte el departamento. En la regadera siente que ha recibido una epifanía:
su hijo resolverá este drama. Se apura a secarse y observa un nuevo lunar en la
pantorrilla, casi se indigna con el destino biológico: no existe la juventud eterna.
Quizá su hijo la ha perdonado por correrlo de casa cuando descubrió era homosexual.
Se justifica: “Me engañó por partida doble, dijo que traía una novia con serias
intenciones y resultó un travesti; era yo el hazmerreír de las vecinas; fui la
última en enterarme y perdí la cabeza.”
Al vestirse, mira el espejo, y la combinación, de
momento, es tolerable. Cierra los ojos y evoca el último vestido perfecto que
ciñó su talle y deslizó sedoso sobre los hombros; las amigas miraron con
envidia y el marido encelaba cada vez que ella se alejaba. Han transcurrido
años desde esa ocasión.
El teléfono lo consiguió hace meses y no obtuvo
respuesta. ¿Por qué sería ahora distinto? Porque ella lo ha decretado, desde
que en una revista recortó la sección de auto-ayuda donde le indicaron la nueva
actitud: tú pide y se te concederá. Animada repasa ese recorte impreso hasta
decidirse.
Teclea un número.
**
Brunotze siente una especie de cruda, casi no ha
dormido y su mente funciona en automático. Sigue la presión para presentar el
inminente desfile de modas. Pero sus modelos para estreno fueron copiados por piratas
de las maquiladoras baratas; por más que esta empresa sea dominante, existen eficaces
guerrillas empresariales que saturan los mercados con imitaciones baratísimas. Y esto no siempre es un problema, únicamente
cuando sus oponentes actúan con rapidez y calidad se debe reemplazar la
colección de temporada. Ahora ese es el problema: a marchas forzadas deben
rediseñarse los vestidos de temporada marrón-verde-dorada con nuevos modelos.
Suena el timbre del teléfono y aparece un letrero:
“No mala madre”. Brunotze deja que corra la llamada y comience una grabadora.
—Sé que me esquivas…(siguen minutos de reclamaciones)… ayúdame con mi problema, no he
podido estrenar en dos años, ya sabes lo importante que es... te dejo mi
número… te quiero”
Brunotze escucha el mensaje a medias. Sigue
trabajando en las modificaciones urgentes de diseños y la culpa empieza a
inquietarlo, cuando opta por una solución.
Llama a su asistente y le ordena enviar un vestido
completo a la dirección de su madre junto con una hoja de otoño y un recado:
“No me llames nunca al trabajo.”
**
El asistente es eficiente y coloca una enorme hoja
de maple en el paquete.
**
Horacia está desconcertada. La alegría del vestido
enviado se contrapone con el recado; la hoja es un enigma que, de momento, no le
importa. Ella —luego de darle muchas vueltas en la cabeza al asunto— opta por
recibir la alegría y desechar lo malo. Esa recomendación también aparecía en la
misma revista y no creía en las casualidades, debía de existir un mensaje
positivo. En una hornilla de la estufa quema el recado y moja las cenizas en el
vertedero hasta deshacerse de la evidencia. Piensa: “Al contrario, la
reconciliación se aproxima”
La hoja de maple seca la coloca bajo el cristal del
buró junto a la cama; algún día sabría el significado.
**
No es lo mismo recibir un vestido en un paquete que
comprarlo en el gran almacén. Para Horacia resultaba un ritual hurgar y escoger
su modelo preferido entre cientos de anaqueles; ante un caso desesperado un
salvavidas es suficiente, aunque ella preferiría algo mejor.
El vestido es precioso y ella recuerda otros
instantes de estreno. Se mira al espejo y éste le sonríe. Es tarde, pronto
vendrá el marido. Al menos esta vez sí servirá de algo: para constatar un debut
y el regreso de la alegría. Ella se arregla y maquilla, aunque le gustaría
contar con una profesional.
**
Son las ocho de la noche. El marido es puntual, no
suele atrasarse.
Mil ideas pasan por la cabeza de Horacia. Telefonea
a la fábrica y le dicen que él salió a tiempo. Lo busca en el portátil y no
responde. Insiste y nada. Telefonea a una amiga para quejarse, luego a otra,
incluso marca al hijo sabiendo que no le contestará… y la vuelve a hacer hasta
que el horario es imprudente, pues avanza la medianoche.
Ella notifica a la policía y al servicio de personas
extraviadas. Transcurren más horas. Está
furiosa, triste, enojada, preocupada, despechada, sorprendida… A las cinco de
la mañana está cansada, muy agotada y tensa. Empieza a dormitar sobre la cama
tendida, cuando la inquieta un ruido en la cerradura. Despierta, se mete
rápidamente entre las sábanas. Finge dormir, no quiere que él se dé cuenta de
que ha sufrido por su ausencia.
**
Unos pasos y él enciende la luz del cuarto. El maquillaje
corrido por las lágrimas de Horacia distorsiona su expresión. El marido se ríe
como si observara a un comediante de carnaval.
—Y todavía te ríes —le gruñe indignada Horacia.
—No importa, me emborraché porque la próxima semana
cierran la fábrica y nos correrán a todos.
—Eres insufrible.
Horacia está demasiado enojada y turbada para sentir
compasión por el marido o por sí misma. Le exige apagar la luz y murmura
maldiciones contra el destino.
**
Ella se acuerda que soñó con las puertas de un
enorme almacén para ser la primera en comprar un vestido de moda… al final quedó
una hoja marchita. Al menos, eso queda en cada temporada.
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