Por Carlos Valdés Martín
Urrea era el mejor ingeniero de la empresa,
excéntrico y reservado ante sus compañeros, aunque aceptó franquearse conmigo. Los
colegas se burlaban de él, pero acudían para simples arreglos y preguntas de mantenimiento.
Ellos se mofaban a sus espaldas con doble motivo: unas tapaorejas ostentosas que lo aislaban del ruido y la necesidad de agitar
la mano frente a su vista para que prestara atención.
Al principio, respondí a sus finezas por interés,
pues, donde laborábamos, nadie más resolvía problemas de instalación eléctrica
y aire acondicionado. El ingeniero lucía ropa con apariencia antigua y
elegante: siempre corbata y traje a la medida, contrastando con el detalle
irrisorio sobre la cabeza. A primera impresión imaginé un concertista clásico protegido
con feas tapaorejas para cruzar una
nevada, mientras disfrutaba su música.
Más allá de las reparaciones menudas, el reto para Urrea
ha sido mantener aislado nuestro alto edificio respecto de máquinas del bombeo
hidráulico instaladas en enormes sótanos. El resultado es excelente al compararlo
con otras viejas dependencias del sistema de aguas, donde los edificios también
se posan sobre voluminosas centrales de bombeo. Allá los usuarios y empleados
sufren la molestia de esos motores subterráneos al vibrar y chirriar veinticuatro
horas al día. Los he visitado y acostumbran tapones de oídos. Así, salvarnos de
tamañas molestias se lo debemos a él y su profesionalismo. La ley del confort
es esa: nadie observa lo bien instalado, las maravillas de la ingeniería se
disimulan en su propia eficacia.
Con el paso de los meses, Urrea me consideró su
mejor amigo de trabajo y acudía en horas de comida para compartir un sándwich magro
que le enviaba su señora. Su plática era interesante a ratos, pero difícil
seguir el hilo pues acostumbraba a bajar la voz, incluso juraría que susurraba
para sí.
Con un mes de anticipación me invitó a su hogar,
pues deseaba presentarme; decía que su señora estaba impresionada por mi sagacidad
y amabilidad. Eso significaba que Urrea hablaba demasiado bien de mí y sobrestimaba
las gentilezas. Además, sentí curiosidad por visitar la remodelación de su
vieja residencia —datada del siglo XIX—, sobre la cual él presumía de vez en
cuando.
La invitación fue en fin de semana y confieso que,
al transitar hacia su casa, me extravié de modo extraño. Las calles próximas carecían
de letreros y el mapa electrónico no coincidía con el trazado del vecindario,
lo cual es inusual. Las vueltas sin sentido por aquéllas calles me crisparon
los nervios y sentí gran alivio al toparme con mi destino.
La casa era amplia y a sus costados sobresalían unos
detalles barrocos en cantera que indicaban las intenciones de convertirla en
mansión. ¿La diferencia estricta entre casa grande y mansión? No me la
pregunten, sin embargo, en la actitud orgullosa de los anfitriones ese sitio sí
lo era.
La amabilidad de Urrea y su señora —de nombre
Altagracia— compensaron mi prisa. De inmediato me sentaron entre los cojines
aterciopelados de un mullido sofá y sirvieron con delicadeza un licor dulce,
traído desde alguna lejana provincia de Indochina. La seriedad con que el
ingeniero insistió en que había importado esa bebida para agasajarme subió
rubor a mis mejillas.
Debí acercar la cabeza hacia la pareja y aguzar el
oído, pues su tono de plática era de suave susurro. En la sala reinaba orden y
mesura, las luces indirectas se escurrían entre lámparas que disimulaban cualquier
contraste entre los colores pastel. La disposición de adornos y suavidad de matices
obligaban a imaginar una cuidadosa composición de óleos renacentistas. Más
curioso que sincero, alabé su gusto:
—Es una decoración hermosa, todos los muebles
encajan.
La esposa era rubia y nerviosa, con ojos verdes
expresivos, coronados con ojeras cenizas, como si la tristeza hubiera
depositado un polvillo centenario en ellas. Con certeza era más joven que él,
pero su aire pertenecía al siglo de nuestras abuelas. Era vejez anticipada y la
edad no provenía tanto de arrugas prematuras, que sí dibujaban la comisuras de
sus ojos, sino de su ropa con brocados demodé, cubriendo hasta las muñecas y la
extensión del cuello. El peinado alto y rígido merecía denominarse un tocado, acosado por la espesa capa de
maquillaje sobre el cutis. Adornos de perlitas en collar y aretes completaban
esa imitación de retratos de aristócratas antiguas.
La señora Altagracia respondió:
—La decoración es nada frente al prodigio que ha
cumplido el ingeniero. ¿Ya le presumió la protección de la casa completa contra
cualquier ruido… el infame bullicio urbano?
Asentí con la cabeza: era comentario usual de los almuerzos.
El ingeniero gustaba de explicar los mejores métodos para eliminar ruidos con
forros y efectos de aire comprimido entre las comisuras y grietas. Revelaba las
dificultades especiales para silenciar sutiles ecos que avanzan entre conductos
del cableado eléctrico y aire acondicionado. También había indicado cómo abatir
el zumbido de lámparas: juro nunca antes haber notado que algunas bombillas
emiten un sutil zumbido… Claro, cuando el ambiente ha sido silenciado por
entero, entonces los pequeños murmullos brincan al primer plano, como en noches
de insomnio cuando el propio latido resuena.
La señora hablaba con respeto y admiración del
marido, sin embargo, su corazón evocaba tristeza, como si el pozo de amor
estuviera contaminado por angustia y acritud. Mientras platicábamos, ella se emocionaba
al indicar los logros para abatir cualquier grieta de “ruido”, entonces esa
palabra la pronunciaba con gestos de asco y hasta parecía mirar un bicho
repulsivo.
Terminadas un par de copas de licor, Altagracia
comenzó a platicar sobre su única hija y sus extraordinarias cualidades. Yo había
supuesto un matrimonio sin hijos, pues el señor Urrea jamás informó sobre su
retoño.
—No sabía nada.
—Es que mi marido es discreto y nuestra pequeña
ahora mismo está delicadita; si no fuera por la enfermedad estaría aquí
haciendo nuestras delicias pues canta, de hecho me ha pedido como favor
especial deleitarle.
Yo traté de evitar la molestia, pues tampoco me
interesaba escuchar ningún recital de una menor de ocho años.
La comida era por completo insípida, pero colmé con
halagos a la anfitriona. No era hipocresía sino la retribución por el esmero
evidente, mientras explicaba los cuidados durante la preparación y decoración
de cada platillo. ¡Cuán diferente es el deseo de agradar y el resultado!
Anticipé que debería retirarme pronto. Tras el postre bajo en calorías, la
señora Altagracia insistió en que la menor nos deleitaría con una única pieza
musical, pero desde la seguridad clínica de su habitación cerrada.
Por un corredor alfombrado la señora se perdió de
vista y regresó un minuto después. Con redoblado sigilo nos indicó seguirla y
explicó que a la niña le hacía mal el ruido, pues sufría horribles dolores de
oídos. Advirtió que desde su recámara nos deleitaría con un fragmento de ópera.
La puerta permanecería cerrada y yo debía colocar el oído sobre la misma. Urrea,
explicó que parecía madera, pero contenía una aleación especial: el sonido traspasaba
suavemente. Al principio me sentí ridículo poniendo la oreja contra la
superficie fría y esforzándome en escuchar. La madre me clavaba la vista y
sonreía con insistencia; mientras su mirada se tornaba más verde y enérgica. Sin
decir palabras movía la cabeza como transportada por un ritmo suave.
Pasaron minutos en la misma posición incómoda y los
ojos de la señora esperaban algún comentario elogioso. Yo escuchaba el ruido de
mi respiración y corazón palpitando, nada más. Cerré los ojos para
concentrarme, era de suponerse que mi oído jamás sería tan fino como el de
ellos, acostumbrados a su mansión hermética y acolchada. Seguí esforzándome
hasta que percibí leves acordes como de violín y murmullos, supuse un aparato
musical acompañando a la infanta dentro de su habitación. Sonreí y dije con satisfecha
suavidad:
—Sí…
Con gestos Altagracia mandó callar y meció la cabeza
como arrebatada por un vals de Strauss. Formé un aro con los dedos para dar una
señal de excelencia y la madre brilló orgullosa. Un minuto después Altagracia con
mímica mandó a que regresásemos a la sala y ahí se disculpó:
—Es solamente una pieza con la cual nos deleitó. Compréndanla
está enferma, de buen agrado ella seguiría hasta la medianoche.
Agradecí la brevedad y me despedí.
Luego de esa visita el bullicio de la calle resultó diferente.
Uno se acostumbra al zumbido de motores y frenos chirriando, hasta los
bocinazos se alían con el paisaje urbano. Confieso que resultó molesto el
típico caos de sonidos entrecortados y agonías de disonancias. Incluso cuando
la ciudad se va hundiendo en la somnolencia, comprendí que no desaparece la
nata de sonidos, permanece un ambiente difuso y fragmentario más ligero, sin
desaparecer jamás. Oteé la gran urbe con desdén mientras la atravesaba: desprecio
por la basura sonora que surge desde cada rincón y termina desvaneciéndose en
ningún sitio, queda una amalgama pastosa que ensucia los oídos tanto o más que
el polvo a nuestra epidermis. Pero el remedio casi milagroso contra ruidos y
malos olores es ignorarlos, insensibilizarse hasta que la conciencia adquiere
su coraza y, así amurallados, nos acompañan pensamientos apacibles. De modo
intencionado me concentré en recuerdos agradables y pendientes del trabajo
hasta que se alejó esa amalgama pastosa. Al anochecer, otra vez, sentí esa mezcla
irritante de ruidos lejanos. Empecé, de modo práctico, a encender la radio en
cualquier estación igual que un perfume de segunda sirve de valladar contra el
tufo de establos y alcantarillas. Al fin dormí y procuré olvidar.
Una semana después, en la oficina, con gesto
travieso el ingeniero me introdujo a su cubículo privado ubicado en un sótano
del edificio. Evoqué la frialdad de la empresa colosal que no sabe confortar
a sus gerentes, pero él parecía cómodo en un sitio apartado de las miradas.
Como era de esperarse, las paredes, puertas, ventanas y conexiones de aire
acondicionado aislaban su sitio. Quería mostrarme una litografía con apariencia
antigua que acababa de adquirir, donde se plasmaba una escena bucólica. Unos
pastorcitos han hurtado el nido de un águila en un acantilado y se alejan
divertidos; sobre el cielo del atardecer se perfila el contorno majestuoso del
ave. El trazo fino y los contrastes de sombras recordaban a los grabados de
Doré. Lo felicité por su adquisición y aclaró:
—No va con el ambiente de mi residencia. Fue una
adquisición costosa, que me recuerda cuando Altagracia y yo nos enamoramos.
Lo animé a platicarme cómo sucedió. Ella era la hija
mayor de un hacendado tradicionalista y mandón que seguía preceptos señoriales.
Las mujeres estaban sometidas a estrictas reglas y devociones religiosas, pero
Altagracia era rebelde y se las ingeniaba para escurrirse de la vigilancia
parental. De Urrea la madre era sirvienta y soltera, aunque protegida y
estigmatizada a la vez, trabajaba en la hacienda y debía mantener la distancia ante
los amos. El futuro ingeniero consiguió una beca para quedar internado en la escuela
pública de una ciudad próxima y, al regresar durante el invierno, Altagracia se
fijó en él. Ambos adolescentes congeniaron muy rápido. A ella se le ocurrió que
visitar, según una leyenda local, los restos del Arca de Noé en una montaña,
llamada el Cofre. El plan era salir tempranísimo, encontrar el sitio, comer
allá y regresar en una jornada, pero sus cálculos fueron equivocados. Salieron
en la madrugada, aprovechando pequeños privilegios como hija del patrón.
Inventaron una historia falsa para cruzar entre los sembradíos poco poblados y
subir hacia el macizo del Cofre. El vigor de la juventud les permitió avanzar entre
labrantíos, dejarlos atrás para internarse entre los bosques y luego alcanzar
el pie del monte para seguir hacia los primeros despeñaderos. Ese viaje fue
increíblemente entretenido y audaz para el joven Urrea, que estuvo absorto
entre las pláticas inocentes y las dificultades de senderos ocultos. El
atardecer los sorprendió con nubes cargadas de lluvia. A mitad del macizo
rocoso, atravesaron una hondonada y comenzó un aguacero que levantó un arroyo
impetuoso a sus espaldas: la vía de regreso quedó vedada. Esa tarde, seguir la
ruta de regreso resultó imposible. El atardecer lluvioso se convirtió en noche;
mojados y cansados buscaron un hueco sobre las paredes rocosas. Sin más medios
para resistir la noche se acomodaron en una oquedad descampada. Miraron la luna
salir y brotar las estrellas, compartieron sus temores y se juraron una amistad
eterna mientras se abrazaban para combatir el frío. Ese abrazo encerraba una
dosis de prohibición y traería un sentimiento definitivo entre dos almas que
todavía desconocían los misterios del sexo. Al amanecer buscaron el camino de
regreso, aunque el relieve del sitio los obligó a continuar subiendo y en el
primer ascenso descubrieron un nido de águila.
—Esa mañana a media montaña observé a Altagracia,
sonriendo contra el vacío infinito del cielo y atrás el nido del águila sobre
una roca aislada. Entonces empecé a amarla, ya no fue la amistad de muchachos y
pronto supe que era correspondido.
Transcurrieron semanas y una mala tarde salió el
tema de la niña. Le inquirí por una fotografía, entonces con parsimonia y hasta
reticencia sacó una diminuta de su cartera, mostrando rasgos de muñeca antigua
que en nada recordaban al propio Urrea. El diminuto rectángulo en nada semejaba
al ingeniero. Hablando a la ligera, la curiosidad me empujó hasta la
descortesía y, sin advertencia, le pregunte:
—Ya dígame ¿qué no es hija suya?
Pareció espantarse pero ni así levantó la voz:
—No es eso, no, el tema es delicado.
Terminó eludiendo el asunto y se apresuró a
despedirse.
Días después vi a Urrea triste y desaliñado: la
corbata fuera de sitio, sin tapaorejas y mal peinado. Nunca antes apareció en
tales fachas; le pregunté qué sucedía y contestó que su mujer quedó contagiada
por una peste nerviosa. El término “peste” me escalofrió. Lo abracé con
sinceridad y ofrecí ayuda, pero él no dio detalles. Ese día quedé muy ocupado
bajo un montón de trabajo. Quedé tentado a buscarle por teléfono, pero lo hice
hasta la noche y la respuesta que obtuve fue un susurro contristado:
—Estoy ocupándome del problema de mi señora, pediré
unos días de vacaciones… debo gestionar para librarla del hospital
psiquiátrico.
Pretextó que estaba apresurado y me dejó preso de la
curiosidad.
Con las súbitas vacaciones de Urrea los colegas
empezaron a quejarse del ruidoso bombeo bajo el edificio. El sindicato se inconformó,
el director administrativo giró oficios y hasta se rumoró que el director
general levantaría sanciones administrativas. El tema de la ausencia del
ingeniero creció junto con las molestas vibraciones y la venta furtiva de
tapones para oídos. El jefe de recursos humanos, de súbito, comprendió que
había sido un error darle tanto asueto a su ingeniero estrella; incluso corrió
el cotilleo sobre aumento y recompensas a quien interrumpiera sus vacaciones.
A la semana siguiente Urrea apareció y su pelo había
encanecido; además del pelo blanco destacaban ojeras azulosas y barba mal
rasurada. Sin las tapaorejas distintivas y con la usual ropa elegante pero
arrugada. Existen personas a quienes los sufrimientos hacen envejecer y trastornan
con rapidez asombrosa. Cuando lo abordé en un pasillo, dijo a modo de disculpa
por su premura:
—Agradezco tus preocupaciones, pero los directores
me urgen para controlar el rugido que acompaña al bombeo subterráneo; en cuando
me desocupe visitaré tu oficina.
Antes de terminar esa jornada las molestas
vibraciones sonoras habían desaparecido. Al atardecer, Urrea visiblemente
cansado, se sentó ante mi escritorio, cruzó las manos y comenzó a hablar con la
urgencia de una confesión largamente postergada:
—Ha sido una serie de acontecimientos insufribles. Empezó
con una explosión cerca de nuestra residencia y la construcción retumbó. Todas
las precauciones para aislarnos del ruido de la calle resultaron inútiles.
Usaron dinamita para abrir un boquete en una propiedad vecina, ahí estaban
cavando cimientos y se encontraron con roca sólida. Al encargado le pareció
sencillo demolerla. ¡Por Dios, dinamitar en pleno barrio residencial! —por
primera vez, desde que lo conocí, levantó la voz y quedé sorprendido— No solo
retumbó la casa sino que hasta las repisas se cayeron y el frasco de la niña
rodó al piso. La alfombra no sirvió de nada y el recipiente se hizo añicos. Mi
señora no estaba en el cuarto sino cocinando, corrió temiendo lo peor y al
entrar en la habitación tropezó con ese tiradero del frasco en el suelo y el
líquido desparramado. Ante la situación patética, comenzó a clamar desconsolada,
cuando en tantos años jamás la escuché gritar de ningún modo. Ella jamás lo
hacía, así que su llamada a gritos me alarmó y manejé como un salvaje, atravesé
la ciudad y casi choco. Cuando entré al cuarto infantil ella seguía arrodillada
y sollozando por la desgracia. Intenté abrazarla, le dije palabras tiernas y
hasta juré que pegaría los pedazos del frasco. Era mentira, pero intenté frases
para consolarla. En un arranque de ira se levantó, tomó otro jarrón viejo que
había rodado sin romperse en el mismo accidente y con agilidad de gato lo
estrelló en mi cabeza. No percibí ese movimiento, pero sentí el golpe. De
momento no me di cuenta de qué estaba sucediendo. Ella gritó que me había
matado y se espantó tanto cuando vio correr un hilito de sangre desde mi cabeza.
El golpe casi ni lo sentí, la porcelana era ligera y apenas una astilla se clavó
entre el pelo. Me alarmó más ella cuando entró en otra crisis de nervios: era
peor, lloraba y temblaba sin cesar. De momento se olvidó de la pequeña y
accedió a visitar a un doctor. Supuse que solamente había sido el susto, pero al
final el galeno insistió en internarla en un siquiátrico.
—¿Y la niña?
—La puse en una bandeja, mientras regresaba.
—No entiendo, ¿en una bandeja?... ¿tu hija?
—Perdona, no te lo había explicado. Eres la única
persona que de verdad aprecio en esta empresa; me dio pena y temí fueras a
suponer que soy un desequilibrado. Esta hija es nonata. Altagracia tuvo un
aborto espontáneo tras un embarazo de meses. Le entró una obsesión con
esa niña, que sí es una, o digo un feto, y es nuestra, —conforme avanzaba el
relato Urrea comenzó a carraspear, a atorarse un poco y humedecer los ojos— pero
nunca vivió. Fue hace ocho años, en el hospital Altagracia exigió se la
entregasen y, con insistencia, lo ganó. Primero sugerí enterrarla con un funeral
solemne, pero ella no consintió. La dejó ahí en el cuarto infantil que ya
habíamos decorado. La conservamos en un frasco con químicos y la fantasía de ser
madre creció en esa damajuana. Al principio intenté convencerla y fueron
pleitos sin fin, se enfurecía y reclamaba que yo era insensible, que no comprendía
del dolor de madre. El tema fue más ríspido cuando nos enteramos que ella nunca
se embarazaría de nuevo. La única manera de rehacer nuestra vida de pareja fue
dejándole fantasear un poco y conservar el cuerpecito. Cada vez Altagracia se
fue convenciendo más que existía comunicación entre ellas. Con los años fue inventando
más que la niña crecía, o desde el frasco murmuraba y hasta cantaba con
suavidad. De ahí le vino su fobia para los ruidos externos, convencida de que
los sonidos bruscos impedían su comunicación con el cuerpito en el frasco.
—Y ¿cómo enloqueció?
—Altagracia era fantasiosa y jugábamos a esa
frontera entre lo imposible y su deseo de ser madre. Los ginecólogos la
revisaron una y otra vez, pero era inútil. Nunca más un embarazo. El juego fue
creciendo de a poco. Al comienzo el frasco estuvo bien escondido, yo no me
atrevía a mirarlo. Con los años y la frustración, Altagracia fue sacándolo a la
luz, hasta que pareció aceptable colocarlo en una repisa del cuarto infantil.
—En la habitación cerrada, supongo.
—Sentí pena cuando quedaste obligado a poner el oído
en la puerta, pero miré tu cara y supuse habías sido amable. Altagracia quedó
feliz con tu visita, luego insistió en que la gente ya debía presentarse ante
nuestra niña, pues ya entonaba melodías en susurros. Casi nunca le llevaba la
contra, pero esa vez sí lo hice. Pareció aceptar mi opinión sensata para resignarse,
pero después insistió en que el feto no era juego, que la niña sí cantaba y
bastaría con el silencio perfecto. No llegamos a un acuerdo, Altagracia quedó
molesta y nerviosa, lo disimulaba pero en eso vino la explosión.
El ingeniero extendió las manos en una mímica para
indicar las ondas expansivas; movió la cabeza, miró al cielo raso y guardó
silencio, así que seguí interrogando.
—¿Y cómo terminó el asunto en un siquiátrico?
—Una cosa trajo a la otra. En el pequeño hospital,
donde atendieron su crisis de nervios, Altagracia se enfureció cuando el doctor
no dio importancia al frasco roto y a que la niña se hubiera quedado así en
casa, mucho peor que encuerada y sobre una bandeja. Ella le contó al médico y
exigió que cumpliera sus exigencias. Ese doctor luego trajo a un psiquiatra
quien habló con dureza, exigió interrogarla y la desgracia se precipitó.
Conforme esos doctores a dúo la contradecían, ella se alteró hasta que estalló
en furia y la discusión dio paso a algo peor: rasguñó y mordió al psiquiatra, mientras
gritaba que la soltaran para salvar a nuestra hija.
Volvió a guardar silencio, mientras bajaba la
cabeza. De nuevo interrogué:
—¿La hospitalizaron a la fuerza?
—En cuanto se calmó, ella misma aceptó la
internación. Ya estando adentro suplicó salir, y no sé si sepas, pero esos internados
psiquiátricos son patéticos y los trámites de salida, un calvario. Fueron unos
días, mientras se calmaba; no había otro remedio y el psiquiatra me obligó a
entregarle el feto, pues insistió en que ella nunca más viera al “fetiche”; porque
conservarlo atoraba el proceso de duelo por pérdida. Resonó tan extraña la
palabra “fetiche”, incluso repugnante para referirse al cuerpo de la pequeña
muerta, aunque sea una “nonata”. Esa palabra suena mejor, más a terminología
médica: non-nacer. Antes de envolverla en una bolsa de plástico negra dije:
“Eres una nonata, y tu madre nunca lo aceptó ni aceptará, así lo mejor es
decirte adiós en soledad.” Me di cuenta que si un extraño lo hubiera
presenciado también creería que yo estaba medio loco. Después, me sentí
ridículo entregando la bolsa negra al psiquiatra y que él mirara adentro para
cerciorarse, como si yo fuera capaz de sustituirla con una muñeca de juguete.
A esas alturas el ingeniero de pelo blanco comenzó a
llorar. Lo abracé y cesó su llanto de inmediato, levantó la cara y terminó:
—No siento tanta pena por la nonata, pero ahora que Altagracia
está en casa nunca lo perdonará.
Busqué palabras de consuelo para finalizar esa
plática y regresar a nuestras labores:
—El olvido cierra las heridas y su señora sanará,
dele tiempo.
Urrea suspiró negando con el gesto, abrió mucho sus
ojos cafés y levantó despacio la cabeza. Se quedó mirando al techo, su estampa
era la del soldado que perdió la guerra, pero sonreía como si junto a las
lámparas habitaran ángeles del cielo. Hizo un gesto lento, indicando que se
sentía mejor. Volvió a suspirar más hondo, concluyó:
—Las heridas de nuestras fantasías son tan difíciles
de curar… nadie encuentra cómo protegernos de un sonido que no existe.
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