Nota: Si miran de cerca el cuadro de William Blake titulado Newton, entonces verán cómo del compás surge la mitad del círculo y se inscribe en el tríangulo, que representa geométricamente a la montaña y su cumbre. La imagen sobrepuesta es un espléndido ascenso alpino.
Por
Carlos Valdés Martín
Tras
una semana desde el trágico accidente de su padrastro, encontré a Bernardo en
la cafetería de nuestra escuela preparatoria. Dejó un cuaderno pautado que
rayaba con apuntes nerviosos y me saludó con efusividad. Escondía su luto reciente
entre súbitos entusiasmos y nociones que lo alejaban de su presente. Luego, tras
mirarme de arriba abajo, dijo:
—Es
que ya no hay nada más, he llegado al momento cumbre, nada más queda por
esperar.
Bernardo
hablaba y manoteaba para dar énfasis. Explicó que lo suyo con Adela se había
consumado, diríase que se había precipitado tras el velorio. Sorprendido por
verlo tan animado, le respondí con cautela:
—Con
diecisiete y ya pontificas sobre las fronteras de la existencia.
Argumentaba,
se levantaba y mostraba unos pelillos de la barriga adolescente debido a su
camiseta demasiado corta (sello del crecimiento apresurado); defendía su
interpretación:
—Eso
dices porque no te has enamorado así, una noche con Adela está más allá del
paraíso.
Para
mí la imagen de Adela resultaba sosa; era una estudiante fácil de confundir entre
diez mil. Delgada y sonriente pero nada para voltear la cabeza.
De
pronto dejamos de hablar los chicos varones de la cafetería; entraba la nueva
maestra de matemáticas, una brasileña apiñonada y de pechos prominentes. No porque fuera bonita, pero sí nueva, agradable,
extranjera y no le entendíamos bien cuando enseñaba. Su presencia tensaba nuestros
instintos e intentábamos no demostrarlo. Intercambiamos miradas y me aproximé
al oído del amigo para cuchichear: “Te cambio a todas las Adelas por una sola de
esas”. Miré en dirección de la maestra, guiñé para mi amigo pero ella vio e interpretó
el guiño como si fuera asunto suyo, entonces se acercó cruzando desde el otro
extremo de la cafetería.
Plantada
junto a nuestra mesa, la maestra sonreía, comentaba algo amable en portuñol y no alcanzamos a dar ninguna
explicación coherente. Apiadada de nuestra turbación adolescente se alejó con prudencia.
Frente
a la evidencia, logré convencerlo que esa maestra significaba una elevación
inaccesible, pero que ante el imposible resulta inútil lamentarse. El amigo se
despidió más tarde con una frase que copié en un cuaderno de notas:
—Una
cumbre hace olvidar —suspiró y enseñó los dientes— a otra cumbre, pero en una
existencia entera habrá una o, cuando mucho, dos; lo demás es silencio.
Me
alejé cavilando entre sus modalidades para exagerar y el calendario de los
exámenes finales de la escuela preparatoria.
**
Se
inscribió en otra facultad, nos frecuentamos menos y tardaron tres años para
que regresara el tema. Nos reunimos en una taquería sobre avenida Insurgentes. Bernardo
estaba nostálgico y casi abatido:
—Viajar
a París y encontrar a Celinne fue sublime… una noche de luna llena bajo la
Torre Eiffel no habrá ya… no más nada.
—Ni
siquiera he visto una foto, hasta debe ser chimuela; tus gustos por las
extranjeras son extraños.
—En
verdad desde que regresé a este país, nada me sabe bien.
Unos
minutos más tarde, llegó Fede un amigo gordo, atrasado y con hambre. De cuerpo
curvo y sensual, disfrutaba y reía al sostener cada antojo y colocarle salsa. También
sonreía con burla cuando Bernardo y yo nos enfrascábamos en discusiones de aire
filosófico:
—Déjense
de honduras, se les va cuajar la leche; menos libros y más donas.
—Es
que Bernardo se está volviendo nietzscheano.
—No
es tan simple, pero tuvo razón cuando dijo que “los que me sigan deben tener
piernas muy grandes para pisar de cumbre en cumbre” y Zaratustra se retiró a
convivir con bestias.
Asentí:
—Suena
grandioso.
—Ja,
ja; se trata de pisar como gallitos, pero a las muchachitas— el gordo volvió a
reír mientras abría la boca y tragaba— eso sí es máxima, digo lo máximo — habló
con lentitud, por efecto del bocado.
Lo
refuté:
—Confundes
a Nietzsche con Condorito, el de las caricaturas.
Torcía
la boca y no le importaba, con sinceridad era impermeable ante nuestras
andanadas de snobismo, no se dejaba agarrar a “librazos”. Encogía los hombros y
tramaba su siguiente broma.
Regresó
Bernardo a los puntos sublimes:
—Ese
es el mensaje; solamente importan esos momentos cumbre; nada más interesa, el
resto es sangre, sudor y…
Interrumpió
Fede:
—Tacos,
puros tacos; lo demás son puros deliciosos tacos, no salgas con lágrimas de
hambre, que todos aspiramos dar el brinco hasta el jet set y ligarnos estrellas, pero jamás sucederá, jamás habrá ninguna
que ame a nuestro aprendiz de Cuasimodo: el gran Bernardo.
Bernardo
retrocedió herido en su ánimo, se levantó de la silla. Fede lo hería por simple
diversión y no es que fuese excesivamente feo, pero temía serlo. Miró al cielo
y respiró hasta serenarse. Respiraba con aspaviento y caminaba dando vueltas,
decía que practicaba una técnica yogui.
Fede
susurró en lo bajo: “touché” y pidió otra orden de viandas al mesero.
Por
experiencia reconocía la fragilidad del amigo: su resistencia para soportar esas
ironías sobre su fealdad era limitada. Me levanté y abracé a Bernardo del
hombro, y juntos salimos un momento del restaurante pretextando fumar cigarrillos.
Afuera
y con un pitillo en la mano, Bernardo retomó el hilo de sus pensamientos:
—Todo
el secreto es coronar pronto al Everest de la existencia y luego morir, como el
Werter de Goethe, que no se suicida
por despecho, sino por la imposibilidad de subir. Conoció a Carlota y no habría dama
superior en ese burgo alemán.
Afuera,
los automóviles indiferentes en la tarde del sábado, los transeúntes no se
ocupaban más que de sí mismos. El amigo recuperado de la burla ya platicaba con
entusiasmo excedido, levantaba la voz y súbitamente la bajaba:
—Esa
noche en París lo fue todo; ella me entendía y hasta le propuse un pacto
suicida, ¿te imaginas que lo último en tu vida sea cerrar los ojos entre los
brazos de la amada bajo la luna de París?
Había
sido suficiente con las burlas de Fede y sabía que quizá contrariarlo agüitaría la plática, pero no lo
resistí:
—No
estás diciendo la verdad, estás mejorando la versión por no dar tema a Fede.
Atrapado
en su insinceridad Bernardo bajó la
mirada y rectificó:
—Claro,
no era en serio; la verdad estábamos tan borrachos que me dormí en seguida de
hacerlo; Celinne quería platicar; así son las chicas, les gusta platicar antes
y después del sexo, y son conversaciones insípidas o color de rosa… pero esta
vez sí sucedió, y no por dales gusto les daré detalles, pero sí sucedió; además,
siempre es mejor dormir para que no te comprometan en matrimonio.
**
No
había cambiado tanto, cuando la siguiente vuelta del calendario nos juntó en un
billar en la zona popular. Mano a mano un reto a 30 carambolas de tres bandas,
bebíamos sodas y recordábamos anécdotas de la escuela. Suenan las superficies
pulidas de los marfiles blancos y rojos, le dan otro argumento a Bernardo:
—Nada
más importa, sino el instante cuando la bola de golpe ha recorrido sus tres
bandas y alcanza a la bola de objetivo; es difícil pero en eso consiste el
juego; si fuera sencillo nada importaría.
Yo
asentía con la cabeza para que siguiera y así lo hizo:
—Para
mí es ahora Henrieta, la cúspide, la mujer perfecta; una escandinava de cromo;
deberías conocerla; en cuanto junte suficiente para el avión, nos reuniremos y
ese será el momento definitivo.
—¿La
anterior no fue el momento cumbre?
—En
esa coordenada del espacio y tiempo lo fue pero ella resultó una loca.
Por
otro lado, siempre mantuve la noción de que gran parte de esos romances eran
fantasías de Bernardo, magníficas pinturas de lo que nunca le sucedía.
El
choque de las bolas de las otras mesas era un rumor cálido y cómplice. Sobre la
pared frontal un reloj de carátula grande y manecillas anticuadas parecía
detenerse. Ese día había sido maravilloso para mí, pero ¿cumbre? Mi existencia
de esposo joven marcaba una meseta bastante pareja, con rutinas pesadas y ratos
libres, pero —eso sí— bañada por un sol esplendoroso: ganaba suficiente; mi
mujer era un ramillete de perfecciones; nuestra primer bebé brillaba de tan
sana y sus monerías me traían chiflado. Esa tarde dominical la visita de la
suegra, pactada solo para mujeres, me daba un respiro. Jamás imaginé que las
presiones de casado resultaran tan agradables y las noches perfectas superando el
ocasional llanto infantil.
—Llevo
tres años que todo es cuesta arriba, pero mírame, los demás amigos dicen que la
felicidad traspira por mis poros; despierto sonriendo y duermo riendo; no creo
que me pudiera ir mejor. Exigirle algo más al matrimonio sería insensatez.
Estiró
la mano para agarrar un objeto imaginario y agitó el brazo:
—Ya
se te olvidó Nietzsche: “Cuando hables con mujeres, no olvides el látigo”.
—Recuerda
que él murió solo y enfermo, su recomendación no le valió para nada.
Mi
amigo miró la carátula redonda del cronómetro sobre la pared cual si fuesen
montañas transparentes, hizo un gesto de atrapar la lejanía con la mano
diestra:
—Cuando
obtenga otro momento cumbre, morirás de envidia y por tanta envidia abandonarás
esa comodidad del casado, para volver a las alas del amor libre; es la libertad
la nodriza de la pasión.
Disparé
una bola blanca precisa mientras escuchaba y le respondí con ánimo de superioridad:
—Te
voy a ganar y, cuando la muerte descienda con el velo de respeto que merecen
los poetas, depositará una guirnalda con un letrero cumbre y memorable: “Perdió
el juego de carambolas ante Pepe el 17 de abril”.
Meneó
la cabeza en negativa:
—En
la sesera del casado no entran razones.
Un
sonido seco de vidrio rompiéndose nos interrumpió; al otro lado del salón un
desconocido gritaba, mientras agitaba una botella rota: “A ver si eres tan
macho, con mi polla no te metes”.
Una
adolescente enfundada en shorts ajustados y cadera sensual se interpuso, estiró
las manos para detener al de la botella sin tocarlo, mientras gritaba: “Nachito,
no hay nada, estás loco”. Repitió varias veces la frase, mientras otros
curiosos también le gritaban al tipo que se calmara y amagaban con acercarse,
pero sin rebasar la distancia del brazo con la botella afilada que amenazaba.
La chica siguió repitiendo la frase, que calmó al tipo hasta que soltó su arma
improvisada.
Entró
un policía al local acompañado por uno de los empleados y se dirigió al rijoso.
El policía traía la mano sobre una pistola al cinto y hablaba tan bajito que no
lo escuchábamos. Señaló hacia afuera y el rijoso lo siguió con paso lento. Los
curiosos hicieron una especie de valla y luego empezaron a salir mientras los
empleados vociferaban que antes debían pagar las cuentas.
**
La
siguiente noticia de Bernardo fue una simple llamada de larga distancia:
—La
sueca resultó una insensata; mira que invitarme y estaba casada; no sé en qué
cabeza cabe.
Explicó
un flechazo a primera vista, romance epistolar, promesas de amor y comedia de
equivocaciones en cuanto visitó la ciudad extranjera. Cuando colgué imaginé a
mi amigo trabajando de camarero o lavaplatos en Estocolmo con el corazón
doblado y guardado en una maleta del aeropuerto. Quizá ella no estaba tan desquiciada,
sino que él malinterpretaba el sueco y en su pobre inglés confundió cualquier dicho
de la pretendida.
**
Respecto
de algunos gordos sería una obviedad, y así se veía el rostro de Fede bajo el cristal
del féretro: perfectamente redondo. He descubierto que el círculo es una figura
fascinante, se aplica a la rutina laboral, a mi corazón y hasta para la muerte.
¡Lástima por el camarada! Su muerte prematura era previsible para la ciencia
médica, pero nos sorprendió.
En
el velorio Bernardo lucía más afectado que la misma madre de Fede. Mientras la
señora se ocupaba de rezar, él se paseaba y encendía cigarrillos, los apagaba
sin consumirlos y se quejaba:
—Nunca
alcanzó una cumbre, se conformó con poco y terminó apocado.
Siguiendo
su paso errático le seguí la plática:
—Es
que no te has dado cuenta que los gordos son circulares, igual que la
felicidad. No hay cómo agarrarlos ni a la felicidad.
Estoy seguro de que Bernardo no quedaba convencido, cuando
más tarde le dibujé círculos en una servilleta y expliqué que los geómetras griegos
consideraban al círculo como la figura perfecta y sinónimo de la justicia. Argumenté
el avance hacia el horizonte, cuando uno persigue esa línea imaginaria, siente
acercarse pero nunca llegará. Con el círculo reina la ambigüedad, si alguien
caminara sobre un círculo perfecto siempre
pisaría la “cumbre” y descubriría que sigue subiendo; paradójicamente al mismo
tiempo percibiría que está bajando y cada avance lo obliga a descender,
arrastrado hacia su caída. Cuando el caminante sobre el círculo reflexionara de
modo completo se daría cuenta de que siempre permanece equidistante del centro.
Esa equidistancia perpetua respecto del centro implica la justicia divina que
argumentaban los pitagóricos. Si se mira en el tiempo, el círculo perfecto dibuja
el problema del ahora absoluto, que
siempre está equidistante de un infinito pasado y de otro infinito porvenir; la
distancia del ahora siempre es la misma respecto de los infinitos pasado y
porvenir. Por eso lo geómetras concluyeron que el círculo perfecto es único,
representando al Ser o a la Eternidad personificada; en cambio las cumbres son
plurales cual montañas, ellas son la hijas superiores del triángulo y su misterioso
potencial. Cuando esto se traduce en términos de felicidad, la recordada está
separada por la barrera infranqueable del “ya no es” y la felicidad futura
también distante por el “todavía no es”. La futura podrá acontecer, pero si es
un “momento” no deja de estar sometido a la ley de lo pasajero; para el tiempo
fluyendo cual río el conquistar es lo mismo que perder: sometidos a la rueda de
la existencia que tanto frustra a los budistas. Sin embargo, ¿qué sucede cuando
habitamos sobre una rueda de naturaleza feliz? Permaneceríamos sobre una
cumbre-meseta espléndida, donde al caminar jamás nos alejaríamos del centro,
por más que sucedan tribulaciones o excentricidades de la existencia. Para que
esta explicación fuera completa deberíamos asumir que toda muerte es ilusión;
ahí está el punto de Arquímedes, pues quien cree en la aniquilación del
espíritu, busca un placebo para darle sentido a su vida. Nadie escapa de su
propio centro, así que subir hasta la cumbre sería un placebo. Irónicamente
casi nadie es capaz de mirar su propio centro, pues se esconde muy adentro;
necesitaría haber purificado sus sentidos, al modo que recomendaba Blake, de
limpiar las puertas de la percepción para captar el infinito tal cual es. Quedé
embelesado con tales ideas, pero el amigo esa tarde seguía trastornado por la
impresión de una cara redonda bajo la ventanilla del féretro.
**
Habría
transcurrido otro año, el mal recuerdo del clima de Suecia y la decepción se
combinaron para provocar un vuelco en los intereses de Bernardo. Desvió su
entusiasmo hacia las regiones cálidas, donde sentía existían menos dureza y corrupción,
a tono con la leyenda del buen salvaje patentada por Rousseau. De cuando en
cuando enviaba postales de Tahití o Borneo indicando que merecían ser elevados
a calidad de “patrimonio de la humanidad” y sus playas certificadas de paraíso
terrenal. Los motivos no siempre eran viajes reales, bastaba una ocurrencia para
que regalara esas impresiones postales, hoy pasadas de moda.
Después
supe que siguió un curso de arqueología. Al platicar por teléfono, parecía
entusiasmado:
—Dejar
algo para la humanidad, que las generaciones futuras reciban tu contribución;
ahí veo una cumbre, una que no sea fugaz, algo que justifique mis esfuerzos y
las pestañas perdidas leyendo libros.
Pasaron
los años, mis hijos nacieron gemelos, varones sanos y alegres; poco después
quebró la empresa. El amor y el matrimonio se escurrieron por un desfiladero apresurado
de deudas y privaciones. Extrañaba la plenitud matrimonial de los años buenos y
lamentaba las tristezas que deja la separación. Entré al lado oscuro del
círculo, pero las dificultades económicas me mostraron un pliegue distinto:
luchar. Así de sencillo y de incomprensible, me bastaba luchar rabiosamente por
salir adelante para destilar adrenalina y reírme solitario ante el espejo del
baño cada noche. Terminados los años de felicidad bajo la “familia perfecta”, entonces
el trabajo duro y hasta obsesivo me regocijaba y satisfacía. De la agitación laboral
saltaba al descanso, con fines de semana cándidos como papá divorciado y noches
de bar para solteros. Esa existencia era intensa y sin fisuras aburridas, a pesar
de faltarme pareja y extrañar a mi ex “mujer perfecta”, para entonces
metamorfoseada en la “bruja perfecta”.
Cuando
regresaba a la ciudad, el amigo Bernardo se quejaba de los campamentos de
exploración: interminables jornadas regidas por rigor y método para escarbar
entre piedras y casi ninguna diversión. Advirtió que el sueño de los
arqueólogos jóvenes por descubrir otra tumba al estilo de Pakal jamás se
concretaría.
**
En
el bar Bernardo sacó una fotografía cuadrada y pequeña que parecía hecha en
estudio antiguo: mostraba a una guapa morena de rasgos orientales, ojos
almendrados, sonriendo entre unas hojas elegantes. Esas luces y vestido
combinaban perfecto con un ambiente selvático.
—Encontré
a mi musa entre las tierras vírgenes y ella lo es también. Su candor e
inocencia me cautivaron entre el gentío de Bangkok; su aura de belleza repelía
a la multitud, la gente vulgar se alejaba para abrirle paso. Fue irresistible
su presencia y la seguí. Con señas me acerqué apuntando a mi corazón e
hincándome para demostrar sinceridad. Ella era hostess en un bar así que tuve suerte. Se rio tanto al principio,
por fortuna llamó a un mesero que parloteaba inglés y no a la policía. Otras
veces llaman a la policía cuando intento convencer con señas y mímicas. ¿No te
conté la vez que me detuvo la policía en Grecia?
Después
de algunos desvíos regresó a explicar su última cima de amor. Juró que esa
relación era tan sincera e intensa que ella pronto se reuniría con él, en
cuanto encontrara el modo de encargar a sus dos hijas con su familia.
—¿No
dijiste que era virgen?
—En
su mente, en sus intenciones, en su actitud de inocencia... a eso me refería.
Hubiera
sido rudo hablar para refutar su linda narración, mejor lo desmentí mentalmente
sin abrir la boca: Él no había tocado a la recepcionista del bar, le declaró su
amor y ella le hizo vanas promesas, repetía el caso sueco pero a la inversa.
Sin embargo, él parecía tan feliz mientras contaba su aventura.
Recordé
cuando lo conocí: montado en la bicicleta recién regalada el día de Reyes. Esa
vez, yo no recibí nada y pateaba una humilde pelota de goma que encontré
extraviada en la calle, pero me divertía. En esos años de infancia su padre resultó
el rico del barrio, pero luego la situación se fue emparejando, después ya
conté sobre su partida. Durante una semana Bernardo juró que la bicicleta era
lo mejor que jamás le había sucedido. No se bajaba, a cualquier sito quería ir
sobre ella, hasta me invitó a subir, pero le dificultaba traer un pasajero. Al
terminar la primera semana dejó la bicicleta guardada y comenzó a patear el
balón el resto del año hasta que llegó su fiesta de cumpleaños. Y quedó
fascinado por un regalo de “hombres de acción”, con los cuales también jugó una
semana seguida en solitario, hasta que regresó con sus amigos a corretear balones.
**
La
última noticia directa de Bernardo fue un correo, donde con detalle y euforia explicaba
sobre una oportunidad en una expedición científica hasta la zona remota y
selvática de Nueva Guinea, donde incluso aseveraba que había caníbales. Daba
decenas de razones por las cuales es empresa sería extraordinaria, en síntesis:
el pago era excelente, había unas ruinas inexploradas con potenciales
descubrimientos sobre una civilización desconocida, y después recibiría reconocimiento
público por la expedición.
En
una posdata de la carta, regresó a lo que se había convertido en una episódica
discusión. Dibujó un círculo a mano y lo tachó, al lado con una sola línea
trazó una montaña picuda y la palomeó. Abajo indicó: “El círculo se puede
romper y la cumbre me desafía, extraviada entre brumas.” Terminó su argumento
con un tono melodramático: “Veo, por fin, esa cúspide en la cercanía; mi
existencia entera ha valido la pena si soy capaz de conquistarla.”
**
Transcurrieron
unos meses cuando la hermana de Bernardo avisó que no había rastro de él. Ella
pidió informes y ayuda a la embajada, pero fue infructuosa su pesquisa. Eso me
recordó la muerte de Rockefeller Jr., el heredero más rico del planeta,
trágicamente extraviado entre los caníbales de Nueva Guinea. Los meses se
convirtieron en años y sus familiares se resignaron.
**
Hace
pocos días platiqué con los amigos de la escuela:
—Ya
casi se extinguieron a los caníbales y hasta las selvas vírgenes, incluso también
los exploradores, en sentido estricto.
—¿Recuerdan
lo que decían sobre las cumbres y los círculos?
—Si
transitas por el círculo colosal creerás que recorres un plano, como la Tierra
o, más bien, la curva obligatoria de la existencia te regresa al mismo punto de
origen.
—¿Cómo
un círculo donde todos los momentos serían diferentes e intensos?
—No
imagines un círculo vulgar, sino un círculo
perfecto, donde el centro es tu vida y la superficie es la felicidad, donde
cada paso alcanza una cumbre o permanece en el ahora supremo.
—Aunque
esta vida no fuera perfecta, mantiene su derecho constitucional a serlo, y yo demando que esto sea cumplido.
Se
incorporó, estiró el cuello y puso la voz gruesa, invocando a un senador de
Roma, y sentenció:
—Una
cumbre que es la otra cara del círculo infinito… lo demás es silencio.
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