Por
Carlos Valdés Martín
Moví
el texto dificultando su lectura, sin que el vecino pareciera perturbarse con tal
descortesía El viajero era corpulento y torpe, sentado en el asiento contiguo
del tren. Sobre mi hombro, alcanzaba a leer el libro de cuentos. Le insinué que
fisgonear el libro del vecino era descortés. Durante un momento, él fingía no
husmear y luego clavaba la mirada.
Recién
había tomado ese texto en la estación del tren. No conocía a la autora, ni
nadie me lo recomendó, pero encontré una curiosa coincidencia de nombres. Los
boletos para el concierto nocturno, presumían a la Directora de orquesta, una
virtuosa con nombre de ave.
Fui
descifrando qué clase de vecino insistía en invadir mi lectura. Daba vistazos
mientras él se pasmaba ojeando mis párrafos. Comencé con la hipótesis del
excéntrico, seguí con la del tarado y terminé convencido que era un orate.
En
sorprendente coincidencia, el personaje principal del cuento parecía aludirlo
en este pasaje:
“Desde un puente de piedra sobre el río que
cruza la ciudad, miré un bulto flotando y alejándose. Le dije con sorpresa que eso
sobresaliente no era una simple rama con hojas sino una oreja flotando. Lo dije
hasta con temor por la opinión extraña. Era otoño, una rama seca desprendida,
había caído desde la orilla y se sobreponía al cuerpo a la deriva. La corriente
del río siempre avanza afuera de la comarca, saca nuestra basura junto con
cualquier secreto impúdico. Alondra movió la cabeza con impaciencia, mientras
oteaba la lejanía del río:
—Nada más, ramas secas y tu alucinación…
reverdeciendo.
Advertí su impaciencia, así que retrocedí y fingí que
reconocía mi disparate:
—Claro, a la distancia sería un prodigio distinguir
entre viejas hojas retorcidas y lóbulos de una oreja muerta, arrastrada entre
el limo y en condiciones de putrefacción.
Mejores prodigios de vista se logran en la claridad
del mediodía, aunque debí aceptar que la luz del atardecer era plomiza, una luz
casi lúgubre y confusa en sí misma. Ella cambió el tema y recordó su reunión de
poesía para la presentación de las “Vírgenes Vestales” o doncellas de fuego.
Ninguna de sus dos amigas con pretensiones de poetisa me agrada, aunque Alondra
no abandonaría su pasión poética por nada, ni siquiera por el refugio hogareño
que hemos construido; la creería capaz de vender a nuestros niños en un mercado
de esclavos con tal de no abandonar sus recitales poéticos. Reconozco que he
exagerado otra vez, ella sería incapaz de desprenderse de los críos, le basta
con enviarlos a campamentos de vacaciones.
Insistí en acompañarla en un taxi, aunque ella
condicionó a apearse unas cuadras antes. No es por ella misma, sino el capricho
de Belinda, la supuesta poetisa de éxito que odia a los hombres con la fiereza
de sus desengaños. ¿Qué culpa tengo yo de esa amargura de Parca despechada?
Estos tres días, Alondra ha permanecido inusualmente
callada arruinando mis breves vacaciones. Pocos días de asueto no son un
tesoro, aunque ella debería agradecer que esta vez le gané la discusión a mi
jefe, quien siempre sabotea que los empleados vacacionen. Le pregunté si no
habría escuchado sobre algún asesinato en nuestra ciudad, de ordinario tan
tranquila. Rechazó con un “no” monosilábico y siguió mirando al horizonte que
oscurecía.
El taxista trató de ser cordial y nos informó que en
su aldea, contigua a esta ciudad, sí había ocurrido una desaparición y él
sospechaba lo peor:
—La policía supone una fuga por amoríos adúlteros.
El recorrido fue breve hasta que Alondra bajó y
continué el viaje, acompañado con las elucubraciones del chofer, hasta que
agradecí sus informes con una generosa propina. Supongo que la propina fue
extraordinaria y quizá hasta confundí la denominación del billete que le
entregué. Como sea, el chofer insistió en que intercambiásemos teléfonos y hasta
regalarme un próximo viaje.
Ella regresó a medianoche preocupada por su gata
parda. No supe qué le extrañaba esa vez, la felina solía salir por las ventilas
rotas y era inútil retenerla. Recibí regaños injustos:
—Deberías preocuparte por ella un poco, me hace más
compañía que tú, siempre acaparado con trabajos burocráticos e interminables.”
Hasta
ese punto el personaje me provocaba alguna ternura, pero el siguiente detalle
me desagradó, pues amo a las mascotas:
“Intenté una justificación con prudencia, pero la
andanada de palabras fue creciendo, hasta que estallé:
—Ese animal es un foco de infección, enfermaré por su
culpa; es un costal de toxoplasmosis.
Las paredes de ladrillo y rocas volcánicas temblaban
con el subsecuente regaño que brotó de sus labios. Procuré disculparme, exponer
que estaba fastidiado por otras razones, que ofender al gato no era para tanto,
que mis pulmones estaban dañados desde siempre.
Agotadas mis disculpas, Alondra tomó pastillas para el
dolor y se retiró a dormir a su cuarto separado: un espacio separado es una
alegoría sobre Virginia Wolf, no un hecho.
La discrepancia parecía terminada pero ella colocó
sobre la mesa del comedor su cuaderno de apuntes; escrito de su puño y letra:
“Dulce transparencia del velo virginal, despertando el
anhelo más intenso/ la flor enloquecida convertida en sierpe, en pétalo
hambriento/ devorando fuentes de fuego/ senos desnudos, ahogando vestales/ en
hecatombe de velos bramando: /quiero, quiero.”
¡Vaya palabras más desfachatadas, para surgir de su
mano, antes tan casta! Recordé su inocencia, cuando la conocí en la escuela.
Ella miraba los atardeceres y deshojaba las margaritas, mientras leía versos
clásicos. El planeta entero desfallece bajo una oleada de lujuria y hasta las
esposas inmaculadas se contagian de lascivia.
Por mi parte, mantenía ocultos unos calmantes en el
botiquín. Una mezcla generosa de antidepresivos con tranquilizantes era lo que
me rescataba de esas noches oscuras. Hace tiempo había discutido mucho con Alondra
sobre mi psiquiatra, al que ella llamada despectivamente un charlatán. Pero él,
un emigrante tunecino (a quien yo salvé una vez el pellejo, en una anécdota que
no explicaré), era el único que había logrado sacarme de ese abismo de las
mañanas grises y del cielo derrumbándose. Las últimas dos semanas mi ánimo
parecía restablecido, incluso indagaba discretamente un empleo mejor, por eso
las súbitas vacaciones y el interés renovado por hacer las paces con mi esposa.
No habían transcurrido ni diez minutos cuando puse
música de Beethoven y escuché la brisa de un claro de luna. Sentado en un
sillón mullido y tapado con un cobertor me ganó el ensueño. En la madrugada desperté
con un ruido de ramas crujientes y descubrí varias grietas nuevas en el techo.
Amaneció sin novedad, pero esa misma tarde me enteré
que Alondra mintió al informar que acudiría con una tal Teodora. El taxista agradecido
y cómplice era comunicativo; de inmediato, tras conducirla me informó. Dio detalles
del sitio exacto: una casa por entero sospechosa, con una luz amarilla afuera,
y una fuente bucólica adornando la entrada. Los cortinajes semitransparentes
adivinaban cuerpos recostados en estado de excitación estática.”
Aproveché
para comparar si el estado mental del cuento se aproximaba al vecino fisgón,
pero su situación de estar absorto, no me permitió una conclusión.
“Le pedí que pasara por mí, en el estado de exaltación
que sentía no atinaba a anotar la dirección. Alertado de los peligros que asechan
en los “sitios de perdición”, guardé en el bolsillo una pequeña pistola, el
calibre mínimo; en caso de urgencia, la intención sería asustar, pues el arma solía
quedar descargada.
La rapidez era el factor para sorprenderla y terminar
su falso teatro de ama de casa, entonces develar a la casquivana oculta. Tras
un par de minutos el taxista amigable tocaba a mi puerta.
Agradecí su disposición servicial y cómplice, sin
embargo, el corto viaje fue horrible. La lluvia había comenzado unos minutos
antes, después en el camino pisó un bache y reventó su neumático. Era un mal
presagio, así que pretendí desistir, pero el chofer aseguró que Alondra permanecía
en la dirección revelada y que la distancia era corta, incluso para recorrerla
caminando. Por si faltara amabilidad, ofreció prestarme su pequeño paraguas.
En unos minutos la tarde se había convertido en noche,
y al asomar la cabeza fuera del auto comprendí lo frío que estaba el ambiente.
Como sea, quedaría salpicado y con los zapatos mojados, entonces temí quedar
derretido, junto con mi ánimo. La lluvia tuvo un efecto contrario: robusteció
el agravio. No era suficiente la infidelidad, también este cornudo recibía la
ofensa del agua y el frío. Unos rayos lejanos recordaban que Zeus castigaba
desde los cielos tormentosos.
Recorrí con rapidez unas pocas cuadras, apretando el
paso y procurando aprovechar pequeñas salientes y techos de las casas. La
numeración de la última calle era por entero regular y al final, miré el sitio
designado hasta con asco.
La puerta estaba abierta y cedió sin empujar, el aroma
embriagante me sugirió una casa de citas y ambiente de perdición. Una música
mística disimulaba cualquier doblez de intenciones. Pensé: “Lo usual es ocultar
el pecado.”
La luz interior era incierta. Las figuras caían en el
ambiente del claroscuro, por eso, adivinaba más que mirar con ojos claros. Un
murmullo enervante se sobreponía a la música y lo seguí para resolver ese
desvarío. A la engañosa penumbra se sumaban los hilos confusos de inciensos
colocados hacia los extremos de cada habitación.
La cara extraña, marcada por ojos grandes y casi
lacrimosos; una cabeza medio calva aunque fuerte; diríase, una cebolla a medio
pelar por los años. Sus manos se extendían en la espalda de Alondra, en un
ritual impúdico y misterioso. Manos callosas y con dedos angulosos: si los
martillos de Vulcano asestaran pequeños golpes laterales, moldearían esas
falanges con cuadrículas de igual rudeza.
De ella distinguí la nuca y una hilera de brillantes
chispas alineadas sobre su dorso. El cabello negro recogido, mostraba la nuca y
el cuello con la espalda límpida, inconfundibles sellos del matrimonio
perpetuo, hasta con las luces apagadas adivinaría quien era ella. Las
brillantes chispas en doble hilera me desconcertaron; incluso, luego de lo
sucedido todavía era incapaz de determinar su origen.
Juro que la pistola era solamente para amenazar, pero —sin
que hubiera transitado algún pensamiento u orden por mi cabeza— el arma soltó
un tiro súbito y limpio sobre el pecho del extraño. El color dorado metálico y
hasta artificioso que cubría esa pistola provocaba este equívoca ilusión: debía
ser un simple juguete; jamás nadie la tomó en serio, ni el abuelo que la heredó
en un lote de cachivaches para sus descendientes.”
Alcanzado
ese punto, observé con detenimiento, por si existía el bulto típico del arma
oculta en la cintura del vecino, y respiré hondo al suponer que no había nada.
En mi fuero interior, decidí que me alejaría en la primera oportunidad.
Continué la lectura:
“Tras el disparo ella se encorvó del pavor, cual gato
de oscuridades. Estaba recostada sobre una mesa cubierta de tela, un artificio
curioso y hasta indescriptible, por tan sencillo: el doble cuadrado para
recostar un cuerpo, que no era una cama ni una mesa para comer, especie de
híbrido y mutante del mobiliario. Y sobre ese metro de altura ella se encorvó,
cual quimera sorpresiva, colocada entre sus extremidades y amenazando al
universo con una ofensiva contra esa arma.
En esa extraña pose de arco completamente tenso y
desconcertado, Alondra amenazó sin palabras, con una especie de graznido de
cisne encarnado y lo hizo desnuda, olvidada de cualquier pudor. Las agujas
sobre su lomo resultaban aterradoras y temblé, mis tripas crujieron y confundido,
solté el arma. Comencé a agacharme, hasta encogerme sobre las rodillas;
doblegado por cansancio súbito y debilidad en las extremidades.
El hombrecillo calvo, se agitaba en el suelo
agarrándose el pecho y noté que lo arropaba una bata blanca con un letrero
indicando: “Acupunturista.”
La mirada de Alondra destilaba confusión y condena,
sin descontar también un dolor físico, que se salía desde su espalda encorvada
y con escamas de agujas, cual dragón escapado desde la región del hielo. Quedé aturdido
por el aroma espeso y confuso que provenía desde todas partes.
Alondra comenzó a lanzar maldiciones contra mí, junto
con Otelo y todos los de esa estirpe degenerada: los celosos delirantes.”
En
ese punto del relato, el tren bajó la velocidad para alcanzar otra estación y
comencé la maniobra para guardar el libro en el portafolio. El pasajero se
apuró a hablar con el gesto de un acusado ante el tribunal judicial:
—Eso
no fue como parece, el arma quedaba descargada, pero lo que sucedió luego fue
una conspiración, el taxista amable resultó un traidor que había colocado
subrepticiamente balas...
—¿Cómo…?
—pregunté refiriéndome a cómo él se animaba a importunar, no a que uno se
interesara en más explicaciones y siguió:
—Es
forzoso, el taxista jamás confesó, pero encaja en el perfil del amante vengativo,
siendo el villano mismo que actuó por su iniciativa o alentado por Belinda, esa
falsa amiga y larva espectral.
—No
tengo tiempo de escucharle —respondí y apresuré el paso para colocarme justo
frente a la puerta en el instante del descenso.
El
tipo se incorporó como si fuera a bajar también en ese mismo sitio y dio unos
pasos, aunque en zigzag como si dudara. Espantado, decidí que correría si insistía
en seguirme. Arqueó las cejas y sus ojos saltaron, cual médium poseso por el
más allá, y con tono de ultratumba, advirtió:
—Si
tocas con un solo dedo a Alondra te las verás con…
No
esperé a que terminara la frase y corrí por el andén hasta cerciorarme de que
no me seguía. Busqué un basurero en una calle discreta y en su fondo sobresalía
un amasijo de esqueletos de pescado. Ahí rompí los boletos para el concierto,
no fuera a ser que…
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