Por Carlos Valdés Martín
Casi siempre los
ciclistas somos buenas personas —o si se prefiere tomar distancia, son—, tan
decentes y bienintencionadas que evitamos presumir tal bondad para no acusarnos
de engreimiento. Tomando más perspectiva, el ciclista no pedalea por penuria ni
por ventaja financiera, sino por una especie de apostolado momentáneo. Por esta
afirmación no supongamos que falta placer al moverse impulsado por las piernas,
sino que predomina el aspecto heroico sobre el gozoso: tenaces para soportar la
lluvia repentina, estoicos ante el cerrón del camionero barbárico o la molestia
del perro callejero despistado. ¡Ah, esos canes que confunden al dúo
humano-mecánico con algún alce vagabundo, al cual cazaba su ancestro el lobo!
Montados en frágiles
ruedas, los apóstoles ciclistas viajan a un tris de convertirse en mártires, lo
cual elogiamos según la antigua usanza; sí, alabanza al estilo de curas pueblerinos,
que nos soplaban todos los santos en la preparación de la Confirmación y leían
pasajes bíblicos en un latín a veces mal
pronunciado, pero no escribimos aquí para criticar.
De alguna manera sí, los
ciclistas lo hacen porque buscan beneficiar al ecosistema, a su salud, al
futuro sustentable… en pocas palabras quisieran salvarnos y detener la
apocalipsis con la tracción muscular.
Siendo tan beatíficos,
los ciclistas merecen elogios con ambrosía en el regazo celestial; los fines de
semana para reconfortar la autoridad urbana acordona grandes avenidas y,
entonces sí, sucede una especie de milagro citadino. Durante las jornadas
laborales la Gran Urbe se colma de automotores y hasta de paquidérmicos
camiones, que con sus estampidas y moles disuaden el desplazamiento ciclista,
en cambio en los días feriados una multitud enorme de ciclistas acude a usar las
avenidas. En los días de trabajo los pedalistas son escasos cual golondrinas
sin verano; contrastan los fines de semana cuando disfrutamos de un populoso
paseo familiar: ni la multiplicación de los panes la imaginamos tan generosa.
De pronto son miles que se esfuerzan por no contaminar y brindarse salud a
fuerza de pedaleo.
Da gusto pasear durante el llamado ciclotón y me incluyo entre los ocasionales que se dan una grata
vuelta, cuando disfrutamos un baño de cordialidad vecinal. Da gusto mirar la
variedad de extrañas bicicletas que abarrotan tales eventos: con ruedas
diminutas o gigantes; los infantiles triciclos surgen de los colores más
variados, con los adornos más extraños, acompañados por mascotas; deportistas
con ropa como de viaje espacial, o también reuniendo familias y amistades. Es
una delicia esa reunión masiva de ciclistas bien dispuestos a lo lúdico, cuando
las calles se ajustan a nuestros angostos presupuesto y perímetro de
habilidades.
Por eso debemos elogiarlos
—sin prisa y con pausa— hasta que se convenzan y acepten que sus intenciones
son angelicales. Recordamos que a las “intenciones” se les adhiere el dicho
sobre el empedrar el camino del Infierno, aunque con dulzura fantaseamos que ese
infernal camino adoptará una ciclovía angosta en su diseño. En estos días de
mixturas y sorpresas, suponemos que un Averno con acceso para ciclistas no habría
de ser tan malo.
Las ciclovías
entretejidas con los caóticos senderos de las megalópolis no compensan las injusticias,
pues cuando recorro las ciudades del planeta (claro, lo hago por Internet) para
admirar las antiguas estatuas de bronce encuentro civiles y militares a pie o
sobre caballos[1]. Tremenda
revelación: abundan estatuas con los ademanes teatrales sobre los pedestales
públicos, aunque ya sabemos cuál es el vehículo ausente. He buscado por plazas
y bulevares, pero todavía no descubro adalides acompañados por gentiles
bicicletas. Que los caballos monopolicen el sitio privilegiado junto a los
padres de la patria, sigue desconcertando a mi ánimo proclive hacia los
vehículos de ruedas que no contaminan.
[1]
Las excepciones son irrelevantes, alguna figura anónima o multitudes mirando al
prócer; pero el sitio de compañía pertenece al caballo, sin competencia alguna.
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