Por
Carlos Valdés Martín
Una
mascarilla de barro volvió notable su excentricidad. Antes había sido un
joven alegre y entregado a placeres, incluso él era “el alma de la fiesta”,
cuando rasgaba las cuerdas de la guitarra para deleitar con temas
sentimentales: “un guerrero es como una
blanca mariposa… hoy recuerdo mariposas que ayer sólo fueron humo…”
A
él lo extravió un efluvio intoxicado, pero una istmeña, más joven que él y
dispuesta a consentirle insistió en rescatarle, jurándole amor eterno. Entre
miles de detalles de enamorada, le procuró una cantina en una esquina, donde se
patrocinaba a los crudos y le llamaron “Mañanita”. La taberna con su puerta
abatible verde y un letrero escarlata invitaban a refrescarse, con una
aclaración de beneficencia: dotaba de licor gratuito desde la salida del primer
rayo de sol. Señalaba la letra pequeña del aviso: “Chupe gratis”.
Antes
él fue un chico estudioso, pero su vida se volvió regalada.
Él
presumía su cutis —tersa perfección, oscuro recipiente del alma—, pero un
triste día surgió un grano y después vino otro. Su madre le sugirió una
mascarilla de barro publicitada en una revista. Él sintió que el remedio mejoraba
siendo permanente así que conservó la mascarilla.
A
Marisol no le molestó un novio excéntrico.
Pompeyo
abandonó los estudios y puso en un estuche su instrumento musical. Se levantaba
temprano y abría lo que llamaba negocio que, pues claro, que nunca fue negocio
por el detalle del “chupe gratis”. Durante unos meses Pompeyo entró a la
Universidad local y estudió con un profesor rojo que le inculcó sobre la maldad
capitalista. Aleccionado e ingenuo, de ahí provino que en su local nunca
discriminaría a los sedientos sin dinero.
Él
se ufanaba ser el propietario, porque el amor concede; ella se conformó con las
canciones de Silvio Rodríguez: “Qué
maneras tan curiosas de recordar tiene uno, que hoy recuerdo mariposas…”. Pompeyo
le dijo que ella era todas las mariposas de la galaxia. Por eso, Marisol usaba
su herencia para mantener Mañanita, sin lamentar el refugio de los vagos y
miserables ni las cuentas sin pagar.
Pompeyo
presumía su resistencia al mezcal: se trasnochaba y amanecía animado, regresaba
temprano el negocio.
Bajo
la excentricidad de la mascarilla se daba las mañas para conquistar pretendidas.
Tras muchas infidelidades, Marisol sufrió y lloró es cierto, pero su amor derivó
en obsesión, entonces decidió que se dedicaría a “salvarlo”. Usaba unos zapatos
con suela de goma y un vestido pardo para disimularse en las noches, cuando lo
seguía para comprobar que él se enredaba con alguna falda floreada; al comprobarlo,
enojada le lanzaba un guijarro desde la distancia o daba media vuelta para llorar
en los rincones. Luego, ella terminaba perdonándolo, cada vez que él regresaba
con serenatas: “Ya viene a ser como la
cuarta vez que espero…”
Al
principio supuse que él la amaba, luego cuando ella engordó como un tonel, creí
en el interés monetario; cuando terminaron los fogonazos juveniles afirmé que
era una obsesión mutua; cuando él se perdió en los delirios, concluí sin lugar
a dudas: fue una maldición compartida, a la manera de “Romeo y Julieta” sin
Shakespeare ni poemas.
El
letrero de Mañanita se ajó y volvió ilegible; las sillas y mesas terminaron
rotas, así que los visitantes se sentaban en cajones de madera y bultos de
trapos malolientes. Cada vez perdió las pretensiones de cantina, hasta menguó
el dispensario salvador de la miseria alcohólica, algo del recuerdo permaneció
tras la puerta verde abatible. Acudían los peores borrachos, vestidos de
harapos, y desesperados. Marisol cada vez regalaba menos damajuanas de mezcal o
dotaciones de aguas de sabores que dosificaba entre los asistentes, casi
fantasmas de la madrugada, alegres por regresar al néctar de sus vicios. Antes
del mediodía la bodega ya estaba vacía, el lugar caía en el letargo a menos que
algunos visitantes trajeran su propio mezcal, con regularidad de la peor
calidad. Después ni damajuanas ni aguas frescas, quedó un grifo de agua simple y
el recuerdo.
Tenía
un solo hermano varón, un arquitecto exitoso, que aborrecía cual nuevo Caín.
Las preferencias de la madre se fueron acentuando hacia el otro. Cuando la
madre al enfermar se mudó donde el hijo exitoso, entonces el corazón de Pompeyo
se agitó y su ánimo empeoró, tornándose irascible. Pronto Marisol pagó las
consecuencias de maltratos y maldiciones vicarias, dirigidas contra el hermano
pero sufridas en carne de la istmeña. Pero Pompeyo, después del agravio la
consolaba cantando: “yo ni respiro para
que duermas y no te vayas…”. Sí, después de estallidos de ira, él se
portaba mansito.
Por
su parte, Marisol compartía la morada con su única hermana, Camila que desde antes
aborrecía a Pompeyo, por lo que no permitió traspasara ni un pie en su hogar.
La solución temporal fue armar un tapanco en Mañanita, ahí volvía con sus
notas: “mariposas que emergieron de lo
oscuro, bailarinas silenciosas…”
En
una ocasión, la administración municipal clausuró Mañanita. El alcalde dijo la
subalterno: “Es refugio de malvivientes, apesta a orines”. Pero del viejo fuego
pervivían las brasas, entonces sí hirvió la sangre de Pompeyo, demostrando destreza
natural para la agitación. Un sello de clausura fue roto y juntó a los
borrachines desperdigados por la ciudad, luego les suplicó que acarrearan a cuanto
familiar y amigo encontraran. Para atemorizar al alcalde reunió una multitud animosa
que repetía: “siglos atrás inundaron un segundo, debajo del cielo, encima del
mundo”, mientras Pompeyo se paraba sobre una silla gritando su canción
favorita, simulando al director de un coro monumental. Corrió el rumor de que
era pariente de Súperbarrio, un agitador temido en la lejana capital y el
alcalde recapacitó: ordenó que no molestaran ese refugio.
Después
del punto más alto, queda el camino descendente… El colapso de Pompeyo sucedió así:
Camila intervino, consultó con un chamán, quien mezcló yerbas adormecedoras con
el temido toloache. La botella
semejaba a una dama gorda, bajo el pretexto de proporcionar nueva vitalidad
reproductiva. Marisol rabió y maldijo cuando supo que ella fue el vehículo
inocente que dio un brebaje, creyendo que curaría tanta infidelidad. Pompeyo
sintió un sabor dulce y amargo, nada que lo alarmara, pero unos minutos después
su hígado protestó, combatió con el páncreas, los intestinos vibraron, la
sangre espesó, y los ojos quedaron en blanco. A la hora de las convulsiones,
Marisol culpó a su estupidez y juró que, si su amado se salvaba, le perdonaría
todo.
Eclipsada
la vitalidad, Pompeyo balbuceaba con incoherencia, alternando con lucidez en oscilación
desesperante. En ratos lúcidos Marisol lo incitaba para que sonara: “cabecita blanca, delgada nerviosa; siglos
atrás inundaron un segundo…”
A
pesar de la decadencia física y mental, que invitaba a la misericordia, Camila
nunca aceptó que Pompeyo se quedara a vivir con ellas. Así, Marisol contrató en
un hospicio de monjas, pero él prefería dormitar en Mañanita. Contrariada ella dejó
de surtir mezcal y aguas frescas a ese sitio.
Una
mala madrugada arribó a la ciudad un desconocido fornido y agresivo proveniente
de la Sierra, que decidió apropiarse de Mañanita. La primera noche lo usó como dormitorio,
pero un día después ya había sacado a golpes a los otros residentes y colocado
una puerta con chapa. La decadencia mental de Pompeyo no le sugirió una nueva
protesta; nada más se quedó junto a la puerta repitiendo su canción favorita: “…así eras tú de furibunda compañera. Eras
como esos días en que eres la vida y todo lo que tocas se hace primavera.”
El invasor salió y le soltó un bofetón en el rostro. Pompeyo, muy sorprendido,
se alejó sin más ruido.
Lo
alimentaban en el hospicio pero salía en cuanto se aburría y permanecía entre
los callejones oscuros. Se acostaba en las banquetas, extendía una mano de
limosnero. A veces otros borrachines lo reconocían y convidaban.
Perdido
entre los callejones, Marisol se preocupaba por sus ausencias. Aún, en el
estado deplorable, Pompeyo levantaba arranques de dignidad:
—Muévete
de una vez que me tapas el Sol.
Luego
le ganaba el cansancio y la inconsciencia, se dejaba caer cual un fardo. Con
alarma ella descubría heridas cada vez más difíciles de cicatrizar, pero
Pompeyo se resistía a las atenciones. Descansaba en el hospicio, luego de
recuperarse salía para sus andadas.
Con
los años, la diabetes había avanzado demasiado, así que terminó amputado de las
piernas infectadas. Después de la hospitalización Pompeyo se habituó a las
monjas. Él correspondía con su canción favorita y es que las demás terminaron
por olvidársele: “tú eres el alma de los
guerreros que aman y cantan, y eres el nuevo ser que se asoma por mi garganta”.
Marisol
lo visitó con regularidad y pagó por sus gastos. Pompeyo baldado, nunca más
quiso salir del hospicio y luego olvidó cómo tocar guitarra, pero con una pista
musical, él se acordaba de la única canción favorita: “así eras tú de furibunda compañera”.
**
Camila
miró al espejo después de que Marisol le suplicara recibir a Pompeyo amputado
de las piernas y envejecido. El mismo espejo empotrado en caoba del Istmo, con
su filigrana alrededor del cristal, donde miraba a su madre y sus gestos de
niña; sus primeras muecas. Un poco de herrumbre había ajado las orillas, pero
el centro seguía reflejando con fidelidad. La imagen de espejo le devolvía
arrugas en la frente y alrededor de los párpados. Intentó un poco de labial
para volver hacia años mejores, y sí, cuando niña el primer dibujo de labial le
evocaba al mismo personaje y recordó: “Condujo el caballo por los senderos, me
recogió bajo el árbol ciruelo a la orilla del pueblo; nunca antes había
montado, la primera vez sobre una bestia tan imponente y amigable. La silla de
montura sin espacio para dos, me acomodé en ancas, con la flexibilidad de niña
con trece años y él un mozo un poco mayor, pero creído y pretencioso; presumía
que cantaba lindo, al son de ‘una blanca
mariposa, delgada nerviosa…’ y otras canciones que sabía, pero esa la
repetía tanto y después de décadas, la repetía. Las piernas casi niñas tensas
sobre el caballo, temblando para no caer y abrazando con firmeza, mezclada con
pena, el pecho del jovencito; que repetía canciones y eso de dejar el miedo que
confiara en él, que el sitio de la fiesta quedaba tan cerca. Desde la cita
sabía que había locura y diversión, pero más estupidez y desatino; por eso de
creer en un hombre, que prometía matrimonio siendo casi niños; que la fiesta
era un grupo de extraños que no se interesaban en quién entraba o salía. Poco a
poco se juntaron tantos adultos que perdí de vista; luego supe que se escondió,
por otra chica, que ya era su novia; pero qué le importaba, buscaba sumar una
conquista. Lo miré alejarse despacio en el mismo caballo y con otra chica
atrás, en el anca de la montura, él cantando y fingiendo que no me escuchaba.
Regresé idiotizada por lo visto y encontré a unos conocidos que prometieron
regresarme a la casa; el resto de la noche aguanté las lágrimas. Después juré
por todos los santos que ninguno me volvería a engañar así y cumplí. Mejor
vestir santos de madera que desvestir borrachos de carne.”
**
La
primera visión fue grandiosa.
Miraba
Marisol el esplendoroso atardecer, cuando un trino sonoro estremeció el
espacio… “como una mariposa, cabecita
blanca, delgada, nerviosa…” Con el pasmo de un acontecimiento único, el
anuncio de una tormenta o un eclipse definitivo, permaneció en su sitio, como
petrificada. Llamó a su vecina con la mano para interrogarla en voz suave y
temblorosa sobre el origen de ese prodigio. Ni siquiera lo había mirado y su
corazón ya latía queriéndose escapar.
—Es
el Pompeyo, el hijo de la otra vecina que regresó de la Gran Ciudad —la miró desde
lo hondo de sus ojos cafés sospechando el amor— pero se cree muy muy galán, ten
cuidado.
Los
años adolescentes no respetan barreras y ella quedó prendada a esa voz surgida
de un dueño jovial y sin oportunidad para doma.
Desde
ese día se llevó las estrofas en su corazón: “Qué maneras más curiosas de recordar tiene uno, hoy recuerdo mariposas…”
En su mente, Pompeyo la acompañaba a cada momento y no existía un joven más
guapo en el planeta.
A
las amigas les presumía: “Me traerá serenata, otra vez me la traerá.” Bastaba
una serenata para arreglar los días opacos y las noches lluviosas: “siglos atrás inundaron un segundo…”
Le
hubiera gustado recibirlo en su propia casa, casarse y parir muchos hijos con
Pompeyo, pero su hermana era de un carácter difícil, capaz de controlarla sobre
el resto de su vida, con excepción de lo relacionado con su amado. Ahí Marisol
se apasionaba y sacaba su carácter: “Como sea lo quiero y hasta daría la vida
por él”. En lo demás congeniaba y seguía las indicaciones de la hermana mayor:
“Esta casa se respeta… invirtamos para un puesto en el mercado municipal…
vayamos a la fiesta de la sobrina”.
Cuando
se enteró de la primera infidelidad sufrió, lloró y decidió dejarlo, pero lo
perdonó y descubrió que él estaba enfermo. Se prometió: “Lo salvaré”.
Planes
de matrimonio sí llegaron a platicarse, antes de que se perdiera la mente de
Pompeyo. Nunca se concretaron. Los días
se volvieron meses y los meses, años… Cuando ella se dio cuenta, ya él tenía el
cuerpo de un anciano sin piernas, sujeto a su caridad; en ratos de lucidez él
cantaba sus estrofas favoritas y nada más interesante atravesaba su existencia.
Marisol
sintió que surgía una bola en su propio pecho y pagó a un artesano del mármol
para un epitafio en la tumba de Pompeyo que decía: “mariposas, mariposas que emergieron de lo oscuro bailarinas,
silenciosas…” La lápida estaba adornada por dos siluetas: una mujer esbelta
y un hombre junto con una máscara, ambos bajo el signo de una cruz. Él todavía
no moría, pero ella lo previó y ahí había espacio para los dos.
**
Recostado
en el camastro del hospicio, Pompeyo despertó y con los ojos cerrados miró su
vida transitar rápida y agitada. Supo que venía la lucidez, ahora sí
abrumadora, impaciente cual rayo del cielo, enviado por Jehová, el Dios de los
ejércitos y del Armagedón, preparándolo para un final próximo.
Su
cuarto era el extremo de una habitación mayor, separado por una cortina, pero
iluminado por una ventana alta que desembocaba en el limonero sembrado en un
patio interior, que era un cuadrángulo de luz, insertado al capricho de una
vieja hacienda. Un cuadro de Cristo con su sagrado corazón, viejo y enmarcado
en madera lo vigilaba día y noche, con cara triste, invitando al
arrepentimiento.
Permanecía
en la cama por el problema de las piernas, sumado a la debilidad múltiple que
trae la diabetes con final ceguera y abatimiento.
Esa
mañana su corazón revoloteaba en aclaraciones, un despertar tan poco usual en
él, no recordaba que sucediera antes, así que presagió su final. Se dijo: “Unos
pocos detalles absurdos y el mundo te juzga; por habitar en un tapanco los
miasmas de borrachines perdidos te contagias de su peste y las narices finas te
repudian. Un tanto de barro hace olvidar el rostro bajo la máscara y el alma
queda oculta, capa bajo capa. ¿A quién le reclamo si yo mismo juré cuando no carecía
de alma? ¿Aproveché el día en verdadero carpe diem? No, nada de eso, me
atraganté en los descarríos de la carne, que vistos a esta distancia me parecen
imposibles. ¿Cómo desnudar a una desconocida con tres canciones y anticiparlo presumiendo
con los amigos? La misma desconocida que ya casada te mira como perro sucio,
cuando duermes en la calle cubierto de ropas sucias. ¿Bastan los harapos para
calificar las almas? Se niega, pero de qué me quejo si yo mismo desprecié a
todos y, más a las hembras bellas. Nada más se ha quedado Marisol, como fuera
por lástima, como si fuera su castigo. Y nunca le confesé que la arrastré
conmigo por el recuerdo de Camila, que siempre me gustó y la seguí importunando
con mensajitos. Mandar un mensajito, un papel escrito, destilando deseo o
veneno; reconozco que he sido propasado. Pero en mis últimos sueños sé que
alguien me observa, desde arriba, listo para arrastrarme hacia lo más lejano.
¿Mereceré el Infierno? Sor Marita dice que no es así, que ya sufrí bastante
castigo, que pagué en vida los males. Y si la eternidad existe, y si el cielo
se cae a pedazos, y si desde el averno salen los cornudos para arrastrar y si
viene el torcedor eterno sin que le explique lo que no me explico a mí mismo.
Siento comezón en donde no tengo piernas y nunca lograré rascarme, ni volver al
pasado. Al menos supe lo que significaba una mariposa blanca y la respeté,
quizá una mariposa frágil es un ángel, por eso seré perdonado. Descubrí que las
mariposas importaban cuando mi padre me golpeó y, ese parece el último
recuerdo, luego él desapareció y mamá dijo que había muerto, pero los tíos
dijeron que se escapó, nada más por gusto. Así, que mi padre puso un matamoscas
entre mis manos y señaló a una blanca mariposa, dijo “Mátala”. La luz de
atardecer se filtró entre la ventana y una revelación interna detuvo mi mano;
en lugar de lanzar un golpe como hacía contra las moscas, la agité como abanico
para advertir a la frágil mariposa. Ella entendió y aleteó hasta el borde de la
ventana para desaparecer por la abertura. Despertó la ira de mi padre:
—Pompeyo…
niño idiota.
Dio
dos pasos y jaló ese matamoscas que seguí agarrando. El jalón hizo perder el
equilibrio, caí de bruces.
—Niño
idiota, ni llore que lo friego.
Mordí
la boca, sin poder evitarlo comenzó un sollozo y recibí una patada en las
nalgas.
—Niño
idiota.
Él
se fue y seguro de quedar solitario, volví la cabeza y miré cómo regresaba la
blanca mariposa al borde de la ventana: ella movía las alas con gentileza y,
así lo creí, con gratitud. De mi padre, lo peor es que fue su último recuerdo.
Reconozco
que nunca fui mucho mejor que ese niño caído que tuvo compasión por una blanca
mariposa. Como si con eso fuera bastante, luego intenté salir por la ligera, no
estudiar ni aprovechar, ni comprometerme con hijos ni con damas. Sí, las
utilicé y me emborraché tanto, tanto y tanto. También tuve compasión por los
borrachines perdidos, que eran como las frágiles mariposas, próximos a la
orilla fatal, tan cerca del vertedero. Y estoy triste por haberme portado tan
indiferente con Marisol, si hubiera podido la habría amado, pero nada más he
sido su compañía, lo más que fui un arlequín que le alegraba sus soledades con
mi mejor canción. Le di ratos de alegría, a cambio de soportar esta carga de un
inútil y bueno para nada. No sembré ni un libro, ni coseché un hijo ni escribí
un árbol… Ja… eso decía en algunas fiestas cuando me gustaba contar chistes,
cambiar el sentido de las palabras, arrancar las sonrisas con tarugadas y
canciones. Si eso pesara en la balanza de la muerte. Como sea no es justo que
por un poco de lodo en la cara se juzgue a alguien; las blancas mariposas
deberían ser los jueces de esta tierra y del cielo.
Después
Pompeyo sintió que un rayo atronador bajaba de los cielos y creyó escuchar el
aleteo de una mariposa, que dicen que así como aleteo de mariposa suena el alma
cuando asciende.
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