Por Carlos Valdés Martín
El emperador Moctezuma murió apedreado por su gente
cuando se presentó ante la multitud indignada e intentó evitar que atacaran a los
soldados del conquistador Hernán Cortés. Los aztecas se habían enardecido luego
de una artera matanza contra pobladores desarmados quienes celebraban una
festividad en el Templo Mayor. Esa masacre fue orquestada por el capitán
Alvarado cuando estuvo algunos días al mando de las fuerzas de Cortés en la
Tenochtitlán ocupada.
**
“Lo mío no es inocencia, ni entrega idiota. Te
imaginas, Hernán, que mis actos son torpezas y debilidades fruto de superstición
y crees que nuestros dioses nos conducen hacia el fracaso. Pero esto no sucede
como imaginas, tu sueño es un fragmento
de mi pesadilla; tu sueño es el triunfo, mi pesadilla es un sacrificio sin
medida. Para mi pueblo ya había sonado la hora del sacrificio supremo para caer
ante extraños y doblar la cabeza, como el venado flechado por cazadores. Era
inevitable apurar la derrota y postrarse ante el ganador. La mayoría de mi
gente ignora el verdadero plan, no sabe que debemos inmolarnos. Ellos ignoran el
fondo y creen que los traicioné. Ese odio de mi propia gente duele más que mi próxima
muerte. No es necesario adivinar el futuro para anunciar mi sentencia de muerte
y ahora mismo siento una tumba alojada en el frío de mis huesos”
Bajo el manto de la noche silenciosa Moctezuma mira
hacia la inmensidad. Su interlocutor está ausente, Cortés ha salido para buscar
nuevos aliados entre tribus vecinas que aborrecen a los aztecas. Tenochtitlán,
la ciudad en medio del lago, en su completa extensión huele a cadáveres
insepultos y hambre. La brisa fresca cada noche viaja desde la montaña y atraviesa
el lago que rodea la ciudad, pero ya se ha mezclado con el olor del miedo. El
rey prisionero mira por una pequeña abertura dirigida hacia la región celeste donde
atraviesa la estrella de Quetzalcóatl. Afuera un guardia duerme parado,
apoyándose en su enorme lanza para soportar el peso. Un pequeño cuarto del
palacio de Tenochtitlán sirve como prisión improvisada para el rey azteca.
Las lágrimas ruedan por su rostro, mientras Moctezuma
repite un argumento discutido tantas veces con los sacerdotes supremos cuando ellos
adivinaron el futuro: “Sacrificarse es el mejor medio para sobrevivir; es infinitamente
mejor caer ante los soldados de León y Castilla, que resistir otro siglo para
luego terminar aniquilados ante la siguiente oleada de invasores. Ese es el
destino: ha de perecer la mayoría para que unos cuantos sobrevivan, no existen
salidas sencillas. Quienes no aceptaron ese destino huyeron hacia los desiertos
y a las selvas, ahora son peregrinos de su perdición, obligados a refugiarse en
desfiladeros y olvidar el esplendor de estas pirámides de Tenochtitlán. Un plan
tan osado y de largo aliento jamás lo comprenderían los jóvenes. Los sacerdotes
lo previeron todo a detalle y, en ceremonias solemnes, ellos propagaron la
profecía del regreso del dios Quetzalcóatl Serpiente Emplumada para que el
pueblo reverenciara a los invasores sin conocerlos y sin saber que serían sus
verdugos. Los sacerdotes lo repetían cuando surgían luces misteriosas en el
cielo: ‘Viene el dios desde Oriente’. En las festividades ellos mismos colocaban
joyas y espejos dentro de los animales ofrendados para gritar que eso era un
prodigio y convencer a los escépticos de algo increíble. Cuando tuve las
primeras noticias sobre teules comprendí
que los días tormentosos habían llegado, pues era verdad todo lo previsto por los
adivinos. Antes los preparativos hasta parecían un juego, como preparar el
festejo para un invitado que no confirma su asistencia a la gran fiesta. Seguí
con la representación y envié embajadores para que pusieran cebos en tu camino,
no fuera a ser que desviaras de la ruta segura hacia mi Tenochtitlán. Con
regalos preciosos cebé tu ambición. Y objetos prodigiosos con que me correspondiste
sirvieron a nuestros fines. Yo mostré los extraños cascos y espejos que enviaste,
de ese modo los dudosos calmaron su aprensión y los últimos desconfiados
creyeron que sí venía nuestro dios Serpiente Emplumada.”
Moctezuma hace una pausa para clavarse una espina de
maguey en una coyuntura, un sitio donde no sangra y nadie lo notará. Vuelve a
sus cavilaciones atrayendo a su interlocutor imaginario: “Mucho antes de la
llegada de tus hombres barbados, como gobernante debía ofender a nuestros
vecinos, por ejemplo, atacando a los tlaxcaltecas y mixtecos para que nos
odiaran con vehemencia. Nuestros vecinos se arrojaron en los brazos del extranjero.
Su alianza contigo, Cortés, no fue por traición, pues no les dejamos alternativas
y debían aborrecernos. Cumplí el plan al pie de la letra sin descuidar
esfuerzos ni omitir minucias. La profecía de los sacerdotes se cumplió, sin embargo,
es terrible cargar con esta culpa. Hoy mismo los jóvenes guerreros se agolpan
exigiendo un guía valiente y escupen sobre mi nombre diciendo que soy un cobarde.
Las mujeres esconden entre los brazos a sus críos temiendo la muerte que ronda
por toda la ciudad; ellas tienen razón, el eco de sus gritos me persigue y no duermo.
Sus lamentos confundidos con el viento que baja desde las montañas me
perseguirán hasta el Inframundo. Recuerdo a mi hermosa nuera intentando arrancarme
la verdad con desesperación: —¿Es cierto lo que afirma la adivina que mis hijos
varones morirán y mi hija calentará el lecho de un teul blanco y barbado? ¿Demolerán nuestros templos sagrados?”
El emperador suspiró, clavó sus ojos en las
estrellas intentando contener el llanto. Había conducido a su pueblo al borde
del precipicio y faltaba lo peor, todavía deberían lanzarse y caer cual
enjambre de insectos en un pozo, separando sus miembros como lo indica la enorme
piedra de la Luna: brazos descoyuntados y separados del tronco. A la distancia
escuchó el rechinar de las ropas de Pedro de Alvarado, a quien Hernán Cortés
confiaba las tropas en su ausencia; ese olor y sonido le eran inconfundibles, mezcla
de cuero y metal. El capitán español tampoco dormía, temiendo que una
sublevación de los aztecas le tomara por sorpresa. El monarca era su rehén y
garantía contra el pueblo ofendido, pero Alvarado olía el descontento y deseo
de venganza entre los jóvenes nativos.
—Despierta guardia, que los idólatras están al acecho,
si sigues dormido puedes despertar con la garganta cortada.
—Sí, señor, fue un pestañeo —tembló el guardia,
mientras sentía la sombra de su jefe avanzar con paso decidido.
Alvarado traspasó la sencilla cortina del umbral;
encontró al emperador de pie mirando por una pequeña ventana y contra el
reflejo de la luna creciente observó lágrimas corriendo. Escupió el sabor
amargo de la boca hacia un costado: —Majestad de los aborígenes, no vaya a
decir que le maltratamos; esas lágrimas podrían molestar a su gente; de por sí,
los suyos traman ideas alocadas; a ellos no quiero verlos levantar hachas y
macanas.
El capitán acostumbra mantener la mano diestra sobre
la empuñadura de su espada. Ante el silencio del emperador indígena, el capitán
llamó a la intérprete que lo seguía pero no había traspasado el umbral, pues la
antigua ley no permitía a los nativos acercarse ni mirar al gobernante. Desde
la llegada de los extranjeros, las añejas reglas estaban quebradas, pero la gente
seguía acostumbrada y reverenciaba a Moctezuma.
Con paso suave y cabeza agachada para no ver al Gran
Señor de Tenochtitlán, la intérprete se colocó a un lado de Alvarado, quien
dijo: —Debes hablar con tu gente poniendo una mejor cara, nada de lágrimas ante
el pueblo.
Y la joven repite.
El emperador pasa el dorso de la mano por sus
mejillas, suspira y medita un instante. Ya sabía que Alvarado era un animal
salvaje, listo para lanzarse contra cualquier presa. El rey desea tranquilizarlo,
sin embargo, el cansancio doblega sus párpados. Explica su tristeza al fiero
soldado, quien no cree ni una palabra de lo dicho.
Mientras la temblorosa doncella traduce, el sueño asalta
y se apodera del emperador que da un traspié. Con los ojos cerrados su mente vuela
y en un instante contempla las estelas destruidas, el rugido de cañones
haciendo temblar la tierra y una turba de enemigos degollando a su familia
noble. Sueña al volcán que domina el Valle de México en erupción y sus propios esfuerzos
vueltos ceniza; por si algo funesto faltase: una multitud maldiciendo su
recuerdo y pisando su tumba. En la niebla del caos un fiero ocelote acecha y lo
persigue; ese animal también es persona, efecto del nagual que mezcla gente y
bestia. El ocelote-persona con figura de invasor empuña una daga y avanza
rápido, mientras el emperador está agotado. Moctezuma da un paso hacia atrás y
abre los ojos: en la semioscuridad distingue a Alvarado avanzando con furia y alzando
la mano con un acero.
—¡Ni un gesto en falso! —grita Alvarado al reaccionar
contra un movimiento inesperado y blande su arma— Ni se te ocurra nada, que
este filo toledano anda hambriento.
El rey murmura: —Tu sueño también es un fragmento de mi pesadilla.
**
Cuando los teules
llegaron por primera vez a Tenochtitlán hubo un temor revuelto con inquieta curiosidad
y hasta alegría por suponerlos dioses. Ellos fueron alojados en los recintos
reales y rodeados de mimos, pero no estuvieron satisfechos. Esas primeras
impresiones quedaron pronto aniquiladas por el comportamiento violento de los
soldados, el maltrato hacia los nativos y la insistencia por acabar con la
religión local.
Hernán Cortés está afuera de la capital azteca,
viaja sin descanso para buscar refuerzos entre los indígenas de la zona. Sus soldados
temen una sublevación por el descontento de los aztecas. Cada día el Capitán General se entrevista con
distintos caciques y los compromete a enviarle más tropas, él tampoco confía en
los aborígenes, pero sabe que el odio entre las tribus es grande y muchos
imaginan que la caída de los aztecas los beneficiará.
En Texcoco no han aceptado apoyarlo contra los de
Tenochtitlán, pues su alianza centenaria los obliga a seguir fieles. Cortés
consigue un pacto con otros caciques, pero recibe noticias inquietantes que lo apresuran
a moverse más lejos. En un par de jornadas localiza a un contingente militar
enviado desde Cuba con intenciones hostiles. Tras un golpe de fortuna, Hernán Cortés
logra convencer a la tropa de Pánfilo Narváez para unirse a su causa y obtiene más
soldados y armas.
Mientras tanto el capitán Alvarado, a cargo de
Tenochtitlán, ha atacado una enorme reunión festival y masacrado a los asistentes
sin respetar a mujeres ni a infantes. Apresurado y temiendo una sublevación,
Cortés debe volver a la capital azteca.
**
Un augurio espantoso se extiende a modo de
enfermedad, a diario los aztecas de la capital caen enfermos por centenares y,
sin medios para seguir los rituales funerarios, algunos dejan caer los
cadáveres al Gran Lago que rodea la ciudad.
Con un numeroso contingente de indígenas aliados regresa
Cortés a Tenochtitlán. Poniéndose el sol tras las montañas la oscuridad
desciende con su manto y enciende las estrellas sobre las aguas serenas del
Gran Lago. En el centro de la ciudad, las calles están casi vacías cuando las
mujeres se alejan corriendo y los jóvenes se quedan ocultos.
No es necesario que le reporten a Cortés del
comportamiento salvaje de Alvarado y sus soldados durante su ausencia, siempre
lo ha sabido: ese hierro ardiente se refrena por poco tiempo.
**
Moctezuma está sentado en cuclillas, según una
estricta disciplina, descansa el cuerpo sobre los tobillos, con la cara entre
las piernas y los brazos arriba. Curioso ovillo humano, para ocultarse del
ambiente y escapar de la tragedia, por fin una breve siesta en paz que es
interrumpida.
Acompañado de su fiel Malintzin, entra Hernán Cortés
al pequeño cuarto de cautiverio, saluda y continúa con una disculpa:
—Siento
una gran pena por las acciones de mis soldados, no han obrado conforme a las
enseñanzas de nuestro único y grande Dios, lo cual no excusa que tu gente caiga
en idolatría y sigan empeñados en sus rituales demoniacos.
Cada palabra es traducida con un murmullo dulce de
doncella.
Moctezuma levanta la cabeza y aleja la neblina del
cansancio:
—Nada justifica la matanza de Alvarado, tu gente no fue agredida;
los asistentes estaban inermes en el Templo Mayor; pero no vienes para lamentarnos
de los muertos. Tus motivos suelen ser urgentes.
—Deberás excusarnos ante los tuyos, habrás de calmar
los ánimos.
El monarca habla con pausas para dar tiempo a la
comprensión: —Lo haré como me lo pides pero será inútil. Abrí las puertas de la
ciudad y entregué a mi pueblo, para que el dolor no fuera tan prolongado.
Nuestros dioses aconsejaban el sacrificio y sometimiento. Comprendo que debemos
darles hasta nuestra sangre; pero no de ese modo, no acepto que destrocen a
tantos inocentes; en ninguna guerra se debe perseguir a mujeres y niños. Ya sé
que ese Alvarado siembra el miedo hasta paralizar los corazones. Tú tejes
alianzas, prometes… —el rey indígena duda mientras aprieta discretamente una
espina de maguey entre sus manos, según una costumbre de penitencia para dominar
el dolor— en fin, posees el don de mando. Esa otra bestia hambrienta cercena y
descuartiza… Siempre he cumplido mis promesas para que ganes… Pero, señor
Hernán, aún sigues desconfiando, cada vez traes a esta ciudad a más enemigos y
me refiero a tantos caciques enardecidos. Bien sé que esos caciques nos odian,
yo mismo los provoqué durante años. Sin embargo, yo que tú no jalaría tan fuerte
de la cuerda que ata el cuello de mi pueblo…
—No tomes a mal que siga trayendo refuerzos, es un
tema de táctica militar para juntar más fuerzas aliadas. Eso lo debes
comprender.
—Entiendo, Cortés, tu táctica es para la victoria,
mi estrategia para la eternidad. Una victoria la merece el fuerte y audaz, la
eternidad es manto de estrellas cubriendo el honor de los justos y su pueblo. El
Quinto Sol renació tras un cruel sacrificio. Ahora es temporada de agonía, pasado
mañana para renacer; la semilla de maíz muere en la tierra y renace en cada
estación.
El gobernante prisionero volvió a sentir el peso del
cansancio y guardó silencio. Hernán Cortés sabía escuchar y antes de cualquier
decisión medía las posibilidades de sus oponentes. Moctezuma era una pieza muy valiosa
de su arsenal, pues quizá volvería a calmar los ánimos rebeldes de los aztecas
que anhelaban vengarse luego de la matanza: —Debes calmar a tu gente, muchos
resultarán dañados si se dejan conducir por sus impulsos; ya he elogiado tu
prudencia y he prometido respetarte, así como a tus familiares.
Cortés, conocía la valía de la cautividad de rehenes
en guerras de conquista, una astucia sabida desde hacía siglos.
—Lo haré, calmaré a mi pueblo, sin embargo no lo
haré por tus promesas, sino porque así está marcado. Mientras más breve sea la
entrega, menos dolorosa será la agonía. Intercederé, una o cien veces,
suplicaré a los guerreros que dobleguen las lanzas ante ti cuantas veces sea
necesario.
Cortés rasca su barba crecida, mientras sonríe con superioridad
y, en un atisbo de predicador, comenta:
—Lo equivocado con tu pueblo es la
religión idolátrica; mí gente ganará por la Providencia, para limpiar estas
tierra de efluvios diabólicos y abrirles el camino del cielo a ti a tu gente.
El azteca mira al conquistador como si permaneciera
al otro lado de una montaña de cristal:
—Mis dioses no odian a los tuyos ni
están abandonándonos; sí es cierto que ellos nos castigan con dureza y desde tu
lado este castigo nuestro resulta absurdo. Hay un motivo en los glifos que no
te había dicho. Tu palabra se esconde en pequeños garabatos, que perdurarán en
el frágil amate; en cambio, esculpidos en piedra y dibujados en códices, nuestros
hermosos signos mañana serán un enigma. Nuestra caída empezó hace mucho cuando
los seguidores de Tezcatlipoca expulsaron a Quetzalcóatl, así, nuestro guía
dejó su obra inconclusa y quedamos como huérfanos. ¿Qué importan esos signos
que ustedes atesoran? Desde Aztlán, nuestros antepasados cruzaron el desierto y
la agónica travesía se transmitió de boca en boca desdibujándose cual nube que
se aleja; después cuando levantamos con orgullo nuestros monumentos de roca
quedó un detalle pendiente. ¿Quién nos comprenderá mañana? Es suficiente agonía
entregarnos ante tus lanzas y hogueras con la esperanza de que sobrevivirán los
aztecas cautivos para repoblar estas tierras. Pero eso no es todo. Con los
pequeños garabatos la memoria regresa. Esta triste noche quedará fija en tus
signos, con más dureza que en códices y piedras; así, alguno conservará esta desgracia
en esos garabatos. Después alguien más soltará este recuerdo como un ave que regresa
al nido —la voz del rey se quebraba— y en otra noche lejana un desconocido
sabrá del corazón acongojado de Moctezuma ante el Capitán General Cortés. Una noche
el pájaro estará regresando al nido en forma de garabatos. Esto lo previeron
los sacerdotes y si en lo demás han acertado ¿por qué habría de desconfiar de
otro augurio? Aunque el gran Hernán no crea en la palabra sincera de este
prisionero y mueva la cabeza negándolo.
El conquistador interrumpió y lanzó una mirada de
incredulidad:
—Ahora no interesa platicar de signos ni augurios ni aves que vuelvan
a sus nidos, interesa sobremanera confirmar tu promesa de que calmarás a la
gente.
El emperador decepcionado por la inutilidad de su
explicación:
—Ni la palabra honesta ni la lágrima furtiva traspasan tu coraza
de guerrero, pero no tengo nada que hacer con la más justificada de todas mis
tristezas. He hablado en demasía, te bastará mi palabra que es de honor...
A lo lejos sonó el caracol que atravesó completo el
Valle de México y los interrumpió. Según una costumbre ancestral, desde las
remotas costas los mercaderes traían piezas de caracol marino casi del tamaño
de una cabeza. Al soplar con precisión sobre una incisión central, se crea un
sonido bajo y potente, que se expande y obliga a voltear las miradas como si
anunciara la proximidad de un temblor de tierra. Según su tradición ritual ese
estruendo servía para proclamar eventos solemnes y abrir las grietas del
trasmundo.
Cortés levantó la cabeza y pidió atención,
sospechando que eso anunciaba una convocatoria para sublevar a la gente.
El caracol volvió, pero no aislado, vibró un coro
proveniente desde los cuatro puntos cardinales:
—¿Qué es eso que escuchamos?
Malintzin contestó a Cortés:
—Son los caracoles
ceremoniales, pero hoy no celebran ritual alguno.
El monarca inclinó la cabeza a modo de despedida:
—Los caracoles al sonar anuncian el final, después viene una noche profunda con
oscuridad sin estrellas y en su pozo sin fondo dormirá la semilla esperando
amanecer. Nada quisiera más que apurar ese amanecer cuando el ave regrese al
nido, ya que para mí todo lo demás es
silencio.
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