Por Carlos Valdés Martín
Se fue
aficionando a narraciones con finales de infarto. Ambicionó dificultades como las
de una película sobre boxeadores llamada Rocky,
cuando el protagonista está agónico y tundido a puñetazos pero jamás desmaya.
Aun así, él era tan capaz y dotado que necesitaba un reto, por eso debió subir
el grado de dificultad hasta montar su final de película.
En mala hora
se le ocurrió reducir el tanque de gasolina de su vehículo de carreras. Supuso
que en los últimos cien metros el combustible escasearía y la máquina de competencias
empezaría a toser, entonces el público se conmovería por su vehículo convertido
en tetera enfermiza y el conductor amenazado por la mano invisible del Destino.
El drama exigía acercarse a la meta y atravesarla defensa contra defensa del oponente. La idea era brillante, pero ¿cómo
medir con tal precisión el consumo de combustible cuando se acelera a cientos
de kilómetros por hora? Él creyó medirlo pero se equivocó. El vehículo desfalleció
dos vueltas antes del final y nadie se preocupó por un finalista frustrado. Lo
comprendió: solamente la lucha parejera entre el primero y el segundo capta las
cámaras, roba la atención y conmueve a los corazones hasta las lágrimas.
Empezó a escribir
un diario: El afecto de gente anónima
importa más que el oro macizo de una medalla y los dólares contantes de un
premio; al ganador lo aman las estadísticas y no lo olvidan, al que se queda en
la raya lo idolatran…
El
Perdonavidas amaba los vehículos veloces y sentía enorme frustración cuando la
gente era indiferente hacia esa maravilla de la tecnología rodante. Para él era
delicioso que una bella mujer curvilínea acariciando una carrocería brillante,
aunque la dama lo haga por dinero y fingiendo: un homenaje artificial era mejor
que la indiferencia. Esa visión de alguna rubia distante y estereotipada tras
una pantalla televisiva fue el inicio de su pasión, y cada cual está destinado
a poner su grano de arena cuando se apasiona. Sin embargo, él no sentía que su
habilidad como corredor mereciera un aplauso especial; poseía reflejos rápidos
y ahí estaba la clave entera. Por eso fue escalando lugares en las carreras.
Claro, no es solo reflejos, también hay dedicación, estudio, temple y algo más,
sin embargo, sería injusto obtener reconocimiento con
tanta facilidad. No quiso seguir la ruta del aplauso fácil y se imaginó en una
posición semejante a los inventores del teatro o la comedia; pues agregar
ficción también trae el deleite de la novedad.
Después de que
falló el truco del combustible bajo, el Perdonavidas siguió el recurso de amainar
el paso cuando se colocó de puntero. Conforme se acercaba el final de la
carrera menguó lo suficiente para que lo alcanzara el segundo y se dispuso a
disputar rueda a rueda una gran final. Disfrutó segundo a segundo cuando su
rival aceleraba al máximo y él daba alcance en las rectas, mientras la meta se
aproximaba presurosa. La muchedumbre vibró a los costados de la meta mientras
era imposible distinguir quién era el ganador en lo que se llama “un final de
fotografía”.
Colocarse
segundo en el podio era agradable, mientras conservara un secreto para sí
mismo; pero el truco de reducir el paso fue tan obvio que el regaño de su
equipo no se hizo esperar. Destapado el escándalo, el principal patrocinador lo
insultó y un apostador lo amenazó de muerte. La amargura y la crítica lo
azotaron y hasta la Federación de Carreras lo amagó con un castigo ejemplar.
Juró en
privado y prometió en público hacer su mejor esfuerzo.
Continuó su
diario personal: …las multitudes. Euclides descubrió que el trayecto más corto
entre dos puntos es una línea recta; si la existencia fuera tan sencilla
aprenderíamos todo secreto sobre el vivir desde la escuela primaria; mi
existencia aborrece el camino recto y sospecho que la naturaleza también…
En su fuero
interno no estuvo satisfecho: debía encontrar una alternativa ante la reprimenda
pública, su honor comprometido y su íntima resistencia para escalar al pódium
con facilidad.
Sufrió noches
de insomnio. Una guapa argentina lo acosaba, visitaba en el departamento de
soltero, pero no importaba esa tentación y bajo las sábanas padeció semanas sin
apetito sexual.
Volvió a
correr y ganó limpiamente la cumbre del podio, pero el insomnio se volvió
insoportable. Hasta sospechó de su hombría, pero —de modo inopinado como cae la
nieve en el verano— el ánimo regresó en cuanto empezó a cavilar el modo para
imponer un próximo final de fotografía.
En una tienda
de curiosidades encontró un ingenio programable por tiempo, el cual reventaría
una manguera de aceite y éste caería sobre el monoblock caliente provocando
humareda y alarma. Si funcionaba ese ingenio su vehículo parecería averiado. El
evento debería acontecer justo en la etapa final cuando amainaría el paso pero
no saldría a pits. Surgiría el final dramático con un componente adicional: la
máquina humeando cual dragón herido.
La mañana
antes de la competencia escribió: …lo
hace. La multitud acepta la estadística pero la memoria humana es frágil, con
el paso del tiempo se queda un nombre y el nombre más recordado será de quien muera
en la raya por demostrar lo imposible. Hoy maldije a Bataille por reducir lo
imposible a una mueca grotesca, y hoy demostraré ese evento prodigioso ante los
ojos atónitos de quienes dejaron de soñar en lo imposible.
Colocó con discreción el dispositivo y aceleró en la carrera. Avanzaba con una
delantera razonable en la última vuelta de pista. Antes del final detonó el
dispositivo secreto y comenzó un hilo de humo bajo el cofre; el humo se hizo
denso y fue creciendo.
El murmullo
del público se convirtió en griterío y las manos señalaron hacia el humo
saliendo del puntero. La gente se fue parando de los asientos para mirar mejor
y el aire de una posible voltereta del destino vibró de boca en boca. Vista desde
afuera la fumarola parecía amenazante, desde el puesto al volante para
Perdonavidas era la corona de su logro íntimo.
Avanzando a
cientos de kilómetros por hora, basta el aleteo de una mosca para distraer al
conductor. Redujo la velocidad de modo convincente, esperó la proximidad del
segundo corredor y volvió a acelerar; el escape también lanzó humo; un estertor
del motor dio mayor convicción al momento… El juez de pista hubiera debido agitar
una bandera de precaución para detener los rebases, pero no lo hizo porque
estaba cohechado por Perdonavidas. Nariz con nariz dos vehículos se aproximaron
a la recta final. La multitud dio alaridos expectantes sintiendo que mirarían
un evento inigualable. Emparejados los dos vehículos corrieron como bestia
herida junto a presa agónica en la lucha por sobrevivir. Llegando a la línea de
meta resultaba imposible distinguir al ganador con la densidad del humo.
El banderazo
final no indicaba ganador y los contendientes amainaron su aceleración, cuando
se desencadenó lo inesperado: el aceite chorreado alcanzó los neumáticos de
Perdonavidas que coleó arrastrando a su oponente.
El sonido de
metales retorciéndose y un lamento produjo dos lugares vacíos en el pódium.
Al final de la
senda, el triunfo y la derrota se imitan; cuando sobreviene el silencio —el
largo y oscuro, el silencio abismal— entonces la línea recta y el punto final son
tan semejantes.
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