Por Carlos Valdés Martín
Dicen que al construir los muros —prefiguración de murallas
inviolables— de la futura Roma, uno de los hermanos fundadores saltó sobre ellas,
así que Rómulo lo mató. Antes de que
exista cualquier capital, el suponer su previsión y augurio resultaría un
misterio casi insondable. Para el nómada moverse es lo natural, así es para el
cazador de especies migratorias y para el pastor de manadas emigrantes. Con una
mirada acostumbrada a la planicie (pastizales, estepas, desiertos…) la ciudad
es inconcebible; más aún para los jinetes errantes
es inaceptable asentarse[1]. Esa cosmovisión del
nómada resulta extraña ante nuestra mentalidad tan acostumbrada a las grandes ciudades
y la existencia de capitales. Por si fuera poco, también para el pequeño agricultor
en el amanecer de la historia, las ciudades resultaban sitios extraños, llenos
de gente desconocida y sometidos a reglas ajenas a la siembra. El pequeño
agricultor de esos lejanos días se contentaba con lo que hacían sus manos y
casi nada más, no recurría a extraños para intercambiar productos[2] ni se plegaba ante el mando
exótico de reyes.
Sí hubo tal situación, donde imperó el pequeño grupo
humano, delimitado a hordas o tribus. Hoy
en los exámenes de geografía, no encontramos países sin capital, pero conozcámoslo:
hubo un tiempo sin capitales, cuando
las reglas de la existencia eran otras.
La capital es mucho
más que gran ciudad, pues además es el eje para un conglomerado extenso. Ella
engloba una relación entre la ciudad y su entorno, con un espacio concentrado y
distinto de su ambiente. La capital estabiliza y define, por tanto, una
transitoria no es tal en sentido estricto. La definición de diccionario implica
que una ciudad capital es donde se asienta
un gobierno y desde ese punto de vista es la principal de un país o región. Esa
sería la característica más sencilla, pero ¿es cosa sencilla dicho Poder? No lo
es. ¿Siempre se asienta el Poder? No siempre, pues según una afortunada frase
de Bonaparte, el gobernante no se sienta sobre bayonetas.
Aspiración al sitio
privilegiado: el templo y el palacio, espacio de poder frente al sagrado
Pretender ubicarse en un sitio bueno, con rasgos
agradables o benéficos es una aspiración muy comprensible. En las culturas de
tendencia religiosa el sitio privilegiado es un templo, lo cual no es tampoco
una visión espontánea. Según la Biblia pasaron muchos siglos hasta que los judíos
diseñaron un sitio fijo que fuera un recinto
digno de su Dios con el Templo de Salomón; pues antes se llevaba a cuestas el
Tabernáculo para custodiar el Arca de la Alianza, corazón móvil de su fe
errante. Antes no existe tal aspiración al edificio sacro, no hay un instante
de previsión sino en la retrospectiva; pero ya concebido y logrado, el Templo
permanece en la mente y la fibra íntima de una religión. Una vez creado el
Templo de Salomón se mantiene cual modelo de cualquier edificación religiosa
del pueblo judío, lo cual también consagró a la ciudad de Jerusalén, como eje
de sus creencias. Los templos separan el espacio entre lo profano y sagrado,
convirtiendo un sitio en ubicación central, siendo el eje —axis mundi— de la geografía mítica y del fenómeno religioso[3].
Dicen las crónicas que Tenochtitlán era una ciudad
con un diseño de geometría perfecta, que sus grandes calzadas sobrepasaban el
espacio de los lagos que la rodeaban, para dirigirse hacia el centro de la
ciudad, dominado por las construcciones gemelas del Templo Mayor y el de
Tláloc, combinación de guerra y producción agrícola. La bella configuración de
la capital mexica se admiraba desde grandes distancias, pues el Valle de México
era apreciado por ser una región de aire transparente; desde las laderas de las
montañas circundantes se apreciaban las grandes pirámides[4]. Las grandes montañas
marcaban el paralelo natural frente a ese modelo de edificio sagrado.
El palacio es un espacio privilegiado para amparar
al poder, por tanto su elaboración es tan funcional como decorativa. Funciona
para albergar y proteger al gobernante o a sus representantes, se decora para
mostrar atributos de mando según sea la circunstancia social: oscilando desde
la agresividad militar hasta la elegancia sofisticada. La variación de estilos
depende de cada contexto, pero alrededor del sitio el mensaje debe ser
indudable para la población: un palacio se impone sobre su entorno.
El “llamado de la
naturaleza”
En el orden natural existen llamados misteriosos e
imperativos, cuando entre la parte que se mueve y viaja la distancia o la
dificultad por alcanzar su destino nos parece absurda o difícil de concebir,
nos sentimos maravillados. Esta clase de viajes lejanos o difíciles son
bastante comunes, pero nos siguen maravillando, tal cual lo ejemplifican las
mariposas monarca migrando y los salmones a contracorriente. De ahí que los
seres biológicos cumplen esa tarea de perseguir un sitio desconocido por un llamado
imperioso y definitivo.
En cambio, las leyendas sobre la fundación de capitales
son misteriosas si se colocan en un periodo
previo a la experiencia de tales ciudades. Ese es el caso misterioso de
Roma, la cual se suponía fundada en un periodo donde las ciudades eran escasas
y, menos claro sería pensar en una gran capital, una urbe plena. Por eso la
narración usa el lenguaje de la metáfora, cuando se encontró una “cabeza” en la
construcción del Capitolio romano como augurio[5]. Es viable suponer que esa
“cabeza” futura del mundo comenzara en una visión más sencilla de simple
“polis”, la ciudad que ya estaba en la tradición griega, considerada como un
evento superior. ¿Rómulo era empujado por un llamado lejano del futuro con
grandeza? También es posible la retrospectiva y acomodar lo previo según el
resultado futuro, colocando un tinte de duda sobre la bella narración.
La gravedad atrayendo
hacia el centro
La gravedad física empuja los objetos hacia un
centro hipotético, por más que eso sea una descripción aproximada del evento
físico más exacto; ese empuje es invisible y efectivo. La entera actividad
natural depende de esa presión uniforme y graduada en sentido de la gravedad.
Cuando algunas capitales comienzan a crecer pareciera continuar un impulso para
perpetuar ese movimiento, a manera de una inercia de crecimiento.
Si vemos con detalle ese impulso no siempre
permanece, en especial, entre las sociedades antiguas las guerras, epidemias y
hambrunas podías demoler a las grandes ciudades y hasta desaparecerlas. Algunas
perduraron por siglos o hasta ahora continúan, tal como sucede con Roma.
Ese permanecer de las grandes urbes, en especial las
capitales, implica un movimiento centrípeto, hacia el centro. Porque la gente
podría alejarse de esos grandes recintos y dejarlos vacíos. Poseemos pies, no
raíces y somos capaces de desplazarnos; al mismo tiempo, el ser humano es
social, por tanto el grupo del que depende lo atrapa con facilidad y no le
permite un desgarramiento fácil.
Transición desde moverse hasta
residir: del nómada al ciudadano
El nómada tradicional no es un ente solitario, está
ligado a un pequeño grupo, pero no a una tierra fija. Queda ligado también a un
medio de producción móvil que son las manadas viajeras y, ligado también, con
cambios de las estaciones. El aldeano agricultor fue el primero que se ligó a
la tierra de un modo fijo y le dio sentido distinto al término habitar. Ese
desplazamiento constante posee su encanto, y la literatura posterior lo ha
encomiado y hasta visto en un sentido heroico, como se trasluce en la poesía
gauchesca[6]. El aldeano se arraiga a
la tierra y el campesino por tradición no acepta desplazarse de su terruño. El
habitante de la ciudad, además de fijarse, también se empieza a aproximar
mucho, a entrar en contacto estrecho. Junto con esa contigüidad estrecha de la
ciudad, vienen muchos cambios en el modo de vida y las perspectivas. Los
griegos fueron los primeros en trasmitirnos esa pertenencia intensa a una
ciudad, ejemplificada en la disposición de Sócrates a una muerte injusta, antes
que abandonar Atenas[7]. Esto no significa la
imposibilidad de moverse entre ciudades, de hecho existen diversos estilos de
desplazamiento en las sociedades, que rondan los extremos, por ejemplo, el
feudalismo clásico que ataba campesinos a la tierra.
Eficacia económica del
centro: el mercado donde confluyen...
Gran parte del éxito y atractivo de las ciudades
depende de su éxito económico, basando en más eficiencia y productividad,
favoreciendo una división de trabajo más intenso, la integración de técnicas o
la confluencia de mercados. De hecho los primeros mercados exitosos perfilaron
muchas de las ciudades de la antigüedad, cuando el desplazar mercancías e
intercambiarla todavía era una novedad, algunas ciudades cifraron su éxito en
favorecer ese tipo de prácticas. Otras urbes dependieron de ser centros de
poder político o de ejercicios religiosos, pero necesitaban de alimento y
sustento suficiente.
El mero aglomerar personas y actividades en poco
espacio implica importantes cambios en la actividad económica, imponiendo
exigencias de abasto y servicios. Muchas actividades que miramos con
naturalidad serían inconcebibles si no contamos con una suficiente
concentración de personas: transportes, educación, sanidad, etc.
El transcurso del tiempo mostró que las ciudades
eran eficientes como centros de intercambio económico, de tal manera que
algunas actividades especializadas se colocaban en urbes, como grandes talleres
de artesanía de cerámica o telas. Lo cual también implicó un metabolismo
económico entre las ciudades y el campo, que no siempre funcionó igual.
La maravilla de habitar en
una ciudad: la polis utópica
Sin duda no fueron los primeros en quedar encantados
por las ciudades, pero sí fueron los griegos quienes primero nos dejaron ese
legado de amor por la urbe. En el extremo, la misteriosa y lapidara frase de
Aristóteles que clasifica al ser humano como “zoón politikón” mostraba que el humano era social, pero el enfoque
está en la “polis”, que era el término para las ciudades griegas. Ese agruparse
en ciudades, gusta y embelesa tanto a los pensadores griegos que así imaginan a
su mundo ideal, porque la utópica República que imagina Platón, es eso: una
ciudad de medianas dimensiones, en donde se logre un tipo de sociedad perfecto.
También es cierto que, en diferentes visiones, se ha
exaltado el campo y hasta la vida salvaje[8], pero no es sino con el
crecimiento de la civilización (derivado de civitas,
la ciudad) y cuando se incrementado la nostalgia por el entorno natural. Sin embargo,
esa búsqueda de escapar de la ciudad y lo civilizado, es la corriente
secundaria o reacción en contra de la tendencia básica: urbanizar. Por si fuera
poco, a partir de la revolución industrial, la concentración en grandes
ciudades se ha catapultado. Que a mediados del siglo XIX Londres rebasara los
tres millones de habitantes era un escándalo y los relatos sobre la
masificación del sitio, causaban revuelo y conmoción[9]. Ahora, ese tamaño de
ciudad no es extraordinario; la escala urbana se ha vuelto gigantesca. Además,
la mayoría de la humanidad habita en ciudades y, una gran parte, en las
capitales saturadas.
La ruda y solitaria
geometría del poder
La diferencia conceptual entre una ciudad importante
y una capital es el asentamiento del poder, porque es la centralización
política la que define ese rango. Una capital concentra los hilos del poder de
un país, estableciendo el “centro de mando”. Las formas de comunismo primitivo
desconocieron la existencia de capitales (en sentido estricto), pues entre el grupo
social entero se encontraba repartido el poder y sin periferia no existía
centro ni viceversa. Pero después del comunismo primitivo, los sistemas
sociales han tendido a establecer capitales únicas[10], incluso durante periodos
de continuidad sorprendentemente prolongados (nótese este uso de palabras largas, que identifica la duración).
En su ensayo Posdata,
Octavio Paz señala la autoritaria jerarquía política encerrada en la figura de
la pirámide, indicándonos que la reverencia hacia la cúspide se ha convertido
en una costumbre y casi un reflejo de pleitesía inconsciente. Pero ese acierto
del intelectual no se limita al ámbito prehispánico y a una tradición mexicana.
El Poder centralizado en sus muchas figuras recurre a la pirámide ideal y sus
variaciones. Las figuras políticas unipersonales como rey, presidente, jerarca,
dictador, tirano, caudillo, Papa, secretario general y puestos similares
apuntan en un mismo sentido: el encumbramiento de un personaje único. La
democracia moderna implica un balance entre el aparato bajo poder unipersonal y
los principios contrarios (división de poderes, periodos de mandato,
contralorías de poderes opuestos, etc.) buscando
un balance lo cual también es una aspiración manifiesta desde lejanos tiempos[11].
Efecto multifactorial y
sistémico de las capitales
La centralización del Poder al asentarse en la
geografía urbana define a la ciudad capital. Ya sabemos que son grandes urbes
donde se establece “la cabeza” del cuerpo político. La permanencia de la
capital no es mala, porque no acapara por sí poder, sino que muestra la
continuidad de un sistema a lo largo del tiempo, incluso los grandes monarcas
llegan a desconfiar de las capitales tradicionales y optan por desplazar el
recinto del gobierno[12]. Esa permanencia depende
de una coincidencia entre la viabilidad del sistema de poderes, el económico,
el cultural, las comunicaciones y hasta la logística en tiempo de guerra.
Porque las capitales, para mantenerse en periodos bélicos, también deben ser
inexpugnables ante el enemigo, por eso lo que hace Rómulo es levantar una
muralla inexpugnable y debe matar a su hermano por violar ese designio. Por lo
mismo, la presencia y sostenimiento de las capitales es un fenómeno bastante
complejo, que debería llamar más la atención de los historiadores, politólogos,
urbanistas y hasta artistas. La confluencia exitosa de factores hace de las
capitales, los centros clave o neurálgicos de diversos desarrollos, como se
ejemplifica en la formación de algunas “lenguas nacionales”.
Vistas en retrospectiva, los inicios de algunas de
las capitales de grandes imperios y naciones son interpretadas a manera de
mitos fundacionales, lo cual es sumamente atractivo en términos de ideología y
relato romántico tan notables en el caso de Roma y México. La efectiva
preponderancia de las capitales y su duración de largo plazo, implica
comprender la complejidad de la sociedad humana, para empezar, debemos entender
el éxito de la centralización del poder y su viabilidad en el espacio: la
geografía y geometría del centro.
NOTAS:
[1] De ahí que el imperio mongol levantado sobre la horda nómada no
estableciera una capital relevante y estable, según testimonios Karakorum no
rebasó la situación de un campamento enorme. Los guerreros mongoles terminaron
por asentarse en capitales ya establecidas como Pekín. ANDERSON, Perry, Transiciones de la Antigüedad al Feudalismo.
[2] Aristóteles desconfía del
comercio y se quiebra la cabeza buscando un precio justo. Cf. ARISTÓTELES, Política.
[5] En la construcción del
templo llamado Capitolio dedicado a Júpiter, se encontró una cabeza y la
interpretación de los augurios fue que la ciudad estaría llamada a ser “Caput Mundi”, cabeza del mundo.
[6] Como el famoso canto por
la libertad del gaucho que se movía libremente en las pampas en Martín Fierro.
[9] Por ejemplo, el cuento
“El hombre de la multitud” de Edgar Allan Poe se ambienta en Londres, porque no
había de otra: la presencia inquietante de una multitud perpetua, ocurría ahí y
en ningún otro sitio de modo igual.
[10] La dualidad indica una
inestabilidad, en procesos que se denominan de “dualidad de poderes”. Por
ejemplo, TROTSKY, Historia de la Revolución Rusa, y también LENIN, La dualidad de poderes (colección de
artículos).
[11] En especial, las
costumbres de regicidio ritual manifiestas en La rama dorada, de James Frazer.
[12] La leyenda de que Nerón
incendió Roma muestra el ánimo de oposición entre la capital y un gobernante,
pero muchos eventos notables de deberían considerar como el desplazamiento de
la capital rusa hacia San Petersburgo, el movimiento de Luis XIV hacia
Versalles, etc.
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