Dedicado a todos quienes de cerca o lejos han
sufrido el flagelo de la violencia.
Por Carlos Valdés Martín
Esta narración está basada en hechos reales
sucedidos en un año difícil, cuando días y noches eran de inminente peligro; situación
que no ha terminado por más que nos ufanemos de avances en nuestro país. Caer
en las manos de un aparato ilegal de extorsión y secuestro es una experiencia dramática
que marca la existencia. En esos días el país avanzaba hacia una apertura
democrática, pero en su interior mantenía grupos policíacos que operaban contra
cualquier legalidad y decencia, deslizándose bajo las sombras y en completa
impunidad. La mayoría de los participantes en este relato sobrevive hasta el
presente, algunos con posiciones públicas y es posible consultar los periódicos
para confirman la precisión de lo relatado.
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Frente a la puerta de la casa, los tipos irrumpen
profiriendo amenazas y blandiendo sendas pistolas, son dos vestidos de civil. Bajan
de un automóvil grande, no es nuevo, pero sí muy amplio, de marca americana.
De pie e indefensos, sus presas de cacería sumamos también
dos distraídos y desarmados. El compañero de viaje, con triste experiencia en
esa clase de ataques, de inmediato indicó no opusiéramos resistencia:
—Es mejor no resistir, son peligrosos y armados.
Regresábamos de viaje, veníamos desde el puerto
turístico de Acapulco. Una hora antes el camión barato de pasajeros nos había
dejado en la Estación del Sur de la Ciudad de México, llamada Taxqueña. Dos con
poco equipaje y cada quien su pequeña maleta.
Ante el asalto mantuve calma y procuré una actitud quieta,
sin movimientos bruscos ni palabras de reto.
Desde antes, el compañero sospechaba una situación
así, temía que agentes de la policía política no lo dejarían en paz. Yo no creí
en tal desenlace, pero sí lo temía. En ese instante irrumpió el peligro: duro y
nítido como el despertar entre una manada de lobos hambrientos.
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Aquí narro mi secuestro y de otros dos amigos a
manos de la policía de Estado mexicano en el año 1983. Durante dos semanas
quedé en poder de la temida DIPD, una policía casi secreta y de amplia impunidad hasta ese momento. Este episodio trágico
arrancó ante la puerta del hogar.
Con costumbre de escribir, resulta extraño que dejara
de lado y eludiera este tema; pero más que el miedo debido a una sensación: ahí
surgió una huella de lo singular. Y uso singularidad en un sentido de física
especulativa: la aparición de un punto distinto que rompe las leyes naturales[1]. Una experiencia de ese
calibre salta las reglas, resulta extraordinaria y deja un interrogante a
perpetuidad ¿Qué me salvó de un evento tan riesgoso? ¿Soy una especie de
fantasma repitiendo el eco del suceso trágico?
Sin embargo, hace unas noches tuve un sueño donde
aparecían personas que se presentan alrededor de ese relato: Rosario Ibarra y
Cony Ávila. La líder reconocida y una seguidora; la palabra originaria y su resonancia
sutil, pues así es la consonancia de la desaparición forzada. Para las madres,
como Rosario o la mía propia, la desaparición del familiar es un evento interminable,
que jamás concluye. Resulta difícil comprender que la desaparición forzada
(encrucijada de espacio y tiempo con nombres y apellidos) fue aceptada como una
política de seguridad nacional, promovida desde centros militares de EUA y
seguida en la mayor parte de América Latina. Esa táctica inhumana está amarrada
a la llamada “guerra sucia” y ha sido un componente de sus eventos trágicos: la
prepotencia violenta en su lado escabroso y amparada por “fuerzas especiales”
del Estado.
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Con el crimen de la desaparición forzada, las madres quedan a la distancia ambigua y
dolorosa entre la unión emocional y la separación física hasta un paradero
oculto, en el sitio del confinamiento forzado. Ellas quedan separadas de sus
hijos y familiares pero son el cordón umbilical ausente. Con esta clase de
catástrofes comprobamos que el cordón umbilical físico se corta al momento del
parto y, luego, queda permanente en el lazo maternal (el cordón de plata
metafísico y sentimental, inalterado frente al paso de los años).
Conocía a doña Rosario Ibarra por mi actividad
política y esa
izquierda del periodo sabía de las historias de los desaparecidos
políticos. Hacia el año 1983 yo mantenía una intensa actividad. Desde los 16 años
amaba el activismo de oposición, había participado en grupos estudiantiles
cercanos al Partido Comunista y luego busqué una opción mejor en el nuevo
partido, llamado el Revolucionario de los Trabajadores. Con 22 años cumplidos era
joven pero no tan inexperto. Había recorrido la gran Ciudad de México y las
zonas industriales, conocía a líderes políticos y sindicales, recorrí los puestos
de esa pequeña organización desde el inicio de esa militancia, cumpliendo las
tareas desde las más sencillas a las complicadas.
Dos años antes, el PRT —organización de raíz
marxista revolucionaria, también denominada trotskista—, había obtenido
registro legal en el año 1981 y en 1982 presentó a Rosario Ibarra de Piedra
como candidata a la Presidencia de la República. Ella había destacado como
víctima por el secuestro de su hijo y luego luchadora por la causa de los
desaparecidos y perseguidos políticos. En ese tiempo, la izquierda estaba en
una transición desde una clandestinidad por falta de espacios políticos y
represión hacia la protesta social. Después de la masacre estudiantil de 1968 en
Tlatelolco surgió una guerrilla; pero para efectos prácticos, la guerrilla
rural y urbana había sido aniquilada en el periodo siguiente, causado por la
represión del Estado y también por errores de los grupos armados. La secuela de
la represión eran más de 500 desapariciones permanentes, en especial, centradas
en el Estado de Guerrero, donde la Sierra de Atoyac fue escenario de la
aniquilación del grupo de Lucio Cabañas y sus sucesores[2]. La madre Rosario Ibarra
sufrió la desaparición de su hijo Jesús Piedra Ibarra durante la represión de
1975; estando documentada su detención a manos de policías. Ella se convirtió
en líder indiscutible de los familiares que clamaban por la devolución de sus
parientes secuestrados, detener los atropellos y llevar a la justicia las
acciones criminales de los represores. Debido a que la política de represión
mediante la desaparición fue promovida en varios países de Latinoamérica entre mediados
de la década del setenta y principios de los ochentas, en otros países
surgieron movimientos similares, como el conocido de las madres y abuelas argentinas
de la Plaza de Mayo.
El que Rosario Ibarra fuera candidata a la
Presidencia logró sensibilizar a gran parte de la sociedad en contra de esa
política de Estado y ganó simpatías hasta a nivel internacional. Con recursos
modestos, se hizo una campaña en todo el país y obtuvo los votos necesarios
para mantener el registro electoral del partido PRT.
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Una de las tareas más delicadas de esa transición
política —camino desde la marginalidad hacia la lucha política legal— fue recuperar
a los militantes que antes habían optado por la vía armadas o quienes sin estar
armados preferían sostener las estrictas reglas de las clandestinidades. Al
hacer un recuento hasta la actualidad, el Comité Eureka[3] que encabeza Rosario
Ibarra contabilizó 148 rescates de cárceles clandestinas[4]. También en esos años se
presentaba otra situación delicada, pues algunos militantes de la guerrilla y
opositores circunstanciales estaban presos sin el debido proceso, encarcelados en
base a confesiones arrancadas mediante torturas o falsificadas; es decir, había
inocentes apresados por imputaciones fabricadas. El monolitismo del sistema
político encabezado por el PRI (el Partido Revolucionario Institucional con
cincuenta años en el poder) había facilitado diversos abusos y fallas en la
impartición de justicia. El punto de quiebre de ese sistema monolítico se
presentó con el movimiento estudiantil-popular de 1968 y su secuela de
represión en Tlatelolco. Después, desde mediados de los setentas, la presión
social nacional y la buena disposición de algunos dirigentes dentro del
sistema, favoreció procesos de apertura política, que empujaron para que
terminara la represión, se normalizara una vida democrática y establecer un
sistema electoral real. El resultado fueron sucesivas reformas políticas,
nuevas reglas democráticas y modificaciones a las leyes, de tal modo que los
grupos inconformes pudiéramos expresar abiertamente nuestras ideas sin
represión legal e ilegal.
El encarcelamiento sin debido proceso de militantes
y simpatizantes del movimiento clandestino del periodo anterior era uno de los
saldos que debía de resolver la normalización democrática. Una demanda clave de
la campaña presidencial de Rosario Ibarra fue la liberación de los presos
políticos y presentación con vida de los desaparecidos. Ante la presión
levantada por esa campaña se lograron varias liberaciones y decretos de amnistía
para presos, perseguidos y exiliados políticos del periodo anterior. Hacia
fines de 1982 fueron amnistiados Arturo Gallegos y Juan Islas, quienes habían
militado en la clandestinidad armada y habían caído prisioneros sin acceso a un
proceso justo. La normalización democrática exigía liberar a los presos
políticos y permitir el regreso de los inocentes encarcelados por represión o
acciones judiciales turbias.
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Cuando un ex prisionero no contaba con un entorno
familiar protector, entonces la integración de los amnistiados a la vida civil
era complicada y necesitaba de una actividad específica, supliendo a la familia
receptora en lo posible. En este caso, el camarada a adaptar refería no tener
familia alguna que lo recibiera, luego de una existencia azarosa y sin lazos de
sangre directos (pues era huérfano, adoptado por un mexiconorteamericano, señor añoso cuando lo adoptó y quien ya había
fallecido). Juan había purgado ocho años recluido como consecuencia de su
actividad disidente y ese saltarse las trancas que caracterizó al movimiento
clandestino. Y ya liberado, la situación de Juan era precaria en lo económico y
emocional, es decir, no tenía dinero ni afecto. Bajo esa circunstancia de
desamparo me lo encargó por unos pocos días, el responsable del Buró del PRT,
Jaime Valverde, una persona que después cumplió una brillante carrera de
académico, intelectual y funcionario. Era un encargo momentáneo, así que recibí
al excarcelado en mi casa y esta recepción se extendió con la amabilidad usual
de entre las familias mexicanas.
En mi cuarto, separé el colchón y el boxsping para
duplicar el dormitorio, ya que se suponía que el asunto duraría pocos días;
mientras se le conseguía un trabajo y alojamiento definitivos en vías a su
adaptación.
La voz de Juan era pausada, como si mantuviera una
cautela constante. Su mirada se dirigía usualmente hacia el suelo, a excepción
de los breves momentos en que sonreía, cuando miraba directo a los ojos con una
mueca de niño cuando pide una disculpa.
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A Juan no le gustaba hablar de pasado y prefería
soñar con un futuro mejor, ya se tratara de una sociedad justa, dedicarse a
alguna actividad diferente o la posibilidad de hacer negocios prósperos, sin
embargo, era indispensable comentar alguna cuestión de su “escuela” en la cárcel.
La larga estadía confinada lo capacitó en manualidades, y él había
confeccionado hermosas piezas de artesanías de madera. Como un tesoro él traía
una delicada caja de madera, adornada con grecas recortadas, forrado el
interior con afelpado rojo y con un bello diseño de pirograbado.
En los días de refugio procuró no causar molestia
alguna, limpiando y arreglando, lavando trastes, cocinando su propia comida,
poniendo el radio a un volumen bajo y ofreciéndose para alguna reparación
menor. Por su parte, mi padre (Carlos Valdés, un escritor de reconocida
trayectoria) poseía tendencias de ermitaño, así que lo trataba con amabilidad,
pero en privado me preguntaba:
—¿No irá a quedarse mucho tiempo?
La promesa de Valverde era que Juan no tardaría más
de una semana en la casa, pero transcurría diciembre cuando comienza el alegre furor
de festividades en México. Primero hay pre-posadas, luego posadas, siguen las
vacaciones escolares, las navideñas, fin de año y hasta los Reyes Magos.
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En ese año me dedicaba al activismo político. Mi
gusto por esa vocación era intenso desde los 16 años, para ese entonces había
suspendido mis estudios en la Facultad de Economía. Para otros efectos mis 22
años eran un periodo de inmadurez e inexperiencia; miro las fotografías de entonces
y parezco un niño alargado de mirada ingenua. En otro aspecto, ya actuaba de
modo casi profesional en la Dirección Regional del PRT. De acuerdo a mi
ideología de izquierda esperaba lograr un cambio verdadero y una transformación
radical, pero no cría en los medios armados aislados; solamente la intensa movilización
de masas debía transformar al sistema social. Aún no caía el Muro de Berlín y
el marxismo estaba en auge como pensamiento teórico y guía práctica. La
izquierda mexicana avanzaba en varios frentes; se formaban sindicatos de universitarios,
movimientos de colonos y campesinos. En México, tras las primeras reformas
políticas y la legalización de la izquierda, había mucho ánimo de
participación.
Miembros de esa Dirección Regional continuaron con
trayectorias destacadas como Patricia Mercado (candidata a la Presidencia) y
René Arce (Delegado en Iztapalapa y Senador), otros se salieron del activismo y
buscaron senderos más normales. De cualquier manera, en esos días la actividad
era intensa y exigía una gran cantidad de reuniones diarias, de tal modo que
salía cada mañana de la casa y regresaba al anochecer. Con un tren de
actividades intenso no tomaba muchos descansos ni precauciones. La agenda usual
incluía abordar el camión y luego el metro para visitar la zona industrial de
Ecatepec, en el norte de la ciudad de México; acudir al local del PRT… Las
reuniones eran el tema más repetitivo, las cuales abarcaban asistencia a
diferentes “estructuras” partidarias y sociales, así como a círculos de estudio
y eventos de propaganda pública.
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Mi madre, Ruth Martín (también conocida por su
apellido de casada como Ruth Valdés), servía en la administración pública de
tiempo completo; debido a sus estudios de secretaría y una enorme habilidad
para los idiomas, la máquina de escribir y la organización fue muy apreciada
por diferentes patrones. Mi padre trabajaba diario haciendo traducciones de
inglés, así que era el habitante más usual del hogar situado en Jordaens número
2. En esos días previos al suceso mi padre era quien más veía a Juan, y ambos
procuraban tratarse con amabilidad.
Por su parte, Juan sentía temor de salir solo
(aunque superó esa emoción y lo hizo) y no estaba en condiciones para una
actividad normal, así prefería quedarse, dedicándose a leer y hacer ejercicio
bajo un techo protector.
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Tras una semana de estar como huésped en la casa, Juan
salió de paseo solo y regresó alarmado. Al regresar dijo que lo habían seguido
unos tipos sospechosos, pero que aprovechando la multitud del tren subterráneo
logró escaparse. En los días siguientes, prefirió quedarse en la casa sin salir
y mirar por la ventana para anotar las placas de vehículos que se estacionaban
y le parecían sospechosos.
El tema lo plantee de inmediato en la Dirección
Regional, y dos días después lo expuse ante la Dirección Nacional (la reducida
y operativa, llamada “Buró Político”). Los dirigentes más experimentados como
Sergio Rodríguez y Pedro Peñaloza (entonces Diputado Federal) opinaron que
debíamos mantener la precaución, pero no preveían un peligro inminente en este
caso. Como fuera, Juan y Arturo (quien se alojaba con otro camarada) estaban al
amparo de una Amnistía Federal, por tanto debían de ser intocables para la
policía política. En efecto, esta clase de Amnistía implica una decisión de la
Presidencia y posee un carácter legal de primer orden, por lo cual resultaría
muy extraño que algún organismo del poder tratara de salirse del carril y
contravenir una orden superior. Además, los triunfos de la legalidad y el hecho
de contar con unos Diputados, como organización nos volvió más confiados, y quizá
un tanto inocentes y descuidados. De cualquier manera, nuestra organización carecía
de los recursos materiales y humanos para generar mejores opciones de cuidado
para los recién liberados. En cualquier terreno, lo fundamental se hacía con
trabajo voluntario.
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Después de comentar ese susto (a final de cuentas,
también una advertencia) se recomendó a los amnistiados que no tuvieran
contacto personal con ex militantes del movimiento armado de los años setentas,
pues aunque hubiera pasado casi una década por ahí podría existir algún “rastro”
que causas problemas. La Dirección de Partido recomendó que Juan no saliera de
casa en solitario, sino siempre acompañado. Por lo mismo, a los pocos días,
cuando resultaba oportuno tomar una vacación de fin de año, la recomendación implicó
que Juan nos acompañara.
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Sigue siendo costumbre y desde la Navidad, la
política del país se paraliza, así decidimos unas vacaciones. El grupo de viaje
se completó con los estudiantes universitarios Patricia y Roberto, ambos también
militantes juveniles en la Sección Universitaria del PRT. Acudimos a la
Terminal de Camiones del Sur con destino a Acapulco.
El puerto de Acapulco resultaba un sitio turístico obligado
para la clase media de la capital. Representó el primer gran polo de turismo de
playa en nuestro país, promovido por inversiones del Estado y reflejado en la
“época de oro” del cine mexicano. Colocada en una enorme bahía natural,
resultaba agradable para los bañistas y decenas de enormes hoteles nacionales y
extranjeros bordeaban la playa. El clima cálido y atardeceres románticos
completaban el paisaje. La zona hotelera se comunicaba con la avenida
“Costera”, donde se indicaba al Presidente inversionista (con negocios propios)
que promovió el sitio. Alrededor rápidamente se alzan unas colinas y morros,
desde donde dominaba el sitio un antiguo fuerte colonial, que custodiaba el
comercio desde China y Filipinas. El sitio se saturaba de visitantes ávidos los
fines de semana y en periodo vacacional, quienes adoraban esa playa y se
divertían en discotecas de moda. El turismo norteamericano daba colorido humano
al sitio y las regiones campesinas habían saturado de emigrantes los
alrededores, que estaban tachonados con colonias irregulares.
Ese puerto turístico casi había sido zona vedada
para mí, en una sola ocasión anterior la había visitado, cuando lo común eran
decenas de veces para los chicos de clase media.
De la vacación resultó un paseo muy agradable, con
bajo presupuesto comimos en mercados públicos y recibimos la hospitalidad de un
militante que tenía una cabaña sencilla sobre la colina (lo que unos años
después sería trasladado masivamente a Ciudad Renacimiento y se reasignaría esa
zona de hermosas vistas para la construcción turística). El sitio era humilde y
gratuito, donde lo rústico de la vivienda se compensaba con una vista agradable
hacia la bahía. Ahí dormimos en colchones económicos y hamacas, refrescados por
la brisa de la noche en la ciudad y nos bañamos con agua de pozo.
Los pocos días de descanso se pasaron de prisa,
vagando por las playas y comiendo en mercados públicos. Tocamos los puntos
típicos del turista como Caleta y Caletilla, Roqueta, Revolcadero, la Bahía,
Pie de la Cuesta y el sitio más lejano que alcanzamos es la zona conocida como
“Barra vieja” con arena blanca y restaurantes de palapas armadas con madera y
palma. Nos desplazábamos en destartalados camiones del servicio público o
caminábamos largas distancias para ir de un punto a otro. Miramos desde afuera
las discotecas famosas como Baby’O y, también sin entrar, las marquesinas de
los cines que anunciaban la película Blade Runner.
Pasear era agradable, daba gusto caminar al
atardecer y dar vueltas por la Costera, mimetizados entre la marea decembrina
de turistas nacionales y extranjero. Con tristeza notaba la diferencia entre
clases sociales, la opulencia de los ricos y el desamparo de una marea de
desheredados, recién emigrados de las rancherías de Guerrero. Por mi parte, disfrutaba
los atardeceres multicolores del lugar y gozaba al nadar por la orilla de la
playa.
Como todos nos quedamos sin dinero para gastar,
decidimos regresar un poco antes de lo proyectado, y salimos de regreso temprano
en la mañana del martes 4 de enero. A nadie avisé del anticipo de nuestro
regreso, no supuse que fuera significativo.
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EL PRINCIPIO: 4 DE ENERO
Regresamos de Acapulco en camión, vía la Terminal
Sur de la Ciudad de México y usamos el transporte público para regresar a casa.
Al regreso de un viaje el cansancio de la travesía parece acumularse, la broma
usual indica: “Necesito otras vacaciones para descansar de las vacaciones”. Avistamos
la casa. Un lindo sol de mediodía iluminaba las calles, el sitio parecía tranquilo
por completo. Aves discretas cantabas
entre los árboles y pocos vehículos circulando.
Un momento antes de abrir la puerta, saltaron desde
un vehículo particular un par de tipos malencarados,
vestidos de civil. Mi mirada estaba en la puerta, así que no vi, pero sí
escuché cuando vociferaron:
—¡No se muevan! ¡Ya se los cargó la chingada!
El vehículo estaba a pocos metros de la puerta y los
tipos habían permanecido agazapados ahí, esperando a que estuviéramos más
cerca. Empecé a voltear y Juan alcanzó a decir en voz baja que no opusiéramos
resistencia y nos moviéramos despacio. Me sentí perplejo sorprendido y seguí esa
sugerencia.
Cada uno de los dos agresores ostentaba una pistola
de escuadra en la mano. En un instante estaban encima de nosotros apuntando al
cuerpo. El más alto acercó su pistola cerca de mi nuca y jaloneó mi camisa. Con
amenazas nos metieron en la parte de atrás del automóvil, obligándonos a
colocarnos inclinados bocabajo.
Parecía imposible que nadie hubiera visto o escuchado
lo sucedido, pues la casa está en una esquina algo transitada. Después me
enteré que el único testigo presencial fue un nuevo empleado que trabajaba en
una tienda al otro lado de la calle Augusto Rodin, quien por temor y timidez no
comentó nada hasta que fue cuestionado días después.
**
Según resultó nuestros captores eran agentes de la
DIPD —la temida División de Investigaciones para la Prevención de la
Delincuencia— y “madrinas”, complemento de los agentes oficiales, especie de
policías sin placa (ilegales) por estar cesados o “aprendiendo el oficio”, pero
al servicio de esa organización. Esta corporación policíaca era una dependencia
encargada de la investigación y persecución política durante los sexenios
anteriores. En el historial de esta corporación policíaca se contaba cantidad
de detenciones, secuestros y torturas de luchadores sociales y de simples
ciudadanos; pues su tarea de investigación de la delincuencia estaba torcida
por un sentido de represión con impunidad e ilegalidad en sus operaciones.
**
Sometidos en la parte baja del vehículo uno de los
captores revisaba el contenido de
nuestros bolsillos y luego hacía preguntas elementales como nuestros nombres,
de dónde veníamos, a dónde íbamos y si alguien nos esperaba. En mitad de las
preguntas lanzaba amenazas de muerte:
—Ahora sí se chingan… Esta ya no la van a contar… Vamos
directo al panteón… Se me vaya a escapar un balazo…
El que no conducía exigía que mantuviéramos la
cabeza baja o no los miráramos, mientras seguía amenazando y preguntando.
En menos de una hora el automóvil se detuvo, el
conductor se bajó para reportarse con su superior y el que permaneció de
guardia empezó a hablar en voz baja, pero manteniendo el mismo tono de amenaza.
En pocos minutos, regresó el chofer acompañado por
otro agente y nos ordenaron bajar del vehículo. El tercero nos revisó tocando
la cintura, pecho y junto a los zapatos, como cerciorándose de que no
trajéramos ningún arma escondida. Al terminar la revisión les dio el visto de
pase a los captores para que nos condujeran hacia un edificio grande, donde
luego vimos a un “comandante”, el sobrenombre usual para sus jefes.
De nuevo nos advirtieron que estaban armados, y de
modo ostentoso uno ocultó la pistola en el bolsillo para que lo viéramos y estuviéramos
ciertos que no mentía:
—No intenten escapar, a la menor resistencia suelto
el balazo.
Un captor tomó a cada uno del cinturón y nos señaló
avanzar hacia un edificio grande con siglas de la Procuraduría en el
frontispicio. El sol de mediodía parecía dormido.
En una explanada y las escaleras antes del edificio
había varias personas caminando, simples ciudadanos no sospechaban lo que
sucedía bajo sus narices o funcionarios y administradores policiacos que se
movían conforme a entendidos cómplices.
Dentro del edificio nos condujeron hacia una escalera
lateral y luego por un pasillo largo. Un agente armado nos detuvo a distancia
mientras otros tocaban una puerta de madera solicitando audiencia y ahí se
quedaron esperando.
A nosotros nos colocaron con la cara contra la pared
blanca y lisa, mientras esperábamos apareció
otro desconocido que traía esposas metálicas, que nos colocaron con las manos
en la espalda. Sentí el metal frío
jaloneando las muñecas mientras sonaba un click
del cierre.
No tardó en abrirse la puerta y los agentes se
reunieron con su superior y entonces observé que cargaban dos pequeñas maletas,
las que usamos en el viaje (en el momento de la captura no observé que las
habían tomado). Tras la puerta cerrada parecía que el dueño de la oficina
regañaba a los captores. En un minuto regresaron por nosotros y nos
introdujeron a esa oficina. Cerraron la
puerta y el jefe les indicó que nos sentaran junto a su escritorio, uno grande
de metal y madera, sobre el cual tenía nuestras identificaciones.
Este comandante empezó presentándose con amenazas,
aunque con tono de voz tranquilo y mirada fría, frunciendo el entrecejo como
enojado:
—Aquí se chingan, no estamos para tolerar
subversivos ni parapetos. Cualquier cosa que hayan hecho nos vamos a enterar,
aquí no andamos jueguitos.
Guardamos silencio y luego empezó a preguntar. Yo respondí:
—Nuestra organización es legal, rechazamos cualquier
acción violenta o armada, somos un partido legal.
En un momento del interrogatorio el jefe preguntó al
subalterno:
—¿Y a este por qué lo trajeron?— y me señaló con el
dedo.
—Estaba con el otro detenido; mi comandante.
Volvió a dirigirse a mí:
—Una organización legal puede ser un parapeto— y
sonrió como si tuviera una idea pero solamente poseía una palabra y repitió
despacio—, dije “parapeto”.
Respondí:
—Nuestra organización es conocida, participamos en
las elecciones, no hay nada ilegal.
Luego se dirigió hacia Juan:
—A ti te estábamos buscando. Eres una “ficha”,
tienes antecedentes. Creo que no fue suficiente lo que pasaste encarcelado y
viene más…—puso una pausa y miró directo al otro detenido esperando respuesta.
—Ya pasé muchos años en la cárcel y fui amnistiado.
El jefe respondió:
—El árbol que nace torcido, nunca su rama endereza.
Primero una palabra “parapeto” y luego un dicho
popular, este jefe sonrió con satisfacción. Miró un expediente y preguntó con
autoridad a los captores si encontraron algo de interés, y por respuesta le
llevaron la pequeña maleta que usó Juan. El subordinado sacó de su bolsillo una
navaja de explorador indicando que la encontró dentro de la maleta.
Al jefe se le volvió a iluminar el rostro:
—¿De quién es?
Juan levantó la mirada y dijo que suya.
El jefe la abrió y cerró, pues era abatible y dijo
entre dientes:
—Demasiado pequeña.
Uno de los agentes le acercó las maletas de viaje y
hurgó buscando entre la ropa. Lo único extraño que encontró era un trozo de
madera con similitud a un cuerpo caricaturizado. El jefe preguntó si era para una
brujería.
Contesté que eso era un simple trozo de madera que
encontré en la playa y lo guardé por su figura
tan curiosa. Lo volvió a guardar y no encontró nada interesante dentro de las
maletas.
Respiró hondo, se quitó el saco que le quedaba
holgado, lo puso en un perchero junto a la pared. Soltó los puños de la camisa
con calma y los arremangó. Volvió a su silla y sonrió, como si hubiera
recordado algo importante que estaba en su escritorio.
Abrió un cajón grande de su escritorio y sacó una
pistola gris, y dijo dirigiéndose a Juan:
—No solamente la navaja, esta también es tuya.
El aludido calló y bajó la cabeza, con un gesto de
espanto difícil de interpretar.
El comandante se incorporó ligeramente y se dirigió
a mí:
—¿Y tú nunca la has visto?
—Esa arma nunca y, además, le puedo decir que jamás
he disparado una pistola, me puede hacer una prueba de radizonato, —miré de
frente y debí sonreír con insolencia mientras terminaba mi frase— jamás he
disparado un arma.
El comandante se sintió contrariado, tomó la pistola
de lado, avanzó de un salto y lanzó la mano y culata contra mi cabeza. Por reflejo
retrocedí un poco y así el golpe no fue tan contundente. El metal contra el
cráneo hizo un sonido breve que rebotó con las paredes del sitio.
Comprendí mi imprudencia: no debe uno retar a esta
clase de tipos, ni con el gesto ni ganando una discusión. Mejor parecer
corderos y perder las discusiones que no el pellejo.
Con tono autoritario y frío el comandante:
—No me conocen, repito, no me conocen. Aquí mando
yo, y no se mueven las moscas sin mis órdenes. Así que no me aclaran nada si no
les pregunto.
Por fortuna había sido un impulso momentáneo y el
policía contuvo su arranque agresivo. Dio dos pasos y regresó a su silla.
De momento sentí poco dolor en la cabeza y no me
quejé.
Guardó la pistola en el cajón, respiró lento y marcó
un número. Al interlocutor lo trataba de “mi jefe” y confirmó la captura:
—Tenemos al que buscábamos y al otro (se refería a
mí) no sé por qué lo trajeron, no tiene antecedentes que no sean políticos.
Tardé en comprenderlo, aunque el hecho era evidente.
No me buscaban, es decir, los captores no traían una orden contra mi persona y
eso era afortunado. Pensé “soy como el convidado de piedra”.
Colgó el auricular, un modelo viejo de bakelita
negra, al estilo de los aparatos de la monopólica American Telephone & Telegraph (ATT por sus siglas) y mandó a
que nos sacaran de su vista.
**
OSCURIDAD COMPLETA
Los mismo tres agentes nos condujeron hacia un nivel
bajo por pasillos húmedos y con olor a viejo; un aroma de descuido (rancia
mezcla de madera, cemento y polvo) que conservaron los sitios relacionados con
la seguridad o justicia del Estado mexicano.
Avanzamos en silencio; esta vez, los tipos nada
preguntaban y sólo daban breves indicaciones. Terminamos el recorrido por el
interior del edificio en un pasillo oscuro, junto a un umbral que semejaba un
sótano. (Anotación posterior: ¿Qué es un sótano? Basta su indicación para
revelar un secreto, especie catacumba hipotética o hasta un crimen. ¿Conoces el
“barril del amontillado de Poe? Basta
descender hacia un sótano para imagina un crimen, una desgracia irreversible.
La oportunidad hace al ladrón, luego ¿qué provoca un sótano?
Imposible resistir con las manos atadas a la
espalda.
Ahí nos vendaron los ojos, con el tipo de vendas delgadas
y flexibles que usan los médicos para aliviar las torceduras. Un tipo con
movimientos bruscos y frases cortas procedió:
—No se mueva.
Con amenazas breves nos indicaron que guardáramos
silencio y esperáramos.
Silencio y oscuridad: los compañeros de la muerte.
Así miran los muertos desde sus ataúdes; desde el silencio miran, desde el
silencio eterno; observar desde la oscuridad; vecinos del abismo.
Oscuridad completa.
Paso de un tipo aleándose, más pasos alejándose. Por
el sonido, deduje quedó un vigilante.
Al rato llegó otro agente que hizo un interrogatorio
elemental, preguntando nombre, ocupación y de dónde veníamos. Pasaron los
minutos y nos indicaron sentarnos en el piso; siguió el cronómetro avanzando en
oscuridad y silencio.
Nos trasladaron por un pasillo y nos recibieron
otros tipos, que de nuevo nos indicaron guardar silencio y preguntaron si ya
necesitábamos ir al baño.
Comprendía una “última cena”, como se concede a los
moribundos, cual Cristo concedió a sus apóstoles. ¿Una última visita al baño?
Sonó ridículo y sin sentido, una comedia antes del paredón. Sentí que era una
burla.
Como yo dije que no, un captor insistió en que fuera
al retrete, pues esa era la última oportunidad, una especie de última cena.
Comprendí que era una indicación forzosa. Sentí una mano áspera levantándome
del brazo y luego una pistola en la nuca. Avancé con temor bajo la oscuridad
artificial, conté unos cuantos pasos. Ya en el baño el captor le gritó al otro
que necesitaba quitarme por un momento las esposas. Mientras esperaba empezó a
preguntarme con tono de un adolescente travieso:
—¿Por qué te trajeron aquí?
Mis respuestas breves no le satisficieron y objetó:
—Algo gordo habrás hecho, aquí no acaba cualquiera.
Entró otro tipo al baño y liberó mis manos, con la
advertencia de “no intentes nada”. Puso un arma contra mis costillas mientras
me empujaba a ciegas hacia la taza del baño. Tras otra advertencia quitó la
venda y el aspecto blanquecino del sitio molestó la visión. Los azulejos
cuadrados del sitio parecían querer brincar.
Por esa luz artificial supuse ya había caído la
noche.
Intenté tranquilizarme y mandar la mente a un sitio
lejano, fuera del absurdo de esa captura.
Sonó el ruido del insignificante chorro; la vejiga
no estaba en huelga.
El tipo miraba mis espaldas con desconfianza.
Reclamó que apurara.
Al terminar me colocó las esposas y apretó la venda contra
las cuencas de los ojos. Mientras colocaba ese tapaojos sentí el dolor del
golpe en la cabeza, una protuberancia y algo de sangre en el costado superior,
entre el pelo. No debía ser notoria la herida.
De nuevo en un pasillo indicaron me sentara en el
piso.
**
Pasaron algunos minutos, los tipos platicaban en voz
baja.
Escuché que levantaron a Juan y lo metieron al otro
lado de una puerta; también oí el paso de más personas que murmuraban. Yo no traspasé
esa puerta, me dejaron sentado en el mismo sitio.
De modo episódico escuche algún grito y quejido.
Temí que hubieran empezado a golpear a Juan. Después de unos quince minutos lo
sacaron.
Por lo que percibí sí lo habían golpeado. Lo
pusieron cerca de mi y su respiración era agitada y con resoplidos, como
conteniendo un lamento.
En voz baja, casi un susurro:
—¿Estás bien?
Minimizó lo sucedido:
—Más o menos, no fue tanto.
—Sh, no hablen —dijo como murmurando un tipo— mis
jefes son enojones, calladitos es mejor.
A ratos había un gran silencio, a lo lejos algunos
pasos; luego volvía la respiración del compañero de infortunio, sonaba agitada
y como si fuera un lamento.
Se acercó un captor y nos ofreció agua. Me di cuenta
que había pasado el día entero sin comer ni tomar agua, la boca estaba reseca pero
no sentía hambre. Quitó un momento las esposas y colocó un vaso de agua. El
sabor me hizo pensar que era simple agua del grifo. No importante de donde
venía, era agua.
Bebí despacio. Volví a imaginar una cena, como la
última pintada por Leonardo Da Vinci. Terminé.
De nuevo las esposas. Más minutos, más silencio.
Luego otro captor trajo algo y me puso un suéter ligero
que era parte de nuestra ropa dentro de la maleta del viaje. También le quitó
un momento las esposas a Juan y le puso otro suéter ligero.
**
El reloj debía estarse paralizando, transcurrieron minutos
que se volvieron horas y no sucedía nada.
Solamente oscuridad y ruidos, sonidos lejanos; pasos
yendo y viniendo.
Entraron y salieron captores.
Las piernas empezaron a adormecerse… el hormigueo
crecía y descendía.
Dos tipos volvían a hacernos preguntas elementales,
sin interés, como para pasar el rato de ocio.
Ellos esperaban la llegada de algún superior.
**
Una voz ordenó que nos trasladaran.
Me conducían por el brazo y luego ordenaron que
bajara la cabeza para colocarme en la parte de atrás de una camioneta. Era un piso
de camioneta alfombrado.
Por el sonido y las vibraciones del suelo se sabía
que el vehículo avanzaba rápido. La plática entre los captores se convertía en
un rumor.
En menos de media hora cambió el sonido, se sentía
un eco, como si atravesáramos un túnel y, al mismo tiempo, el trepidar de unos
topes vibradores para reducir la velocidad sucedió tres veces.
Terminó el movimiento y un sonido de manijas indicó
que nos sacarían. Una mano me tomó del cuello y dio breves indicaciones para
descender, luego para seguir caminando.
Mientras avanzaba escuché un saludo seco y un chocar
de tacones como si alguno fuera militar.
**
Viento frío, nocturno sopló. No caminé mucho.
Sonó una puerta que se abría.
Mi ruta terminó en un cuarto desde el cual se
escuchaba de modo distorsionado el tormento que empezaron a causarle a Juan. Los ojos vendados incrementan la agudeza del
oído y debió haber alguna pared que evitaba la claridad en los lamentos, pero
un alarido siempre se distingue.
Sentí un gran miedo. ¿A qué hora vendrían por mí?
Los dos que me custodiaban platicaron entre ellos
quejándose de que estarían la noche en vela. Y comenzaron a amenazarme y
exigirme que les dijera alguna verdad, aunque ellos no sabían que preguntarme.
—¿Qué te robaste?
—No estoy aquí por robo, esto una cosa política.
Estoy en un partido político.
—Aprovecha mejor el tiempo y dime qué robaste, no se
me vaya a escapar un balazo.
Detuvieron su interrogatorio en pocos minutos cuando
no encontraban nada interesante en mis respuestas o quizá se acercó alguien en
quien no confiaban. Empezaron a platicar entre ellos de deportes y luego se
empezaron a adormilar.
Después pareció que habían sacado a Juan hacia otro lugar,
pues escuché movimientos, pasos, algo arrastrándose y luego un silencio largo.
Un gran silencio provocó que el miedo surgiera y preguntarme si ese era el último día. Visualicé
a una madre situada a enorme distancia lanzando un ramo de flores sobre una
tumba vacía; la tumba de arena suelta, un hueco cenizo, emanando vapores que se
disipan en un atardecer sin pájaros. Sentí a un padre moviendo las manos hacia
el horizonte nocturno, el sol ha desaparecido y no volverá; con las manos
intenta escribir sobre el aire el adiós con una pluma sin tinta.
El frío de la madrugada se colaba entre la delgada tela
de los pantalones. ¡El tiempo pasa tan lentamente y cualquier sonido me
sobresalta! Lucho contra el temor. El mismo tiempo coagulado permite iniciar y
reiniciar esa lucha, una y otra vez, hasta que siento sosiego. Inútil sufrir,
inútil lamentarse. Al menos que mis captores no vean temor ni disfruten de su
victoria (o cualquier cosa que eso signifique para ellos).
Las articulaciones molestan por tanto frío. Ayer la
costa y su calor, hoy la madrugada gélida, los aires de cumbres nevadas que
descienden en invierno. La temperatura de esta ciudad resulta extraña.
**
Sentí la pesadez cubriéndome y no una falsa
impresión, sino la certeza de que esperábamos bajo tierra; el sitio debía conectar con algún
subterráneo o por completo estar bajo tierra. Si basta un sótano para indicar
lo lúgubre ¿qué representará un enorme lugar bajo tierra? Una guarida colosal,
un búnker militar, el escondite del villano de las películas… Un olorcillo a
humedad, a trazos de tierra húmeda, próxima a las raíces, justo como huele
cuando se escava bajo un árbol. Daban ganas de toser con ese olor, pero lo
evité.
Cada vez había más frío y uno de los custodios se
despertó, profirió alguna maldición sin sentido y me empujó por el hombro para verificar
si estaba dormido.
—¿Sí?
—Nada.
Escuché cómo caminó en semicírculos mientras soplaba
sus manos para calentarlas.
Al rato llegó un tipo con voz ronca dando instrucciones
para conducirme hacia otro sitio.
Entre sus propios bostezos los captores caminaron
hacia otro vehículo y me introdujeron en la cajuela. El cuerpo plegado,
agazapado como dentro de un catafalco. Al colocar la cabeza rozo contra un
extremo y vuelve a molestarme la herida, no es intenso cuando no toca una
superficie dura. Otra indicación triste o terrible. Arranca el vehículo y el
olor de una mala combustión se colaba por algunas rendijas. Uno supone que la
cajuela es un sitio hermético y quedar ahí transportado desmiente esa idea.
El viaje me pareció más largo. ¿Conducido hacia una
cárcel clandestina? ¿Una cárcel ordinaria o unos separos? ¿A un paredón? La
incertidumbre me giraba en la cabeza y luchaba por calmarme. El cansancio
pesaba, pero tampoco sentía sueño. Afuera escuchaba algunos vehículos
transitar.
Un freno súbito.
Cuando abrieron la cajuela el ambiente era menos
frío: se aproximaba el amanecer.
En la cercanía escuchaba pocos vehículos, casi toda
la ciudad seguía dormida.
**
EN SOLEDAD COMPETA
¿Se había dado cuenta mi familia del secuestro del
que fuimos objeto? Esperaba que sí. Esa era mi principal expectativa.
Pronto subimos unas escaleras. No sentía la
presencia de Juan y pregunté en voz baja:
—¿Vengo yo solamente?
—El otro ya se fregó. No lo van a saltar. Pero
—sentí la sonrisa burlona— no te preocupes… te va a ir igual.
Se rieron otros como si hubieran contado un chiste,
aunque sin ganas. También debían estar medio dormidos.
Conducido por el brazo avanzamos un breve trecho.
Tocaron insistentemente una puerta de madera hasta
que alguien los atendió. Quien abrió se quejó de la hora temprana:
—Estaba dormido.
—Eres un flojo güevón.
Imagina que hubiera venido ahorita conmigo el jefe, porque te tocaba una madriza.
Se volvieron a reír.
Escuché cerrarse la puerta y caminé unos pocos
pasos.
Alguien tomó mi cabeza, con certeza para examinar
las vendas.
Adentro del sitio indicaron que me acostara sobre
unos cartones. Se notaba que eran cajas de cartón abiertas, con la huella de
los suajes. Me acomodé como mejor pude y estiré mi anatomía. En ese sitio no se
sentía tanto frío como en el anterior, pero debía tener unas ventanas grandes
pues el rumor de la calle se filtraba.
Caí en un sopor entre la frontera del sueño, hasta
que alguien más llegó.
**
Una voz muy ronca se dirigió hacia mí y preguntó por
mis vendas en la cara. ¿No estaban demasiado apretadas?
—Un poco.
Al retirar vuelta a vuelta la tela sobre la cabeza,
sentí alivio.
El mismo tipo les dijo a los demás:
—Debe estar menos apretada y no tocar esta herida.
Luego quitó las esposas y las sustituyó por otra
venda, y comenzó a preguntar si estaba muy apretada y la terminó poniendo más
floja.
Se dirigió a los demás tipos:
—Ni floja ni apretada. La venda no debe dejar
huellas, si no al rato habrá problemas.
Era un gesto amable, cuidaba la comodidad del
prisionero. Entre tanta rudeza parecía el primer gesto de bondad, pero sentí un
escepticismo crudo.
El tipo de la voz extremadamente ronca apareció en
otra ocasión y volvió a aflojar vendas, dando un ligero regaño al encargado.
Sin embargo, sentí que su amabilidad era engañosa, como un médico nazi que
cuidase a los judíos en un campo de concentración para prolongar su agonía.
**
REGRESAN A JUAN Y VERBENA DE REYES
Recostado sobre los cartones caí en una especie de
sopor, un dormir sin sueños; inquieto y temeroso que despertaba con pequeños
ruidos y volvía a caer en el sopor.
A la distancia se filtraban sonidos agitados, como
de una fiesta, una multitud que se aproximaba. Esos sonidos no estaban
próximos, debía haber espacio (luego comprendí que ese espacio exterior era la explanada
abierta de la Delegación Venustiano Carranza).
Unas horas después un magnavoz con toda claridad
anunciaba los festejos de verbena para la noche de Reyes en la Delegación
Venustiano Carranza. Una multitud para observar el espectáculo festivo que le
ofrecía el gobierno de la ciudad estaba tan cerca y, sin embargo, tan lejos e
ignorantes de nuestro destino.
Al desaparecer el frío de la mañana quedé bien
alerta. Empezó a correr tiempo de la percepción.
Perecía que solamente estuviera un guardia y si
había otro debería estar durmiendo calladamente. Si yo hacía algún sonido
ligero se acercaba un captor y repetía que debía guardar silencio, que luego
llegaría algún encargado.
Una voz de señor mayor imploró desde la habitación
contigua que lo llevaran al baño; tras varios ruegos, señalando que no
aguantaría más, logró su cometido. Y empezó a lamentarse que él era inocente y
no había robado ninguna residencia. El guardia solamente le pedía se callara.
Por unos minutos, el señor mayor guardaba silencio y luego se quejaba. Se
repetía la amonestación y el silencio. Así, sucedió varias veces.
Entró otro captor y el de guardia le solicitó un
periódico y comida, por respuesta el visitante le preguntó si los atrapados
habíamos comido algo y el otro respondió que no. Salió y volvió unos minutos
después con algo que olía a tacos con crema y salsa picante. Vino el sonido de
mandíbulas y bolsas abriéndose.
Después de que comieron el nuevo se acercó y me
preguntó si no tenía dinero para comprar comida, la respuesta era obvia:
—No siento nada en mis bolsillos.
—De todas maneras voy a revisar.
Y esculcó y encontró una moneda menuda que pasaba
desapercibida en una revisión superficial.
—Con esto no alcanza para nada; quizá en la noche
traigan algo de comida.
Así comprendí que el alimento escaseaba ahí. Al rato
reflexioné que eso de buscar dinero en los bolsillos de un detenido conducía a
dos interpretaciones: improvisación o descaro. Sacar dinero como sea: el
espíritu del descaro. Un grabado de Francisco de Goya representa a una dama que
extrae los dientes de un ahorcado, y lo hace debido a una acción supersticiosa
para obtener un talismán. Esto se parece, pero es más pedestre. Los tipos
captores intentan sacar alguna moneda. La otra indicación era una
improvisación, pareciera reinar un desorden en los actos, no somos tratados
según un plan; nos traen de un lado a otro, los captores se mueven sin plan
determinado. Sospeché que ese sitio no implicaba un dispositivo de guardias
seguros, sospechaba… con temor.
Debía ser el atardecer, con la verbena popular de
Reyes Magos en plenitud, cuando trajeron a Juan. Un captor con voz autoritaria
ordenó a quien guardaba el sitio, que dejara a “los políticos” (nosotros) en un
cuarto separado, el mismo donde ya estaba yo. Uno de los agentes nuevos junto a
mí colocó recostado a Juan (en ese momento no lo sabía con certeza).
Luego preguntó si había ido al baño y dije que no, en
seguida el por qué y respondí que no tenía ganas. Preguntó si había comido y el
de guardia se adelantó con la respuesta:
—Ni a mí me han traído.
Murmuró y salió del sitio.
Al rato regresó con un refresco y un sope; debió de
comprarlos en la verbena. Me sentó y advirtió que soltaría las vendas de las
manos, pero no las de la cara:
—Te vas a comer esto, sin hacer ningún movimiento
brusco: estoy observándote.
Repitió el mismo comentario con Juan. En ese momento
sentí alegría de que trajeran al compañero de desgracia, había temido que ya
nunca regresara.
El sabor de un refresco de naranja, simple y
corriente, de agua carbonatada y gusto artificial, resulta extraño luego del
desvelo y privación de los sentidos. Bebía a sorbos pequeños, el gas se
expandía en el estómago, inflado con un ligero calambre. El taco: una tortilla
fría y carne barata con salsa picosa. Esa carne traía grumos y grasa, con sabor
aceptable, pero se me atoraba en la garganta, por efecto de la tensión
prolongada.
**
Nos acomodaron cuerpo con cuerpo y hubo oportunidad
de platicar en voz muy baja con Juan. Pregunté:
—¿Te golpearon?
—En el abdomen y las costillas; también toques
eléctricos en los pies, y me ahogaron un rato. Estoy cansado.
—¿Te duele mucho? Ahorita solo las costillas. Espero
que ninguna esté rota.
—¿Qué quieren?
—Quieren involucrarme en algo, pero no he hecho
nada. Quieren nombres, pero no cualquiera, buscan culpables.
—¿Culpable de qué?
—Buscan guerrilleros.
—No hay nada de eso, la organización es legal —y
luego de afirmar, le pregunté por mi temor— ¿Cuándo me toca?
—No lo sé, buscan a gente armada, tú nunca lo has
sido. Estuvo bien eso de que “háganme la prueba del radizonato”. ¿Te duele la
cabeza?
—¿Por qué lo dices?
—El golpe con la cacha.
—Ya se me olvidó, casi no lo siento.
—Guarda fuerzas, esto del cautiverio es duro.
Vino un guardia y nos mandó a callar, pretendía
dormir.
Afuera en la distancia sonó el estallido de fuegos
artificiales y los comparé con la existencia: ¡Es tan breve! ¿Cuánto faltaba
para el final? Hubiera querido vivir más. Imaginé la fiesta popular afuera, con
gente inocente y simple, ignorante de las entrañas de la represión; vagaban en
familias y los niños suplicaban por ricos elotes o algodones de azúcar; los
mayores exigían ponches con un piquetito de licor; devoraban con apetito los
antojos fritos con masa de maíz. La lejana fiesta me entretuvo mucho y mejoró
el ánimo. El amigo estaba al costado, adolorido pero entero. Afuera la
multitud, esa masa adorada por los líderes de izquierda, buscando ser
redentores del pueblo sencillo, para liberarlo de la pesada carga de miserias.
Recordaba la infancia, en esos días tan especiales y ansiados, cuando las
ferias ambulantes se instalaban en las afueras de las iglesias o parques
públicos. Distintos olores y luces multicolores invaden el espacio; y los
adultos son más complacientes que de costumbre. Los juegos mecánicos guiñan el
ojo, invitando a una visita rápida para marearse y gozar con el mareo.
**
NOCHE DE REYES
Noche del 5 de enero: una celebración oficial se confunde
con la noche de Reyes; es el gobierno al servicio de la religión principal del
país.
Los ruidos de la calle mantenían intensidad: según
nuestra tradición católica es la noche antes de Reyes. Muchos padres están de
compra hasta la madrugada, buscando el regalito del último momento.
La tradición de la Navidad compite por desplazar a
la de Reyes; esa navideña viene de los países nórdicos y protestantes; los
Reyes son tradición del área católica. El efecto la publicidad favoreció la
implantación de nuevas costumbres, pero las caras felices de los niños con sus
regalos son, en esencia, las mismas. Los captores algún día fueron niños. ¿Qué
se torció en su camino?
Cambiaron de guardias, pero este nuevo se lamentó de
que sus hijos no lo vieran en día de Reyes y su esposa estaría enojada. El que
se fue se alegró y le dirigió un insulto burlón:
—Al más pendejo le toca la peor guardia.
—No es justo —se quejó el que permanecería esa
noche— velar con tanto frío y una méndiga cobija.
Curioso sentido de la justicia tenía ese tipo. Los prisioneros
no teníamos, silla, cobija ni nos esperaba un final de turno. A sus pies
estábamos atados y vendados, pero él se sentía la víctima.
Siguió muchas horas el ruido de la verbena popular,
por altavoces se escuchaban mensajes oficiales, de patrocinio de la
celebración. Un mensaje recordando la Estado (que debiera ser laico) y otro
plegándose a la creencia popular, de otro modo la doble cara del Estado.
**
Lentamente el bullicio cercano se disipa, pero no
desaparece. Incluso se escucha el desarmarse de los locales móviles metálicos.
Los vendedores nocturnos también se dirigen a hacer compras nocturnas. Los
regalos, para muchos se compran de último minuto. De modo constante se escuchan
vehículos… Para muchos padres resulta una tradición hacer la compra en la misma
noche de Reyes, sobre todo, cuando no alcanza el dinero o no existe modo para
esconder una bicicleta que regalará. En esos días las bicicletas eran un
juguete codiciado, también las muñecas grandes y los balones de futbol.
Al irse extinguiendo el ruido de la verbena popular,
se escuchaba mejor el paso de vehículos. Sentía curiosidad por los pensamientos
ilusos y alegres de los progenitores cruzando la ciudad para comprar una alegría enorme a sus pequeños.
¿Imaginaban el país donde crecerían sus hijos? ¿Sentían la enorme injusticia
social del mismo modo que yo la percibía? La inocencia siempre ha sido una
justificación, de ahí la horrible leyenda de la muerte de los inocentes; la
imaginación católica reelaboró una leyenda popular y colocó en la mano del rey
Herodes un designio siniestro. El rey matando infantes representa la
prepotencia mancillando la pureza e ingenuidad de las nuevas generaciones; así
sucede cada vez, una nueva generación sin prejuicios ni respeto por el Poder
establecido exige un cambio completo y total… La respuesta del rey (ahora el Poder
civil, sin privilegios de sangre que lo escondan) es automática y terrible:
acallar el cambio, aferrarse al trono. Cuando rompe las barreras éticas, el
Poder pierde su justificación. Las épocas cambian, pero los dramas arquetípicos
se repiten, nuestro grupo representa a la juventud, continuidad de la gran
impugnación del año 68. Los oscuros tipos que actúan por motivos ocultos
representan la parte caduca del Poder, la reacción de violencia por reflejo,
aunque esto no lo compartan todos los políticos y muchos funcionarios mantengan
su honorabilidad en situaciones difíciles.
Pensaba eso y mucha cosas más, mientras sonaban
ronquidos suaves… los otros detenidos y quizá también los captores.
Debe estar aproximándose la madrugada y un sopor
suave me vence.
**
El sonido de vehículos a la distancia anunciaba el
amanecer del jueves 6 de enero.
El frío se disipaba de modo extremadamente lento.
Entraron dos o tres captores, haciendo ruido con los
pies y bromeando entre ellos, bromas sin sentido, burlas con albures.
Nos incorporaron y revisaron las vendas. Uno las
quitó y volvió a poner despacio, colocando las manos atadas al frente. Su voz
ronca parecía conocida, sus manos ásperas provocaban temor pero las usaba con
delicadeza. De nuevo pensé en el médico nazi.
Juan se queja de dolores en el pecho, lo hace en voz
baja. El de la voz ronca lo revisa, da su opinión que no parece de médico:
—De esto no te vas a morir.
Nos indican pasar al baño. Lo hacemos.
Un guardia pregunta por el desayuno. No hay, le
responde otro.
El de voz ronca dice que es hora de irse de ahí.
Nos llevaron hacia la salida, caminamos a ciegas con
paso torpe y lento.
Ya afuera alguno de los tipos, alguno que nos estaba
esperando se refirió a mi persona:
—Ese no va, a ese déjenlo ahí.
—Está bien.
—Esperen órdenes.
Sentí un alivio egoísta, recordé un cuento de unas
vacas conducidas al matadero, que avanzan tristes y convencidas de su destino. Las
vacas murmuran su desgracia, en eso una tiene una ocurrencia y les dice a sus
amigas: “Abandonemos este camino, es para nuestro mal”. Las demás le responden:
“Quiere sacar ventaja con tu mala actitud” Se complotan en la sacan de la fila.
La disidente termina expulsada y no llega al matadero. El cuento es inadecuado,
sería mejor dedicarlo a la especie de borregos. No importaba, sentí alivio.
Fui regresado y me sentaron sobre los mismos
cartones.
**
“SOLAMENTE NOS INTERESA EL BOTÍN…”
En el otro cuarto un guardia interrogó a un
detenido:
—Vas a confesar de una buena vez.
—Soy inocente, no hice nada; soy de los suyos, he
trabajado en la policía —la voz era casi de anciano, gruesa y débil en una sola
mezcla—; pregunten con el capitán Ramírez, él sabe que soy inocente.
—Tus cómplices te denunciaron, —estás hundido—
solamente nos interesa el botín y si no confiesas…
Ese casi anciano comenzó a sollozar y el captor se
quejó:
—Ni aguantas nada, espérate a que te demos toques
eléctricos y entonces sí lloras.
Escuché dos bofetadas y berreó con más fuerza, hasta
que se cansó.
**
Entró otro guardia y con tono festivo dijo:
—¿Este es el viejito llorón que esconde su botín?
Ahorita mismo lo frío.
Volvió a gimotear y parecía retorcerse contra el
piso. Luego cesó el jaloneo. Entró otro guardia y mandó a detener cualquier
acción contra ese viejo:
—Esperen instrucciones.
**
¿Suplicar, llorar, patalear, gemir…? No me aceptaba
actuando de ese modo.
Ante situaciones adversas debe uno enviar la mente
hacia otro lado; permanecer en el sitio del dolor lo intensifica. Puse el mejor
esfuerzo por distraerme comencé a respirar despacio, cada vez más despacio y me
acordé de la novela de Vagabundo de las
estrellas, donde un prisionero confinado en solitario desdobla conciencia
para remontarse hacia existencias pasadas. El personaje se llamaba Stan y en
una escena de la novela, los directivos de la prisión jugaban con la palabra stand en inglés que corresponde a
levantarse. Obligaban a Stan a levantarse y a sentarse sin descanso, el
agotamiento provocado cuando lo forzaban a pararse y sentarse provocaba una
especie de trance que desdoblaba su conciencia, hasta remontarlo más allá del
presente.
Era el mediodía y un buen vagabundo de las estrellas
usa como aeropuerto la noche. Habría que esperar.
Sentí una gran pena por el compañero Juan, una
siguiente sesión de tortura debía ser el episodio de ese día. ¿Qué lograrían?
No entendía la situación, suponía que lo obligarían a inculparse. Si ese era el
objetivo de los contrarios ¿Para qué resistirse? Era mejor jugar a la firma falsa,
a la confesión arrancada a fuerzas. Resultaba conocido que el sistema
legal-judicial mexicano poseía esa falla, al considerar la confesión como una
“prueba reina”, de tal modo que bastaba arrancar una confesión para que un
juicio se armara y resolviera sin ninguna prueba verdadera. El viejo chiste
representaba esa falla estructural del sistema: “Ahí tienen que concursan tres
cuerpos policíacos internacionales. Los alemanes realizan una misión y traen a
un nazi prófugo tras dos horas de investigaciones. Los norteamericanos hacen
una misión y en una hora atrapan al jefe de espías rusos de la KGB. Los
mexicanos en quince minutos traen a un
elefante del zoológico muy golpeado y declara el paquidermo:
—Yo maté al Presidente Kennedy, se los juro por mi
madre.”
Supuse que ese hombre mayor que lloriqueaba y
clamaba haber servido en la policía era el elefante confesando.
**
En la ociosidad, abandonado sobre los cartones en el
suelo me entretenía pensando. Recordando mis textos, la expectativos de una
juventud… El Che no era mi modelo, contra lo que se imagina de la izquierda de
esos años. El estilo de un ícono semibárbaro (más en el sentido de imagen
visual, que en otro sentido) resultaba repulsivo. La simpatía por la Revolución
Cubana, para algunos no era bastante. El escepticismo por el callejón sin
salida de la dependencia soviético, no representaba una esperanza. Prefería
imaginar una sociedad más prefecta, levantada por un movimiento de masas
proletarias más avanzadas. El guía ideológico era Trotsky el compañero de Lenin
que no se corrompió con la burocracia soviética, debió salir de la URSS y fue
asesinado en Coyoacán… Recordar los pasajes relevantes de El capital de Marx para pasar el tiempo, remembrar pasajes de los
escritos de Lenin, el excelso político práctico. Intentaba sacar mi mente del
encierro, mantenerme optimista y suponer que afuera se estaban moviendo los compañeros.
**
Sin sentirlo, el día jueves 6 de enero declinaba. Sonó
un ronquido ligero, el bramido inconsciente del compañero de desgracia.
Recordé una visita al zoológico con leones
somnolientos al mediodía; bramidos de fieras que ignoran a la gente, porque la
gente es el verdadero animal peligroso, no el felino gigante. Decía Hobbes que
el hombre es el lobo del hombre, creyendo (sin datos de zoología) que ese
animal es una fiera sanguinaria, que no respeta a sus congéneres. Es un error,
lo lobos forman manadas unidas, sus enemigos están afuera. Por el contrario,
los humanos se desgarran en luchas fratricidas, rompiendo las cadenas de la
moralidad.
El silencio cada vez era más hondo y el frío crecía.
Ninguna cobija para el cuerpo, solamente un cartón entre el mosaico y uno.
Empecé a soñar en una nevada donde los leones se
convertían en osos polares y después las paredes se disolvían, los objetos se
desmoronaban como hojas al viento y dejaban ver una realidad superior[5]. Un más allá se insinuaba
como rayos lejanos, luminarias y un flujo de ideas se conectaba hasta el
presente. Una fuerza distante se abría paso entre ese panorama y señalaba hacia
el futuro: un instante tan lejano que nadie alrededor adivinaba. Eran una
especie de ojos de futuro, señalando hacia un más allá de los ladrillos de las
paredes, indicando una vía de escape. Quería escapar, pero el futuro señalaba
hacia la paciencia, el viacrucis no terminaría tan pronto. Una mirada sonriente e interesada,
precisamente en mí proveía desde un lejano futuro y fraternizaba; esos ojos eso
eran un gemelo de espíritu, una copia conservada desde mi momentánea
desesperación.
En la poesía se aceptan los vasos comunicantes, que
nos ligan a la más lejana estrella desde el día del nacimiento. En la hora del
encierro, surge otro vaso comunicante, tan etéreo como definido, una conexión
más allá de las estrellas sobre la negrura de la noche; surge otro Carlos casi un gemelo, pero
más allá de estas limitaciones. Ese otro principio personal (un Ego o Ente)
sonríe desde la distancia infinita, desde lo que no ha sucedido, desde el
futuro imposible y exige que yo sea paciente. ¿Debe ser paciente el insecto clavado
por un alfiler? No le queda de otra.
Un ruido interrumpió mi sueño. El brazo me
estorbaba, lo intentaba acomodar sin resultado.
Pensé en la clase de pesadilla que resultaba para mi
padre saber que su hijo estaba secuestrado. Él era muy sensible, de principio a
fin era un artista, afinando su sensibilidad ante los mínimos aleteos de una
mariposa o descifrando el gesto de un vicio disimulado. ¿Él estaba listo para
la brutalidad descarnada? De ninguna manera, él no lo entendería; su razón lo
descifraría, su corazón no. Recordé que inventó un curioso personaje de ficción
policiaca que llamó el Escorpión al
Asecho. Ese Escorpión era capaz de descubrir al culpable de un crimen bajo
el mínimo gesto de un bostezo. ¿Qué clase de salvajes teníamos bajo el uniforme
de policías en nuestro país? No era todos, pero bastaba el absurdo de estos
policías políticos para decepcionarse de la estirpe policíaca y hasta de la humana.
Los rudos y torpes policías que nos mantenían
secuestrados parecían no buscar nada concreto, sino persiguiendo un gesto
absurdo, pues detenernos era desafiar una Amnistía presidencial y —hasta el más
tonto lo sabía— la máxima autoridad en el país era el Presidente. ¿Algún jefe
policíaco de los beneficiados de la “guerra sucia” se había saltado las
trancas? ¿Intentaban sabotear la reforma política electoral? ¿Era una venganza
personal? La hipótesis de la venganza personal era la más viable y la más
terrible; el código de la pasión vengativa no conoce medidas. ¿Quedaba todavía
otra hipótesis de una lamentable confusión? Cabía suponer que los jefes de la
policía política estuvieran mal informados y tomasen a opositores al azar. Esa
hipótesis contenía un lado ominoso: dicen que la estupidez humana no tiene
límites, además que una equivocación conduce a otra y más cuando se intenta
ocultarla termina siendo más evidente.
**
MEDIANOCHE DEL 6 DE ENERO: FRÍO INTENSO
Era de noche, terminaba el somnoliento día 6 de
enero y avanzaba la oscuridad con los ecos repetidos de la verbena de Reyes en
la plaza.
El cambio de guardias traía tamales y atole, las
sobras de la noche anterior.
El prisionero de edad se quejó de que no habíamos
comido.
El tipo nuevo me desató las manos y puso un tamal
entre las palmas. El atole se le había acabado.
Comí en silencio y agradecí, extrañando lo voz del
compañero.
Luego el tipo ató con demasiada fuerza las vendas y
la noche entera sentí un latido doloroso en las muñecas hasta que quedaron
insensibles.
**
Intenté con más intensidad algún viaje mental del Vagabundo de las estrellas, pero me
ganaba la preocupación por mis padres y la espera de que los compañeros de
partido ya hubieran denunciado nuestra ausencia.
El frío volvió a ser intenso.
El guardia se acercó a husmear y me movió, preguntó
algo y aproveché para preguntar si tenía una cobija. Respondió:
—Solo está la mía y la del viejito. Aquí no usamos
cobijas para reos. No vaya ser que se suiciden con ellas.
—¿Cómo suicidarse?
—No sé, es pura precaución. Siempre están amarrados.
**
Imaginé un suicida que regresa de la muerte. Un
estudiante, aplicado y bondadoso. Traía bajo el brazo gruesos volúmenes de
econometría y ecuaciones varias para explicarse el sistema económico. Su mirada
era cansada, atormentada. Tez morena y facciones regulares… Un suicida es
terrible para una familia; los padres se sienten culpables y hasta los hermanos
o parientes más lejanos. Surge una culpa colectiva. El suicida marca un rencor,
más aún, si no deja una nota final disculpando a la gente cercana, de esas
típicas de “No se culpe a nadie de mi muerte…” El caso era impropio, en estos
ambientes no existe el suicidio sino la simulación policial, una tortura mal
aplicada y uno queda frito, otro queda ahogado.
Volvía a pensar en el Vagabundo de las estrellas y
los personajes que nos han antecedido. A veces los héroes de la historia
parecen mirarnos fijamente desde su noche eterna, olfateando si fallamos en una
búsqueda de honor y vida. ¿Nos pueden guiar? Maquiavelo aseguró en La década de Tito Livio que ante un
espejo grande se le aparecían los fantasmas de los personajes griegos y romanos
para indicarle su legado. Amarado y vendado no existen los espejos.
**
Un lejano rechinido de llantas anunció la madrugada
del 7 de enero. Viene el fin de semana, el descanso y (como la rueda de la
fortuna) después días laborales normales. ¿Los captores de la DIPD también
regularizarían su actividad? Deseaba que no fuera así.
**
Entra otro tipo, trae el desayuno a su cómplice.
Comen en silencio. Intercambian frases breves.
**
Vuelve el silencio. Imagino personajes para no
pensar en comida.
**
Una sombra ominosa, así sentí ese sol de mediodía,
no regresaban a Juan:
—¿Regresarán al otro prisionero?
—No preguntes.
**
Otro captor entra. Bromea con el que estaba de
guardia y dice algo sobre improvisar toques.
Pasan las horas. Silencio.
Mi estómago dice que ya pasó la hora de la comida y abandonó
su punzada de hambre. Bendito sistema de adaptación del mi sistema digestivo:
no se queja por hambre.
**
Debe haber anochecido y otro nuevo guardia pregunta
si alimentaron a los detenidos. Respuesta:
—No me dejaron dinero.
—Al menos dales agua.
—Sí.
Mientras bebía agua simple evoqué una lectura: Lo que todo revolucionario debe saber sobre
la represión de Víctor Serge. El nombre revela el propósito de cuerpo
completo y las recomendaciones son sencillas: evitar las declaraciones, no
intentar mentir, no caer en la simple confirmación, no firmar confesiones a
ciegas, etc. En ese escrito no existía ninguna indicación para el caso de
quedar secuestrado o una vía ingeniosa para desatarse de las manos. Parecía que
la única opción era aguardar y no intentar un escape; el balance del exterior
debía obrar a nuestro favor; el nuevo sexenio con De la Madrid a la cabeza se
estaba limpiando del pasado represor de Díaz Ordaz y Echeverría; pregonaba una
“renovación moral” y prometía profundizar la democracia en el país. Ahora bien,
entre el discurso del Estado y la presentación de “hechos” que lo avalen hay un
espacio vacío, la ambigüedad del centauro (mitad humano y mitad bestia que
ilustró Antonio Gramsci mientras purgaba en una cárcel italiana por motivos
políticos y ya nunca salió).
**
ANOCHECE EL 8 DE ENERO: UN GRILLO COMO
CONCIENCIA
Debe pasar de la media noche, comienza el 8 de
enero.
Escucho un ronquido que debe provenir del guardia.
En el silencio profundo de la noche y bajo la venda
imagino a las generaciones anteriores de revolucionarios y opositores, también
injustamente encarcelados. ¿Qué sintieron ellos?
A ratos siento el cuerpo encajándose contra el
suelo. No recordé haber dormido sobre un simple cartón; las honduras y
prominencias de mis huesos estorban; la cabeza se ladea demasiado y molesta al
cuello. La incomodidad voluntaria del campismo quizá se le parezca, pero ¡qué
ambiente tan distinto! Respirar la libertad del bosque, con el murmullo cientos
de grillos y una suave brisa meciendo la luna.
De pronto el chirrido de un grillo: los antiguos
decían que era la conciencia y también la fue para Pinocho. Un único ejemplar,
surge y desaparece, genera un ruido y guarda un largo silencio. Debe permanecer
escondido en una grieta, si lo vieran los captores lo aplastarían.
El chirrido breve provoca una especie de eco de
habitación desamueblada. A estas alturas sé que este encierro ocurre en
habitaciones casi vacías, como tipo oficinas sin mobiliario normal; no estoy en
una cárcel ordinaria, sino en una improvisada prisión clandestina.
Vuelve el silencio, el insecto reconoció que ese no
era un sitio para él.
**
Recuerdo las escenas de cantina cuando visitan los
“toques” ambulantes para que los borrachos prueben su valor. Dos terminales
eléctricas y una cajita manual; el vendedor reta a los borrachos, y hasta quiere
apostar a que ellos no aguantan. Los borrachos entusiastas se retan para
atreverse o engañar a un compañerito que desconoce la fiereza de la corriente
eléctrica. Es común que sea un acto colectivo, donde varios parroquianos de
cantina tomados de la mano soporten la corriente eléctrica. Por un pacto
(previo o implícito) el vendedor pone un nivel ligero de electricidad, en ese
punto la sensación es de un hormigueo soportable, y, de repente, salta al
máximo; entonces, los clientes brincan y sueltan el aparato. A veces, los
clientes con la carga en un nivel alto y molesto, gritan y ríen, pues quedan
“pegados” cuando la descarga inutiliza las manos. El machismo alcohólico ha
perpetuado este juego de los “toques” en las cantinas del país.
¡Qué cerca está ese machismo alcohólico de la
tortura!
**
Por fin empiezo a caer en un sueño profundo. Desde
el fondo disuelto de una cacerola miro caras familiares: mis padres y algunos
amigos preguntan por el “niño perdido”, y se lamentan.
En un momento, brinca un brazo y despierto. Estoy
inquieto, y recuerdo. Ese sueño significa una noticia: ya saben que estamos
desaparecidos. Tan preocupado como agarrado a una esperanza; supongo que ellos
tardaron en darse perfecta cuenta de la desaparición.
**
Al despertar, las voces de los captores pidiendo
dinero (el rescate de los solidados medievales cuando tomaban a un contrincante
con riqueza) a otros “inquilinos” de la cárcel clandestina. Han traído a dos
personas más, hombre y mujer que no deben pasar de los 30 años. Una voz les
exige dinero, ellos se niegan. Al hombre le piden un sitio donde escondió un
botín, él niega que exista el botín. A la mujer le exigen un nombre del
cabecilla de una banda de roba-casas, ella niega conocerlo.
Quedo consternado y preocupado: no deberían de
mezclar delincuentes comunes con políticos revolucionarios; se pierde el
sentido de la proporción. Es un despropósito, es una falta de congruencia. ¿A
quién le interesa la congruencia?
No están en el mismo cuarto, debe ser al lado. Los
tipos hablan fuerte y amenazan. No lo hacen por mucho tiempo, simplemente
estaban depositando a los nuevos inquilinos.
**
Debe ser mediodía, el clima tibio indica la hora.
Al fin regresan a Juan. ¿Cuál es el motivo de
sacarlo toda la noche y traerlo en el día? Parece una rutina extraña.
Sé que es él porque los tipos que están en el cuarto
de al lado le piden sus datos generales. De nuevo no hay preguntas específicas.
Lo dejan descansar.
**
UNA MUJER IMPLORA CLEMENCIA
La voz de la mujer detenida se lamenta e implora
clemencia; dice que está embarazada de cinco meses y corre riesgo de abortar.
Un captor solicita disculpas y otro la amenaza; uno juega a ser ángel y otro,
demonio.
Al menos, el malo no expresa ninguna inclinación
hacia el abuso sexual, se reduce a pura intimidación y amenaza de tortura.
¿Qué percibe un feto cuando su madre sufre
privaciones y amenazas de este tipo? Nunca antes lo había pensado. Una criatura
minúscula en su cápsula de líquido amniótico ¿qué percibe de la brutalidad?
Las agresiones verbales del tipo malo se inhiben con
la condición de la mujer, en pocos minutos pierde enjundia y guarda silencio.
Después, varios minutos han pasado, y la madre sufre
hambre, suplica comida. El malo objeta, la amenaza que nunca más comerá y el
bueno lo contradice. La voz del bueno, ofrece alimento.
Un tipo sale. Vuelve el silencio. Transcurren
minutos y el bueno regresa con algo de comer para ellos y lo que sobra darle a
la mujer y a otros par de cautivos en el cuarto de al lado.
Escucho con atención, es como una radionovela,
solamente voces y tonos. Masticar, deglutir, sorber.
Mi presencia fue olvidada, una hora después de que
ha comido notan mi presencia:
—Se me acabó la comida, pero queda algo de refresco,
bébalo despacio.
Agradezco de mala gana, disimulo mi preocupación.
**
Entra gente y sale.
Los captores me levantan y otro desconocido (tratado
con deferencia por las otras voces parece un jefe) me pregunta el nombre y
cargo político. Respondo con brevedad y da instrucciones de que no me toquen
hasta que él regrese. Escucho otro comentario y distingo que sustrae a Juan
como si fuera un bulto, simplemente ordena a un subordinado.
**
Debe ser medianoche, inicia la fecha 9 de enero, es
domingo. En la madrugada sonarán unas campanas lejanas llamando a misa, para que
los pecadores se arrepientan y las almas se purifiquen. ¿Los captores acuden a
misa? Con certeza, los tipos se lavan las manos y colocan su mugre bajo el
tapete de la conciencia culpable.
Por mi parte, ha transcurrido cinco días sin bañar;
el humor de mis axilas debe ser molesto para los demás. El olfato se acostumbra
y queda insensible.
Debo estar bajando de peso con esta alimentación
mínima, aunque el cansancio me hace sentir más pesado, no más ligero.
**
El lejano tráfico volviéndose más episódico suena a
un arrullo. Los otros detenidos y los tipos que custodian permanecen dormidos y
alguno hasta ronca.
Con ese arrullo de fondo, recuerdo o sueño el
desenlace de la novela La vorágine de
José Eustasio Rivera, donde se describe el extravío y desgracias de unos recolectores
de caucho. Los hechos ocurren en una inhóspita frontera de la selva Amazonas.
Ese escenario vegetal cobra una vitalidad demoniaca, mediante el lenguaje
literario, surge un viaje alucinado, salpicado de muerte y terror. El desierto de
alma (su vacío inmoral, su incapacidad emotiva) dibuja la correspondencia de
esa existencia selvática. En cambio, este encierro crea un desierto artificial,
sin contacto con lo sentidos básicos y salpicado de una hostilidad de fondo. La
novela expone el viejo tema de la naturaleza devorando al individuo; la derrota
final ante una avalancha abrumadora de calor, árboles, insectos y bestias… Bajo
un influjo selvático con un hálito horrible (digamos casi demoniaco) los
recolectores enloquecen, alucinan y terminan matándose entre ellos.
**
Amanece y han entrado un par más de voces al sitio;
llegan otro prisionero y un guardia más amenazante. De modo escueto interroga a
los demás cautivos y los espanta con la promesa de terribles castigos:
—Se acabaron las caricias, conmigo comienza el
dolor… ya se chingaron.
A esas alturas no sé si estoy despierto o dormido.
**
ESPERANZAS VAGAS Y NOTICIA
Tras estos días de secuestrado creo que en el
exterior ya saben de nosotros. La manera en que percibí una indicación de no lastimarme
hasta que viniera una orden superior es señal suficiente.
En la organización política deben tener noticia.
Familia y amigos sufrirán por la ausencia.
¿Estamos preparados para esta clase de adversidad? Nos
educan en escuelas donde atendemos materias para aprender a leer y contar, los
maestros nos saturan de información de ciencia o historia; en los hogares nos
rodean de cariño o transmiten las expectativas de los padres. En definitiva,
nuestra educación y vida familiar no nos prepara para esto. La adversidad es un
rayo en cielo claro, ninguna previsión nos prepara. Algunos se desmoronan
internamente, la mayoría padece una crisis temporal, un inicio de
desorientación y negación para adaptarse. Tarde o temprano surge un intento de
adaptación.
¿Era una de tantas ilusiones provocadas por el
encierro? En el silencio sentía esa intención lejana, esa emoción de seres
queridos mirando al vacío para buscarme. Sentía las miradas separadas por un cristal
infinito, no eran palabras, sino imágenes. La sensación clara, pero sin
definiciones. ¿O era un modo para negar la desesperación?
De cualquier manera, sabía que mi trabajo ahí era
resistir, soportar la adversidad lo mejor posible y esperar una oportunidad;
aunque por oportunidad no sentía que fuera entendible una escapatoria, vendría
otra situación.
El cronómetro avanza con lentitud cuando no existen
puntos de referencia. Conforme la desesperación arrecia, cada sonido lejano se torna
más claro, el perfil sonoro resalta en la ausencia de vista y movimientos.
**
Después me entero, que ese día apareció una nota en
el periódico Unomásuno, titulada “El PRT denuncia doble secuestro”[6], es una nota pequeña, le
siguen seis cortas líneas (del tamaño de una columna de ese formato). Cinco
breves líneas en un periódico marca la dimensión pública de este drama. En el
complejo trama de intereses y reflectores que se forma en la prensa este tema
valía un mínimo chispazo, una notita casi extraviada en el tabloide, decía:
“ilegalmente detenidos por la policía”.
Es la primera nota en un periódico de circulación
nacional, al menos era el inicio de una señal de alarma. Esa breve nota contribuía
con un chispazo a una alarma más generalizada. Para esos días ya cundía indignación
entre medios de izquierda. ¿Secuestros a plena luz del día contra los miembros
legales de una organización legal? Eso debería convocar a una movilización de
la organización y protestas certeras de intelectuales.
**
Empieza la mañana del domingo 9 de enero.
Escucho la entrada de un policía malhumorado y
ruidoso que saluda a otro, al que pernoctó.
El nuevo siente que puede tomar posesión del sitio (aunque luego me
entero que no poseía jerarquía, era un improvisado: el aprendiz de brujo).
Grita y amenaza en el cuarto vecino. El hombre viejo
vuelve a gimotear, repite que él ha sido siempre del bando policíaco, argumenta
algo extraño:
—Hasta inventé las huellas dactilares a colores.
El tema causó curiosidad al que había pernoctado y
procuró suavizar el trato del agresivo, sin éxito. El agresivo quería imponer
su autoridad al otro y discrepaban. Al cabo de varias horas el agresivo
consiguió unos cables e insistió en usarlos contra alguien.
La mujer embarazada empieza a llorar y a gritar de
miedo, aunque parecía que no la amenazaba directamente, sino a otro capturado.
Era una voz joven de hombre práctico, que juraba desconocer el motivo de su detención:
—No sé qué me preguntas, no robé nada, no escondo ningún
botín, soy un simple trabajador, electricista para más señas.
Darle choques eléctricos a un electricista le
pareció una idea chistosa al agresivo:
—Te voy a dar con tu mero mole.
Gritos, lágrimas, estertores…
El joven electricista gritaba y el agresivo parecía
disfrutarlo, se burlaba:
—Unos toquecitos.
—Me puedes matar, cuando la corriente viva toca el
corazón se paraliza.
—No lo creo.
—Aghh.
El que pernoctaba, se volvió contra el agresivo:
—Si se nos muere alguno, tuya será la culpa; nos
dejaron a cuidarlos, no nos toca interrogar.
—Nada más tantito, y les saco la sopa.
—Ya déjalos, espera al encargado.
En fin, parecía que había una jerarquía en esta
situación, pero el agresivo deseaba usurparla y no se contuvo.
**
En algún momento el agresivo sintió curiosidad:
—¿Quién está en el otro cuarto?
Ahí estaba yo. El otro dijo:
—Un político, espero órdenes.
—Quiero verlo.
—Bueno.
Me incorporó y procuró amenazar:
—¿Con que tú eres de los listos? Aquí mando yo. Así,
que me vas a decir todo.
—Soy de una organización política, que se llama…
Los temas políticos no le interesaban, me
interrumpió:
—¿Qué te robaste?
—Debes estar informado de que estoy por otra
situación, no vengo por robo, nada que ver con robo. Supongo que tú estás bien
informado ¿o no?
No quiso delatar su ignorancia e impertinencia.
A esas alturas me había quitado la venda, sin
pensarlo.
—Mírame, a mí nadie me ve toma el pelo.
Un hombre moreno de bigote, con arrugas y un tamaño
pequeño, los ojos un poco saltones: baja estatura, brazos débiles y barriga
prominente. Su discreto físico correspondería mejor a una silla de escritorio,
a primera vista no adivinaría a un policía.
—Está bien.
—No debes mentirme.
—No miento.
De nuevo el otro interviene:
—No debiste des-vendarlo.
Mejor, no te metas con él. No soy yo, eso ordenaron.
Una mueca de disgusto, pero obedece y se dirige a mí:
—De la que te salvaste.
Por hoy es cierto y el otro me venda los ojos con
cuidado.
**
El agresivo sale del espacio alrededor… De nuevo en
el cuarto contiguo amenaza, pero parece cansado. Una súbita abulia, o el otro lo
convenció que reciben órdenes.
Al rato es claro que tiene hambre, mucha hambre,
comienza a mencionar el alimento, una y otro vez, añora:
—Unas gorditas de chicharrón, por aquí cerca debe
haber un puesto… Unos sopes, con salcita picosa… ¿Hoy es día de barbacoa? Los
domingos venden menudo, pa’los crudos…
Termina exigiendo salir:
—Una escapadita, para comer, ya sé que debemos
esperar, pero una escapada, nadie va de chisme con el jefe. Y se muere el que raje.
Imagino que señaló a los prisioneros.
Sale y no regresa, transcurren las horas…
Vuelve la calma…
Siento alivio.
Recuerdo el juego del “policía bueno y el malo”,
plasmado en las películas norteamericanas, presionando psicológicamente al reo
hasta que confiesa. ¡Qué ironía llamarle juego a esta clase de sadismo ordinario!
El guardia se lamenta de la tardanza. No existe
teléfono en esa guarida (para mí y los detenidos, para él supongo una especie
de oficina). No existe manera para quejarse con sus superiores. Se lamenta con
los otros detenidos:
—Ya se pasó la hora del desayuno en blanco, el
almuerzo también; no trajeron nada. Voy a conseguir algo, nadie se mueva. Si
veo que alguien movido, ahí están los cables eléctricos vivos que dejó el
“compañerito” Molcas (es un apodo, no
un nombre).
**
En cuanto se escucha el cerrarse de la puerta los
tres vecinos se cuestionan en voz baja:
—¿Podemos escapar?
El viejo:
—No sean tontos, está cerrado y hay un guardia
abajo. Siempre hay más guardias. Esto es una cárcel clandestina, las conozco
bien. De aquí nadie se escapa. Fácil que te pongan un balazo, no hagamos nada.
—Me duelen las piernas, siento calambres en el
estómago —la voz de la mujer temblando— No aguanto más.
—Calma; si no sabes nada, al rato te sueltan… o te
matan.
La mujer solloza en voz baja.
**
Unos minutos después suena la puerta:
—¿Me extrañaron? ¿Verdad? No vine con las manos
vacías, traje un taquito para la futura mamá.
Curiosa manera de congraciarse con la conciencia
culpable. El tipo permite que maten de miedo a la mujer y la considera para
alimentación especial, la mantiene secuestrada, violando todos sus derechos y
se toca el corazón para traerle comida. Incluso podría haber galantería
(perversa) en esa atención:
—¿Cómo te llamas?
—Raquel Rojas
—Bonito nombre.
La injusticia ofrece mil caras, hasta cortesía no
solicitada.
**
El joven solicita:
—Al menos danos de bebe agua de la llave.
—Mejor uno beberse unos bichos que esta sed.
El tipo toma un bote vacío, abre un grifo del baño y
ofrece agua a cada uno. También me toca, pero casi no siento sed, tomo un par
de sorbos.
¿A dónde se han ido el hambre y la sed?
**
TODO TRANSITA
Viene alguien en la noche y le trae comida al
guardia.
Platican:
—El Molcas
les metió calor. Casi fríe al joven.
—¿Por qué lo hizo?
—Cree que hay botín.
—¿Lo hay?
—No creo. Supongo que los jefes están armando un
caso falso, un parapeto para cuidar a otros.
—No los entiendo. Y están nerviosos, parece que
desaparece la corporación.
—¿Cuál?
—La nuestra, la DIPD.
—¿Cómo?
—Así, no más.
Se hace el
silencio, dejan de platicar, suspiran y retoman:
—¿Qué haré sin mi placa? Ya me estaba acostumbrando.
—Ya veremos, la Virgencita de Guadalupe proveerá.
Desde entonces, en decenas de ocasiones se anuncia
la depuración de los cuerpos policiacos de México y cada vez que en los
noticieros se anuncia la depuración de los cuerpos policíacos me pregunto: ¿Qué
sucede con los elementos que expelen? ¿Se desvanecen como sombras ante la luz o
siguen haciendo lo mismo ya sin protección de la autoridad? Esa clase de
policía delincuente ha formado parte del problema, ha sido el caldo de cultivo
de oleada de criminalidad que inundó al país en las siguientes décadas.
**
El mismo tipo se lamenta que no le permiten el
relevo, se queda para la noche del domingo 9 y hasta la mañana del lunes 10. El
otro se queda también a pernoctar.
Los tipos bostezan ¿tristeza, cansancio o depresión?
Perder un modo de vida siempre es triste, manda la mente lejos del aquí y
ahora.
Al rato comienzan los primero ronquidos.
**
El duermevela resulta extraño una procesión de
personajes se asoman. Avanza a paso lento y firme, como en una marcha triunfal,
la pléyade del socialismo, encabezados por el “dúo dinámico”, Marx y Engels
barbudos, seguido por Lenin y una caravana de rebeldes. En línea paralela una
procesión de santones encabezados por un Buda famélico y un Cristo bonachón
pisa con delicadeza un suelo de grava suelta, los sigue también una larga
procesión de beatos y eremitas. Entre ambas filas una distancia equivalente a dos
cuerpos extendidos se mantiene constante. Miro desde abajo y se detienen; unos
parecen sentarse y elevarse sobre tres peldaños. La doble fila se cierra por
los extremos y dibujan un semicírculo ovalado entre todos. La fila de la
izquierda política lanza sus argumentos para salvar al mundo mediante la
conciencia del proletariado; la fila derecha espiritual responde con llamados para
ejercer bondad redentora y sin violencia. La voz más potente de ese lado es
Marx, que como si condujera un abanico, agita un martillo y nadie se siente
amenazado. La fila izquierda pide un paraíso en la tierra, una sociedad de
igualdad y bienestar sin males ni opresión; la otra orilla solicita caridad
para los desvalidos, beatitud en las acciones para alcanzar un cielo o nirvana.
Ambos bandos parecen cansados, en especial, el bando espiritual parece agotado
por una pesada carga. Una voz etérea pregunta a los santones:
—En miles de años de redención ¿ha mejorado este
mundo?
—Casi nada, por eso pretendemos otro mundo, no
buscamos nada material ni terrenal; la materia es decadente y la existencia
carnal es breve. Nuestra bandera es poner la obra en el espíritu que no se
corrompe como se pudre la carne.
El bando político parece reprochar a los santones:
—Como no les preocupan las condiciones materiales de
explotación, nada han hecho por cambiarlas.
—El espíritu existe, está presente en cada sueño.
—La materia es la madre de las ilusiones…
despierten.
Un sonido fuerte de una lejana sirena como de
ambulancia interrumpe este sueño. Se disipa el sonido, se aleja. Ese debate
resultaba curioso y busco recuperarlo, voy cayendo en el sopor, y regresan las
imágenes.
Ahora son unos pocos, sentado al lado de una
abertura de piedra. Estoy adentro de la piedra y los miro cerca. Socialistas y
santones a cada lado, siguen discutiendo, pero sin enojo, no hay gestos de ira
o descortesía. Sonríen y mueven las manos con suavidad. Después de un rato yo lanzo
una pregunta:
—¿Y dónde encajo?
—En el porvenir, tu espíritu renace en el futuro, en
una lejana sociedad.
Siento que el escenario es rústico, un hueco en la
piedra poblado con personajes notables. No percibo el futurismo en esa imagen.
¿Otro yo en un futuro?
Un personaje al que no distingo argumenta:
—Recordarse en próximas existencias es casi lo mismo
que recordarse en el pasado, pero de modo inverso. Igual que un historiador es
un profeta mirando al pasado, pero colocado al revés.
La frase me recuerda, sin duda a Ortega y Gasset, el
filósofo español. Después confirmo: es un pasaje de El tema de nuestro tiempo.
Objeto el argumento:
—Ninguno de ustedes es un yo futuro.
—Ninguno de nosotros lo es, en efecto, nosotros
somos los avatares de esta humanidad; hay una frontera que pocas veces se
rebasa y es la puerta del futuro. Cuando sea oportuno, también te gustará
comunicarte con ese yo del futuro, es mejor que un ángel de la guarda.
Hermosos mensajes para un prisionero vendado y
amarrado…
**
La doble fila unida en un óvalo de personajes
regresa en el sueño y, cada vez, discuten menos pues parecen haber logrado
algún acuerdo: el Cielo en la Tierra ¿o la Tierra en el Cielo? A la distancia
no se precisaría tal divergencia como el horizonte funde las sustancias azules
y marrones en cada atardecer.
De la manga ancha, saca Cristo un cáliz enorme y lo
besa; lo pasa al de su diestra y éste lo bebe. Pasa la copa de mano en mano,
algunos beben líquido y otros únicamente respiran la esencia. Cuando el Che
Guevara toma la copa saca su gorra y desliza una lágrima; y pasa al siguiente.
Cada uno que recibe lo hace con solemnidad. Al final una mujer guarda el cáliz
y lo cambia por un compás que se levanta sobre la palma de su mano, como un
títere al comenzar la función. Ambas filas sonríen con misterio como si
hubieran ganado: en los diálogos es posible que ambas facciones crean en su
triunfo y no en las discusiones.
**
Amanece.
Es un día laboral ordinario. Cambia el ritmo de los
sonidos de automotores moviéndose en una lejana avenida: atado y vendado hasta
la próxima pared pertenece a la lejanía. Repaso esa palabra: “lejanía”. Y
siento que una definición al estilo Sartre sería “el espacio de la ausencia”,
luego “ausencia, la presencia de la nada”. En El ser y la nada, el francés entregó muchas de sus definiciones más
elegantes, donde comprende a fondo la angustia. Esta situación caería como
anillo al dedo con relatos escabrosos reunidos en El muro, cuando un detenido es obligado a delatar a un compañero.
En el relato de Sartre el personaje atrapado inventa que el perseguido se
ocultó en el cementerio; se trata de una invención, sin embargo, los captores
atrapan a su presa. Es un relato desconcertante, donde el atrapado pierde su
honor, parece traidor; extravía el honor que no debía perder. Antes entregar la
vida que el honor: esa es la divisa de los héroes. Pero ¿qué sabe el mundo de
un trance de vida o muerte? Quedan lejanas noticias, los sobrevivientes
interpretan los restos una apariencia muerta. ¿Byron fue un héroe o una víctima
de circunstancias? Nos queda un pálido eco de su viaje a Grecia, cuando ese
territorio era oprimido por los turcos. Las noticias llegan por indicios, pero
él era escritor, creó personajes y dibujó el heroísmo. No importa lo que
sucedió en el suelo de Missolonghi, donde (parece que) una simple oleada de
enfermedad arrancó la existencia de quien proponía levantarse por la libertad,
tal como lo hizo con tanta fortuna Giuseppe Garibaldi.
Resulta inútil compararse con los héroes, sin
embargo, el ambiente patibulario del encierro no deja más alternativa.
Resultaba más descorazonador ubicarse en las perspectivas de los presos con
motivos de dinero, aunque para ellos quedaba mejor el auxilio de los santos.
Uno de ellos musitaba su fe por San Judas Tadeo, el encargado de las causas
perdidas según las tradiciones. Una fiesta popular masiva se realiza en la
Iglesia de San Hipólito en el centro de la Ciudad de México cada 28 de octubre.
Después supe que una conocida encargó mi aparición a ese santo de las causas
milagrosas. Los devotos de Judas Tadeo (personaje con la flamita en la cabeza y
un gran círculo en el pecho) estiman que su especialidad son los casos
desesperados o perdidos. Encontrar a un desaparecido en manos de agentes
clandestinos resultó un encargo para el calibre milagrero de ese santo. Claro,
no creí en él, aunque después lo empecé a mirar con simpatía, considerando la
legión de dolientes que acudían por los motivos más diversos.
Se acerca un tipo y pregunta si voy al baño; el
cuestionamiento rutinario por la orina turba esa reflexión sobre el santito de
las causas desesperadas.
Descanso la vejiga. Vuelvo a acostarme.
**
Entran dos tipos más.
Platican entre ellos en voz baja, no entiendo lo que
dicen: están en el otro cuarto. Sin embargo, se cuela el olor desde la otra
habitación: traen tamales y atole.
Quisiera interpretar sus voces, traslucen
preocupación, molestia. Espero no la desquiten con nosotros.
Al rato, salen unos y entran otros tipos.
Estoy confundido no sé cuanto tipos hay.
Son varios, debe ser mala señal, me temo.
Luego salen casi todos, de prisa.
Quedan dos, al parecer.
Uno desata las manos y se me abre el apetito. El
atole es una bebida que conserva el calor pero ya está frío, pasó mucho rato
desde que lo trajeron. No sentí ese lapso.
Mientras mastico despacio el único tamal que me
dieron, el captor pregunta:
—¿Cómo le haces para pasártela sin comer?
—No sé.
—Haces algo como yoga. ¿O no?
—No sé, aquí pierdo el apetito.
Anota que otros prisioneros se la pasan quejándose
del hambre, la sed y el frío.
—Tú no tienes cobija.
Siento un tono de admiración en sus palabras. Eso no
me gusta, presiento un embuste y busco desviar esa atención, dando un halago
falso:
—Los guardias nocturnos también la pasan mal,
todavía es invierno.
Objeta:
—Traemos chamarra y cobija.
Como no las veo tampoco me percato de esas
situaciones:
—Vaya, así es.
Termino la comida y vuelve a atarme:
—Tampoco te quejas de los amarres.
—Se acostumbra uno.
**
Siento sopor, creo que me quedé dormido sin notarlo.
**
Hacia la tarde la mujer cautiva empieza a manifestar
su desesperación. Ruega que la suelten, insiste en que es inocente. Los
prisioneros del otro cuarto le dirigen palabras de aliento.
**
La existencia encuentra muchas injusticias, pero en
condiciones de secuestro se sienten de otra manera, con filos de desesperación.
Al menos, yo tengo un motivo, una causa y credo político, pero ¿una embarazada
que parece simple ama de casa? ¿qué justifica su encierro? Ninguna razón,
ningún motivo y me lamento.
**
DÍA 11: EL VIEJO, LA LLORONA Y EL FÚTBOL
Baja la temperatura es la noche del 10, al pasar
medianoche comienza el temido martes, día del dios Marte de lo romanos, el
guerrero feroz, de ahí la recomendación para que “no te cases ni te embarques”.
Al menos es un martes 11, no el tan temido treceavo día.
Llegan un par de tipos para recoger al viejo. Lo
tratan con dureza, pero él está seguro de que lo liberarán:
—Seguro se acordó de mí el capitán Ramírez.
Los tipos bromean:
—Tu capitán se volvió maricón, no te dará libertad,
te dará cariños por Detroit. Ja, ja.
Lo amenazan, pero el viejo sigue emocionado creyendo
que viene su hora de libertad. No siento lástima sino curiosidad, antes él se
sentó protegido por una maquinaria de abusos, y cuando esa tortuosa maquinaria
se voltea él clama, como si el desatino de la injusticia mostrara una sola cara
en vez de dos como las caras de la moneda. Viene a la cabeza otro dicho
popular: “Cuando la perra es brava, hasta los de casa muerde”.
El tono de las amenazas suena más a broma, al albur
del machismo, que ha sentencia. Nunca sabré el desenlace, desconozco el nombre
de ese cautivo. Y eso de “capitán Ramírez” podía resultar un alias como cuando
los agentes de tránsito cobran cohecho a nombre del “capitán Águila”.
**
También la mujer embarazada y el joven susurran con
un aire de esperanza. Yo no comparto. Ellos platican en voz baja, no alcanzo a
distinguir su diálogo. Basta el tono para adivinar un cambio, en ellos el tono
es relajado, adivino alguna sonrisa.
**
El murmullo adormece y arrulla.
Quedo prendado de la superstición en los números, no
creo ellos pero me siguen algunas cifras. El once y el catorce han sido mis números
en la escuela, siento afinidad por ellos. La delgadez del cuerpo y el once se
acompañan, además corresponden al equipo de futbol.
Como buen adolescente promedio de entonces había
sido aficionado al deporte de las patadas, donde se forman oncenas a cada lado
de la cancha y elegí el número catorce para ese equipo. La escuadra de futbol
en la escuela secundaria tuvo el nombre de Zair, una elección extraña, pero era
un grupo competitivo. Con la persistencia, a los dos años de formado ganó un
torneo entre 40 equipos de la Delegación Benito Juárez. Los hechos de un equipo
estudiantil no marcarán récord de las hazañas deportivas. Como sea todos los participantes
recordaremos con cariño a Rafael (el estrella), Julio (el venezolano), Joselo
(el doctor), Janitzio (el takowdoín) , Maceira (el veloz), Osio (el gracioso),
Vázquez (la mascota), Bojalil (el
romántico), Ordoñez (el animoso), Muñoz (el artista) y otros menos constantes.
En ese equipo juvenil me sentía el mandón del área defensiva cuando la estatura
de 1.80 metros ayudaba. Las canchas casi siempre eran de tierra y piedra, era
un milagro de juventud no salir lastimados por ese suelo.
¿Cómo se expandió esa pasión futbolera por el país? En
mucho contribuyó el torneo mundial difundido como “México 70”, cuando en mi
generación contábamos con diez años. La presencia de las grandes selecciones
nacionales y sus figuras legendarias como “el Rey Pelé” causaron gran impacto.
También la televisión gratuita era un fenómeno reciente, el calendario de
actividades del país se adaptó a ese evento y el gusto por el futbol creció por
todos los rincones del país. Los niños acostumbrábamos jugar “coladeritas”, es
decir, la calle pavimentada se utilizaba como cancha y los desagües servían
para marcar pequeñas porterías. A escala infantil se imitaba a los futbolistas.
Después más crecidos, organizamos un equipo de
futbol de la secundaria y cooperamos para pagar un uniforme sencillo —en blanco
y negro— semejando a la selección alemana. El lado tonto de la democracia
infantil ¿selección alemana? Ninguno era fanático de ese equipo, pero eso
resultó de las discrepancias internas y de la imposibilidad (fantaseada) de
usar el uniforme del campeón Brasil.
El equipo cumplió su ciclo de existencia en la
escuela preparatoria, ahí terminó esa etapa.
El encierro derivaba la mente hacia un periodo
feliz. ¿Qué aspiración distinta tiene un niño con uniforme y siguiendo un
balón? El modelo de un ídolo deportivo, alcanzar un equipo profesional. Cuando a
los niños se les pregunta a fondo, la absoluta mayoría no toman en serio ese porvenir.
Al menos, la infancia con uniforme de futbol era de
sencilla felicidad, sin complicaciones ni temores.
**
Del olvido alimentado por el sueño salto a un
gemido. El aire trae un claro gemido, no es aquí. La distancia trae un lamento.
No es aquí, es un eco, es la ciudad. En las horas más silenciosas, —de cuando
en cuando— la mega-ciudad se lamenta, gime; parece un dolor ancestral, como el
eco de padecimientos antiguos. Las aztecas contaban la leyenda de una llorona,
la que se lamentaba por sus hijos perdidos a la orilla del lado de
Tenochtitlán; los conquistadores amplificaron esa leyenda cuando el viento
ululaba entre los maizales y lo que fue un enorme lago se iba secando. La
Independencia no silenció a ese fantasma; siguió vagando por las conciencias
culpables y los temores nocturnos. Las guerras civiles y las tragedias de la
Revolución Mexicana le dieron nuevas notas desgarradas a ese espectro. Como
estratos geológicos un sedimento de tristeza se acumula bajo la gran ciudad, y
la tristeza se atesora hasta estallar como desesperación. Se agregó la herida
de movimiento estudiantil popular de 1968, donde simbólicamente, en una plaza
dedicada a las Tres Culturas (la prehispánica, las colonizadoras y la moderna)
ocurrió una masacre estudiantil. Una nueva nota desgarradora para ese espectro
materno que es la llorona. Claro, a los veintidós años nadie en su sano juicio
acepta una leyenda como un hecho; el mensaje de la noche y su lamento es un
mensaje, el correo gratuito de la indiferencia. ¿Cuántas historias trágicas
suceden a diario en la ciudad y las ignoramos? Los muros de la indiferencia
complementan a los muros de ladrillo; la tragedia no se levanta con unos
cuantos malévolos, sino con la multitud de indiferentes. Tras cada muro se acorazan
existencias, unas felices y otras agonizando; cuando descubrimos un lejano
ruido de agonía ¿viene desde una persona o es el maullido de un gato deformado
por el viento? En mi posición, atado y vendado, sabía que las desgracias son
reales, están ahí (solapadas en un sistema de poder), en extraño contubernio
con los ecos que las transportan a la distancia, pero imposible de distinguir
su origen.
Los gritos de esa vecina de prisión, la mujer
embarazada ¿a qué distancia llegaron? Alguien en la proximidad los debió
escuchar y le parecieron un fantasma. En el cuarto de al lado, prisionera una
llorona de carne y hueso, lamentándose por el hijo que vendrá a un mundo
hostil. De vez en cuando, las leyendas se levantan de su tumba.
El viento frío se cuela por alguna rendija.
**
Queda cumplida una semana de cautiverio.
Desconozco lo que sucede afuera.
Si ha transcurrido ya la primera semana quizá
vendrán dos más o cincuenta o terminar el cautiverio. Algunos desaparecidos
políticos mexicanos fueron presentados, después de largos periodos y otros
jamás. ¿Qué hago? De momento, la única contribución es la paciencia, una larga
y terca; evitar incrementar el sufrimiento con temores y pensamientos nocivos. Si
salgo de esta situación mis padres no deberán amargarse el resto de sus días
con un relato ominoso; en cambio, a los amigos y camaradas quizá les resultará interesante
una narración terrible. ¿Dónde está la verdad estricta del relato? En un punto
exacto, donde los hechos están iluminados por las percepciones. La memoria es
tan precisa como traicionera. Resulta por completo preciso el testimonio de que
ese día el alimento es una molleja de pollo, sencilla y sin condimentos, sobre
una rebanada de pan blanco: ese es un evento preciso. El sonido semejante al
lamento de la llorona encierra una fantasía,
pues sucedió cuando el duermevela nos confunde. Los sonidos en el cuarto
de al lado se desdibujan cuando bajan la voz.
Estoy cansado, tras las vendas percibo alguna
claridad, amanece. En el cuarto contiguo escucho un murmullo, afuera vehículos
andando, la ciudad despierta minuto a minuto. Se desvanece el fantasma de la
“Llorona”.
**
LOS GRANÍTICOS CIMIENTOS DE LA CIENCIA Y
BURLAR AL JEFE
Pienso en el mundo económico, el universo de las
transacciones y operaciones normales. Cada gesto económico merece una
explicación. Lo estudié por años, investigué la naturaleza de la mercancía y el
capital. Sentía confianza en ese terreno, una lectura completa de grandes tomos
de teorías económicas, como El capital
y los Grundrisse de Marx. A los
captores no les preocupa ninguna teoría, reducen el interés a lo más brutal,
intentan agradar a sus jefes y procuran descubrir un botín (con certeza para
apropiárselo, no para restituirlo a sus legítimos dueños). Las sutiles
consideraciones de la relación capital-trabajo o el sistema financiero
internacional como fundamento último de la opresión escapan a su rango mental.
Los tipos también son asalariados, piezas de un complejo rompecabezas de
intereses y poderes sociales; la teoría social los explica y expone pero en un
nivel lejano. Los actos de los tipos se acercan más a las exposiciones
descarnadas de Maquiavelo, cuando describe a míseros príncipes y capitanes que
traicionaban y mataban a sus propios familiares para hacerse con el gobierno en
una pequeña provincia. ¿Cómo se comportan en otro contexto? En la mesa familiar
pretenden ser padres ejemplares y, en la cantina, parroquianos los más
simpáticos. Pero la psicología indica que la mente guarda y disimula bajo su piel
esas tendencias sádicas, en algún momento escapa ese cochambre acumulado del
represor y se desgrana. Algún triste día la esposa termina hospitalizada por
una golpiza del marido-tipo-captor; para ella parece un acto inexplicable.
Imagino que la señora sabía de los atropellos del marido y creía vagamente que eso
era un trabajo cualquiera; que él al regresar con ella, despertaría el amor y
devoción que marcan los sermones de la Biblia; pero no resulta así, la olla de
presión de la vileza estalla y la tragedia regresa al hogar. El tipo agresivo
que antes maltrató a una prisionera embarazada ¿cómo tratará su esposa
embarazada? ¿Cuándo el tipo quede alcoholizado y la esposa embarazada le
reclame que llegó tarde la tundirá a golpes? La nota roja de los periódicos
tiene la respuesta. Además, cuando el hijo del tipo golpeador crezca ¿Olvidará
lo sucedido o guardará un rencor que estallará en otra tragedia?
La existencia no debería de ser una cadena de
tragedias, al contrario, esa cadena de desventuras se debería romper en un
punto. Por eso la idea de una revolución total y purificadora posee un aire de
santidad y perdón, un comienzo completo desde cero. Esa idea no la inventaron
los marxistas, la tomaron prestada de grupos religiosos, en otras palabras, la noción del “evento revolución” es de
raíz cristiana y hasta pre-cristiana. La visión grandiosa de una conmoción y,
después, un mundo renacido en el perdón y la reconciliación, fue llamada
milenarismo de acuerdo a una definición del historiador inglés Hobsbawm. Usé la
palabra noción para marcar esa antigua visión religiosa de una revolución,
porque no contenía una teoría del proceso revolucionario; la novedad de Marx
era exponer la revolución como teoría y no como buenos deseos, su talento fue
procurar que la ética se asentara sobre “los graníticos cimientos de la
ciencia”. Claro, la indagación en la ciencia social es una tarea enorme
imposible de solucionar con un solo pensador y, aunque el alemán no acertara en
sus predicciones, esa frase es hermosa y el programa que proponía me parecía
suficientemente válido para arriesgar la vida.
**
Volvió el silencio y terminé dormido esa mañana.
Me despierta un entrar y salir de personas. Traen a
otro prisionero, con certeza está golpeado: respira con un jadeo lastimoso.
Lo amenazan lo insultan.
Supongo que es otro prisionero relacionado con un
robo, pero me equivoco, resulta que es Rafael Lemus, un joven periodista. Al
torturar a Juan, él inventa que esa persona es su cómplice. En ese invento existía
un cálculo de Juan, pues Lemus era amigo de infancia, pero no relacionado con
ninguna actividad política y era periodista. Si capturaban a ese periodista
quedaba una huella, un cabo suelto hacia nuestra captura.
No sé si Rafael perdonó por completo esa ocurrencia
de su amigo de infancia. En parte, era comprensible la situación desesperada de
Juan, sometido a golpes, electrocuciones y ahogamientos en sesiones despiadadas,
para “armar un caso”. Ofrecer una pista falsa también debió pagarla Juan con más
golpes, pues los captores pronto debieron darse cuenta que cayeron en un
engaño. La disparidad entre astucia y fuerza bruta, el cautivo usa astucia, el
captor fuerza bruta. Pero el gran engaño lo provocan los mismos tipos por no
investigar ni buscar una verdad; ni investigan ni pretenden verdad: la
oscuridad es su consejera.
**
De cualquier modo, el método de la brutalidad daba
sus frutos en el periodo previo, cuando la Brigada Blanca secuestraba al
familiar de un guerrillero y arrancaba datos mediante golpes, electrocuciones,
ahogamientos… en fin, mediante encierro y tortura ilegales. Sin embargo,
¿cuántos resultados de la lucha antiguerrillera no eran sino engaños a sus
superiores? Imposible determinar cuántos inocentes fueron asesinados y cuántos
robos se parapetaron en esa búsqueda para exterminar a la guerrilla en los años
setentas. En fin, una acción dictatorial para preservar un sistema de
injusticias es un “gran engaño”, una colosal farsa cuando se intenta esconder
bajo las faldas de la democracia y la legalidad, las cuales eran las únicas
banderas de legitimidad posibles para el Estado mexicano. En fin, una policía
ilegal representa engaños en serie.
Tras esa serie de engaños existía una mente de gran
engañador, un titiritero de las mentiras que movía hilos. Debía ser funcional
al sistema, la presencia de uno o varios titiriteros los cuales calculaban y se
equivocaban al mover a sus tipos, armados e impunes en una operación. En este
caso, la operación policíaca completa era un sinsentido para efectos prácticos,
pero escondía alguna racionalidad (torcida) donde un aparato represor inventa a sus enemigos para seguir
funcionando. Como en el contexto de las sucesivas reformas políticas del Estado
mexicano los disidentes y exguerrilleros se estaban integrando a la actividad
pacífica, entonces los represores perdían razón para sus privilegios. En otro
extremo se recuerda la gran astucia de Gandhi para derrotar al imperio más
poderoso: usó la no violencia, volviendo inútil la superioridad militar del
ejército británico y sus policías. La línea de la izquierda mexicana de
integrarse al sistema legal y electoral vaciaba de contenido a los grupos que
persiguieron a la guerrilla de los años setentas. Perseguir a los amnistiados
resultaba un contrasentido y hasta un reto a los niveles superiores de gobierno.
Atacar ilegalmente a un pequeño partido que había convencido a un sector en la
elección de 1982 era vulnerar la aspiración a un sistema democrático,
pretendida como la imagen del país a nivel internacional. Establecer un régimen
democrático real no era una simple demagogia (claro, para muchos políticos sí
lo era), también representaba una búsqueda de primer orden, incluso para
algunos priístas notables como Jesús Reyes Heroles (el director de orquesta de
las primera reformas políticas serias), Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz
Ledo y Gonzalo Martínez Corbalá.
Los altos jerarcas de la política deben sentir
frustración y enojo cuando se encuentran conque algún titiritero de la
represión arma sus propias tramas para fabricar culpables, inculpando a los
inocentes y robando botines. Pronto sería evidente que los captores estaban
inventando de principio a fin una novelita negra en la cual los secuestrados
“pretendíamos secuestrar” a un industrial de la ciudad de Guadalajara.
Conociendo los malos manejos y el gusto por el robo de Arturo Durazo Moreno (y
su cohorte de aduladores) no sería raro que un grupo de policías tuviera en la
mira obtener dinero rápido secuestrando a un rico empresario. Actuar sin pensar
es el sello de los impulsivos o tontos, cuando nos secuestraron esos captores
no habían tramado bien su plan. Martirizaron a Juan hasta hartarse y ante una
situación comprometida y el evidente error de atrapar a un amnistiado (bajo una
orden presidencial), barajaban sus cartas de prisa, sin cuidado, inventando
narraciones falsas que les servían como monedas también falsas.
**
Mediodía.
Entran nuevos tipos y se distingue uno con
jerarquía, impresión provocado con voz de mando, como la de los militares;
aunque no hay motivos especiales para suponer que sea un miembro del ejército,
pues nadie lo trata con grado, simplemente, se trasluce:
—¡Sí, señor!
Este jefe regaña:
—Deben estar aseados, nada de heridas.
A los prisioneros nos inspecciona, primero olfatea:
—Demasiado sin bañarlos. Debe haber limpieza.
—No tenemos jabón.
Mira más de cerca:
—No deben dormir en el suelo, eso da mala imagen.
Pienso en lo ridículo de pretender algún estándar de
imagen para una cárcel clandestina. Más allá de lo ridículo de sugerir una “buena
imagen” en ese sitio, existe algo alentador. Si un jerarca está preocupado
quizá se aproxima un suceso positiva. En el exterior, es seguro que ya saben
estamos cautivos, los compañeros deben estar actuando. En definitiva ese es un
indicio de que ya no estamos solos.
Ordena el mismo:
—Limpien y barran, quiero esto limpio.
Nos levantan, mira entre el pelo de mi cabeza:
—Esta herida cicatrizó solita, no requiere médico.
Después se fija en la mujer. Le murmura algo que
parece tierno al oído, no distingo las palabras y luego vuelve a hablar claro:
—Tampoco deben revolver mujeres con los demás.
Buscando una disculpa ante las críticas, los
guardias se quejan, dicen: a ellos no les traen comida, falta personal, hay improvisación, las presiones, el horario
completo, la irresponsabilidad de otros...
Sin responder a las inquietudes y quejas de los
subordinados, el jerarca se despide sin amabilidades.
**
Los tipos que se quedan empiezan a mover cosas. Por
primera vez el sonido de una escoba barriendo.
Uno de ellos pretende congraciarse con los del otro
cuarto:
—Ni pasó nada, ya esto termina, están sanos y salvos
—calla y cambia de actitud— y acuérdense bien que ¡se muere el que se acuerde
de mí!
**
Más tarde un detenido del otro cuarto pregunta si ya
los van al liberar. Un guardia le responde:
—¿Cuál liberación? —lo dice con tono cómico, casi
riéndose— De aquí se van al reclusorio —toma aire y ya se ríe— la casa de la
risa.
La embarazada no está de ánimo para bromas, en
respuesta gime y solloza.
**
Al rato entra un tipo para sacar a los del cuarto de
junto, también a la embarazada.
—No me pregunten a dónde se van, no lo sé.
**
Con la salida de los otros prisioneros, el silencio
es riguroso.
He evitado dirigirme a los tipos, pero tengo la
impresión de que el sitio está vacío.
—Hola, necesito ir al baño.
—Aguántate, estoy viendo el periódico.
El silencio era engañoso.
**
Al rato entran otros dos tipos.
—Nada más queda este.
Me levantan para verme de cerca y luego de nuevo al
suelo.
Se van.
**
INOCENTE EN CAUTIVERIO (RAFAEL) Y CRONOS
Regresan otros tipos, traen a quien supongo es Juan
y a alguien más.
Los colocan acostados junto a mí.
En cuanto se retiran:
—¿Eres Juan?
Siento alegría, sonríe:
—¿Alguien más?
—Soy Rafael.
Con la autoridad de su experiencia, Juan desliza
recomendaciones murmurando en mi oído:
—Eviten hacerse los valientes, es mejor retorcerse
de más que una costilla rota; la comida que haya, traten de comerla, no importa
sea horrible; si no hay remedio, firmen.
Se inquieta un tipo, tras acercarse advierte:
—No me gustan las pláticas.
Silencio.
Al rato volvemos a murmurar:
—¿Te duele mucho?
—Las costillas, al respirar me punzan, creo que
alguna está rota, al menos fisurada.
**
Entran otros tipos y uno dice:
—Quítale las vendas a todos.
La luz del atardecer. No están mis lentes, tantos
días sin usarlos, ya los había olvidado.
Habitamos dentro de un cuarto sencillo, sin adornos,
piso de azulejo grande con estilo imitación de mármol. Paredes blancas,
bastante sucias; conservan la huella de muebles anteriores, antes debió servir
de oficina. Ventanas grandes con barrotes horizontales, delgados. Después de
las ventanas, separado por un metro cubre la vista una celosía blanca con rectángulos
irregulares en forma de panal. Las puertas de madera sencilla pintadas de
blanco.
Pregunto por los lentes. Hay una pequeña alacena,
ahí ropa y los lentes. El tipo dice que requiere órdenes para devolverlos.
Es extraño, el tipo hoy parece amable.
Se disculpa antes de vendarnos, luego duda y nos
deja un rato más sin las vendas en los ojos, solamente en las muñecas.
**
Asemeja al juego de las sillas, cuando tipos entran
y salen.
Viene uno apurado y exige:
—Este y este se vienen conmigo.
Los otros compañeros son sacados del sitio.
Veo a los tipos saliendo, han pasado tantos días sin
mirar a los captores que habían adquirido un tinte irreal, de solamente voces y
sonidos.
Es una mirada rápida, de reojo. No encuentro ninguna
seña particular, el olvido será su destino. Antes del viento del olvido la
máscara del disimulo habrá marchitado sus corazones, pues el corazón anegado de
malas acciones debe esconderse. Su escondite es una superficie del promedio,
semejante a millones de ciudadanos, camuflaje de la moda, vestimenta de la
mediocridad. Con los años las fotos viejas se teñirán de sepia; luego, cual
hojas marchitas, el viento las dispersará en un basurero. Quizá alguno sea una
excepción completa y bajo la máscara de sepia marchita conserve su alma; que
luego de herida y lacerada por su maldad interior, después convaleció y su
corazón enfermo volvió a la vida.
**
Visualizando a los tipos dentro de 30 años con los
vientres abultados, los cuellos arrugados y atenazados por una enfermedad
terminal. El implacable Cronos no perdona, dibuja la cara terrible de la ira de
Dios, según creyeron los griegos. Cronos devoraba a sus hijos, por simple
ociosidad o por venganza. ¿Qué sucede cuando el hijo se coloca en uno de los
peldaños más bajos de la escala moral? La maldad casi gratuita, casi
disfrutada. ¿Qué sucede? Aparece la ira de Cronos: el tiempo trae la vejez y la
tumba. Quizá me objetará el lector que los buenos siguen el mismo sendero,
Cronos también los caza, como a siervos en el bosque. No es certero: en los
casos afortunados la muerte aparece justo para la cita: ni antes de después.
Van Gogh murió el día exacto cuando la soledad lo amenazaba, la locura ya era
compañía inseparable, pero tuvo suficiente tiempo para crear una obra
formidable. A él Cronos lo esperó hasta colocar la última pincelada de un ave
negra sobrevolando el trigal al atardecer. No todos tienen tanta suerte.
En fin, el humor de Cronos no es simple de
descifrar.
**
HIPÓTESIS PARA UNA ESCAPATORIA
Hay demasiado silencio en la guarida.
Ni siquiera escucho la respiración del tipo de
guardia.
Sospecho una situación:
—Quiero orinar.
No hay respuesta y me incorporo.
Miro alrededor con sigilo. Me incorporo. Ya
incorporado:
—¿Hola?
Un poco más fuerte, un poco más:
—Voy al baño.
Quizá salió un momento, quizá está tras la puerta.
Asomo la cabeza despacio. Pienso en coartadas,
imagino situaciones. Estoy tenso.
Muevo lentamente los pies.
Avanzo con miedo.
Entro al baño, vacío la vejiga con calma mientras
especulo.
El sonido del agua rebota con eco. No conocía la
imagen de ese baño: pequeño y blanco, un lavabo mínimo y una taza con tapa,
mínima regadera. Un espejo roto.
Pienso más.
Tanto entrar y salir, agitaciones de los tipos,
indican una nueva situación.
Reviso el sitio mientras mantengo atento el oído,
por si ellos regresan.
El cuarto donde he sufrido el encierro no tiene
muebles, hay unos cartones en el piso, ventanas grandes protegidas por celosías
blancas. Al lado otro cuarto, con un catre y unas sillas, en el suelo más
cartones. Ese otro es más grande, también busco cables pelados con puntas vivas
y sí los descubro. En las paredes, pintura blanca, un poco sucia.
**
Me dirijo hacia la puerta de salida.
Es de madera, pintada de esmalte blanco y perilla de
herrería barata.
No es un obstáculo formidable.
Muevo la perilla y cede. Siento un calambre interior.
¿Se puede escapar? ¡Se puede escapar! ¿Se puede escapar? Siento la sorpresa y
la duda.
Sorprendido vuelvo a dejar la perilla en su sitio.
Regreso a los cartones.
Un comportamiento reflejo, no esperaba una
escapatoria. No es que vaya a escapar, pero no lo adiviné, ni estaba en mi
mente.
Quizá era una ilusión. Vuelvo a la puerta, muevo la
perilla, la puerta blanca cede: tras ella un pasillo oscuro, una escalera
descendente y otra puerta. Escucho con cuidado y hay ruido. Doy un paso y otro.
Escucho pasos acercándose y un saludo al otro lado de la puerta.
Retrocedo de prisa. Cierro la puerta y salto para
colocarme sentado sobre los cartones.
**
Quizá era viable una escapatoria, sin embargo, no
tuve ese pensamiento en los días de cautiverio. El tema de la escapatoria
recuerda narraciones de cárceles norteamericanas o a … Segismundo el cual posee
un alma escapista, pero está atrapado por una creencia del universo irreal. El
personaje Segismundo se lamenta:
“¡Ay mísero de mí! ¡Y ay infelice!
Apurar, cielos, pretendo
ya que me tratáis así,
qué delito cometí 105
contra vosotros naciendo;
aunque si nací, ya entiendo
qué delito he cometido.
Bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor;
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.”[7]
**
Entra un tipo agitado. Trae una corbata mal puesta,
gris, como si improvisara su aparición en sociedad. Se trasluce una pistola al
cinto y pregunta:
—¿Eres Carlos?
—Sí, Carlos Valdés.
—¿Qué haces aquí?
—Aquí me dejaron.
Revisa el sitio y busca objetos, saca algo de ropa y
enseres.
Un minuto después:
—Vienes conmigo, vámonos en chinga.
**
Me pone el suéter en la cabeza y amenaza:
—Mira que estoy armado, no intentes nada.
En mi fuero interior estoy contento, tengo la creencia
de que los planes de los tipos se están derrumbando. No importa qué planes
sean, se derrumban. ¿Olvidado? Quizá sí tuve un instante para escapar y los
guardias tras la puerta se desvanecerían, así como cedió a la manija la puerta
blanca quizá también la siguiente… Para hacerme entrar a su vehículo me quita
el suéter de la cabeza. De nuevo amenaza, pero trae más prisa y nervios que
otra intensión.
—Agachado en el asiento de atrás, no quiero te vean.
Acelera con furor.
Rechina llantas, frena, acelera, alguien insulta.
Está próximo a chocar, frena. Pasa un tope y brinca el automóvil.
—¿Hay tanta prisa?
—Sí.
Río por dentro: este no tipo llegará a la vejez.
Antes de que Cronos lo alcance solito se fusionará con el hierro retorcido de
su vehículo: nadie que maneje así sobrevive muchos años.
En pocos minutos termina la loca carrera. Estamos en
un estacionamiento techado. Pardea la tarde, no distingo el entorno.
Quizá hemos vuelto a la vieja Procuraduría.
**
EL PROCESO SIN KAFKA
Se acerca otro tipo al automóvil y lo reconviene. No
debo estar atado con vendas ahí, habrá gente alrededor.
Me desatan con movimientos rápidos y sin emoción.
Uno me toma de la pretina del pantalón para
garantizar que avance. Indica en voz baja hacia dónde.
Ya estamos adentro del gran edificio, de impresión
solida y grosor burocrático.
De nuevo veo a Juan y a ese otro prisionero, luego
se consolidará su nombre: Rafael Lemus. Están de pie, junto a una pared,
mirando a un grupo nutrido de tipos. Uno con aire castrense reconviene a todos,
con palabras medidas indica que no hemos sido maltratados. No habla con
nosotros y se dirige hacia otro de los tipos presentes. Dialogan entre ellos.
El que no parece militar argumenta que ya está integrado su “caso”. El de pelo
corto, casi rapado, con estilo castrense no está de acuerdo y termina su
diálogo. Ese otro quiere garantizar que estamos saludables. Juan se queja de
las costillas, teme que más de una esté rota, pero dice menos de lo que siente
roto. Yo recuerdo el golpe en la cabeza. El militar desestima todo, pero (por
precaución, previsión o disimulo) dice que de inmediato vendrá un médico que
nunca aparece.
**
Cuando mandan a que salgamos ya es de noche.
Nos acompañan cinco tipos. Es obvio que ellos han
sido parte de los captores o los guardias. Entre ellos se recriminan, sin que
exista un tema concreto:
—Ya ven, por pendejos.
—No es mi culpa.
—El jefe se atrancó.
El tono es más de lamento que enojo. Siguen un rato.
Nos conducen por un pasillo y luego otro. Terminamos
en un sitio apartado dentro del edificio. Es una oficina pequeña casi vacía,
sin sillas.
Ahí un tipo trae dos maletas pequeñas: nuestras
cosas de viaje parecen completas.
Juan pide permiso para sentarse y lo hacemos en el
suelo. Sin vendas ni amarres respiramos con menos ansiedad.
Pido mis lentes. Son para mirar a la distancia,
tengo miopía. Me los entregan, y bajo su lógica del absurdo, lo hacen con la
advertencia de que no los use. Los cuelgo en el cuello de la camisa.
**
Acude otro tipo y dice ostentosamente que, si por él
fuera, nos disparaba a quemarropa:
—Y asunto arreglado.
Otra amenaza, inoportuna.
El tipo se va y otro entra.
**
Siguen siendo varios tipos para escoltarnos.
Nos sacan por un pasillo oscuro, pobremente
iluminado con un foco lejano cada tantos metros.
Tras una puerta otra oficina. Un jefe mal encarado
nos advierte a Rafael y a mí que debemos firmar lo mismo que ya signó Juan. La
entrevista es breve y profiere pocas amenazas, pero convincentes; su voz es
áspera y seca.
Al salir Juan nos advierte:
—Es mejor firmar, así nos llevan a la cárcel, mil
veces mejor que seguir en mazmorras clandestinas.
A continuación se queja; cree tener varias costillas
dañadas. Vemos los moretones en los brazos. Luce cansado.
**
LA DECLARACIÓN FALSIFICADA
Su puesto se denomina “ministerio público” y es
quien toma declaraciones a los acusados. Un moreno que está escoltado por una
máquina de escribir mecánica de modelo viejo y poco práctico. Dice, mientras
traga saliva:
—Les voy a leer su declaración y ustedes las
confirman.
El moreno ministerio público también semeja una
máquina gastada, sin aceite y barnizada de cochambre. Comienza a leer un legajo
aburrido que escribió previamente.
Luego de dos líneas tomo valor y le interrumpo:
—Si de cualquier manera nos van a encarcelar no veo
sentido que nos lea eso.
—Ese es el procedimiento.
—Pero ninguno de nosotros hizo esa declaración.
Levanta la mirada:
—¿No firman?
—No dije eso; si aquí están nuestros raptores de
cualquier manera vamos a firmar; no tenemos opciones. ¿O hay opciones?
El tipo del ministerio público, se levanta de su
silla y mira a su alrededor como si temiera que alguien más escuchara lo que va
revelar:
—No, no las hay, esto es una farsa ju…rídica.
Como sorprendido de esa sinceridad involuntaria
interrumpe su dicho y se vuelve a sentar. Caída la careta, sigue la máquina
cubierta de cochambre y habla con palabras directas:
—Entonces no perdamos el tiempo, firmen ya.
**
Coloqué un garrapato que deformaba mi firma. ¿Para
qué esa clase de astucia? La confianza en una pronta liberación se desbordaba,
sin embargo, no existían elementos razonables para esa esperanza. En efecto,
utilicé una astucia, como Ulises en la Odisea, inventando una pequeña trampa:
una firma deformada con mano temblorosa.
¿Una mano que tiembla? También expresa el fondo de miedo,
tras una semana sometido a tortura psicológica, privación por hambre y desnutrido, y agotado por falta de sueño. La mente
convierte la falla del momento en virtud, en una fortaleza: cambio la debilidad
en sagacidad.
Las demás manos también tiemblan.
**
En una innoble tradición judicial del país la
“confesión” había sido la “prueba reina”. Bastaba una confesión para definir
cualquier juicio y el “aparato judicial” del Estado se relevaba de cualquier
prueba de hechos. Bastaba la confesión de un elefante para declararlo culpable
de haberse robado la Gioconda. Cualquier absurdo era sustituido mediante el
recurso fácil de la “confesión”, lo cual favorecía que la policía arrancara
confesiones mediante tortura. En algunos asuntos especiales, cuando el caso
judicial resultaba absurdo en exceso, las pruebas materiales (los hechos) eran
tomados en cuenta y “se caía” el caso judicial arrancado mediante confesión. Esa
era la excepción, no la regla. En esa situación, la confesión elaborada debía resultar
absurda, simple pretexto improvisado de algún jefe de la DIPD para
perjudicarnos.
Después me enteré que esa “confesión” contenía una comedia
insípida, donde se inventaba que Juan pretendía secuestrar a un industrial
jalisciense y los otros dos aparecíamos en calidad de sus cómplices de
intenciones. En el relato no existían pruebas materiales ni hechos, sino una
simple cronología de fantasmas. El verdadero secuestrado Juan, aparecía como un
agente del mal, conspirando desde las sombras para perjudicar a un millonario. En
realidad, esa clase de policía ilegal también contaba en su haber el secuestro
para extorsionar ricos, una semana antes de nuestra captura quedó la sombra del
caso del niño Arizmendi, señalando hacia la DIPD el nido de autores materiales
y asesinos. En la “confesión” inventada el tejido era de ficciones y ¿de algo
más? No existía una conexión de hechos mínimamente verificable, pues las pocas
semanas de libertad de Juan tras la amnistía no encajaban con las pretensiones
de sus acusadores. Mis actividades políticas eran públicas, mi agenda personal
de actividades no dejaba huecos en cada día llena de reuniones en mi agenda
personal. Sin embargo, para cometer atropellos los titiriteros de esa situación
inventaron un pretexto.
**
Ante un críptico agente del “ministerio público” nos
mirábamos entre nosotros, las víctimas de secuestro en tránsito hacia reos de
cárcel. Con discreción, cuando nos ojéabamos, entre nosotros sonreíamos y
confiábamos en un cambio de la suerte: al menos saldríamos con vida de este
peligro.
Comenzamos a platicar entre nosotros. Ahí conocí a
Rafael Lemus, en los momentos anteriores, cuando atados y vendados
intercambiamos palabras no comprendí quien era él. Su mirada constante era de
gran sorpresa; la extrañeza ante los acontecimientos abría mucho los ojos. Las
abuelas decían “tenía ojos de plato”.
—¿Quién eres?
Por respuesta un nombre.
—¿Qué hicieron?
—Platicamos luego de las acciones de la
organización; nada hicimos, la nuestra es una organización legal.
—¿Qué sucederá con los secuestrados que no son
políticos? Con esos a quienes los tipos acusaban de ocultar un botín.
Al platicar entre nosotros, los guardias que nos
trasladan no nos increpan ni silencian.
**
Terminada la declaración ante el ministerio público subimos
y bajamos por corredores y escaleras. Por momentos tengo la impresión de que
transitamos por los mismos sitios, como si se jugara al laberinto solamente
para confundir.
Por fin, terminan los corredores oscuros y nos pasan
a otra pequeña oficina. Un pequeño burócrata tras un escritorio toma datos y
dialoga con el tipo que nos trajo. Nos separan brevemente, y comparecemos uno
por uno. Es el ritual de tomar fotos y huellas digitales.
En eso que debe ser un gesto temido, para mí es un
gusto: fotos y huellas, por tanto dejamos de ser desaparecidos, ingresamos a una
maquinaria pseudo legal.
Pasamos del estatus de desaparecidos y (con certeza)
negados por la autoridad, al estatuto de detenidos, ahora registrados con
minucia por otro departamento de la máquina.
El arte de las placas fotográficas al servicio de la
definición de identidades: una de frente y otra de perfil. Imágenes con una
regla de medida para establecer la altura: 1.80 metros. Se suman simples marcas
de tinta en los diez dedos de la mano para establecer la correspondencia y
obtener una certeza burocrática sobre la identidad de un detenido.
El trámite es rápido, los gestos de una eficiencia
nerviosa.
El fotógrafo viste una bata blanca, especie de
uniforme, con un letrero en la solapa que no alcanzo a distinguir. Igual
fotografiaría a niños de hospicio que a vacas, en este caso marca un comienzo
de la detención legal.
La tinta en los dedos es pagajosa, una pasta densa
untada en cada dedo para imprimirse en un cartón. Sientan a cada uno ante un
escritorio negro y el mismo fotógrafo pide “Abre bien la mano”, detiene cada
dedo y pasa de una tapa oscura con tinta, al cartoncillo. El movimiento debe de
ser rápido y breve, de lo contrario un exceso de tinta distorsiona la huella
digital. En el argot de la policía a este acto le llaman “tocar el piano”. Una
vez terminada la impresión de huellas, el empleado entrega una estopa con olor
a gasolina para que uno se limpie las manos. Esa tinta no es tan sencilla de
quitar. Luego de la estopa hay papel de estraza, una doble limpieza y aun así
quedan las manos olorosas y percudidas.
**
TLAXCOAQUE
Han transcurrido pocos minutos y otro tipo trae la
orden de sacar nos del edificio. Nos escoltan dos tipos; de nuevo el aire
fresco de la ciudad.
A pocos metros de la puerta está un vehículo
esperándonos. Una camioneta de las denominadas popularmente “julias”, con una
caja metálica atrás donde encierran a los reos de traslado. A los costados
siglas de la Procuraduría.
Preguntamos a los tipos que nos guían:
—¿Qué sigue?
Eluden la respuesta, su mirada denota ignorancia.
Tampoco saben.
Los tipos dudan si esposarnos o no.
El chofer enfundado en un uniforme y es el primero
que noto así, uniformado. En retrospectiva resulta sorprendente que los agentes
del servicio policíaco vistan de civil. ¿Camuflaje o desprecio por la actividad
policíaca? Una mezcla de ambos.
**
Es una cabina metálica donde nos transportan.
En voz baja nos preguntamos hacia dónde vamos.
Además del chofer, dos vestidos de civil. Uno de ellos nos amenaza desde una
ventana pequeña que comunica la parte del chofer y donde permanecemos
“enjaulados”.
Afuera la noche indiferente y los ruidos de la
ciudad con su indiferencia. Emergemos de una trampa mortal y una madriguera nos
dirigimos hacia un rumbo desconocido. Quienes conducen no indican direcciones, queda
la incertidumbre como destino.
Los minutos vuelan y desembocamos en un
estacionamiento. En el sitio están policías uniformados, en posición de guardia,
con miradas hostiles y ansiosas por terminar sus turnos.
Uno dice:
—Tlaxcoaque.
¿Qué es eso? Tardo en entender. Es el nombre popular
de un sitio, ahí funciona una especie de cárcel llamada “separos”.
Un nombre prehispánico es otro buen augurio. Cada
vez nos introducimos más en el aspecto ordinario del sistema. Lo prehispánico
es un augurio todavía mejor: las raíces ancestrales nos reciben y arropan.
Deben servir como protección. El sitio es conocido como una detención temporal,
visitada por borrachos y otros infractores menores. Como nunca fui alcohólico
ni infractor jamás la había visitado. Eran mínimas las referencias que tenía
del sitio.
**
Nos bajan del vehículo.
Entre los agentes de civil, quienes son los
protagonistas de esta entrega y quienes reciben parece haber alguna
discrepancia. Los que nos entregan dicen que somos “peligrosos”, quienes
reciben se quejan de que ellos no reciben “peligrosos”. Discuten si debemos
entrar con esposas o no tiene sentido. Terminan sin acordar y nos flanquean
ambos: de civil y uniformados. Dicen que traen una orden, sacan un papel… Se
alejan.
Traspasamos un portal blindado y herrumbroso.
Al fin somos reos en un sentido estricto, antes
fuimos secuestrados y desaparecidos en sentido llano. Escribo “al fin” y sonrío
por la ironía. Cualquier otro estará atemorizado y furioso, lamentándose pero esa
condición es distinta, una euforia optimista pone una sonrisa boba en mis
labios. Mis compañeros de infortunio también disimulan una sonrisa.
El ánimo de mis compañeros de desgracia parece ser
más pesimista, pero en unos minutos después la actitud de Juan da un salto y
también empieza una nueva faz: lo llamaré “combatividad” por no encontrar mejor
adjetivación.
**
La iluminación es tenue y el aire sombrío.
Los uniformados no son comunicativos ¿están
preocupados?
Eluden alguna respuesta a las preguntas más simples.
Aunque lo sabemos:
—¿Dónde estamos?
—¿Tenemos derecho a una llamada?
Eluden responder, dicen que luego, adelante nos
dirán o no está el encargado.
No vemos relojes, quizá arribó la medianoche o
perdimos el sentido cronométrico. Sin darnos cuenta se aproxima la cuenta del
miércoles 12, aunque faltan muchos eventos para descansar. La proximidad de ese
día es otro buen augurio, el miércoles entona con el regente planetario
Mercurio, patrono mítico de la comunicación, magia y comercio.
**
Nos conducen hacia otro pasillo.
Veo barrotes metálicos, gruesos y grises.
Es el ambiente carcelario. Otra vez por la cabeza
pasa un tonto “por fin”. Como si la cárcel resultara buena noticia. Es una
excelente noticia, cuando se compara con las posibilidades ominosas de la
policía ilegal y su guerra sucia.
Una mujer bajita con uniforme aguarda tras un
mostrador con rejillas. Ella parada, apenas sobresale la cabeza del otro lado y
queda a sus espaldas una especie de palomar de guardarropa. Uno a uno nos
identifica, apunta a mano en una lista y pregunta por dinero y valores que
tengamos.
No hay “dinero y valores”, en cambio un tipo trae
unos bultos que deja ahí.
Además ella solicita los lentes, relojes, anillos,
corbatas, cinturones y agujetas. Una lista completa de objetos.
Pregunto extrañado:
—¿Agujetas?
—Hay quien se suicida con agujetas.
Supongo que es humor negro, sonrío sin palabras o
una simulación más.
**
La mujer custodia-celadora-agente (uno y tantos
atributos del encerrar a las personas) mira con esmero los cinturones y los
paquetes que recibe. La luz indirecta recuerda la pintura barroca holandesa y
la comparo con una costurera (aunque) sin atributos de perfección, al
contrario, esa mujer refleja los sueños de Kafka cuando el soñador es
perseguido por una maquinaria anónima, como en El Proceso y otros relatos. Una luz tenue iluminando de costado de
confiere sutileza hasta la situación más temible… debo contrastarla con una
oscuridad húmeda que proviene desde atrás de unos barrotes al fondo.
A diferencia de otros ambientes esta galería húmeda
y oxidada de Tlaxcoaque matiza el tono de intimidación, para percibirse una
amenaza franqueada por situaciones extrañas. El sitio suelta un aire exótico.
Es una prisión, pero no una normal.
Es un sitio tan tétrico como motivo de “curiosidad”,
con los diferentes matices que ofrece esa palabra. Algunos ecos se escapan de
la zona oscura, la que está más allá de unos barrotes; son ecos graves: el
anuncio de un confinamiento.
**
Los tipos (los entes abstractos, agentes del
secuestro) nos dejan en manos de uniformados del estilo policías. Hay cansancio
en esos rostros. No les interesamos demasiado, miran alrededor, mueven los pies
como queriendo un sitio más blando que ese suelo.
Juan se revitaliza, suelta recomendaciones discretas
a Rafael o a mí:
—Apréndanse las órdenes… Se debe estar alerta… Cuidemos
que no nos separen al asignar celdas…
¿Celdas? Extraña palabra. Jamás había pisado una
celda.
El sonido de una gran reja gris y de apariencia casi
oxidada era la dirección hacia la cual señalaban los policías.
**
En la imaginación nos va a devorar una celda, como a
pececillo acercándose al hocico del tiburón, sin embargo, nos dirigiremos hacia
el fondo de su estómago atravesando la hilera de dientes filosos.
Del otro lado se abren la rejas, hemos pasado los
labios de este animal marino. ¿Qué sintió Jonás con su ballena de fantasía?
Imagino una imaginación, un náufrago devorado por entrañas descomunales.
Los barrotes representan dientes que no trituran a carne
sino los lazos con el exterior.
Un detalle que parece irreal resulta una realidad
ubicua: un vapor de humedad crece e invade todo. El relato de Jonás olvidó ese
ingrediente: una humedad vaporosa, por eso estoy convencido que nunca conoció
el interior de una ballena (que además la ciencia lo corrobora, no existe tal
interior hueco en las ballenas).
Sonidos de ecos indican que al interior se extiende
una especie de caverna artificial con un laberinto de corredores y celdas.
**
Hacemos alto en el pasillo, se aproxima un policía
con gorra y aire de superioridad.
Cuestiona a los que nos traen:
—Son políticos no pueden estar con los demás.
—¿Son peligrosos?
—Quizá.
—Los tendré en la mira.
Deja de dirigirse a los policías:
—Aquí se hace lo que yo ordeno; a la menor
indisciplina habrá castigo.
Se adelanta Juan a responder:
—Señor, seremos muy respetuosos.
El de la gorra exige:
—Aquí solo hay orden y limpieza.
Además Juan solicita analgésicos debido a sus golpes.
El de la gorra indica que en un rato los obtendrá. Debe existir algún servicio
médico, eso es una cárcel.
**
REJAS Y MÁS REJAS
Adelante distingo rejas y más rejas, atrás de esos
obstáculos siento algunas miradas de curiosos. Percibir ojos distantes es señal
de paranoia, en una prisión resulta casi normal. A estas alturas el ánimo es
paranoico, bajo la alegría de entrar al terreno legal y salir de la brutal
captura, también hay temor. Tras un descanso ¿viene un contrataque enemigo?
La cabeza bajo la gorra sube la voz, no permite que
nos distraigamos:
—Mi reglamento es estricto, hago limpieza cada…
Baños cada… más limpieza… comida… A la orden salen todos de las celdas…
Regresan sin dilación a su celda… Se duerme en silencio… Castigo al escándalo…
Mientras habla manotea con las palmas rectas, cual
karateca derribando un árbol:
—La comida es insípida pero sustanciosa… No se
permite dejar comida en el plato… Los alborotadores son castigados…
Un discurso violento, pero no es personal, no indica
rencor. Los gestos en escuadra indican exceso de fuerza o un carácter obsesivo.
Preferiría no contradecirlo, no probar sus dichos.
Mientras más habla siento cansancio, una
somnolencia.
Cuando hace las pausas a coro respondemos:
—Entendido.
**
Una zona de corredores fría y lúgubre. En los
costados hay canaletas y corre un breve arroyo, se escucha el agua por todos
lados. Eso explica la humedad en exceso.
Después más rejas y desembocamos en una zona de
celdas. Las celdas: simples cubículos de cemento atajados por rejas burdas.
Antes del encierro definitivo nos acercan a una
especie de estrado, arriba de éste un policía se encarga de pasar lista. Observamos
por primera vez ese pasar lista y nos aleccionan para participar sin errores. Ese
es un ritual donde un policía dice nombre y primer apellido y el interno
contesta el último. Los encerrados, tras un breve llamado se conglomeran en el
gesto ritual de pasar lista, y al terminar se lanza la orden de desbandada. El
grupo de internos opera como un pequeño ejército o desfile, sin embargo, es un
método de control efectivo, resulta indispensable saber que todos están ahí
cada tantos minutos… como reloj humano nos obligan a conglomerarnos cada tantos
minutos. No siempre el mismo tiempo, varía según haya baño o comida o descanso.
Es un baile absurdo y sin gracia, se avanza desde las celdas para congregarse
hacia ese estrado.
Por esta primera vez no hacemos el desfile completo.
Ignoramos cuál es nuestra celda.
Después del voceo y terminar de escuchar la lista seguimos
a una “fila india” de internos. Un policía va al lado y ordena que nos metamos
en una celda colectiva, integrando un grupo de ocho personas.
**
Juan espera (por experiencia) más hostilidad salpicada
con desafíos entre los reos. Un reo bajito se levanta de su camastro de cemento
y amaga con su jerarquía:
—Aquí mando yo.
—¿Y el de la gorra? —la pregunta se refiere al
evidente jefe del sito entero.
Comprende su exceso y no tiene noticias nuestras así
que rectifica:
—Es el capitán Salas; hombre estricto.
La amenaza se disuelve sola. Ninguno es corpulento
ni asoma cara de criminal. Los demás de la celda se acercan con discreción a
escuchar la plática.
Casi de inmediato el bajito es llamado afuera.
Los que permanecen se quejan:
—Demasiada agitación, a ellos los mueven demasiado.
—¿Agitación?
—Van a clausurar este separo.
—No sé, eso dicen.
**
Desde el cielo debe parecer un pequeño hormiguero,
un agujero discreto en el corazón de la ciudad, donde se esconden hormigas sin
derecho a ver la luz del sol. No hay ninguna ventana, no traspasan ruidos del
exterior. Es un cosmos separado, mínimo y con leyes contrarias a lo ordinario.
Imagino la existencia de un lejano telescopio extraterrestre
que mira la ciudad y dentro de ella observa esta clase de prisión. ¿Motivo por
el cual están encerrados los terrícolas? Medita y se responde: ninguno
aparente. ¿Finalidad de esa estadía? Se responde que ninguna. El extraterrestre
(con todo y su antenita verde) se rasca el cráneo (verde, por supuesto) y no
entiendo a esta raza de la Tierra. Convoca a sus colegas y no aciertan a
explicarse el motivo de esta clase de encierros. No les parecen animales tan
peligrosos, los amenazantes son los que capturan, pero no parecen obtener un
provecho de esa situación, al contrario, se cansan en gestos patéticos. Sin
obtener ninguna conclusión, el telescopio extraterrestre (asqueado del absurdo)
decide otear hacia otro rincón del universo.
**
A los otros en la celda Juan les pregunta por
policías encubiertos entre los reclusos, inquiere con desconfianza, dice que
vio a uno de nuestros captores caminar por el pasillo. Regresa lo ominoso, no
en presencia, sí como sombra… Los
compañeros de celda nada saben.
**
La entrada y salida de personas recluidas es
constante. Algunos son borrachos ocasionales en espera de una sentencia o una
fianza, habitantes ordinarios; otros están marcados por el desamparo, son
indigentes atrapados por una situación extraña; algunos son habitantes
voluntarios, una variedad de indigentes que solicita ese lugar como refugio del
subsuelo. La idea es extraña, pero certera: varios son homeless adoptivos, teporochos
perpetuos en rehabilitación. La taxonomía de los internos se resume en esto:
reos en espera de clasificación (comodines de una saturación del sistema
penitenciario), infractores ocasionales y homeless
adoptivos. El cuadro de clasificación lo terminamos nosotros (ajenos pero poco
notados en ese ambiente) y los policías-celadores-guardias. Además queda la
sospecha de Juan para definir otro grupo de internos: policías encubiertos.
Unos homeless
adoptivos son la grasa que desliza los engranes del sistema; ellos entran a las
celdas como internos y salen para organizar los movimientos, siguen las órdenes
de los policías y las transmiten. Resultan enjutos y débiles, caras demacradas,
inspiran lástima pero sienten un lazo hacia el poderío y mando, intentan
convertirse de siervos en amos. Con certeza los reos ocasionales, quienes
entran por una falta administrativa menor, deben de ser sus piezas de cacería,
la oportunidad de que el homeless
obtenga un beneficio y se coloque en posición de superioridad.
**
BAÑOS DE AGUA FRÍA
En nuestra pequeña celda no contamos con tiempo para
conocerse y platicar más: comienza el ritual del baño.
En un punto lejano la autoridad grita que es hora de
baño. En los pasillos avanzan haciendo ruido los presos-grasa, esas correas de
transmisión para las órdenes. Algunos golpean los barrotes con un objeto
minúsculo (monedas, rondanas). En las celdas los pequeños jefecitos o su
imitación repiten el grito:
—¡Baño!
Los compañeros de celda comienzan a desnudarse sin
prisa pero sin pausa.
Pregunto sorprendido:
—¿De qué se trata?
—No nos podemos bañar vestidos.
El bajito dice con ironía:
—El agua es rica, bien calientita.
Juan dice:
—Debemos movernos rápido y ya nos conviene un baño.
Han sido muchos días sin sentir el agua corriente.
Paso la mano por la cabeza y parece un enjambre de
cebo; olfateo mis axilas y desagrada el tufo. Es curioso; no había notado el
mal olor acumulado en los pliegues del cuerpo.
Caen las prendas:
—¿También los calzones?
—Todo abajo.
—Cuidado, no vaya ser que les roben la ropa —dice un
compañero.
—Es ropa corriente, no lo creo —complementa otro
compañero.
En frente de la celda ya avanza una fila de hombres
desnudos, la gran mayoría casi en silencio y sin palabras sueltan algunos sonidos
como gruñidos. Unos pocos bromean entre ellos, se molestan. Son cuerpos
tristes, flacos y sin atributos notables. Los internos más recientes o menos
habituados o con una instrucción más pudorosa se notan porque ocultan sus
genitales con pudor, no son la mayoría. Los veo borrosos por la falta de
lentes, distingo bien los contornos pero no capto detalles.
Al fondo una voz grita:
—Los de nuevo ingreso se deben bañar bien, no se
hagan mensos.
Ya estoy desnudo. El rudo cemento del pasillo molesta
los pies. La humedad hace que el piso sea resbaloso. Los reclusos avanzan con
cuidado de no caerse. Adelante alguno se resbaló y alrededor se hace una bulla
burlona: lección nunca resbalar en este sitio, andar con cuidado. Sin lentes
siento menos confianza al andar.
El paso es lento.
Los cuerpos se aglomeran, ya se distingue el baño: son
cuatro celdas baño, con una regadera redonda de presión, el agua sale por una
superficie mayor a un plato.
Al lado contrario de la fila, ya los primeros presos
regresan: están temblando y gotean agua. Toman un regaderazo rápido y salen cabizbajos.
En la proximidad del baño un par de internos están
vigilando (se distinguen porque conservan su ropa), molestan a los de la fila
con bromas obscenas:
—¡Qué nalguitas!
Cerca de las regaderas, un policía uniformado pide
silencio y rapidez:
—Ya muévanse, ahí hay jabón, no empujen.
Uno nuevo grita cuando recibe el agua helada:
—¡Ay!
Los reos a los lados se burlan y ríen:
—Mariquita.
Un guardia se adelanta al lado de la fila, empujando
y empujando a un reo, y vocifera que ese se estaba escondiendo para no bañarse.
El reo atrapado entra a la regadera y gruñe.
Cerca del baño un reo vestido para que salga cada
bañista dice:
—El que sigue.
En la fila está Juan adelante, da el paso hacia el
sitio de la regadera. Él mismo debe jalar una cadena metálica para que se accione
el mecanismo del agua. Después mueve los brazos con rapidez, frotando su
cuerpo. Se lucen sus moretones en los brazos, piernas y espalda; la piel morena
los disimula en parte.
**
En casa nunca usé agua helada. El dispositivo suelta
un chorro helado y fuerte, un golpe sobre el cuerpo. No estoy acostumbrado, un
temblor imperceptible me invade, como una ventisca invernal. Al costado hay un
jabón en pasta, quiero tomarlo y la mano no responde a la orden de estirarse. Lo
vuelvo a intentar y, con el segundo esfuerzo, sí tomo un poco de jabón. De
momento me pareció el esfuerzo de un alpinista por asirse del filo de la roca.
Siento que me falta la respiración, entra y sale el aire con un bramido suave y
extraño.
Bajo el chorro helado, siento que instante se
detiene. El frío traspasa la piel exterior y se dirige a los órganos internos;
me atrapa y siento temor. Me falta el aire en los pulmones. Siento el cauce de
un río antártico arrastrándome, luego las rodillas y pies se entumen. Además
pequeñas espinas de hielo sobre la columna vertebral.
El agua corre y los segundos se estancan. El jabón
escapa de mi mano, arrastrado por el torrente.
Sigo bajo el agua hasta que una voz ordena:
—Ya muévanse.
Me alivia que termine ese frío. Salgo temblando. No
hay toallas y el leve roce del aire al caminar multiplica la sensación invernal.
Al avanzar las extremidades se entumen, los dedos están agarrotados. Los demás
de la fila parecen menos afectados y eso me tranquiliza. Caigo en cuenta de mi
error, había visto sin observar cómo entraban los demás al chorro. Los otros
reos han estado de un modo más fugaz, algunos procuran que el regaderazo sea menos frontal. Entiendo
los movimientos de Juan, una modalidad para exorcizar el frío.
Aprieto la quijada, mantengo el paso.
Descubro que la fila de ida hacia el baño es sonora
y la de salida resulta casi callada, sin pláticas. No es silenciosa por
completo: un castañear de algunas dentaduras, unas sacudidas de manos
quitándose el agua del cuerpo son sus sonidos, un bufido breve y algún
estornudo.
La celda está cerca.
Al llegar me duelen el pecho y los hombros. El golpe
en mi cabeza se reaviva, late con suavidad, no es un dolor preciso.
Juan indica que conviene quitarse el exceso de agua
con las palmas de las manos.
**
Ya estamos en la celda. Donde de modo maquinal (subrayo
maquinal: como una máquina) los demás comienzan a vestirse. Uno usa su pantalón
como toalla antes de vestirse, Juan lo imita y yo hago eco. La mayoría se viste
con el cuerpo todavía mojado.
El bajito que pretende ser jefe de celda sonríe con
sarcasmo:
—El agua caliente es rica.
A nadie le hace gracia su chiste.
**
No había observado con cuidado dos círculos con
quemaduras en el cuerpo de Juan, uno en el pecho y otro sobre el pie. De color
rojo, rosa, café y negro, entre costra y carne viva. Él no se queja, lo
minimiza, pero debe dolerle una enormidad.
Preguntamos si hay médico. El bajito responde que el
galeno regresa en la mañana.
**
La piel húmeda bajo la ropa produce un vapor.
Comienzo a sentir calor y cansancio. Mucho
cansancio.
**
En unos minutos se repetirá el ritual del baño, para
entonces Juan ha explicado una estrategia:
—Se entra rápido y se sale rápido. Mover las
extremidades y frotarse aleja el frío.
La segunda vez es menos abrumador el torrente de agua
frío, pero un celador junto a las regaderas cuida que ningún interno se libre
por completo del agua. Varios internos intentan evadir el agua, simular el
baño. Mediante regaños y amenazas obligan a que todos pasen el cuerpo completo
sin excluir nada; a los evasores intencionados los obligan a permanecer un poco
más:
—Falta la cabeza… faltan las piernas… falta el
pecho…
Observo con más detenimiento la fila de reos
desnudos: El mono desnudo es el
título de divulgación de la etiología. La ausencia de ropa nivela a los presos
y otorga más jerarquía a los uniformados. Resulta inevitable pensar en la
degradación del holocausto, las filas de judíos encuerados que se dirigían al
falso baño de las cámaras de gas nazis.
**
De nuevo en la celda, nos secamos mal y la ropa está
cada vez más húmeda.
Cada vez el cuerpo resiste mejor. Se termina el
frío, el cuerpo reacciona generando calor, modo de una horneada molesta, un
sofocón breve y pegajoso.
**
Mediante el voceo se exige acudir a pasar lista. De
nuevo en fila india, como marchando a paso lento. No está el jefe de la gorra,
otro grita el nombre y apellido, luego el susodicho responde.
Falta uno de su lista. Se enfada, regaña a unos
internos. Salen corriendo hacia las celdas, regresan con el ausente. Lo amenaza
el jefe:
—Ni se te ocurra.
Camino a la misma celda, nuestro paso pausado refleja
cansancio.
**
Afuera avisan que es hora de dormir. Juan propone
que alguno esté en vela por esa noche. Acepta Rafael.
No importa que por cama solamente tengamos un
rectángulo de cemento, pongo la cabeza de lado y duermo.
**
ENTRE SUEÑO Y
Vuelve la corte de los personajes, la fila doble de
los próceres de la revolución enfrente de los avatares religiosos… También sus
rostros lucen cansados, con bolsas en los párpados y arrugas en la frente,
canas sobre las sienes… Ellos miran y cuestionan ¿Qué validez tiene una humanidad
colocada en filas de monos desnudos para bañarlos periódicamente? Es un
maltrato menor, cuando lo comparamos con la violencia de la tortura eléctrica.
La fila adquiere su dimensión ominosa al mover una multitud, al convertir en un
gesto vacío la desnudez. En sí el cuerpo desnudo se convierte en repulsivo sometido
en una situación de afrenta, como en el campo de concentración o la cárcel. ¿La
diferencia entre una multitud en una playa nudista y una cárcel? La intención
más que el sitio, no es que la playa transfiera un sentido de gozo a las
personas, sino que los vacacionistas arriban al sitio con gusto, con ilusiones
por el deleite de la mirada.
Los personajes miran desde su alta posición,
observan hacia abajo al gran grupo dormido. En ese momento no existe la fila al
desnudo, pero lo saben. Ellos se conforman con observar el hormiguero de
pasillos y celdas, donde los cuerpos semejan las funciones del hormiguero. De
nuevo la reducción, la minimización de los seres: aproximarse a insectos. En la
ecuación entre hormiga igual a persona me asalta un remordimiento por las
hormigas, cuando en las excursiones los niños brincábamos sobre los enjambres
de hormigas.
Estoy inquieto con labios secos; en ese hábitat tan
húmedo siento sed y alrededor están roncando. No es turno para despertar. Eso
creo y aguanto la sed. Vuelvo a dormir.
**
Un vocerío nos despierta e indica la fila para el
paso de lista.
De inmediato calzamos los zapatos, es la única
prenda con la cual algunos no duermen.
Los asistentes y celadores avanzan abriendo las
puertas.
La misma fila, en la misma dirección, y el conjunto
se forma. Es increíble lo rápido que se integra.
El jefe de gorra dice el nombre y apellido del
interno, de inmediato cada susodicho responde con su apellido. Esta vez no
faltó ninguno, y da la orden de retirada.
Regresamos a la celda.
**
Pocos minutos después, comienza otro vocerío y nos
levanta la orden de baño.
Con desgano los reos se desnudan.
La táctica es bañarse rápido, meterse y salirse en
breve lapso; el enemigo es el agua fría.
Descubro que siento una sed enorme. En el cautiverio
anterior nunca sentí tanta.
Pregunto a Juan si cree que el agua de la regadera
es buena para beber, piensa que sí.
Ya estoy en la fila, pisando con cuidado.
Enfrento la regadera, y tengo un objetivo: beber un
poco.
Tomo un único buche de agua fría mientras paso por
esa especie de tortura acuática. El objetivo distrae. El baño acontece más
rápido.
**
De nuevo en la celda siento una actitud de sorpresa
y respeto en los compañeros de celda. Alguien les ha comentado quiénes somos.
Uno le pregunta a Juan por su herida, otro se ofrece a conseguirme un poco de
agua para beber. Uno más observa que mis pantalones sin cinturón se aflojan,
así que consigue una bolsa vacía de pan marca Bimbo para ajustar la cintura con
un amarre sencillo.
**
A los pocos minutos otra fila de baño. Esta vez
procuro lavarme un poco con el jabón accesible. De nuevo una distracción, hace
más llevadera la sensación de helado.
**
Otro vocerío, mucho más alegre, anuncia el desayuno.
Otra fila de humanos vestidos. Nos alineamos.
Un tazón hondo de material plástico relleno con
arroz y un trocito de cerdo, una
tortilla para usarse como cuchara y un vaso plástico colmado con un agua de
sabor ligerísimo, tan sutil que resultó inútil determinarlo. Eso es todo el
desayuno y no tengo hambre.
La fila conduce los platos y vasos a las celdas. Ahí
unos pocos minutos para deglutir.
Atrapo el trozo de cerdo con asco y lo mastico. El
agua de sutil sabor recupera mi ánimo. El arroz es pastoso y amigable. Las
voces indican volver a la fila.
Juan nos felicita por comer y acabarnos todo: semeja
una madre preocupada de los hijos adolescentes.
**
ES MEJOR ESTAR JUNTOS
Al regresar uno de los prisioneros (uno integrado al
servicio de los celadores) desvía a Rafael hacia otra celda. Juan se preocupa,
pide hablar con el encargado. Habla con suavidad e insistencia con otro de los
presos habituales, los que andan fuera de las celdas y colaboran con los
guardias.
—Esto no debe ser; deben regresarlo, formamos un
grupo, somos “presos de conciencia”.
El interlocutor parece no comprenderlo. Promete que
vendrá un guardia.
Pasan pocos minutos, Juan llama a otro interno que
pasea por el exterior y las mismas palabras. Culmina con “presos de
conciencia”.
De nuevo la llama da al baño y la fila de desnudos.
**
El viaje al agua fría resulta menos dramático porque
estamos ocupados en descubrir en qué sitio está Rafael. En el camino de regreso
está también en la fila. En un breve intercambio Juan le indica:
—Diles que estás con nosotros.
Rafael se aleja, está asignado en otra celda.
Pasan los minutos.
Nos secamos con la ropa puesta y llaman a pasar
lista.
**
Nos llaman a pasar lista y en el contingente de
pasar lista también está Rafael. Al
regresar a las celdas sí le indican que regrese a nuestra misma celda.
**
No aparece solamente Rafael, también entra otro
personaje en la celda, a modo de interno pero argumenta que él es policía, que
está bajo un castigo temporal y nos advierte:
—No se metan conmigo.
Juan sospecha algo raro y susurra:
—Ese es un espía, debemos tener mucho cuidado.
El intruso o espía intenta hacer plática, pero nadie
en la celda desea conversar con él. Recibe monosílabos y miradas esquivas.
Después de dos o tres pases de lista el ex policía se
desvanece en la fila y no regresa a la celda.
Juan concluye:
—Nos siguen vigilando.
**
Aparece un reo habituado y trae un bulto con comida:
—Una entrega especial para esos politiquillos.
—¿Quién lo ha traído?
—Sus familiares o amigos o algo así.
Siento un vuelco en el corazón: es alegría. Hasta
ese momento no teníamos certeza del cambio en los acontecimientos: somos
aparecidos.
**
EL EXTERIOR SE MUEVE
Mientras estuvimos encerrados sucedieron eventos
favorables.
“El día menos pensado te encontrarás ante un evento
tremendo… que rebasa cualquier pronóstico.” La frase de advertencia pronunciada
por un amigo. Aunque manteníamos una amistad estrecha, él rechazaba la política.
Respetaba la dedicación de los militantes y escuchaba con atención las
peroratas sobre el cambio social, aunque al terminar el día, movía la cabeza en
sentido negativo. Ese ambiente político de activistas, (ellos haciendo volantes
en mimeógrafos rudimentarios o reuniéndose en asambleas de campesinos y
colonos) colisionaba con su personalidad en extremo sensible y refinada (sin
proponérselo). Un evento de esta ruindad: la desaparición forzada de activistas
causaba tanta alarma como indignación. Pocos alcanzaban a reaccionar poniendo
“manos a la obra”. Este amigo (sorprendido) y con sus manos sin ninguna
callosidad se dedicó en esos días a denunciar ese oprobio.
Este amigo traspasó la puerta del local partidario y
se instaló para ensuciarse las manos con el rudimentario mimeógrafo para
reproducir volantes, y —de inmediato— se juntó con otros activistas (estos sí
miembros de la organización) para denunciar en la entrada de una estación del
subterráneo metropolitano. Sorprendido y animado por su súbito activismo
esquivó a los guardias de seguridad, cuando ellos no aceptaban se repartieran
volantes bajo el pretexto, de que ensuciaba el subterráneo con esa basura.
¡Basura! Para unos eso era basura: un simple trozo de papel que afeaba el
espacio, un trozo destinado al suelo, a juntarse con el montón de envolturas y
envases tirados cada día en la calle.
Las hojas al viento (descendientes de árboles)
recuerdan en otoño ese afán de tirar papeles en la calle. ¿Cuántos escritos tienen
un sentido de urgencia y cuántos son simples gestos al vacío? El otoño y el
invierno, se tapizan con las hojas muertas de los árboles. Cada día la ciudad
se inunda con esfuerzos perdidos, con mensajes atrofiados que no encuentran un
oído receptivo. Ante millones de volantes y mensajes la respuesta es la
indiferencia.
Este amigo comentó:
—Por primera vez me di cuenta que los volantes
tienen un sentido, algún mensaje real. Se lamentó de un gesto maquinal de haber
recibido (antes siempre o casi siempre) con total indiferencia esos pequeños
papeles con reclamos o peticiones. La indiferencia (permanecer enrollado como
caracol sobre el propio bienestar) encuentra muchas justificaciones. Jamás nos
imaginamos cambiar nuestro rol y penar suplicando que devuelvan a una persona
que nos han arrancado, para rescatar algún corazón vivo de entre los engranajes
de una maquinaria estatal (o seudo estatal) siempre fría e indiferente.
El amigo se sintió alterado por el modo autómata
(indiferente, frío, distante, retraído) con que las personas recibían sus
volantes. Él les decía:
—Es una persona real, es un caso verdadero; nada les
pido para mí.
La mayoría recibe los volantes sin mirar, sin
detenerse ni voltear. Unos pocos intentan dar una moneda, otros regresan una
tímida sonrisa y muy pocos (los excepcionales, los despiertos entre el marasmo
de la multitud) devuelven una palabra de aliento y responden con simpatía.
Protestar es como secar un mar con cubeta, pero es útil… algunos esfuerzos
siguen el sinuoso camino hasta el logro. La mayoría de la gente rechaza la
política idealista o la filantropía argumentando que resulta inútil por la
dificultad o excepcionalidad del triunfo. Resulta más difícil ganar un sorteo y
los sorteos resultan más aceptados; la misma gente que evade una acción de
protesta o una petición sí gasta sus minutos en un sorteo de lotería. Según los
estadísticos para ganar un sorteo importante (subrayo un premio mayor, ya que
los reintegros son “el pan nuestro de cada día) se deberá apostar millones de
veces y, entonces cada existencia no alcanzaría para cumplir ese despropósito:
repetir millones de veces la misma apuesta. Así, resulta más racional dedicar
unos minutos al día en perseguir una quijotada que comprar billetes de lotería
o elegir números en un casino; ambas actitudes tejen con las posibilidades
extremas.
Ese y mil argumentos curiosos transitaban por la
mente de mi amigo mientras “volanteaba”. Sus alter ego era Enrique Bustillo, hijo único de una dentista y un
músico de cámara quien había transitado por el mismo itinerario, desde el
rechazo al activismo a un despertar de su pasión marxista. Enrique está en
preparación e ideas mil años luz adelante del amigo anónimo de quien relato.
Bustillo, de hecho, fue su guía en esos días tan amargos para quienes estaban
libres para protestar y desesperarse ante el silencio del sistema.
**
TOMÁS MOJARRO EL VALEDOR
Un fragmento de mensaje conduce a otro, hasta que
una ficha se cae sobre otra, como en la muralla de fichas de dominó y sucede
una reacción en cadena. Quizá el hecho de que mi padre colaborara en el
periódico Unomásuno y tuviera amistad
con intelectuales sirvió para que varios se interesaran en la situación de la
desaparición, y, sobre todo, para reacción con presteza.
Los periódicos —denominados el cuarto poder por su
influencia— poseen una textura peculiar: son cajas de resonancia hacia unos
temas y lozas de piedra indiferentes ante otros. Obtener un espacio en las
líneas de los periódicos resulta una ventura cuando el mensaje es favorable. Huberto
Batis era director del suplemento cultural del periódico y amigo de juventud de
mi padre; con seguridad, él hizo todo lo posible para que el periódico
publicara esas (breves, casi minúsculas) notas en la sección política. También
supongo que puso en contacto a mi padre con Tomás Mojarro, un columnista y
comentarista político quien captó a la perfección la situación y elaboró un
artículo magistral desde varios ángulos[8]. En ese periódico, la
columna de Mojarro se llamaba “Para leer entre líneas…”. Su artículo lo elabora
a modo de carta dirigida a la Procuradora de Justicia del Distrito Federal,
Victoria Adato quien era reciente en ese cargo. En ese entonces la estructura
completa del Gobierno del Distrito Federal dependía de la Presidencia, así que
ese nivel de funcionarios respondía al Presidente Miguel de la Madrid. Con un
estilo modesto y astuto Mojarro presenta la situación ante la jefa de la
impartición de justicia en la Ciudad de México. El escrito, de modo conciso,
coloca a Carlos Valdés (padre) como un prototipo de prócer (abnegado creador de
cultura para nuestro país) y a su hijo como a un joven generoso, dedicado a una
actividad idealista y desinteresada; expone la detención y solicita lo mínimo:
“Yo no exijo tanto, licenciada: que aparezcan de inmediato Carlos, Juan y algún
otro que a última hora fue llevado entre las espuelas por su amistad con los antecitados. Que aparezcan vivos,
completos y libres (…) Y por vía de
mientras prepárese, que el primer plantón del PRT está anunciado para esta
tarde (…) Estamos en México, licenciada. No en Guatemala.”[9] El motivo por lo que
califico de “magistral” esta pieza es por el tono y las expresiones morales que
manifiesta. Se dirige de modo directo al funcionario de poder, le expone el
caso en estilo llano. El camino más corto para conseguir un objetivo no siempre
es el recto, en este caso, Mojarro expone primero el tema personal y las
repercusiones: al creador (emblema de la generación intelectual del Medio
Siglo) y el hijo (emblema de la juventud que busca su propio camino y tiene
derecho a hacerlo). En la parte media, expone la arbitrariedad y el aspecto
donde el sistema parcial (la represión) se opone al sistema global (la
funcionaria responsable de la seguridad en el Distrito Federal). Mojarro culmina
picando nuestro orgullo nacional, comparando a nuestro país con el horror de
represión de Guatemala. Así, este simple escrito emplaza y presiona de
diferente manera a la funcionaria, la empuja hacia una acción y después fui
testigo de que ella sí actuó.
Debo anotar que ese artículo de Tomás Mojarro debió quedar
terminado uno o dos días antes de su publicación, entretanto la situación va
modificándose.
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La funcionaria interpelada por el artículo, la
Procuradora de Justicia del Distrito Federal resultó un personaje de alguna
notoriedad por sus conflictos y tropezones con el pozo (sin fondo) de la
inoperancia y corrupción de las policías a su cargo. Comenzó la gestión del
Presidente De la Madrid encarando el secuestro de un niño boyscout en un parque de la Condesa. Plagiado por secuestradores
desalmados, la familia fue chantajeada y presionada para pagar un rescate, pero
ya cumplido el pago ese menor fue asesinado. Esto sucedió en los últimos días
de diciembre de 1982, de modo aparente la policía a su cargo dio cuenta de los
malhechores, sin embargo, los indicios señalan que otros policías eran los
delincuentes y se pretendía cubrir el crimen con “chivos expiatorios”. No se
acusó a la Procuradora, pero la suciedad adosada a la torpeza de cuerpos
policíacos, entraba en contraposición con la “renovación moral” propuesta por
el Presidente mexicano en su reciente cargo, así que se acumulaban agravios. A
nivel público, se dijo que la misma DIDP resolvió el caso y durante un
enfrentamiento murieron los autores materiales del caso. La impresión que se
desprende en la cadena de acontecimientos indica otra cosa: la muerte de los supuestos
autores materiales (o chivos expiatorios) indicaba que policías corruptos
estaban “borrando huellas” y la cúspide del poder detectaba actos en contra de
sus órdenes. El dicho popular indica que cuando
la perra es brava hasta los de la casa muerde. Hacia el sábado 8 de enero
de 1893 existían ya noticias que anunciaban la desbandada de la DIPD, aunque no
existía anuncio oficial.[10] Para el jueves 13 de
enero de 1983 surgía el decreto oficial, que eliminaba a la DIPD[11].
“El 12 de enero el presidente Miguel de la Madrid
instruyó al Procurador General de la República para que preparase un proyecto
de reformas al artículo 366 del Código Penal, para impedir que los reos por
plagio pudieran obtener libertad bajo fianza. Al día siguiente, en una reunión
pública con la Comisión de Renovación, Moralización, Estímulo y Capacitación de
las Policías Federales y del Distrito Federal, el presidente De la Madrid
anunció la expedición de dos decretos, uno relativo a la Secretaría de
Gobernación y otro al Departamento del Distrito Federal. El segundo derogaba y
reformaba artículos del Reglamento de la Policía Preventiva del Distrito
Federal, para hacer desaparecer el Servicio Secreto, también conocido como
División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia. En el
acuerdo se explicaba que la formación de la DIPD incurría en violaciones a la
Constitución que hacían imperativa su desaparición (…) La mayor parte de los
elementos del Servicio Secreto, su material y equipo, quedaron adscritos a la
Policía Judicial Federal y a la Policía Judicial del Distrito Federal; las
instalaciones de la dependencia desaparecida se asignaron al Departamento del
Distrito Federal.”[12]
Si, como supongo, la Procuradora no controlaba los
hilos del organismo DIPD, entonces su tránsito como jefa superior de la
procuración de justicia en esta ciudad capital, debió poseer tonos de
pesadilla. Imposible alcanzar esa cúspide con plena inocencia, también resulta
inimaginable que la Procuradora estuviera al tanto de giros tan turbulentos y
mezquinos de sus subordinados, deformados durante los años represivos de la
Brigada Blanca. Sin embargo, una revisión somera indica que Victoria Adato no
supo cómo o no quiso saber resolver el enredo. No controló a la organización
policial corrupta, aunque sí cumplió medidas importantes de rectificación como
la mencionada desaparición de la DIPD. Las notas alarmantes de la gestión de la
Procuradora fueron: bajo su mandato fue asesinado Manuel Buendía, el periodista
más afamado en las columnas políticas, y en el sismo de 1985 volvió a ser
cuestionada cuando aparecieron víctimas ligadas a la mala actuación
policíaca.
**
¿Victoria Adato leyó el texto de Mojarro? Imposible
saberlo. Miro el efecto de unas líneas directas y claras, un llamado a su
conciencia con una explicación sencilla y clara. Una funcionaria de su nivel
jerárquico, al menos, recibe un resumen de cualquier noticia que se refiera a
ella. Además la DIPD se colocó bajo la mirilla de la opinión pública y la
Presidencia por el caso del niño Arizmendi. ¿Coincidencias o una causalidad
misteriosa? Resultaba indispensable que la Procuradora recibiera la máxima
información y tomara decisiones respecto de esa “papa caliente”.
**
PONIATOWSKA Y BUENDÍA
En el lapso breve, entre el conocimiento de nuestro
secuestro y la difusión del tema, una escritora de primera línea adquirió un
papel en este relato. Elena Poniatowska conocía a mi familia desde muchos años
antes. Ella se ambientó con el grupo de escritores de la generación de Medio
Siglo, en donde tuvo tratos con Carlos Valdés Vázquez, porque él fue un
promotor activo de la cultura. En su posición dentro de la Revista de la Universidad y dirigiendo Cuadernos del Viento abrió la puerta y alentó a los nuevos
talentos. Poniatowska, ahora escritora consagrada, fue un talento en embrión y
necesitó aliento cuando se sentía insegura de su potencial.
El texto titulado “Tres secuestros: ¿Última hazaña
de la DIPD?” relata de modo directo cómo ella se entera y telefonea con Carlos
Valdés Vázquez, quien le explica lo sucedido. A su estilo —claridoso y con toques
magistrales— se centra en el sufrimiento de los padres ante una desaparición:
“Literalmente, al desaparecido se lo traga la tierra o se lo llevan los
marcianos o el mismo Distrito Federal se vuelve marciano porque no hay nada que
hacer, nadie a quién acudir, sólo oídos sordos, bocas mudas, ventanas tapiadas,
puertas cerradas, vecinos timoratos, amigos indiferentes. El asfalto se cierra
sobre el desaparecido y es entonces cuando el padre y la madre se enfrentan con
el rostro de piedra de la sociedad. ‘Le ve uno el rostro a la soledad’ dijo
Carlos Valdés con voz entrecortada”[13] Sigue relatando la
situación de desaparición, mediante el ejemplo de Rosario Ibarra de Piedra.
Sigue preguntando de modo directo al Presidente Miguel de la Madrid, por este
caso, si ¿es esta la renovación moral que pregona? Y continúan las preguntas,
en una retórica que cuestiona y enfrenta con nitidez. Termina: “Cuando estaba
por colgar le pregunté a Carlos Valdés: ‘¿Cuántos hijos tienes?’. ‘Es el
único’, respondió”[14]
En el alfa y omega, cada existencia es única. Esta
manera de concluir invita a pensar, ¿son una serie las personas? Cada hijo es
único, no hay más. La coincidencia con el número, subraya el dramatismo de la
sencillez de Poniatowska.
**
Resultaría injusto cerrar estas intervenciones de
los periodistas e intelectuales sin considerar la aportación de Manuel Buendía,
estimado por muchos como el periodista mexicano más importante en la segunda
mitad del siglo XX. Su figura quedó inmortalizada por su trágico final, muerto
a traición por los policías corruptos a quienes fustigó y evidenció. El
periodista fue asesinado el 30 de mayo de 1984, pero el esclarecimiento del
caso fue una tragicomedia de opacidad y (al dar la vuelta a la rueda de la diosa
Fortuna) terminó encarcelado José Antonio Zorrilla, otro jefe policiaco quien
tuvo el encargo de esclarecer ese crimen y resultó descubierto e inculpado como
autor intelectual del crimen.
En su columna periodística, titulada Red Privada, Manuel Buendía expuso la
operación global de la policía secreta que dirigía Francisco Sahagún Baca y
establece el vínculo hacia su superior jerárquico Ramón Mota Sánchez, quienes
negaron reiteradamente conocer el paradero de los tres jóvenes secuestrados;
además de establecer una complicidad generalizada del entero sistema policíaco
mexicano, pues “Las otras policías, claro está, negaron su responsabilidad en
el secuestro de estos ciudadanos; pero tampoco movieron un dedo para descubrir
donde estaban. La complicidad entre policías asegura que cualquiera de ellas
puede convertirse en devoradora de hombres.”[15] Luego menciona la
decisión de Miguel de la Madrid para deshacerse de la DIPD y la responsabilidad
de Victoria Adato ante esta situación, pues la estructura policíaca quedaba
bajo su mando.
**
LA UNIÓN DE LOS DISPERSOS
Las personas de izquierda estaban dispersas en
grupos separados y existían pugnas. Cada grupo se creía dueño de la verdad entera
y con la fórmula exacta para alcanzar un cambio social.
En casos de persecución, la gente de izquierda se
unía y adoptaba los consejos del instinto de conservación. Las detenciones arbitrarias no eran novedad.
El año 68 siguió una represión tremenda, luego la oleada de la “guerra sucia”
para acabar con las incipientes guerrillas y, en el último periodo, las ofertas
electorales no remediaban el contexto represivo. Uno de los temas inquietantes
era la continuidad y la impunidad completa de los represores materiales. El
Estado mexicano parecía bien dispuesto a refrenar la represión, pero
protegiendo a sus propios sicarios. En ese contexto se habían formado el Frente
Nacional Contra la Represión (integrado por organizaciones que demandaban el
final de la época represiva) y el Comité Eureka (formado por familiares de las
víctimas).
Además, existía unión espontánea y directa en casos escandalosos
como este. De modo práctico, por ejemplo, una pequeña organización denominada
Liga Obrera puso una protesta sincera en su propio periódico. Un comité
universitario de la UNAM sacó volantes exigiendo nuestra presentación con vida.
El sindicato de trabajadores de la Universidad Autónoma de Puebla sacó su
desplegado exigiendo nuestra liberación.
La Rectoría de la Universidad de Guerrero, que en
esos años se distinguió por una militancia democrática, pagó un desplegado
también exigiendo la liberación inmediata.
**
Las protestas de izquierda se llevaban a la calle de
manera pacífica, colocando banderas y mantas con lemas, repartiendo volantes al
paso, invadiendo el asfalto. Con nuestro secuestro el PRT y FNCR organizaron un
mitin frente a la Secretaría de Gobernación en la avenida Bucareli a una cuadra
del tradicional “reloj chino”. Cientos de mexicanos preocupados y simpatizantes
se reunieron para protestar y presentar la exigencia ante el representante del
Secretario de Gobernación. Esa Secretaría era la cabeza de la gestión del
Estado, incluyendo a las policías civiles y políticas, por eso era sitio forzoso
de protestas y peticiones.
En este tipo de mítines no importa tanto la cantidad
asistentes, sino la oportunidad: denunciar con en el instante preciso.
Alrededor de esta clase de eventos, los principales medios de comunicación
televisivos y de radio eran por entero impermeables, nunca reportaban su
contenido, cuando mucho, referían el efecto: molestia al tráfico urbano. Este
caso repetía el esquema: toma de nota por la autoridad e ignorado por los
monopolios de la comunicación. Los diarios tomaban nota según su afinidad
política. En ese año el Unomásuno
reunía a parte de la izquierda, el Excélsior
y el Universal esparcían información
con diversos tintes aunque predominara una línea oficial. De cualquier modo, la
izquierda sentía un “cerco informativo”, una sensación que se repite indefinidamente
en las siguientes décadas, aunque varíe el sistema de comunicación y ese
“cerco” sea menos rígido.
Al observador superficial este mitin debió semejar a
la campaña electoral del PRT, pues estaba encabezado por Rosario Ibarra
excandidata a la Presidencia y los diputados trotskistas Pedro Peñaloza y
Ricardo Pascoe. En ese día no era la reunión electoral sino la urgencia por un
derecho sagrado: a la vida y la libertad. ¿Qué es el Estado cuando en lugar de
garantizar la existencia de las personas se vuelve en su contrario? El Estado
se convierte en una farsa, una pantalla sin sentido. La gente corea consignas
de libertad y recuerda a centenares de desaparecidos desde los años de la
guerra sucia. En especial, se rememora al hijo de doña Rosario, a Jesús Piedra
Ibarra, quien jamás regresó luego de ser apresado por la policía en 1975. La
solicitud es precisa y clara: liberen a los detenidos y no inventen cargos
falsos. Entre los asistentes debe haber gente de PSUM, organización de
izquierda legal que también sufrió represión contra sus militantes, en eventos
recientes durante los últimos meses de 1982.
El mitin termina, pronto hay promesas del
representante de Gobernación y esperanzas concretas de libertad.
**
HACIA LA LIBERTAD
Ese miércoles 12 el primer mensaje materia es una
bolsa con tortas caseras de jamón y queso, con un pan bolillo de olor
delicioso. La torta es el alimento sencillo y práctico, señal de prisa o para
llevarse. También recibimos unos cuadritos de agua de fruta presentación de
cartón tretrapak.
Ese es el primer alimento que merece ese nombre en varios
días.
Rafael advierte que lo vamos a compartir con los
compañeros de celda y la mitad de las tortas terminará en sus bocas.
Masticamos despacio, saboreando cada bocado.
Los vecinos de celda, mientras comen, profetizan que
pronto saldremos.
**
El ritmo de los baños helados se hace más espaciado.
No nos sacan de la celda como acostumbraban cada
pocos minutos.
Duermo unos minutos con las espaldas, fuera de
horario y el cansancio se apodera de mis párpados.
**
Entra un celador, es uno uniformado. Una voz rasposa
como si estuviera cansado, la luz tenue resalta unos pómulos como carbones
apagados y sin más rasgos notables. Dice:
—¿Quién es Carlos Valdés?
Levanto la mano
—Vas a ver a tus familiares; sígueme.
Al levantarme miro a mis compañeros de infortunio y nos
sonreímos.
—Deben ser buenas noticias.
Me conduce por el pasillo flanqueado por celdas y
canaletas de agua, en ese ambiente tan húmedo. Giramos por un par de pasillos y
otro guardia abre una puerta de rejas. Paso otro corredor y al lado aparece una
barra de madera larga y sin adornos.
Se unen otro celador y un funcionario de corbata en
el pasillo, y me indican otro tramo. Dan instrucciones breves:
—Tienes unos minutos para platicar.
Al final del pasillo, una puerta partida, como para
atención de oficina, que solamente se abre en la mitad superior. Distingo a dos
personas, son Pedro Peñaloza y Ricardo Pascoe, diputados por el PRT. Avanzo
hasta quedar encaramado en la puerta y los saludo de mano. Preguntan por mi
salud y la de Juan.
—Estamos bien, hambrientos y Juan algo golpeado;
también detuvieron a otra persona con nosotros, a Rafael.
Ricardo Pascoe, rostro de trigo y con bigote espeso esconde
una sonrisa satisfecha: su labor condujo a un logro, ha rescatado del peligro a
unos camaradas. Él es rubio en extremo y su acento haría pensar en un
extranjero y no es así, pero creció viajando, hijo de diplomático. Durante
muchos años fue el líder del sindicato de trabajadores académicos de la
Universidad Autónoma Metropolitana y de filiación marxista definida.
Catedrático de profesión se interesó sobre el nivel salarial y las luchas de
trabajadores. Una de sus manos está baldada, ese rasgo es notable en una
persona que no ha sido ajada en su alma y no asoma ninguna discapacidad para la
vida.
Contrasta el físico de Pedro Peñaloza, moreno y
corpulento, de calvicie prematura; él es el otro dirigente del partido con
acceso al sitio. Le gusta repetir frases y refranes como “hoy los patos le tiran
a las escopetas”, “no por mucho madrugar amanece más temprano”… Usa lentes grandes
y modula la voz de modo engolado. Sonríe y pregunta, promete sacarnos pronto:
—Nos hemos movido para liberarlos. No existe
acusación alguna, ha sido un atropello.
—Hemos pasado por cárceles clandestinas. Me han
tenido vendado y sin comer, casi sin golpes, pero son unos salvajes también
secuestran a reos comunes para extorsionarlos.
Pregunto:
—Y mi madre, Ruth ¿cómo está?
—Tu madre está aquí cerca, junto con varios compañeros
que nos apoyan. Es muy animosa, se ha movido mucho para reclamar la liberación.
Imagino a luz al final del túnel del ferrocarril,
que crece y crece. Siento que estamos fuera de peligro.
También pregunto por mi padre y responden que bien,
que manda saludos. Recuerdan que la plática será breve e insisten en preguntar si
estamos físicamente bien. Yo estoy preocupado por los golpes internos de Juan,
les digo que debemos exigir un médico, por las torturas podría haber secuelas.
Responde Pedro:
—Estamos pidiendo a Gobernación una liberación,
inmediata y quizá logremos algo con la Procuraduría; de inmediato haremos la
petición.
Casi para terminar, preguntan si quiero decir algo
más y siento un nudo de tristeza que se suelta junto con una lágrima:
—Los secuestrados comunes, a esos detenidos que no
parecen tener quien se acuerde de ellos. Los salvajes tuvieron detenida a una
mujer embarazada y la maltrataban, de nombre Raquel Rojas. Pongan una protesta
también por esa gente, no solamente pidan por nosotros.
Con gesto de eficiencia Ricardo Pascoe toma una nota
y afirma:
—Lo pongo en la protesta. ¿Más nombres de personas
privadas de su libertad?
—Solamente tengo ese.
Me limpio la mejilla:
—Solamente tengo ese nombre.
—¿Seguro que estás bien?
Nos despedimos con un apretón de manos y el
siguiente en entrevistarse será Juan.
**
Regreso a la celda y conducen a Juan para la
entrevista.
**
Al regreso comentamos y repetimos lo sucedido. Los otros
en la celda desean saber, pero nos apartamos para platicar de modo confidencial
sobre las buenas noticias.
**
—Pronto estaremos afuera.
—Tengo antojo de una pizza.
—Y de unos tacos al pastor.
—O una sopa caliente, esa de fideos pequeños.
**
MÁS ESPACIADOS
Al rato entra un hombre de bata blanca, que dice es
paramédico.
Mira las pupilas de Juan con una luz pequeña como
una pluma. Pregunta signos y síntomas. Observa los lugares con golpes. Deja
unas pastillas para el dolor, sale y regresa rápido con un vaso de agua. Juan
traga los analgésicos. El paramédico recomienda:
—No debe mojarse la piel abierta.
Se disculpa porque no trae material de curación para
las heridas.
Luego se retira.
**
El ambiente del confinamiento es distinto.
Cada vez más espaciados esos baños multitudinarios continuos;
en cambio nos convocan a filas y a decir los nombres, con el mismo ritual de
nombres y apellidos.
**
Es tarde. Los celadores apagan las luces, piden
silencio. Rápidamente se disipa el ruido. Apenas murmullos en la oscuridad. El
cansancio acumulado nos pesa y dormimos.
Ahora surge un sueño con las figuras de Einstein y
Cantinflas; el de Descartes y Pedro Infante; el de Platón y María Félix; el de
Franklin y el Santo; el de Lenin y Moctezuma… Por parejas comparecen los
personajes famosos. Desde una abertura terrestre miro un cosmos saturado de
estrellas y constelaciones, una música suave invita a descansar. Los personajes
conversan con calma, hacen gestos de cortesía entre ellos. Dentro de la tierra
estoy, como atorado en una grieta, con espacio suficiente para ver y ser visto.
Un gesto motiva su curiosidad, el primero en notarlo es Einstein acompañado por
Cantinflas, quien juega con una escuadra como si fuese un bumerang. Con paso
suave se aproximan por una vereda sedosa. El sol casi horizontal disipa la
oscuridad y las galaxias de fondo.
Mientras avanza Einstein le replica al actor
mexicano:
—La relatividad no es para las masas; comprender
requiere de esfuerzo y eso no se transmite por ósmosis o donación; cuando digo
relatividad ellos nunca se imaginan una teoría compleja, sino una ráfaga de
escepticismo.
—La gente sencilla lo merece todo; me convierto y
mimetizo, soy uno de ellos y eso no es relativo ni absoluto. He llorado con su
hambre y sangrado por la herida de los humildes. Mi personajes es para regresar
con ellos, estar a su altura, la más digna altura de los—y da un brinquito
mientras habla con más acento— “oiga usté
joven, de así, eso no pus, no y es sí”.
El sabio sonríe y continúa:
—En este punto ya debería haber comprendido y
resuelto con ecuaciones matemáticas la física del universo y no lo he logrado.
Recuerdo a Newton cuando reconoció que éramos como niños encontrando guijarros
coloridos frente al gran mar, ese sitio inmenso donde se esconde la verdad
última.
—Millones de vidas no alcanzarán para resolver esa
verdad, la gran verdad del universo. Es mejor usar un disfraz, convertirse en
maestro y alcalde, viajero o millonario, pero de comedia, en farsa para
conseguir un final feliz.
Mientras debatían, avanzó Descartes sonriente y
meditabundo, su ropa se adorna con una curiosa banda azul bordeada de oro,
colocada como una “banda presidencial” al pecho. Avanza con calma y tomado de
la mano, a penas las puntas de los dedos, con un cantante vestido de gala
mariachi. Con suavidad desplaza a Einstein y René Descartes levanta la mirada
con nostalgia:
—Recuerdo tan vivamente mis correrías juveniles,
cuando fui soldado de fortuna y sentí la adrenalina del peligro, la tontería de
sentirme intocable en medio de cada batalla. Mi biógrafo dijo que en la Montaña
Blanca guerreaba para el bando católico, pero eso fue una mascarada, mi
afinidad con Isabel de Bohemia no deja lugar a rumores. Comprendí mi error juvenil
y acepté que las guerras son un horror.
No resisto la curiosidad y le interrumpo:
—Tus tres sueños y visión existieron ¿o son alegorías?[16]
Responde:
—En lo que dije eran tres sueños, ahora se debe de
entender que es la iniciación del librepensador. En un mundo de fanatismo
religioso debía ocultar con alegorías mi situación. Decidí ocultar eslabones de
mi biografía, cuando descubrí que la corta existencia encierra un propósito preciso
y el mío era pensar para enseñar a pensar. El conocimiento eleva, el pensar
descubre, solo el recto pensar salva.
Se distrae con el sombrero de charro y se lo pide a
Pedro Infante, quien solícito lo retira de su cabeza y entrega, mientras sonríe
en todas direcciones y se disculpa:
—Perdónenme que me retire, urge un tequila doble con
sal y limón; siento la garganta agarrosa y así no cantaría como merecen. Un
momentito y regreso armado con aguardiente para dedicarles unas canciones con
sabor a tierra y cielo.
Descartes se queda con el gran sombrero entre las
manos, como niño con un juguete y continúa:
—Lindo modelo se encierra en la elipse del ala del
sombrero. Tengo una fórmula matemática para resolver en una sola ecuación su
descripción completa. Ya pasé de las dos coordenadas a las tres y más. El
espacio de dos coordenadas no es bastante, sirve usar más coordenadas, pero en
proceso armonioso, conservando las ideas claras y distintas.
El filósofo matemático extrae un papel entre su ropa
y anota una fórmula, mira alrededor buscando a Einstein, quien se alejó mirando
hacia el horizonte, y se retira en esa misma dirección.
Se acercan Platón y María Félix. El griego, casi
anciano pero vigoroso, sostiene la mano de la diva con galantería, para
facilitar el paso vaporoso de esa hembra. El filósofo está absorto entre el
deseo y el fastidio (ese no es su lugar adecuado), vestido con la simple toga
blanca y las sandalias ligeras, lo apropiado para resistir el clima de Atenas.
La diva con vestido de noche, tela brillante de raso negro, lentejuelas
diamantinas en los tirantes del hombro, descubierta media espalda; una estola
de armiño (indicio inapropiado para un clima cálido y útil para indicar la
jerarquía de una actriz); zapatillas de tacón alto y medias de traslúcida seda.
Protegida tras su peinado de salón, maquillaje en exceso y joyas en aretes,
puños y garganta, la diva sonríe sin prestar demasiada atención.
—¿A qué hemos venido? —le pregunta María a Platón—
Pronto firmaré autógrafos y atenderé a la prensa.
El filósofo responde:
—Tenemos que cumplir un deber con cada visitante;
las almas se purifican cumpliendo su deber ideal. Entre esa grieta yace un nuevo
visitante —y me señala— a quien atender.
—Hola, quienquiera que seas, comoquiera que te
nombres. Debes ser uno más de tantos admiradores que andan besando el piso
donde coloqué mi pie.
—Aquí sale de sobra la egolatría —regaña el griego—
tu soberbia queda sobrando, si no es porque despiertas mi hombría olvidada no
toleraría tus desplantes de diosa olímpica. Simplemente saluda y sonríe.
Objeta la diva:
—La última vez que intentas darme órdenes; estamos
ante un extraño y sólo por eso no te mando al cuerno.
Ella se detiene y sonríe asomando una fila de perlas
perfectas:
—Buen día, joven visitante es un gusto recibirle;
pero está atorado dentro de una grieta y no resulta posible descender a su
nivel.
Mueve la cabeza y susurra al oído del filósofo:
—Entretenlo con un diálogo interesante mientras me
relajo con otra bebida, escuché que Infante trae un tequila —Cambia de
dirección la cabeza, mira de frente, y levanta la voz— Debo disculparme, pues
tengo un pendiente, lo dejo con esta eminencia, mi glamur es un exceso en este
sitio y asumo estoy de más.
Las miradas de los demás personajes, a la distancia
han volteado, semejantes a limaduras de hierro arrastradas hacia un imán, unos
la devoran con la mirada y se aproximan a su dirección, mientras otros procuran
mantenerse discretos.
Con paso titubeante la diva se aleja, mientras
Platón empieza una disertación:
—Sigue la humanidad enredada en sus bajezas, no
comprenden la Idea sublime, la realidad última más allá de la materia. Los
mejores siempre son incomprendidos, recuerda la triste muerte del maestro Sócrates,
obligado a tomar veneno por la asamblea de los atenienses. Yo también sufrí el
exilio, hostigado porque la filosofía parece una herejía a los ojos de los
ignorantes. Procurar esclarecer al pueblo es como secar el mar con un pañuelo.
Le objeto:
—El pueblo es en esencia bueno, la gente sencilla es
la mejor, los proletarios algún día serán capaces de controlar sus destinos.
Platón:
—Ya sé que la esclavitud ha desaparecido, pero eso
es afición al olor a establo y pescaderías. Ni siquiera los aristócratas
adquieren luces con facilidad, enredados en líos y sometidos a los peores
vicios, sin comprender de arte ni de ciencia. Si reformar a unos pocos líderes
resulta una hazaña, corregir al pueblo entero resulta impensable.
Lo interrumpo:
—Resulta indispensable, me gustaría escuchar.
—Ustedes los socialistas son soñadores y necios.
—Filosofar es tan necio como cambiar al mundo y, sin
embargo, el mundo está cambiando.
La humedad y la incomodidad interrumpen el sueño. Es
la soledad de la celda: uno tan acompañado y tan solitario.
**
El amanecer repite la rutina. Es el día 13, un
jueves, que en lugar de mala suerte debe traer la bendición de la antigua diosa
Fortuna, caminando sobre el globo del
mundo.
**
El reloj se escurre sin sentirse. Es la ansiedad de
una nueva visita y entrevista.
**
Se repite el privilegio de unas tortas caseras,
comemos de mejor humor.
**
Los celadores abandonan el ritual repetitivo y
agotador de los baños masivos, solamente nos forman en filas para pasar lista.
**
EN SUS OJOS BRILLAN CHISPAS
Un celador indica le acompañe, seguimos la misma
ruta y de nuevo me reúno con los mismos líderes Ricardo Pascoe y Pedro
Peñaloza. Casi las mismas palabras, de nuevo el aliento y los saludos a la
familia.
Por una puerta permiten el paso de Rosario Ibarra,
saluda con alegría y fuerza desde la distancia, mientras avanza en mi
dirección. Sus arrugas se multiplican, en los ojos brillan chispas, está
contenta. Habla en voz alta:
—Los vamos a liberar, nos estamos moviendo.
Hace una pausa y planta un beso en mi mejilla. Sigue
hablando:
—Tu mamá está muy animada, te manda todos los besos
y abrazos del mundo. Está bien. Debes ser fuerte, pronto va a terminar esta
pesadilla. Pronto, pronto será.
Le agradezco. Pregunto por la familia de Rafael y
responden que están en contacto con ellos, pero que no han permitido la vista a
familias, que solamente ellos. Les sugiero que se entrevisten con Rafael, quien
no ha sido entrevistado por gente del exterior y dicen que sí.
**
Regreso y esta vez también llaman a Rafael. Él se
alegra y regresa animado.
**
La misma comida común tan repulsiva. La evitamos.
**
El ánimo en ese sitio es extraño, los celadores
traslucen tristeza.
**
Corre el rumor de que van a sacar a los detenidos.
En el transcurso del día, llaman por su nombre a
algunos reos y los sacan. Los celadores dicen que los están liberando.
Salen en grupos de cinco o diez.
**
La celda contigua se vacía y a los pocos minutos la
de enfrente también.
**
Un celador viene por los políticos, por nosotros
tres.
Y los otros compañeros de celda, se despiden con un
abrazo, mostrando afecto, pecho con pecho, palmeando la espalda como si
fuésemos familiares o viejos conocidos.
**
Seguimos el camino de entrada en sentido inverso.
Estamos frente a la misma ventanilla donde nos quitaron
cinturón y agujetas. Pregunto si nos las regresarán:
—Luego les dirán.
**
SITIO DE TRANSICIÓN: FUERA DE TLAXCOAQUE
Traspasamos una reja y desembocamos en un patio
abierto. Es de noche.
Subimos a una de las llamadas “julias”, esas
camionetas cerradas para transportar presos. No son vehículos nuevos, reflejo
de la austeridad gubernamental o del descuido material.
No nos atan ni nos vendan, no usan “esposas” ni
lenguaje soez. En la cabina entran dos policías armados. No quieren hablar, ni
nos preguntan nada. Nosotros somos los curiosos:
—¿A dónde vamos?
—A otro sitio de detención.
El aire frío se cuela por las rendijas metálicas de
la “jaula” de transporte. Los asientos son madera sin recubrimiento. La unidad
avanza veloz. Tras unos minutos se detiene.
—¿Dónde están las llaves? —pregunta alguien afuera—
No las encuentro.
Esperamos encerrados en la cabina de atrás del
vehículo, a la expectativa de un aviso o indicación.
Afuera discuten dos policías sobre quién nos debe
llevar. No parecen estar de acuerdo. Esperan la llegada de otros. Por una
ventila pequeña se les mira discutir. No tarda en aparecer un tercero y toma
una decisión.
Bajamos y nos reciben policías uniformados, otros
sin uniforme se quedan mirando, con un gesto de molestia.
Nos conducen con lentitud, sin gestos de amenaza y
sin explicaciones. Traspasamos la puerta de un edificio de oficinas y subimos
unas escaleras. El sitio al que llegamos no es una cárcel, es una estancia
improvisada, con literas y cobijas. En las puertas hay celadores, con una lista
en la mano. Revisan nuestras identidades. Junto con nosotros entran unas diez
personas más.
Es tarde y hace frío. La anterior mazmorra, con su
humedad y baños continuos era molesta, pero un sitio caliente, aquí domina el
frío. Un viento invernal se cuela por las rendijas.
**
Los celadores apagan la luz y piden silencio.
Quieren que durmamos. Las camas son mullidas, como
de hule espuma corriente; es un material blando, pero las camas no tienen
cobijas. Alguien se queja por eso, luego otro y otro más.
Al rato los celadores traen cobijas, son gruesas y
estorbosas.
En el cuarto debemos permanecer una docena de
personas.
**
Ha pasado poco tiempo desde que nos acomodamos en
las camas con cobijas. Es una delicia colocarse en un colchón mullido, luego de
tantos días en superficies duras. Alguno parece se durmió de inmediato, suenan
ronquidos.
La noche está avanzada y traen comida, unos
sándwiches y refrescos. Nos sacan de las camas para ofrecernos alimento. Es curioso,
la situación no corresponde a un encierro, parece un campamento improvisado.
**
Un celador nos pide que estemos “bien vestidos”
mientras comemos. Es una petición absurda, nadie tiene ropa para cambiarse.
En unos minutos entran varias personas y al centro
una mujer, es la líder y los demás la caravanean.
Se acerca a las camas para preguntar si los detenidos estamos bien. Pregunta en
un tono neutral y como desde una lejana plataforma. Es una visita breve como de
“doctor” según la usanza popular. Es una señora con un peinado de salón de belleza
y un traje sastre, típico de funcionaria.
Uno de los detenidos le solicita ayuda a la señora
para que lo liberen, argumentando que es inocente. Ella pide a un asistente que
tome nota y que revise el expediente de la persona.
A ninguno de los militantes se nos ocurre entablar
conversación con la señora. Ella no se presenta y, hasta después de que se fue
nos enteramos que ella es la Procuradora del DF, Victoria Adato acompañada por
un séquito de funcionarios.
**
El colchón de la cama litera es corriente, algún
tipo de hule espuma, que mi cuerpo lo siente glorioso, después de tantos días
acomodado sobre el piso o cemento.
En unos minutos, el sueño me invade.
**
COLCHONES MULLIDOS Y SUEÑO
Flotando entre los vapores fríos de una oficina de
gobierno adaptada como reclusorio temporal se deslizan las imágenes.
En la tranquilidad de colchones mullidos, por
primera vez un anochecer plácido. Retomo el hilo del sueño anterior, a veces
sucede de un modo tan espontáneo y fresco ese continuar el mundo onírico, y vuelve
a aparecer Platón, mientras mi cuerpo yace en una grieta. Soy el invitado de
ese grupo de personajes que saludan y discuten. El griego saluda a la distancia
a otro personaje y dice:
—Mira, ¡Qué suerte! se acerca Franklin acompañado
con un bufón enmascarado. Supongo que el norteamericano congeniará con tus
visiones socialistas, y además ese tal Infante intenta acaparar a la diva
Félix.
Agita la mano para apurar a Franklin, quien parece
respirar con dificultad mientras el hombre corpulento con la máscara plateada
lo conduce del brazo, como un ayudante de cámara.
Lo presenta Platón mientras se aproxima:
—Un tipo extraño, con ese talento se interesa por
aparatitos y traficar con temas mundanos; nunca he aceptado que las mentes
superiores se entretengan con la burda materialidad, pero a él eso le hace
feliz. Debe encerrar un alma infantil, ese tosco entretenerse con terroncitos,
palitos y piedritas. Y lo acompaña otro dedicado al entretenimiento de las
masas, un enmascarado que hace piruetas graciosas y pone contra el suelo a sus
oponentes.
Estando los nuevos personajes más próximos el
filósofo saluda:
—Benjamín, aquí está el visitante, ya te he
presentado, pero al acompañante no le conozco, solamente de vistas y oídas.
—Soy el Santo, enmascarado de plata, luchador
profesional para servir a usted y a Dios.
Hace una caravana y deja adelantarse a Franklin.
— Benjamín te suplico atiendas al joven, mientras me
disculpo un rato, pues pretendo mantener cercanía con la diva, ya ves que posee
un éter indefinible, eficaz para levantar las glándulas de la vejez y hasta
para alcanzar la música de las esferas.
—Anda sin preocupación, —replicó Franklin— la
diplomacia también es mi fuerte, siempre que Cronos, dios del calendario, no me
presione con una urgencia.
Nos saludamos con cortesía, en la medida que
permanecer dentro de una grieta lo permite.
Y continúa:
—Tengo en mente un sistema social donde la igualdad
sea la base legal de una sociedad, dando oportunidad para que el esfuerzo sea
premiado y no exista la tiranía de los monarcas. Los prácticos indican que
pierdo mi tiempo dedicado al menester de la política, tan peligrosa como
escasamente provechosa. Me resisto a creer que la “cosa pública” (la res pública como decían los romanos) sea
pérdida y vanidad, al contrario, es un deber cívico de primer orden.
Comento:
—La igualdad que predica usted será pervertida por
los intereses privados, que convertidos en capitalismo monopolista, terminará
por traicionar la viejas libertades y el gobierno disfrazado de democracia
actuará con tiranía.
—Que una república fracase no es motivo para
descorazonarse; el ser humano es débil, requiere de una educación enérgica,
entregado a un riguroso régimen de ciencia y virtud, desgranando su ignorancia
hasta convertirlo en un ilustrado que domine la lógica, retórica y gramática.
Saberes indispensables, por decir lo mínimo.
—Acepto que se necesitan educadores, pero ¿quién
educa al educador en un régimen de injusticia y de miseria artificial?
—La injusticia se corrige con el trabajo y la
honestidad del juzgador; entiendo que no es sencillo. El pueblo debe gobernar,
pero resulta imposible su acción directa, como guardián de sus propios
intereses; se requiere de representantes del pueblo y el derecho a deshacerse
de ellos si desvían del camino recto.
—Sin una igualdad económica fundamental la
democracia es una ilusión, el poder financiero de los poderosos se vuelve en
influencia que tuerce las voluntades. El poder económico establece una cadena
de oro que frena a los gobiernos y corrompe a los funcionarios.
—Para eso se establece el sistema democrático, para
que periódicamente el pueblo se deshaga de los malos elementos y los sustituya
por mejores. La monarquía prohibió rotar a los gobernantes, la ciencia del buen
gobierno es como la agricultura: la rotación de cultivos da mejores resultados.
—Sus ideales son de una democracia pura y resultan
respetables, pero las ideas socialistas me parecen un paso adelante.
La respiración cansada de Franklin cambió y dijo:
—Si de socialismo se trata deberías platicar con
Lenin, nadie mejor que él para ese tema —y chasqueó los dedos, mientras su
acompañante daba un salto de cabriola y corría—; no disertaré sobre lo que
desconozco, así que aprovecharás mejor tu estadía aquí.
En un pestañeo, el ruso surgió al lado del norteamericano,
con una sonrisa irónica y comezón bajo la axila:
—Es casi un milagro y también es un deleite que la
visión socialista sobreviva a la vileza de mis sucesores, ese maldito de
Stalin, acribillando a opositores y persiguiendo a cualesquiera —el rosto se
enrojecía y los ojos inyectados de pasión— sin medida ni clemencia. Lo más
molesto, en el terreno estrictamente personal (claro), es que usó mi buen
nombre y colocó mi efigie junto a la suya millones de veces repetida, su feo
rostro junto al mío y no hablo de estética sino del contenido. Porque él,
Stalin, el burócrata escondido y gobernante mediocre, —Lenin manoteaba al aire,
como dirigiéndose hacia una multitud— se aprovechó de la obra de mi vida y de
millones de abnegados socialistas para establecer su reinado personal, su
tiranía sin provecho… —suspiró, movió la cabeza como negando— Dar la sangre por
el proletariado, dedicarse sin fatiga a la mejor causa, eso es merecimiento ¿Y
todo para qué? Para que las plazas se invadan de estatuas de bronce (lo mismo
que sucedió con el zar Pedro) y hasta levanten un mausoleo para una momia…
—detiene la carrera del pensamiento y adquiere una expresión triste— ¿para qué
millones de vidas sacrificadas? Para que un sicofante arrebate el poder. Haber
pasado las noches de invierno interminables en los barrios obreros o escondido
de la Okhrana (la policía política) para intentar tomar el cielo por asalto… y
que terminara todo en manos de ese sátrapa.
El rostro de Lenin está desencajado por la tristeza,
por la pérdida irremediable, y comento para animarlo:
—He leído, conozco tu biografía, no creo que el
futuro te coloque junto a Stalin.
Mueve la cabeza, patea una piedra suelta:
—La historia política termina dominada por las
pasiones. Debemos reconsiderar, estimar el factor objetivo y reexaminar la
ciencia social, sacar le paralelogramo exacto desde la ciencia social marxista…
Aunque los otros habitantes del Eliseo no estén de acuerdo conmigo.
—Unos cuantos creemos en tu lucha.
Lenin sonríe con pena y parece agotado:
— El planeta está saturado de seguidores sin cerebro
y de repetidores sin fibra. Cada vez veo menos partidarios decididos, pero
quizá estoy invadido de pesimismo. Es tan triste alcanzar la cumbre y mirar que
la montaña entera se derrumba bajo tus pies. Necesito un elixir para
reanimarme.
Mira alrededor y señala a una distancia cercana, un
indígena decorado con plumas y bordados exquisitos reparte una bebida.
—Moctezuma— le grita a la distancia el ruso y enseña
los dientes— ven a atender al invitado, con un líquido que traiga alegría.
Moctezuma voltea el rostro moreno con otra sonrisa
lejana, hiriente, histriónica e indecible:
—No soy servidor, yo gobierno, y si gustas alguien
servicial trae a uno de tus iguales, por la vereda se acerca Panekoek y más
lejos peregrina Trotsky.
Lenin objeta:
—En la muerte y en la memoria todos somos iguales,
simples sombras atraídas por el Tártaro, que luchan por sobrevivir en el templo
de Nemosina[17],
es decir, aquí mismo. La soberbia del monarca indígena es vergonzosa en
cualquier ángulo que se la mire.
Molesto el gobernante azteca:
—Escapa por un instante de tu eurocentrismo, mi
civilización es distinta, mi lenguaje se mantiene incólume y complejo. Cuando
indico gobernante no debes entender el déspota terrible que azolaba a tu
pueblo, el mío me amó de modo merecido. La encrucijada que nos enviaba a los teules fue un tema de destino, resultaba
mejor fingir ignorancia; de ese modo, invitar al enemigo Hernán Cortés a la
Gran Tenochtitlán y abreviar al trago amargo de la derrota. ¿Era mejor
prolongar la muerte de mi civilización con una larga guerra? Los sabios dijeron
que resultaba mejor morir de prisa, sacrificarnos al mediodía, en mitad del
esplendor y del poderío. Yo no fui derrotado, me inmolé para beneficio de una
época incierta, de pueblos mestizos y descendencias múltiples. El resplandor de
la nueva ciudad sepultó al espejo de jade del gran lago, para convertirse en un
caos de edificios y multitudes desconcertadas. Tú, gran líder de los rusos, te
levantaste como gigante hasta la alta montaña, las naciones del orbe te
respetaron, y cuando tu cosmos era de victoria, la cúspide se deshizo. Yo
sobrevivo sobre una pirámide mística de sólida roca y recuerdos imborrables, la
sangre de muerte y vida siguen fluyendo sin descanso, los arcanos se mantienen
inalterados…
El ruso lo interrumpió son cortesía:
—Jerarca embebido en tu propia ilusión de grandeza,
no comprendes el horizonte del porvenir; los gobernantes arcaicos están rodeado
de espejos, de filigrana y entelequia.
Sin inmutarse el azteca respondió levantando la voz:
—La existencia es vanidad de vanidades. Levantar
imperios, redimir pueblos ¡Qué carajos importa! La eternidad es una y hacia
ella avanzan buenos y malos, héroes y villanos, ilustrados y plebe… Lo mismo
monta, ingresar en solitario a la caverna oscura de Mictlán que hacerlo acompañado de una multitud enfebrecida de
triunfo y futuro.
Al fondo, la diva se incomodó:
—Dejen de ofenderse con palabras complicadas, hoy
quiero fiesta. Mi belleza es suficiente pretexto para que la gente enmudezca y
se enamore. El feo rosto de la calavera puede esperar, mientras esta flor de la
piel sea lozana.
Platón por lo bajo comentó:
—Se cree mejor que Afrodita.
Einstein sonrió y casi susurró:
—Otra Marilyn Monroe; ella no tolera que la ignoren
por una disputa de varones.
Pedro Infante:
—Complaceremos a María, con una canción alegre,
tengo ganas de dedicarle “Bésame mucho”.
El Santo:
—Un prodigio.
Franklin:
—Maravilloso.
**
EL FINAL DE LA TRAVESÍA
A lo lejos un sonido fuerte me sobresalta. Es el viernes
14 de enero. El sonido no contiene ecos al despertar. Nadie está sobresaltado.
Alguno vecino ya está despierto y sentado en su cama, la mayoría continúa
recostado.
El sol entra por las ventanas, con la claridad desaparecen
los vestigios del sueño. No hay cortinas, el sol bruñe el espacio. Formas
nítidas se dibujan en las literas: patas de madera, cobijas de lana burda,
sábanas de algodón pintado.
En lugar del pasar lista formal y casi militar, un
policía se acerca a cada cama con una relación preguntando en voz baja el
nombre. El cambio en el estilo es drástico, son señales que mueven al
optimismo.
Platicamos entre los tres presos. Entiendo que a
Rafael lo han detenido sin motivo alguno, por una pista falsa de Juan motivada
porque ese amigo estudia periodismo. Detener a un periodista sin motivo era una
tontería más de los tipos de la DIDP. Otro eslabón de una sorprendente cadena
de desatinos.
Rafael Lemus trasluce una mirada clara, una mueca
discreta mientras platica anécdotas de su juventud, sobre su casa y parientes. La actividad política le resulta
extraña, y ahora le resulta más alarmante y peligrosa.
Después de los baños repetidos y obsesivos en
Tlaxcoaque, la sequedad de ese dormitorio temporal resulta curiosa.
También el desayuno en paquetes individuales,
sándwiches sencillos en bolsas de plástico: denota improvisación.
Juan se queja de dolores en el abdomen y solicita un
médico al guardia. Luego de media hora viene un hombre con bata blanca que lo
conduce más allá de la puerta. Se alejan a paso lento.
Transcurren unos minutos.
Regresa contento, le proporcionaron analgésicos.
**
Platicamos los tres. Juan está pesimista, teme lo
meterán a prisión definitiva, con narraciones inventadas, con cargos ficticios armados
por la DIDP. Yo siento optimismo, le digo que no es momento de mortificarse con
lo no sucedido. La congoja de Rafael es indefinida, todavía no platica con
nadie del exterior.
**
Un celador avisa que pronto habrá una entrevista.
Rafael:
—Espero que, por fin, vengan mis parientes.
—Sería bueno.
**
Transcurre el tiempo y vuelven a traer un desayuno,
de nuevo indicios de descontrol e improvisación.
Sopa sin sabor, arroz rojo, guiso indefinido y una
gelatina roja. Un vecino comenta:
—Parecen los sobrantes de un desayuno escolar; esto que
nos dan es lo que no aceptan los niños.
Reímos. No es un chiste, simple suposición, pero
reímos. Es la primera risa en muchos días, se siente cálida y fresca.
**
Vuelven a avisarnos de una próxima visita.
Pasa el tiempo con velocidad. Juan sospecha que uno
de los vecinos es un policía, por su aspecto hosco y mirada turbia. Dice en voz
baja:
—Un policía para espiarnos.
Procura no hablar y nos invita al silencio.
Miro de reojo al tipo y advierto un mirada de furia
contenida, una frustración honda, entre cejas y sienes, efecto de un corazón
duro. Imagino que creció en una casa marcada por el machismo mal entendido, quizá
producto de violencia doméstica que frustró su alma de niño. Ahora es una
criatura vengativa, esperando la oportunidad de cobrarse contra alguien sus
desventuras, asentadas como mosto en un vino amargo. Voltea en nuestra
dirección y esquiva la mirada cuando nos cruzamos con la suya. Finge leer una
revista barata y lanza miradas furtivas.
**
Al fin avisan de la nueva entrevista. Un celador me
saca del sitio, la vigilancia es mínima. Es un pasillo largo y nos dirigimos a
una oficina de policía. Tras unos vidrios encortinados hay un escritorio
pequeño.
—¿Es este?
—Sí, claro.
—Son tres, tráelos a todos.
Me conducen hacia un siguiente cuarto pequeño donde
hay otros policías vestidos de civil con pistola bajo el cinturón.
Platican entre ellos:
—Estos son los que se querían escapar.
Su comentario es extraño. ¿Escapar? ¿De qué hablan?
Recuerdo los años negros de Porfirio Díaz, cuando inventó la “ley fuga”,
mediante la cual se autorizaba disparar contra los prófugos.
Platican entre ellos, en voz alta y siguen con
ironías:
—Estos comunistas no entienden, merecen varias
lecciones.
Sale uno de los sin uniforme, y solamente queda uno.
Guarda silencio. Toma asiento.
**
En las carreras de fondo, tras el esfuerzo físico
prolongado existen lapsos de anestesia física y mental, donde se extravía la
noción del esfuerzo realizado. En el maratón, para algunos durante tramos, se
extravía la conciencia del enorme desgaste y del cansancio acumulado; un pie
empuja al otro y así siguen, sin pausa. Basta detenerse un instante para que el corredor
sufra un estado agudo de conciencia y una molestia insoportable en el cuerpo.
Por eso, en los maratones una distracción suele ser irremediable y pocos lograr
regresar a ese punto hipnótico del empuje sostenido. A veces, la vista de una
meta aproximándose resulta motivo de exaltación; pero cuando el esfuerzo ha
sido agotador, esa proximidad del cordón de meta no marca ninguna diferencia.
El tramo final es tan parecido a cualquier “espacio indiferente” como una gota
de agua a otra. ¿Espacio indiferente? En lugar de la brillante meta, una mente
agotada podría percibir un área sin atributos; incluso algunos corredores no
comprenden que han finalizado su recorrido. Tantos y tantos desenlaces de la existencia
real mantienen esa extraña falta de consistencia: desaparece la resistencia y
la meta buscada se obtiene casi en un parpadeo. Tras el listón de la meta no existe
un territorio sagrado, no surge la “tierra prometida” y tampoco aparece una
situación especial, al contrario, regresa la más cotidiana de las existencias. Sin
embargo, cuando se supera el cansancio o la turbación, para algunos tras el listón
de meta se esconde una existencia por completo nueva: han renacido.
El movimiento de la existencia está construido con
tantas distancias y conjunciones inesperadas, que el diseño de lo lejano (de
nosotros como el siguiente vagón, el próximo día y la anhelada libertad)
resulta de importancia clave. Cada meta crucial está siempre lejos, en lo
emotivo y no en metros. El logro de una meta significativa plantea una
separación radical ante el pasado y la inmersión en un territorio distinto; tan
radical es ese paso que lo llamo un renacer.
En casos extraordinarios, al volver la vista atrás el pasado nos resulta
tan extraño como vaporoso el sueño abandonado de cada amanecer.
**
Entra otro policía e indica sentarse, en la pequeña
oficina hay cuatro sillas viejas.
De inmediato sale y se queda el mismo.
Me quedo esperando, veo con desconfianza el
ambiente.
Entra el celador con Rafael, y tarda unos minutos
para traer a Juan.
Intercambiamos susurros:
—¿Qué viene?
—No sé.
De nuevo el mismo policía que ordenó sentarnos y
trae unas maletas, para preguntar:
—¿Son suyas?
Eran las del viaje:
—Sí.
Las abre y mira la ropa en el interior:
—¿También la ropa es suya?
—También esa es mía.
Juan reconoce la suya:
—La otra es la mía.
—La ropa está completa.
Juan objeta:
—Faltan unos zapatos y una chamarra.
El policía levanta la voz:
—¿Eso importa?
—No, en realidad no importa.
—¿Hará falta en la cárcel?
No contestamos.
—Guarden la ropa en la misma maleta y cárguenla,
cada quien la suya.
Juan se mueve con lentitud, los golpes acumulados en
los días previos no le permiten rapidez.
—Pasen los tres a la siguiente oficina.
La “siguiente oficina” está a unos pasos distancia,
separada por una simple puerta de madera.
Esa oficina de paredes grises y ambiente ordinario
termina en un pasillo. Dos policías nos acompañan y se suma un funcionario
civil. Todos salimos de esa ofician y empieza un corredor amplio, don piso liso
y paredes blancas. El funcionario civil nos indica recorrer hasta el final del
pasillo.
Al fondo veo a Ricardo Pascoe, Pedro Peñaloza y a
Margarito Montes (un destacado líder campesino de esa organización, quien fue
asesinado muchos años después en un cruce de carreteras). Están al fondo del
pasillo y saludan con la mano, tras una media puerta. Supongo que es otra entrevista
como sucedió la primera vez, separados por una media puerta.
Avanzamos hasta
ese sitio. Nos detenemos antes de la media puerta. El funcionario abre
la parte de debajo de la puerta y nos señala dar pasos hacia adelante.
Le pregunto al funcionario:
—¿Qué sigue?
—Nada más, ya quedan libres sin cargos.
—¿Eso es todo?
—Sí, así nada más —y se da la media vuelta, sin
despedirse.
Tras la puerta hay más personas que se acercan a
saludar. Son muchas conocidas y otras desconocidas; también está mi madre y varios
amigos. Los abrazo con alegría. También están los familiares de Rafael,
rodeándolo como en un círculo tribal de fiesta. Los abrazos me detienen, cuando
las piernas me tiemblan y lágrimas de alegría escurren con dulzura. Hay más
abrazos y sonrisas. La desventura ha terminado: todos los secuestrados quedamos
libres y sin cargos.
**
El enorme panorama la Ciudad de México, unas de las
más grandes del planeta, se abre y sobre sus calles caminan millones de almas tan
distintas. Entre muros y asfalto coexisten millones de seres: los burócratas y
jerarcas siguen con sus papeles oficiales (y bajo esa apariencia trivial
esconden decisiones que implican vida o muerte); también los tipos que usan su
puesto para actuar como criminales protegidos bajo placa de policía; los
honestos cargando la culpa de los deshonestos; los obreros se despiden de sus
esposas para tomar el transporte colectivo; las madres llevan al colegio a los
niños pequeños; los infantes se sientan en las bancas escolares; las maestras
marcan una fecha en un pizarrón escolar; los conserjes barren patios y parques;
el jardín es visto por un vecino y en sus ojos se trasluce indiferencia; alguno
vive lo que ningún otro conoció y es importante de saber. Un día más, como
trescientos sesenta y cinco del año. Para unos pocos es la vida misma, respirar
el aire de las plazas, recibir el sol en la cara, mirar a la distancia. Para
otros son hijos y hermanos, amigos y
compañeros que han regresado a pesar de la adversidad. Un regreso para
caminar y respirar después de transitar por el sendero del lado oscuro, ese
infierno que se esconde entre las grietas de nuestra sociedad.
NOTAS:
[2] Carlos
Montemayor en su obra Guerra en el
paraíso presenta una narración de los hechos, bajo forma novelada.
[3] Comité Eureka es el nombre simplificado de lo que inició como Comité
Nacional Pro Defensa de Presos, Perseguidos, Desaparecidos y Exiliados de
México.
[4] Declaración de Rosario Ibarra en el periódico La Jornada, del 19 de abril de 2010: “el hecho de haber rescatado
con vida a 148 es algo. Muchas madres no tuvimos la dicha de volver a abrazar a
nuestros hijos, pero sí la de ver a otras abrazar a los suyos con los ojos
llenos de lágrimas. Eso satisface a cualquiera.”
[5] Diversos
estados de encierro y privación provocan estas percepciones singulares, como la
relatada por Arthur Koestler a partir de su encierro en las cárceles de Franco
cuando dice: "el carácter primario de este estado es la sensación de que
se trata de algo más real que ninguna otra cosa que se haya experimentado
antes; de que, por primera vez, se ha levantado el velo, y uno está en contacto
con la "realidad real", con el oculto orden de las cosas, con la estructura
del mundo revelada con los rayos X, normalmente oscurecido por las capas de lo
que es ajeno" Arthur Koestler. Autobiografía.
5. La escritura invisible. 1936-1940.
[6] En esos
años este periódico se consideraba un medio de izquierda, después dejó de
identificarse con esa tendencia.
[7] CALDERÓN DE LA BARCA, Pedro, La
vida es sueño
[10] Revista
Nexos, fecha 1-03-1983. SABORIT, Antonio, En
ausencia de malicia: los asesinos entre nosotros. “Así, frente a esta
información y opinión editorial televisiva, la mejor noticia reportada en los
periódicos de ese día sábado 8 de enero ("ha iniciado la DIPD un proceso
de desintegración") envejeció de inmediato con los tres rounds
informativos del sábado por la televisión. Fernando Ramírez de Aguilar L.
-reportero de Unomásuno- informó ese
sábado que, a pesar de que aún no se había girado ninguna notificación oficial,
la División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia había
comenzado a desintegrarse. "Entre las primeras medidas adoptadas en dicha
corporación -escribió el reportero- se encuentra la revisión de poco más de dos
mil 300 expedientes de integrantes de esa policía, a fin de realizar un sistema
de selección en el que sólo quedarán en activo 500 elementos".”
[11] Revista
Nexos, fecha 1-03-1983. SABORIT, Antonio, En
ausencia de malicia: los asesinos entre nosotros. “Hay
una línea recta que va de las declaraciones hechas por el general Ramón Mota
Sánchez (Dirección General de Policía y Tránsito) el viernes 10 de diciembre de
1982, en las que anunciaba en breve cambios de todo tipo, (así como la
existencia de planes para erradicar el influyentismo, lograr mayor respeto para
la policía, dar una batalla frontal a la corrupción y promover la investigación
de abusos y extorsiones [Novedades] al decreto presidencial que borró de la
nómina del gasto público a la División de Investigaciones para la Prevención de
la Delincuencia (DIPD), y que entró en vigor el mismo día de su expedición, el
jueves 13 de enero de este año. O más que una línea recta, hay una espiral que
poco a poco se aparta de su centro…”
[12] En la
página oficial de Miguel de la Madrid Hurtado aparece esta síntesis de la
decisión para acabar con la DIPD, Cf. http://www.mmh.org.mx/nav/node/26.
[13] PONIATOWSKA,
Elena, “Tres secuestros: ¿Última hazaña de la DIPD?”, Unomásuno, fecha 15 de enero de 1983, p. 2.
[14] PONIATOWSKA,
Elena, “Tres secuestros: ¿Última hazaña de la DIPD?”, Unomásuno, fecha 15 de enero de 1983, p. 2.
[16] De acuerdo
a la primera biografía de René Descartes y en la que se basaron todos los
relatos sucesivos, el filósofo tuvo tres sueños y una visión que los sacaron de
la carrera de aventura militar (se acostumbraba el mercenarismo) para dedicarse
a filosofar. LABASTIDA, Jaime, Producción,
ciencia y sociedad: de Descartes a Marx, Ed. Siglo XXI.
[17] En la Introducción a la Filosofía de la Historia, Hegel invoca a la diosa griega de la
memoria y Lenin era un conocedor de Hegel, cuando afirmó que es imposible
conocer a Marx si no se ha comprendido antes a Hegel.
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