Por Carlos Valdés Martín
Presentación
Esta narración
describe pasiones familiares y los secretos del arte dando sentido a una
búsqueda incansable que se convierte en una escultura más allá de los límites
convencionales. Cuando una búsqueda sincera no se detiene ante ninguna
dificultad alcanza grados sublimes y convierte las fantasías en un más allá de
la realidad.
La familia Lira
La tía Caridad entró
llorando para abrazarlos y sus sollozos retumbaron con el eco de la sala casi vacía.
Ellos, Rafael y Simón no solamente perdieron a sus padres, también la queridísima
hermana desapareció sin dejar rastro cuando una avioneta se estrelló en mitad
de la sierra.
Entonces Rafael sintió
que el futuro es imposible de adivinar, como un texto sánscrito guardado bajo
siete llaves inviolables. Todavía el día anterior a la tragedia, una gitana
abordó a su madre en un parque, y le predijo que vendría fortuna y una larga
vida, mientras recalcaba:
—Y estos varoncitos
hermosos —refiriéndose a los dos hijos presentes—valen su peso en oro.
Ese viaje pareció encerrar
un despropósito. El señor Lira era emprendedor, interesado en nuevos negocios y
fue el invitado. Por insistencia de un funcionario de gobierno, los pasajeros
volaban hacia una finca cafetalera para evaluar nueva maquinaria. La madre
temía volar, pero adoraba seguir al marido cuando había oportunidad. Pero esa
vez la hermana jamás debió acompañarlos, Raquel tenía que asistir al curso
escolar.
Desde esos trágicos
eventos, Rafael pasó largas noches en vela intentando comprender cómo había
sucedido que la hermana viajara con sus padres. De cualquier manera, desde los trece
años Rafael cambió sus actitudes; antes fue rebelde y consentido. Asumió que se
convertía en un jefe de familia sin título alguno, cuidando a Simón de nueve años.
La tía Caridad, la única pariente cercana por línea paterna, era cariñosa; pero
de escasa vitalidad, pues por su edad avanzada estaba achacosa y enferma.
Asumió la custodia de los sobrinos como una bendición, que compensaba su alma adolorida
por sus propias pérdidas emocionales, pues ya era viuda y su único hijo había
emigrado al extranjero. Al parecer tuvo un grave conflicto con el hijo propio, pues
no escribía ni telefoneaba. Ella fantaseaba que su retoño volvería casado del
extranjero pero nunca daba datos concretos para indicar ese regreso. Con los
años, Rafael hasta sospechó que su primo no existía o murió sin dar noticias,
porque jamás lo había visto ni escuchado en persona: semejaba ser una leyenda. Según
la tía, la única foto del primo era una miniatura borrosa, en un recorte de
periódico con un grupo de estudiantes de primaria, pequeños y uniformados, el
letrero de abajo indicaba: “Instituto Cervantes, Quinto Año”. La tía repetía con
nostalgia que el más alto y apuesto de ese grupo era su retoño.
No era
indispensable que Rafael se empleara, pues la tía contaba con una pensión, pero
él ansiaba comportarse como cabeza de familia y, desde la primera vez,
descubrió que al trabajar con intensidad anestesiaba la nostalgia por sus
muertos y aportar dinero le otorgaba jerarquía. Entonces le resultaba sencillo
conseguir empleos informales o de jornada parcial. La cantidad de cambios no
mostraban su inestabilidad sino una ambición práctica. En el camino de regreso
a casa, Rafael preguntaba a desconocidos o conocidos, mirándolos a los ojos:
—¿Sabe usted de
algún trabajo para un chico como yo?
En especial a las
mujeres les causaba mucha gracia o ternura que un chico buscara trabajo antes
de la edad marcada por la ley y la costumbre. Esa gracia provocó que cambiara de
empleo continuamente. Probó como recadero, lavaplatos, empacador, dependiente
de tiendas, obrero, carpintero, ayudante de albañil, asistente de chofer,
auxiliar de mecánico y obtuvo su primer contacto con el oficio artístico
posando como modelo de dibujo en una academia. Hubiera tomado otros empleos,
pero en las empresas más grandes siempre solicitaban el permiso de los padres y
una visita de ellos para confirmar ese permiso. Entre tantas actividades descubrió
inclinación por los vehículos automotores. Recién cumplió los dieciocho cuando
una señora en el mercado lo reconoció y le insistió en que entrara a manejar a
una empresa camionera.
—Pero se necesita
de licencia especial para conducir camiones grandes.
—Vaya, vaya, mi
marido es un buen patrón y le enseñará.
Aunque expresó reticencia,
desde antes Rafael se había fascinado con los automotores. Coleccionaba recortes
de autos y camiones; era un aficionado y el nuevo trabajo lo enamoró. Dejó de
buscar nuevos empleos y se quedó por muchos años. Ese gusto por los automotores
acaparó sus afanes hasta que descubrió su vocación por el arte.
Hacia una vocación
Sentí deseos de estudiar arte —pensaba Rafael Lira— y ahí
encontré una vocación. Por simple amor propio me propuse terminar una
licenciatura. Una carrera agradable y por completo alejada del trabajo diario.
A final de cuentas, mi empleo era distinto a una profesión de currícula; el
puesto de chofer de camiones pesados no exige requisitos académicos. La ruta principal
de la empresa camionera es corta, pero peligrosa. En atardeceres de neblina y
lluvia, el desfiladero de la montaña rumbo a Nochistlán ya ha cobrado vidas. Mi
vista de águila y una inagotable capacidad para el desvelo me hacen el mejor
operador; el patrón no arriesgaría un camión que vale más de un millón a manos
débiles y ojos miopes. La ruta implica sólo cinco horas en la noche. La baja de
los negocios obligaba a espaciar los viajes cada par de días y, por contrato,
no me podían emplear en el horario diurno. Ni siquiera tuve que avisar en la empresa
que ingresaba a la escuela, disponía de las horas de sol completas para mí.
La titulación de la Facultad de Artes
El decano Frumencio
Santé impulsó un original sistema para elaboración de tesis. La elección de
tema no se dejaba al arbitrio del estudiante ni de sus maestros asesores, sino
se definía una intersección de temas, mediante la cual ambas partes definían
cinco fobias, estableciendo aquello inaceptable. Era un sistema de intersección
geométrico, quizá porque ese decano tenía vocación de geómetra, a la usanza clásica
de la escuadra y el compás; que encontró una línea media entre los impulsos
juveniles y las exigencias académicas, bajo una modalidad alegre y hasta
juguetona. Cada parte ponía sus condiciones, rechazando algunos aspectos, lo
cual creaba dificultades y tensiones iniciales. Por ejemplo, un alumno admirador
de Pablo Picasso podía rechazar: la pintura al óleo, el estilo academicista, la
utilización de partes relativas a animales, los temas amorosos y el empleo de
la perspectiva. Por su parte, sus maestros prohibirían: figuras humanas, el
color rojo, paisajes, dibujos coloreados y estilo abstracto. Con este último
detalle se evitó que esa tesis fuera una simple imitación de Picasso. Luego se
hacía una junta de aclaraciones, donde la presencia del decano era frecuente y
el resultado generaba la instrucción básica de estilo, tema y composición:
pintar con técnica de fresco un mural al estilo manierista brindando un
sentimiento bucólico, plasmado con una paleta de colores azules, verdes y amarillos
con el tema una habitación interior sin perspectiva (en sentido estricto, el
requisito se eliminó: luego de la deliberación resultó evidente que la
eliminación completa de perspectiva conducía a un callejón sin salida). En
ocasiones, la mutua restricción era imposible de cumplir y la tarea consistía
en modificar las prohibiciones. En otras situaciones, el desenlace señalaba una
opción insípida, por lo que el decano Frumencio agregaba ingredientes para
señalar la ruta con más intensidad artística o un reto mayor para la
creatividad del alumno. Cuando Frumencio cumplió los 70 años, a ese
procedimiento le agregó un toque de juego, al presentar o motivar la resolución
a través de pistas, lo cual fue bien apreciado por la mayoría. Este juego de
pistas no lo elaboraba el decano solo, primero aceptaba sugerencias de maestros
y luego lo encargó a su asistente. Como el trabajo de tesis creaba una obra
única, una parte del objetivo del decano era modular el calendario de
ejecución, evitando las prisas juveniles y espoleando a quienes se detenían en
el camino.
La escuela enviaba
los materiales y los estudiantes nunca hacían adquisiciones por su cuenta: esa
era la regla. Para mantener un nivel de dificultad, desde el área del decano
podían enviarse, por ejemplo, los colores incompletos y a veces era uno cada
vez; un boceto de una cuarta parte del mural; e incluso cambiaban la dirección
del muro a pintar, para provocar un gracioso malentendido al asignar el vagón
de un tren carguero. Otro ingrediente era el correo de postales, pues cada estudiante
recibía tarjetas postales adornadas, por lo regular, con imágenes de temas
antiguos y ahí escribía insinuando una necesidad. Por ejemplo, si alguien ya no
tenía azul, debía poner una insinuación, por ejemplo, la palabra cielo; si el
muro asignado resultaba pequeño, debía indicar en un mapa la muralla China, por
eso de la gran extensión de la muralla. En fin, las peticiones directas debían
disfrazarse, de lo contrario se perdía puntaje en la calificación. Esa veda de
las compras resultaba poco práctica, pero la administración de la academia la
había establecido, porque las obras de tesis pasaban al acervo de la escuela. Además
se tenía la triste experiencia que un color azul de una marca comercial corriente
hizo una reacción química sobre un hermoso paisaje al óleo que fue premiado y,
luego de pocos meses, durante una exposición de gala se destruyó por completo,
comenzando por la bóveda celeste.
Mazanelli me enseñó la fórmula
El escultor Mazanelli me enseñó la fórmula para metalizar;
así, logré una fina capa de metal para el velo de Isis que coloqué sobre la
cara; desde cerca se adivina un ojo que mira con gratitud y fijeza, para
revelar cualquier misterio del alma
El viejo maestro Mazanelli en su clase de escultura tuvo
tantas gentilezas conmigo —pensaba Rafael con alegría—, que decidí retribuir las
atenciones. El tema de la tesis quedó dedicado a la escultura y sus retos, para
lo cual simplemente excluí las demás artes y los materiales alternativos, por
tanto las cinco exclusiones se resumieron en dos: “cualquier arte que no sea la
escultura y cualquier material que no sea metálico.” Aunque el tema de los
metales poseía su truco, porque el mérito mayor de Mazanelli consistía en la
metalización de casi cualquier material, y en ese sentido sus clases fueron en
extremo instructivas. ¿Cómo revestir una rama de acacia con una fina capa de
bronce? Antes parecía imposible, pero desde el invento de la licuefacción en
frío de aleaciones se lograban maravillas, pues del metal líquido creaba una
solución sutil, la cual se rociaba. El proceso era laborioso y un descuido
bastaba para romper la rama o marchitar visiblemente las hojas. En una ocasión Mazanelli
mostró una breve proeza, pero la mayoría de los alumnos quedó indiferente y no
captaron su enseñanza. Entonces el profesor nos explicaba que el fino velo de
Isis, admirado por los herméticos egipcios, se hizo al revestir cristal con una
capa de metal. El resultado era opaco pero, al mismo tiempo, traslúcido. De tal
modo, el rostro de la diosa detrás del velo se adivinaba hasta en su expresión
más mínima. Los alumnos regulares con escepticismo miraron un envoltorio de
aluminio cubriendo una esfera que se intuía escondía una cabeza en bronce. Ningún
alumno adivinó que existiera un efecto traslúcido. El profesor preguntaba con
voz rasposa:
—¿Cómo se mira bajo ese velo sin rasgarlo? ¿Alguien me lo
puede decir?
La respuesta general fue una risa nerviosa, pues Mazanelli
se estaba impacientando y eso podía reflejarse en las calificaciones del mes.
Se me ocurrió una buena idea:
—Quizá apagando las luces, pues el brillo causa reflejos
y no permite la mejor observación.
—Hasta que alguien atrapó mi idea— sonrió Mazanelli,
mientras ordenaba con la mano que bajaran el interruptor y tapar las ventanas—,
que no era tan complicada.
Conforme se iba reduciendo la luminosidad el velo dejaba
de brillar y permitía advertir una silueta en el interior. No fue posible
terminar de oscurecer el recinto, pues había varias rendijas difíciles de
obstruir. El maestro empezó a explicarnos la polarización de la luz y las
variedades de superficies refractarias, aunque el horario de clase estaba a
punto de terminar y decidió abandonar esa explicación. Dejó una tarea:
—Díganme sí es
posible aprender a observar la oscuridad en los metales. Investiguen y luego
comentamos.
La mayoría se retiró de prisa, pero unos pocos
permanecimos para solicitar que siguiera oscureciendo el salón, curiosos por
mirar mejor esa escultura velada. Mazanelli, tras los ruegos accedió ante sólo
tres escolares y siguió explicando:
—Algunos
materiales son muy sensibles a las variaciones discretas de luz; en cierto
umbral de fotones esos materiales se vuelven traslúcidos o semi opacos,
saltando del reflejo hasta las diversas modalidades de paso de la luz. El
efecto es como los viejos relojes de cuarzo que dibujaban numeritos cuando
pasaba una cantidad de electrones por una superficie.
Cuando terminamos de tapar los orificios por donde se
colaba la luz, emergió con claridad la cabeza de Isis con las facciones finas
de una aristócrata del Egipto faraónico, de pupilas brillantes y ceño amable;
como si la diosa estuviera retándonos a descubrir una verdad, que antes nade
conoció.
Algunos, académicos, críticos y artistas estaban inconformes
y disgustados contra esa técnica del metal líquido de Mazanelli y la
despreciaban, pues opinaban que representaba el arribo de la fotografía a la
escultura, sustituyendo la creación con la copia. Incluso algunos maestros
estaban deseosos de prohibir el uso de esa técnica en la escuela, pero el
prestigio de Mazanelli y los muchos premios que adornaban un pasillo de la
escuela, inhibían tales actitudes extremistas. Por eso, cuando los maestros envidiosos
plantearon una serie de exigencias bastante extrañas supuse que era una especie
de vendetta. Los maestros exigieron: ninguna simplicidad, nada carente de
sentimiento, ninguna vulgaridad, ninguna imitación y nada arbitrario. Los
primero cuatro puntos parecieron retos y exigencias difíciles de conseguir,
pero todos comprensibles, mientras esa “ausencia de arbitrariedad” me dejó un mal sabor de boca, pues mi creatividad
recibía un balde de agua fría.
El resultado de la “intersección” para tema de tesis me
dejó molesto, sentí que había una mala elección. Pero el trago amargo de la
elección del tema de tesis se alivió con las finuras del decano, quien me
convenció que seguiría un procedimiento escrupuloso y divertido, que alentaría
y motivaría para terminar con una obra digna de exponerse. Habló de las
ciudades de Europa donde se habían expuesto las tesis mejor calificadas y de
los premios que ganaron en la última exposición bienal del extranjero. Y el
decano Frumencio tenía fama de cumplir sus promesas y volver esperanzas en
realidades, así que adquirí confianza para emprender mi tarea final.
Equipo para el taller del tallar
El maestro Mazanelli pareció quedar más preocupado con el
reto, —recordó Rafael— así que hizo una
visita y propuso un plan de acción, donde planteó que yo renunciara al trabajo
actual para dedicarme de tiempo completo a la obra; fingiendo que vivía en un
país extranjero y mi única relación con el planeta fuera el “tallar en el
taller”; lo cual, en sus términos, significaba dedicarse a la escultura por
completo.
Mi taller era modesto y lejano a los estándares
profesionales, pero sí poseía el horno eléctrico de fundición, en su modelo económico,
y herramientas finas de burilado y pulido. Escaseaban o, en el peor caso,
faltaban las materias primas que sirven al moldeado, fundición y soldadura como
son los costosos fundentes, aditivos y esmaltes. Además para el arte
escultórico se usan algunas pinzas, marmitas, moldes y buriles muy
especializados. De hecho, es indispensable un esmeril eléctrico para reducir
los bordes y dar acabados lisos, pero el mío estaba descompuesto.
Contra la cuarentena de compras el maestro Mazanelli dio
un apoyo extraordinario y trajo el equipo que hacía falta, como un esmeril y
variedad de materias primas para obtener los acabados del metal licuado. Entre
la dotación estaban herramientas de construcción como plomada, nivel, palanca,
escuadras y otras que, al principio, supuso que serían inútiles, pero en
perspectiva contribuían maravillosamente al propósito. En la escuela él dijo
que era en calidad de préstamo para no provocar envidias, en realidad eran
regalos.
Las instrucciones: definir un espacio
rodeado por biombos orientales y el tema preciso de la obra final
Con tantos
esfuerzos y esa idea brillante y aguda que tuvo Rafael Lira, tal como la plasmó
en sus notas y recuerdos, es importante conocer el desarrollo completo de la
gran obra de su vida, la cual no duraría ya mucho. Pues los años son pocos
cuando son atrapados en una vorágine que arrastra hacia una finalidad única.
El decano, mediante
un escrito puntual, hizo entrega de las especificaciones de la academia para
crear la escultura. Dentro de un sobre de papel Manila, el pliego decorado en
los extremos e impreso en pergamino imitación de lo antiguo parecía un decreto
de un emperador, ilustrado con garabatos en los lados y pequeñas esferas evocando
a las constelaciones. Para dar un mayor efecto el sobre estaba lacrado y
sellado, y al abrirse desprendía un olor a especias de las Indias Orientales,
mezcla de canela, clavo y lavanda. Lo enviado no era orden autoritaria, pues
tras las indicaciones se abría un enorme margen para la iniciativa creativa. En
particular, al terminar de leer Rafael no tenía ninguna imagen de lo sugerido.
El primer paso definido era sencillo, y sólo pedía establecer un espacio mínimo
para el desarrollo de la obra; estableciendo un sitio donde la actividad fuera
exclusiva para la obra artística de la tesis. Para garantizar ese espacio
apartado y definido, el escrito ofrecía la próxima entrega de unos biombos con
decorado oriental. El segundo aspecto se refería a la técnica: la metalurgia para
una escultura. Y el tercer aspecto, que era el único extravagante, se refería a
la tarea integradora de las partes. Las partes en sí no estaban definidas, pero
el texto indicaba: “la obra buscará un equilibrio exacto entre los componentes
realistas y la imaginación desbordada; nada de simplezas; la complejidad máxima
es requerida, pero en un breve espacio, la unidad de lo múltiple en una única
señal; evitar la vulgaridad y la imitación, pues quien repite es un loro no un artista. La comunicación será así: usted
envía sus postales con la insinuación de una inquietud sincera y nuestra
posterior respuesta será interpretada libremente por usted. Si lo antes dicho todavía
no le sirve para empezar, entonces la opción es comenzar por fabricar un
pedestal sólido y luego diseñar en papel una estructura que parezca
humana. Es recomendable elaborar los bocetos desde varios ángulos y
perspectivas, considerando las medidas, materiales y hasta el peso final de la obra”
Al hacer su balance
de lo recibido, Rafael Lira quedó conforme.
Decidió separar el
extremo oriental de su pequeño taller de artista, amontonar los objetos en el
resto del sitio. Marcó un área con una tiza blanca en el suelo. Todavía no
recibía el biombo, pero le convenía adelantar la organización del sitio. Puso
en el extremo sur el horno, las materias primas quedaron la entrada quedaba al
occidente, y, en el norte ocuparía las herramientas de mano y la posible
adecuación de unas poleas para cargar los componentes más grandes de la
escultura, en caso de fundirla por partes, como era previsible.
El biombo
Las tablas subían
casi hasta el techo; alrededor cubría por los costados el pedestal de la obra y
dejaba un espacio suficiente para que Rafael laborara con soltura. El biombo poseía
su propia puerta abatible, colocada a la izquierda de la parte frontal. En las tablas
del biombo se adivinaba el material de fondo, al tacto indicaba una madera
ligera, quizá bambú, recubierto de un acojinado y sobre éste los textiles
decorados de seda. Los decorados representaban cuatro distintos jardines, cada
uno con animales según el estilo oriental, con sus tigres, garzas y dragones;
conviviendo en pacífico rondín, recordándonos el convivir de los niños
juguetones. Unas montañas, lagos, además de árboles soleros, puentecillos y
lejanas pagodas complementaban esos paisajes. Erguida entre la naturaleza, una
especie de deidad femenina sonreía, ataviada con el típico kimono, como si su
mano delicada dominara a los dragones. En los extremos, las letras de grafías negras
recomendaban la acción mediante la inacción y, también, vaciar el cuenco del
alma para fluir junto a la naturaleza.
En cuanto Rafael colocó
el biombo, sujetándolo con grandes tornillos en el piso, el conjunto del taller
abandonó esa apariencia polvosa y desordenada; una apariencia caótica que suele
emanar de las guaridas de artistas. Esa nueva sensación agregaba la solemnidad
de un templo oriental, donde fluía el viento del Este y acariciaba el rocío
matinal. Aunque no un templo imponente, sino el discreto adoratorio de un
jardín familiar, ubicado en una alejada provincia de China; mirando al pié de
la montaña donde se ocultan los monjes para practicar la meditación para
obtener la inmortalidad.
Debido a esa dulce
pero fuerte impresión que le causó el biombo, Rafael Lira decidió hacer más
adecuaciones en su taller, como colocar nichos laterales aptos para una
iluminación que hiciera juego con el sol anaranjado del ocaso, y donde también agregó
perfumeros. Los nichos mezclaban tonos cálidos de luces con las hermosas figuras
del humo de incienso, que al subir bailan en diferentes direcciones mientras
atraviesan la discreta luz de las lámparas.
El pedestal atrapó el polvo del desierto
subsahariano, que tiembla de tristeza y abandono para templarlo con la brisa
alegre de las costas; abajo la puerta que anunció a Beethoven que el destino llama
En la tarjeta de
peticiones Rafael envió la palabra “polvo
desértico”. Al regreso recibió el pedestal, y tenía escrita la leyenda, con
grafías pequeñitas como cinceladas a mano sobre el metal: “polvo del desierto
subsahariano, que tiembla de tristeza y abandono para templarlo con la brisa
alegre de las costas”. En efecto, la apariencia era de gránulos calientes y
agrestes en las orillas, al centro una suavidad tersa, como si frescas olas y
brisa marina hubieran limado la base superior. Esa combinación agradó a Rafael.
Para moverlo usó un
patín grande que le prestó el maestro Mazanelli, previendo que una obra
delicada no debe arriesgarse con manipulaciones torpes. El patín poseía un
delicado mecanismo que permitía deslizar una plataforma desde abajo y levantar
unos centímetros una pieza con más de un metro cuadrado de superficie, luego
mediante un ligero impulso la izaba hacia el patín. El patín volvía un juego de
niños el desplazar casi una tonelada de metal. Rafael Lira quedó muy satisfecho
con el acarreo, pues eso garantizaba que el traslado de piezas grandes
resultaría inofensivo, casi un placer en lugar de un problema, como había sido
antes.
El pedestal era
hermoso pero estaba desequilibrado, le faltaba un espacio grande bajo el
costado derecho, por lo que parecía incompleto y no sostendría nada con
firmeza. De manera provisional puso una simple viga de riel para acomodar la
pieza. Por eso Rafael hizo su siguiente petición al siguiente tenor: “Sostener el pedestal”.
Al día siguiente
envió otra postal: “música, Beethoven”
y esperaba recibir un modular musical, pues varios graduantes recibieron uno junto
con una colección del autor clásico. El área musical de la academia había
recibido una donación en especie y gran cantidad de ese equipo musical se
estaba repartiendo entre los alumnos destacados.
Al día siguiente
Rafael recibió un trozo sólido y robusto de metal imitando madera, con una
perilla de estilo antiguo. La pieza encajaba perfectamente en el pedestal y tenía
una leyenda en el costado: “El destino
llama a la puerta”.
Era fin de semana,
y tras meses sin comunicarse, además del paquete, Rafael recibía la visita de
su hermano Simón, unos años más joven y entonces dedicado al comercio.
Sonriente ingenioso y hábil para los negocios, estaba de visita pues la esposa
embarazada se había quedado en casa de la suegra. Rafael dijo en voz alta:
— Vaya que Frumencio
tiene una asistente talentosa.
—¿A qué te
refieres?
—El decano de
nuestra escuela se encarga de proveernos de materiales para la tesis. Él se
llama Frumencio, quizá no lo conoces. Su asistente general es Pilar. Ella casi
es de nuestra edad, pero ya está aseñorada, se casó hace tiempo. Ella es su
brazo derecho y se merecería el puesto de decana; pero ese lugar se añeja, como
en barricas.
—No la recuerdo.
¿Está guapa?
—Tiene lo suyo y es
talentosa.
—Envió parte de la
puerta de la Quinta Sinfonía de Beethoven. Cuando tituló el primer movimiento,
indicó que “el destino llama a la puerta”.
—Esa puerta debe
ser una reliquia.
—No me entiendes,
no es la original. En algún trabajo intermedio otro alumno de escultura entregó
un modelo de lo que él se imaginó con esa puerta. Los trabajos escolares de
alumnos anteriores se reutilizan para las tesis.
—Pero ¿está guapa
la Pilar? — Simón retomó su punto de interés—, mientras destapaba una botella
de vino tinto de España.
—Sí es atractiva,
una moreno clara, de pelo como ala de cuervo. Quizá su boca es un poco grande,
en lo demás presenta buenas armas. ¿No estas pensando en…?
Interrumpió Simón:
—Simple curiosidad,
soy un corderito fiel.
—Brindemos por tu
segundo hijo que viene en camino. —Levantó la copa al aire en el gesto del
brindis— Salud.
—Salud. Y ya quiero
ver ese taller tan cambiado, que tanto presumiste por teléfono. —Luego de
paladear el licor rojo oscuro y continuó— Pero también ya quiero verte sentando
cabeza con alguna dama.
—No molestes.
El pequeño edificio de departamentos
Esa construcción
era una curiosidad en el barrio antiguo.
Planta baja y dos pisos en un cuadrado perfecto, pero forrada con
tablillas de madera al estilo del trópico, cuando se encontraba en mitad de una
zona de la ciudad donde predominan las canteras coloniales y la madera resulta
material exótico. Bajo la madera exterior se asomaba una construcción sólida
con tabiques; al interior, amplias áreas quedaban forradas con tapices de tonos
crema. Su apariencia exterior unía el trópico fresco con la curva victoriana en
los capiteles y un semi-triángulo rematando el edificio por la parte superior. La
edificación se repartía entre dos departamentos grandes por cada piso, un ático
superior y una bodega al fondo, conectados mediante un rústico elevador
mecánico. Desde afuera se veía una construcción sencilla con algunos adornos
que recordaban hojas y ramas en las
esquinas y su remate superior. Las ventanas eran pequeñas, pero suficientes
para iluminar los cuartos durante el día. Cada departamento tenía dos habitaciones
amplias, una gran sala-comedor, cocina y un baño con tina de porcelana. Los
departamentos estaban rentados por inquilinos.
Rafael Lira ocupaba
el último piso, en el lado hacia la calle y además el ático, ocupado por su
estudio. El departamento contiguo quedaba reservado para el dueño del edificio,
que en varios años nunca había aparecido. Atendía el sitio una señora vieja de
origen indígena mazateca, que fue la sirvienta del dueño en otros tiempos y recibió
el departamento en planta baja, enfrente. Atrás vivía un admirador de Poe, que
vestía de negro y poseía unas ojeras, que no se sabría si eran pintadas de gris
o producto de un envenenamiento paulatino. Ese vecino también era sombrío en su
trato y hasta evitaba los encuentros en el pasillo. El escaso trato con la
mazateca de pelo canoso y palabras suaves era cordial; ella se encargaba de
mantener el sitio, procurando que el inquilino “consentido” se sintiera a gusto
y, con timidez, entregaba recordatorios del dueño para que Rafael no se
atrasara con el pago.
Plática de hermanos
—Recuerdo que
—decía Rafael, mientras jugaba con una copa de vino, girándola con la mano— cuando
eras niño decías frases desconcertantes: “nuestra hermana no murió; el otro
día, la vi entre la gente de la plaza”
—Es que yo sí la
veía entre las multitudes. No completa, pero una mano entre la gente me parecía
la de ella. Pasaba una cabellera castaña brillando con el sol del mediodía y
suponía que era ella —continuó Simón, mientras abría la ventana—; me bastaba un
fragmento y mi mente integraba el resto.
—Me espanté la
primera vez que lo dijiste. Estabas tan convencido. Me buscabas la cara para
garantizar con tu mirada recta que no era mentira ni cuento de chicos.
—Al principio no me
creías, —sonreía Simón, como burlándose— pero te hacía dudar con mi insistencia.
—Cuando regresabas
del colegio entrabas emocionado para darme otra vez la misma noticia.
—Y tú me interrogabas
como un fiscal, hasta aclarar que solamente miré una mano, una calceta o un
hombro iguales a nuestra hermana.
—Y un día te dije
que por fin la miré completa, —se volvió a reír Simón— atrás de un aparador,
que ella estaba de pié entera mirándome, y con la mano advirtió que me alejara.
Yo le gritaba desde la calle que regresara con nosotros, que sí la queríamos y
ella respondía desde atrás del vidrio, lamentando lo inútil de regresar. Yo
interpretaba que ella escaparía al mundo de los muertos. Saludó con la mano y
desapareció. Sí, se desvaneció ante mis ojos. Desde entonces no la quise buscar
más entre la gente.
—Sí, un día dejaste
de platicar que la habías visto… —se levantó del sillón Rafael y continuó
despacio— no te comenté entonces, pero también había comenzado a buscarla. Guardaba
la fotografía siempre en el bolsillo. Cuando paseaba por barrios alejados y la
gente me era desconocida tomaba valor para preguntar si habían visto a esa niña
y algunas señoras decían que sí. Me daban explicaciones de en qué calle y
avenida. Hacía mis pesquisas y lo más extraño era que sí parecía seguir las
huellas reales de una persona. Con los informes terminaba por preguntar en
alguna vivienda y resultaba que justamente se acababa de mudar una familia de
ese sitio. Enseñaba la foto y movían la cabeza con asombro, decían que sí.
—Me estás poniendo —tosió
ligeramente— nervioso. ¿Por qué nunca lo dijiste?
—De por sí parecías
enfermo de extrañarla. Creí que te haría daño alentar tus fantasías.
—Tú mismo pensaste
que eran reales —objetó Simón— y la buscabas más que yo. ¿Qué resultó de tu
búsqueda?
—Nunca encontré a
nuestra hermana. Aunque sí a una muchacha casi idéntica a Raquel, como dicen “era
una gota de agua con otra”. Claro, había pasado ya años, había cumplido unos
veinte. La abordé y me contó su propia historia, no podía ser nuestra perdida, luego
conocí a sus padres.
—De cualquier
manera me hubiera gustado saber que me creías —reprochó Simón, antes de cambiar
de tema—. Y ya se termina este vino. Espero que tengas algo sabroso para
continuar.
—Si esto ya tiene
olor a fiesta, pero más tarde salgo a manejar, así que yo seguiré sin alcohol.
La postal y la ruta
El tema propuesto
en la postal resultaba obvio, decía: “Extraño a mi hermana”. Aunque Rafael no sabía
si la asistente del decano sabía detalles de su hermana fallecida.
En respuesta,
Rafael recibió instrucciones para conducir un camión a una dirección. El
desplazamiento le pareció curioso, pues una avenida daba vuelta a una calle,
ésta se desviaba a una callejuela, que a su vez entroncaba a un empedrado; el
cual entraba a un callejón y terminaba en una “servidumbre de paso”, es decir,
un pasillo angosto que liga una propiedad que está literalmente atrapada entre las
otras. Cada tramo del camino llegaba a uno más angosto, cual un embudo. El
efecto de embudo lo anticipó con curiosidad, y además debía estacionar el camión
mucho antes del destino debido a la estrechez de la vía.
Caía el sol con
placidez en la ciudad de Oaxaca cuando tomó la ruta indicada. Los sitios eran
habituales, pero el recorrido le pareció curioso, como desentrañar la ruta de
un caracol, haciendo una espiral hacia un sitio cada vez más reducido.
Estacionó el camión antes de la entrada del callejón, pues sabía que se
estrechaba más ese sendero y encontraría problemas de maniobra.
El callejón estaba
marcado por un letrero blanco: “Nostalgias”. Una señora, que barría el piso con
una escoba de varitas de mijo, juntando las hojas secas en un rincón, se detuvo
un instante para saludar: “Buenas tardes”. Las escobas de mijo ya casi no las
hacen, las sustituye el plástico; cuando nuevas desprenden un olor agradable y
su base se desgasta de manera uniforme con el uso; resulta sencillo
descubrirles la edad. Rafael se miró las manos, ya no era un jovencito: sus
manos con callos y tendones firmes mostraban el esfuerzo acumulado. Estudiar
arte era buscar el tiempo perdido, una juventud despreocupada que nunca tuvo y
navegar contra esa soledad autoimpuesta.
Terminó de caminar
por el callejón y se empezaron encender las farolas de la ciudad. Por las
ventanas se escuchaban los televisores y escapaban palabras sueltas de los
vecinos.
La “servidumbre de
paso” era un pasillo de un metro de ancho, flanqueado por pequeños focos que
alumbraban, con no más de 30 watts, apenas una penumbra. Paredes lisas y sin
pintar a los lados y, al fondo, una puerta de madera con un ventanal de vidrio con
estilo a gajos que sirve para distorsionar más las figuras. Al adentrarse en
ese pasillo, resultaba inevitable recordar esos años cuando, en sus tardes
disponibles, Lira se adentraba en barrios desconocidos preguntando con la
fotografía de la hermana en una mano y abrigando la esperanza ansiosa de que no
hubiera muerto. Tras la puerta se dibujaba la silueta de una mujer que
platicaba, la voz era jovial y se mezclaba con música popular. Esa voz le
parecía conocida y, siguiendo el hilo de sus pensamientos, Rafael la relacionó
con su hermana, y pensó que al crecer obtendría ese timbre y tonalidad. Él
creía que fantaseaba, pero se detuvo a
un paso del umbral e intentó fisgonear para aclarar la presencia que encontraría
tras la puerta. Ella platicaba con alguien y repetía: “es urgente, es muy
urgente”. Pasaron pocos segundos y la silueta se alejó de prisa, Rafael tuvo la
impresión de que ella había notado su presencia y le pareció embarazoso ser un
fisgón. En el interior, de pronto la música también cesó y disminuyó la luz del
otro lado de la puerta. Tocó y esperó. Acudieron unos pasos y le abrió un
hombre bajito y moreno, con uniforme de cocinero, con un delantal manchado
donde se limpiaba las manos. Saludó disculpándose por no dar la mano, y Rafael
le mostró la postal. El hombre estaba al tanto de lo que debía entregar.
En la bodega de la
cocina guardaban un maniquí, una fotografía y un croquis. El maniquí femenino
solamente tenía el torso y su material era plástico ligero con una estructura
hueca de alambrón. Sacó cargando el maniquí y antes de retirarse, preguntó al
hombre que sitio era ese, y él respondió que la cocina de “La Nostalgia”, una
cantina a la que se entra desde el otro lado, por una calle transitada y
conocida.
—Es tradicional, es
una excelente cantina; sirven una botana deliciosa, los chapulines enchilados
son el plato principal.
—Esa misma.
Sigue la indagación en la cantina, y obtiene
la idea del torso: la dureza, la suavidad y las canciones para los niños
muertos
La idea de una mujer
idéntica a su hermana atrás del cristal opaco le mantuvo inquieto y decidió usar
el mismo recurso que seguía desde la infancia para exorcizar a ese fantasma:
buscarla. Desde hacía años que no acudía al sitio y lo hizo en solitario. El
salón principal de la cantina “La Nostalgia” estaba remodelado, con pintura
nueva y una decoración acorde a lo que se supone son los charros mexicanos y el
periodo de la Revolución Mexicana, con sarapes y cananas, fotos en sepia del
Archivo Casasola, botellas de tequila, figuras de agave y temas prehispánico;
en fin, un colage de nacionalidad decorando de piso a techo.
Al traspasar la
puerta abatible, con un doble resorte para moverse en ambas direcciones (afuera
o adentro), bastó un instante para que un empresario del ramo lo reconociera e
invitara a su mesa. En principio, pretendía aislarse, pero no era un objetivo
importante, y aceptó un brindis con el camionero, quien platicaba de deportes,
pero Rafael buscó desviar la plática:
—Antes este sitio
era diferente. ¿Cambió de dueño? —Preguntó Rafael, mientras sonreía.
—Cambió, pero no ha
pasado mucho. Quizá un par de añitos.
—¿Conoces a los
dueños?
—Un anciano, pero
quien manda ahora es su hija. Llenita, la mujer, pero de buenas carnes. A veces
viene y es atenta —Respondió Austreberto Hernández—, si aparece te la
presentaré.
—Pues, gracias.
—Pero tu visita es
oportuna. A la media noche tengo un cargamento y se reportó enfermo mi chofer.
¿Estás desocupado?
—¿Cuándo y a qué
hora es tu cargamento? —respondió Rafael, quien en ocasiones conducía camiones
de otros dueños, práctica normal en un negocio de altibajos—, porque tengo
trabajo la mayor parte de la semana.
—Dentro de cuatro
horas, luego de la medianoche.
—Si no me requieren
en la empresa, lo haré, pero cobro doble.
—¿Cuánto más?
—Ja. No es cierto.
Eres amigo —lo decía por cortesía, eran conocidos ocasionales del negocio, ésta
era la primera vez que departían en una mesa—, te cobro lo mismo de un viaje
normal.
—Entonces
brindemos.
En tres horas,
Austreberto mostró su generosidad con el licor y su falta de responsabilidad en
cuanto al uso de unidades: el reglamento de tránsito prohíbe beber para conducir.
El convidar es un acto de complicidad y casi de soborno. Invitó licor regional
e insistía que el mezcal con hierba santa de Nochistlán era mejor que
el ingrediente de la damiana para
restablecer la virilidad agobiada. Sirvió unas pequeñas copas.
Desde la mesa donde
departían, se alcanzaba a mirar una puerta de servicio en dirección de la
cocina, que en la parte superior tenía una ventanilla cuadrada. En varias
ocasiones a Rafael le pareció que un perfil de mujer transitaba tras esa
puerta; el paso fugaz no permitía precisar, aunque sintió que se parecía a
quien buscaba.
Cuando vació su
copa, Rafael se levantó de la mesa:
—Voy a arreglarme
al departamento antes de trabajar. Paso por el camión a su bodega. ¿Cuánto es
de mi parte?
—En esta ocasión yo
invito.
En la calle el aire
fresco avivó el efecto del mezcal. Mientras recorría las viejas aceras de la
ciudad, en un rincón del alma se sentía eufórico, pues crecía la fantasía sobre
su hermana. Quizá resultaría ser la administradora o cocinera de La Nostalgia.
Si no se encontró el cuerpo de la niña en el accidente aéreo, cabía la posibilidad
de que ella nunca se hubiera subido en el vuelo fatal o que hubiera sobrevivido
y la rescatara algún campesino silencioso. Durante años luchó entre la
resignación y su ilusión de volverla a ver. ¿En qué persona se hubiera
convertido ella? ¿Por qué nunca buscó a sus hermanos? Pensó en una película
donde la protagonista pierde la memoria en un accidente de tránsito y la
confunden pues creen que es otra persona. La protagonista termina creyendo en
esa nueva personalidad, hasta que surge un final feliz. Quizá era una
expectativa inmadura, pero, al menos, en su escultura recuperaría algo de la
hermana perdida, y se sintió inspirado y atinado cuando pensó: “En el torso
estará el elemento de su esencia, creo que si mezclo la ruda fuerza de los
trazos de Miguel Ángel con la fluidez cálida de un Bernini, en su genial
representación del Rapto de Dafne, conjuntado con la tristeza de las melodías Por los Niños Muertos de Mahler. La
dificultad está en la unidad entre la fluidez de la música con la fuerza de una
fuga, revestida de metal. Porque esta obra es metal, arriba de todo, pero con
la versatilidad para asomar un nivel inferior que muestra otra cosa. Una capa
que mantiene el latido de parte anterior es la clave para la representación que
busco. El torso necesita la suavidad del mármol de Bernini, con una capa
interior de la dureza del mármol de Miguel Ángel. La dureza corresponde a la
sobrevivencia, al impuso para escapar ante la muerte que nos persigue
implacable. La suavidad es la firma del lado femenino, más terso que un
suspiro. Y el conjunto queda tocado por una tristeza que escapa a lo
irremediable, creyendo que ha sucedido lo irremediable, como la agonía que
transmite Mahler, y ¿qué mayor agonía que observar a un niño muerto? Las
posibilidades infinitas de una infancia arrancadas de un tajo y el telón oscuro
de una eternidad frustrada cayendo. Pero ese ingrediente fúnebre no puede
dominar al torso, sino que debe dominar la vitalidad que ha superado la
desgracia, la más profunda de las desgracias.”
Otra visión del velo de Isis
En el camino, al subir
una ladera de la sierra, Rafael empezó a encontrar niebla. Las nubes descendían
en esas montañas conforme bajaba la temperatura. Era una noche fresca y sin
luna. De tramo en tramo, los faros atravesaban varios metros de éter blanco
donde Rafael bajaba la velocidad al mínimo. De súbito los tramos con neblina se
vuelven más densos y casi impenetrables a la vista, los conductores poco
acostumbrados evitan esas rutas nocturnas por su peligrosidad. Servía haber recorrido
ese camino varias veces para anticipar las curvas y las pendientes. El camino
estaba más solitario que de costumbre, entre las escarpadas curvas no surgía
ningún vehículo en contraflujo. El asfalto sólo permitía una unidad en cada
carril, y cuando las curvas eran más estrechas se miraba un precipicio por la
ventanilla izquierda y, por el lado opuesto, el farallón arrancado a la
montaña. Entre las laderas pequeños arroyos indicaban que había llovido la
noche anterior.
La densidad de la niebla
crecía o se disipaba en cada tramo, mientras la pendiente seguía ascendiendo.
El camión marchaba de manera perfecta, pero el viaje se sentía lento y cansado
por el ascenso sinuoso. Tras la barrera de niebla Rafael observó a lo lejos
unos relámpagos y, luego de unos segundos, el sonido acompañado de un ligero eco.
Algunos tramos de carretera desdibujaban sus rayas pintadas y eso hacía difícil
el conducir. La combinación episódica de ausencia de rayas en el piso con bloques
de nubes compactas inutilizaba el servicio de los grandes faros del camión y el
panorama frontal casi desaparecía por completo, para luego regresar a ritmo
lento. Tras un banco de bruma regresó la oscura claridad de la noche y de nuevo
algo de niebla, pero después de una curva, Rafael sintió que debía detenerse de
manera súbita y así lo hizo. Luego del alto total encendió las lucecillas intermitentes
por si viniera algún vehículo atrás, lo cual parecía improbable. En alto total
observó la niebla de enfrente hasta que un viento la disipó y vio con claridad que
la mitad de la carretera se había derrumbado.
Pensó: “Adiviné que
debía detenerme.” En ese instante no se asombró, luego al recordarlo se
estremecía a descubrir que eso era un prodigio que le salvaba la vida. Y bajó con
calma para colocar unas señales reflejantes antes del derrumbe.
El frío refrescante
de la intemperie le sentó bien y respiró hondo el aire cargado de aromas de
pino y tierra mojada. Con una pequeña linterna observó el filo del desfiladero
y percibió el vacío. Nunca antes le había interesado el vacío, como hondonada
oscura y receptáculo que jalara hacia algún sitio. Observó la parte más
profunda del desfiladero, donde no existía ninguna luz y, sin embargo, no era
terrible. Miró hacia arriba el cielo sin luna y entre los espacios estelares le
parecía que otra profundidad se comunicaba con la tierra. El sentimiento de
pequeñez lo atenazó entre dos extremos, como dos pinzas, una saliendo del
abismo terrestre y otra acudiendo desde la esfera celeste. Comprendió por qué
la mayoría de la gente no se interesa en el infinito: la comparación nos podría
aniquilar; mientras mayor sea la escala, nuestra vida queda más relativizada.
El sentimiento de pequeñez se volvió tristeza y regresó a la cabina del camión,
donde un chofer es el mandamás indiscutible, el volante no rezonga y el
acelerador obedece; uno está protegido de las inclemencias y se mira hacia
abajo a los peatones o a los automóviles. Pero qué pequeño es el más grande vehículo
carguero comparado contra las dos pupilas oscuras de la inmensidad. Y Rafael
pensó en los sacerdotes egipcios, sentados a la orilla del desierto, venerando
a Isis, la que sostiene el secreto de la vida y la muerte, mirándolos desde el
infinito. Quizá a ellos, los hierofantes del Nilo, su diosa Isis les mostraba
mediante las noches sin luna un seño dulce pero inexpugnable y el manto
estrellado seguía siendo su velo. Rafael Lira recordó que la diosa desposó a su
hermano, nada escandaloso para los dioses antiguos, pero Osiris fue muerto y
descuartizado por Seth, el dios del desierto envidioso. Ella desconsolada usó
su magia para descubrir cada fragmento de su amado Osiris y reintegrarlo
formando una momia. En alguna parte, Lira leyó que las estrellas eran los ojos
de Isis cuando lloraba, divididos en millones de granos; pero ahora poseía una
imagen distinta, pues parecía más impresionante esa pupila negra y sin reflejos,
que le recordaba a un infinito rodeado de una fortaleza todavía mayor. El de la
diosa era el amor que atraviesa la muerte, por eso sus sacerdotes le eran tan
fieles. ¿Cuál era el sitio de Rafael en esa escala infinita tendida entre un
abismo y el cielo oscuro? Ninguna frase le servía para responder. Al lado de su
ventanilla se dibujó otro relámpago que iluminó la frontera del horizonte:
entre el manto de estrellas y lejanas montañas. Esa era una respuesta que
buscaba Rafael: recostado entre montañas y estrellas, cada quien posee un breve
segundo para descifra su fragmento de universo.
Salió del
ensimismamiento, aún impresionado por esas inmensidades, prefirió volver a
poner los pies en sus asuntos y marcó repetidas veces el teléfono. Insistió sin
parar hasta conseguir la llamada con el servicio administrativo de carreteras
para avisar del riesgo en ese sitio. Luego de algunas explicaciones y datos
precisos de localización, calculó que el acotamiento mantenía espacio
suficiente para pasar su camión. Arrancó con suavidad y avanzó hacia el costado
derecho para librarse del vacío.
Un miércoles de descanso: la ley y el hielo
de la seriedad
El timbrado lo
despertó: era del encargado de correspondencia.
Era lento abrir los
ojos en un día de descanso y aún sentía arenillas.
Recibió un pequeño
bulto que enviaba el decano.
Rompió el papel de
estraza de la envoltura y encontró una tarjeta postal, acompañando a un libro
de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. La postal mostraba
una fotografía de una monumental columna dedicada a la victoria, conocida como
el Ángel de la Independencia. En el dorso una breve explicación: “Estimado
Rafael Lira: Cada cual encuentra su ley suprema; los pueblos luego de
sangrientas revueltas dan a unos pocos el privilegio de establecer su ley. El
artista tiene la fortuna de elegir libremente cuál es su ley verdadera, y una
vez descubierta la sigue con fervor. ¿Usted ya descubrió la suya? Atentamente y
la firma.”
En los diversos
cursos que recibió a ningún maestro le había mostrado una conexión entre el
arte y el derecho. Se sentó ante la pequeña mesa de madera utilizada para comer
y hojeó la Constitución como si fuese un tratado clásico de perspectiva o un
libreto de teoría del color. Mientras saltaba de un artículo legal a otro,
imaginaba algún rótulo para mezclar la profesión artística con la ley. Pensó
lemas curiosos: el poeta constitucionalista; el enamorado de los artículos de
ley; legalidad renacentista y barroca; decreto ley para imponer de manera
definitiva el gusto culto y refinado; declaración de independencia de la nación
estética… Regresó hacia el principio: “Artículo 1°.- En los Estados Unidos
Mexicanos todo individuo gozará de las garantías que otorga esta Constitución,
las cuales no podrán restringirse ni suspenderse, sino…” Pero ¿qué garantiza el
arte y la creación? Con los siglos son los especialistas, quienes dictaminan
sobre el pasado; en lo inmediato es el público aceptando o rechazando, pero hay
en el fondo un mercado de arte, que encumbra a las obras que dejan ganancias.
Claro, bajo esa generalidad se esconden muchos casos, incluso malos entendidos
y situaciones turbias en la fortuna del artista. Tenemos el caso extremo, del
artista supremo, como Vincent Van Gogh o Franz Kafka quienes son tan
portentosos que su época los rechaza casi de modo unánime. De cualquier modo, Vincent,
el holandés siguió su propia ley interna; resulta un ejemplo perfecto del
artista obsesivo y que no acepta las reglas del mundo, sino que propone su
nueva ley con su estética impresionista. Apartado de cualquier persona en sus
momentos más críticos, tan separado como el más terrible criminal confinado en
una celda solitaria, ese pintor quedaba arrinconado en un ostracismo extremo y
la única cuerda que lo ataba al universo era su hermano Theo.
Rafael Lira
continuó con el artículo 1º y le resultó evidente la conexión: “Queda prohibida
toda discriminación motivada por origen étnico o nacional, el género… o
cualquier otra…” En este aspecto le pareció que los artistas, y más todavía los
geniales no estaban incluidos en esa defensa contra la discriminación, repasó
otros motivos prohibidos como “la edad, las discapacidades, la condición
social, las condiciones de salud, la religión, las opiniones, las preferencias,
el estado civil” y se dio cuenta que ningún tema incluía las excepciones de un
talento excesivo. Sabía que el asunto de las expresiones sexuales era el motivo
del término “preferencias”, que debido a la presión de la derecha en el
gobierno no se había logrado colocar la frase explícita. Si ya estaba avanzando
una no discriminación por motivos de sexualidad, ¿se defendía el exceso de
sensibilidad artística? La súper sensibilidad del artista ha sido el motivo de
su discriminación en el pasado y lo sigue siendo en el presente. Sin embargo,
el enfoque no sería lamentarse, sino plasmar la ley interior suprema del
artista, mas no del artista genérico, no la de Kafka o Dostoievsky, de Rodin o
Gauguin, de Rivera u Orozco; requería descubrir su propia ley. No buscaba una
ley formal y con clausulados sino las reglas verdaderas de su sensibilidad y su
expresión. La ley del arte no podía copiar la legal, pero sí resultaba una
metáfora, un modo de entender. Al menos, un artículo constitucional debería
quedar integrado en su tesis. Sin embargo, la ley simple y seca, como código de
leyes posee un aire frío, como la ventisca invernal que congela una delgada
capa del lago hasta convertirla en hielo firme. Esa frialdad era una clave,
pues el trabajo de los metales en la dura fragua utiliza el choque contra el
agua, representante de su opuesto. Convertiría un fragmento de la ley en un
bloque de hielo que alimentara la seriedad de su creación. La seriedad casi
siempre mata al arte, pero no a todos los géneros artísticos; algunos clásicos
ofrecieron un estilo de seriedad, la cual se debe entender como la
imposibilidad de otra alternativa, y en ese sentido, esa seriedad es expresión
de lo perfecto.
Rafael descubrió la
nueva pieza para fabricar, pero quedaba pendiente su ley interna, habría que
encontrarla.
El dueño
Un señor con abrigo
largo y gris de lana, al estilo del brumoso Londres, entraba por la puerta
principal. Abrió con su propia llave y no había opciones. Saludó con una
sonrisa tímida y cuestionó:
—Buenos días, ¿es
usted? —preguntó el desconocido con una pausa de silencio por desconfianza y pena
al dirigirse a Rafael sin ser presentados— disculpe, joven.
—Soy Rafael Lira y
usted debe ser el dueño, siempre de viaje.
El visitante y
dueño sonrió con alivio, pues con tantas noticias de inseguridad, la gente se
vuelve temerosa como primer reflejo. El visitante extendió la mano y se
aproximó:
—Ramón Robles. Es
un gusto —dijo mientras extendía la mano—. Casi no vengo, he estado viviendo
fuera. Vengo unos días a arreglar asuntos legales y a descansar de tantos
viajes. Si es posible me gustaría que me visitara en unos días; después, porque
de momento mi casa ha de estar bastante empolvada —y dijo casa, para referirse
a su departamento.
Y anticipando una
dificultad, Rafael adelantó:
—Espero no ser
ruidoso, estoy trabajando algunas noches.
—Si causa molestias
le diré, pero estaré poco. Ahh, claro, mi pared es la contigua. Sí, sí, no se
preocupe por el momento. Será poco lo que estaré en la ciudad.
Cuando se alejó
Rafael memorizó sus facciones tristes y agotadas, alejándose con un juego
mental que sentía le serviría mucho. El juego era sencillo, tomaba una ligera
impresión de una persona, y la elaboraba, buscando las causas que relacionan
una mirada con su existencia remota. Por distraerse algunos juegan a esa
adivinanza y luego la olvidan, pero lo interesante viene después, cuando se
comprueba si una mirada en efecto denota la tristeza desde la infancia, la
juventud o por un evento reciente. En este caso, Rafael conjeturó: el dueño
sufría de una intensa tristeza de la edad madura, una pérdida irreparable y un
abandono creciente; las facilidades materiales de una situación cómoda, en
lugar de darle satisfacciones lo están hundiendo en una nada de indiferencia;
poco a poco la biografía del dueño se está vaciando. Rafael sintió tristeza pero
siguió con sus observaciones mentales y las recordó hasta definir su pronóstico
para poner a prueba su sagacidad ante la primera impresión.
El bloque frío de la ley y el metal blanco
Al mediodía comenzó
la brega con los metales. Había recibido un polvo de aluminio que al contacto
con el solvente generaba un líquido semejante al mercurio, pero al agregarle un
coagulante se tornaba pastoso. La mezcla recibía la consistencia de pasta que se
manejaba con espátula y servía para moldear, como si fuera una figura de plastilina.
Esa textura brillante era perfecta para armar el frío bloque de la ley, el cual
servía para una base del torso, como si fuera un segundo pedestal que indicara
un equilibrio cúbico, de una seriedad que no será posible cuestionar en ningún
momento. El aluminio moldeable todavía necesitaba un acabado más blanco, como
si la nieve de las montañas se hubiera depositado en finos copos, pero era
blancura en una capa superior, que reflejara más brillantez. Los colores
blancos que poseía no resultaban suficientes para ese efecto.
Rafael llamó por
teléfono al maestro Mazanelli, quien le recomendó fabricar una mezcla de alumbre
con base de aceites. Rafael batalló la tarde entera buscando conseguir una
mezcla adecuada, pues la sustancia del alumbre hacía grumos y no se mezclaba
con suavidad sobre el metal. El atardecer siguió avanzando y luego Rafael miró
que faltaba poco para la medianoche; sintió que había olvidado comer y la opción
sería encargar una pizza a domicilio, pues ese era el único servicio de comida
accesible. Siguió laborando sin distracciones hasta que recibió la pizza y sin
notarlo la devoró. La comida lo reanimó y decidió pasar la noche en vela, lo
cual era ordinario en su trabajo. Sintió que estando resuelta la estructura del
bloque debía avanzar con el torso de manera sencilla, pues el material para
recubrimientos metálicos estaba preparado desde antes.
Dejó secando una
última prueba de blanco sobre el bloque de textura en aluminio hielo, para
dedicarse al torso del maniquí. La operación de una aplicación de capa de metal
parecía sencilla, pero el fondo de fortaleza que buscaba lo mantenía
preocupado. ¿Cómo mantener un fondo de fuerza al estilo Miguel Ángel Buonarroti?
Lo más viable sería utilizar hierro de alta calidad vertido en un molde de
esponja; por un lado necesitaba de una materia hueca para no sobrecargar el
centro de la figura con un peso excesivo, y la terminación debía acabar en un
gris rasposo, para señalar una fuerza orgánica cual emanación terrestre,
proveniente de la solidificación de un volcán. Esas esponjas de hierro tendrían
una posición interior y dos lados, ocupando el espacio entre los omóplatos y
los pulmones, para dar la idea de un sostenimiento mediante la rudeza volcánica
de la tierra. Empezó el desarrollo del molde para las esponjas interiores, pero
no lo pudo terminar, pues requería de un taladro y no eran horas para conseguirse
uno.
El torso que
recibió en la bodega, Rafael lo había sustituido por uno distinto.
De acuerdo a “mi
ley interior —se dijo— este es un acrílico rígido, capaz de soportar el barniz
metálico y engarzarse con dureza con las demás piezas metálicas.”
A Rafael Lira le
pareció que así se podría vislumbrar una composición de vidrio y metal, sin el
riesgo del cristal quebradizo. Sin embargo, el plástico es voluble ante las
altas temperaturas, así que los procesos de fundido y soldadura deberían
hacerse por aparte, de tal modo que se unieran las piezas de metal de un modo
distinto al eje de plástico.
Empezó las pruebas
de metalización del torso con un suave líquido de color entre dorado y cobrizo.
El balance entre el brillo amarillo y el rojizo que implicaba esta mezcla no lo
dejó del todo satisfecho, quizá la luz artificial no resultaba convincente para
su evaluación, también necesitaba contrastar su color con la luz del día. Rafael
detuvo la prueba cuando cantaba el gallo del amanecer y se durmió con un ánimo
de frustración.
De miel y mar cristalizó abundante cabellera
metálica bajando sobre la sien
Obtener una
cabellera creíble con metal no resulta tarea sencilla. El aglomerado metálico
infunde fuerza y solidez, pero no favorece la desparramada suavidad del
cabello. La opción más evidente de juntar finos alambres en manojos uniformes
ha demostrado su falla a lo largo de siglos; así que las nuevas técnicas
ofrecen alternativas. Rafael experimentó la opción denominada el “juego del
fideo”, donde se imita el modo de elaboración del espagueti, con una masa
pre-metálica, la cual se va espolvoreando, mientras se hace la división de la
masa inicial. El aparentemente sencillo proceso que se inventó en China
consiste en estirar y luego doblar sobre sí misma una pasta, en el proceso se
le agrega un polvo fino para que no se reintegre lo separado; luego se vuelve a
estirar y espolvorear. Con ese sencillo procedimiento repetido varias veces
ocurre el milagro de la multiplicación, pues primero son dos, luego cuatro,
luego ocho, dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro, ciento veintiocho… En
fin, en unos minutos se obtienen miles de fibras separadas, donde el límite lo
marca la maleabilidad del material. Con
harina se obtiene un manojo de cientos de fideos, y con una preparación de
un polímero como miel y espuma marina, unido con micro metales resultarían
decenas de miles de hilos en un rápido proceso. Un artista no manipula
alimentos sino con apariencias que se convierten en verdad; el objetivo de Rafael
Lira era logar grupos bruñidos y sedosos de filamentos con un brillo de metal.
De nuevo el problema de la mezcla entre los contrarios —los plásticos derivados
de la miel contra los metales más ligeros— resultaba problemática. Docenas de
pruebas fallidas atestaban los basureros, hasta que el sol estaba en el ocaso y
una luz anaranjada se asomaba por la ventana. Los inciensos habían perfumado el
taller con dulce sándalo y música de Mozart se esparcía en el aire, volviendo
dulces las horas perdidas. Al cabo de esa tarde, el preparado meloso parecía
más consistente, no era quebradizo y empezó un nuevo intento. Estirar, doblar y
esparcir polvo metálico, una y otra vez hasta lograr su separación en miles de
fibras. Al final, obtuvo lo que buscaba: mechones de una abundante cabellera
metálica para colocarse sobre la sien.
Cansado pero
satisfecho Rafael recordó un viaje infantil a la playa. Era el primer recuerdo
del mar, parado frente a la playa: esa línea que nos separa del reino acuático.
Las olas se acercaban y alejaban, y ese ambiente le parecía extraño al niño
pero le encantaba. Dentro de esa masa móvil e inquieta el murmullo marino lo
atraía; ese sonido discreto y seductor lo llamaba, hubiera querido meterse al
mar desde esa primera vez pero la mano de su padre se lo impidió.
Un recuerdo del
ancho mar en el pelo: ese era su objetivo. Parecía que lo lograba, además con
el detalle solar escondido en la miel; así, obtenía una cabellera tan ondulante
y marina como reflejante en oro, es decir, una textura tan acuática como solar,
quizá debía denominarla irisada.
Una gota salpicada con el sol de ocaso
completó el bruñido de los ojos, una chispa sobre la insondable oscuridad de la
pupila
A pesar de que
Rafael ya había decidido velar la mirada con un tenue aluminio, ésta debía
vislumbrase bajo condiciones de iluminación ligera según la técnica de Mazanelli.
Por lo mismo, la convicción de oscuridad en las pupilas se traducía en
dificultad adicional. Unas pupilas negras y, al mismo tiempo, relucientes, se
lograban mediante bruñidos paulatinos, que imitaban el color de la obsidiana. Ésta
es un cristal negro que se obtiene de las erupciones volcánicas, que
cristalizan en pedregales de lava; pero en ocasiones hay variaciones
interesantes de obsidiana con tonos grises, verdes y de chispas doradas. La
obsidiana de chispas doradas es muy apreciada para confeccionar artesanías y
fácil de conseguir. Rafael utilizó círculos de obsidiana brillante como testigo
para la calidad que deseaba obtener de metales bruñidos.
Tras varios días de
pruebas, el reflejo de los ojos colocados tras el velo metálico no le resultaba
satisfactorio, pues buscaba un doble efecto contrapuesto. De un lado, la profundidad
oscura que descubrió en esa noche, tenso entre el abismo terrestre y el
nocturno, y del otro lado, una calidez brillante, esa de miradas que emiten
dulzura y el anuncio del amor definitivo. Después de muchas comparaciones
empezó a utilizar una combinación híbrida, sobreponiendo unas chispas doradas
sobre el fondo negro de la pupila. Al principio, supuso que el recurso era un
truco simple, fácil de descubrir por la observación atenta y que desmerecía la
composición completa, pero no fue así. El éxito dependía de colocar una chispa
de sentido solar, como si fluyera una inspiración desde los ojos atrás del
velo. En ese punto, una combinación semejante a la definida para el pelo sirvió
para el propósito.
La trama del dueño
Rafael recibió el
recado del dueño para una visita a las cinco de la tarde. Para Rafael Lira sus
objetivos serían alegar sus penurias económicas de trabajador y estudiante,
además de evaluar su primera impresión.
La disposición
física era idéntica a su propio departamento, pero poblado de sillones,
mesitas, libreritos y vitrinas de madera laqueada con apariencia antigua. Adornos
y mantelitos sobre las mesitas y vitrinas. Las luces tenues y las cortinas
cerradas daban un ambiente ligeramente melancólico, tras el cual una vieja tornamesa
reproducía los romances de Agustín Lara. En las paredes descansaban cuadros de
paisajes y flores con molduras doradas. Sin duda esa decoración no la había
hecho el dueño, sino una mujer dedicada al hogar.
—Disculpe que lo
haya invitado. Con seguridad es usted un joven muy ocupado, me lo ha dicho la
señora; dice que usted trabaja noches enteras, que va y viene, y también sus
estudios son pesados.
—No soy tan joven.
Para los demás alumnos soy un anciano. Je.
—Mis hijos son más
grandes que usted, y no me pregunte de edad, porque espero llegar a cumplir la
edad que represento. —Con la broma, Ramón sonrió— Y no me haga decir la edad;
no sólo para las mujeres resulta penosa una confesión así.
—Prometo ser
discreto —respondió Rafael—, en una boca cerrada no entran las moscas.
—Permítame que le
muestre el departamento antes de sentarnos.
Y empezó a hablar
de una vitrina del abuelo; del jarrón que compró con su mujer en China, cuando
ellos estaban recién casados y los viajes a ese país resultaban difíciles. El
visitante respondía con breves monosílabos para simular algún interés en esos objetos.
En ese punto se detuvo, pues creyó que a Rafael ese tipo de temas familiares
poco le interesaban. Así, que se apresuró para indicar que la disposición de
los departamentos era idéntica, que la instalación eléctrica y de aguas se
había renovado por completo hace pocos años, así que no debía haber fallas.
Comentó el grosor de los muros y dijo que casi no escuchaba ruidos provenientes
del área de Rafael.
Tomaron asiento:
—Pero ya hablé
mucho, platíqueme de cómo la pasa— dijo, mientras servía el café— ¿cómo le
asienta Oaxaca?
—Soy de aquí,
aunque por mi aspecto algunos imaginan que soy extranjero. Ahora hay mucha
inseguridad en la ciudad. Las noticias son tristes, así que casi no pongo los
noticieros. ¿Qué información les llega en el extranjero?
—Pareciera que el
país se está cayendo a pedazos. El Presidente Calderón golpeó el avispero del
narcotráfico y no sabe qué hacer para taparlo. En mi infancia, juventud y
madurez enteras no hubo tantos muertos y asesinatos como se reportan ahora en
un mes, esto parece una guerra como en Irak. Ahora ya no es una curiosidad sino
una necesidad esconder un arma en casa. ¿Sabe usted disparar?
—En realidad no,
solamente lo hice en la feria. Cuando niño me bastaban los puños y, a lo mucho,
una piedra para imponer respeto al contrincante más terrible.
—Yo he sido
cazador, —y la voz sonó temblorosa— aunque ya hace mucho lo abandoné.
—Bueno, no sé
disparar pero me considero un conocedor de los metales —dijo Rafael, buscando
el punto de la empatía— por mis estudios de escultura, y espero poder dedicarme
a eso.
—Vaya, qué
interesante ese arte de los metales. Platíqueme
más por favor.
Y Rafael se explayó
un rato sobre la técnica de la escultura. Luego la conversación se dirigió
hacia la familia:
—Nunca he sido
casado y no quisiera.
—Qué extraña la
nueva generación, un hombre no puede vivir sin una mujer a su lado, a menos que
sea ya viejo. En la vejez nos acostumbramos a comer sin dientes y a dormir sin
esposa.
—No es
indispensable una mujer en la casa.
—No me diga que a
usted le gustan… —con la discreción de una generación pasada, Ramón no se
atrevió a decir, “los hombres”, pero era obvio— Usted me entiende.
—Para nada, já, lo
que evito es la estabilidad, ellas siempre quieren casarse y tener hijos,
aunque no lo digan. —En esto Rafael no era sincero, de hecho los niños le
agradaban y la idea de hijos propios sólo estaba pospuesta— Pero, ¿y su esposa?
A partir de ese
momento, el dueño empezó a relatar su historia de familia, explicando el
fallecimiento de su esposa por el cáncer tras una larga agonía; que su único
hijo radica en el extranjero y que estaba distanciado de él.
—Se alejó de manera
definitiva, desde que murió mi señora.
—¿Cuál fue el motivo?
—Me recomendó a un
amigo suyo que decía ser doctor. Ese estúpido que se decía doctor que ni lo
era; ese irresponsable medicó de manera errónea a mi mujer. Le dio medicaciones
equivocadas. Ya cuando era demasiado tarde, el Dr. Dorantes —y mencionó el apellido
con lentitud y gravedad como un católico menciona al santo Papa— me abrió los
ojos. La hospitalizamos, estuvo en terapia intensiva pero todo fue inútil.
—¿No era médico?
—Debieron quitarle
la licencia al estúpido. El Dr. Dorantes me lo aclaró todo, y él era jefe de la
especialidad en el hospital, debieron operar antes, no dejarla para una
quimioterapia experimental. Recuerdo
cómo ella se lamentaba y le dolía. Ese maldito medicamento la mató tanto como
el cáncer. La debiste ver: ¡cómo se marchitaba! No era de creerse, la piel se
volvió un pergamino, las cuencas de los ojos se hundieron, la piel se volvió
flácida. Le reclamé a Rolando.
—¿Al doctor?
—No, a mi hijo y se
puso furioso. Defendió a su recomendado como una fiera, hasta nos fuimos a las
manos. Se atrevió a levantarme la mano. Al menos ya no vivía conmigo, pero lo
eché del departamento que era mío. Aunque su madre agónica quería perdonarlo.
Ya sabes cómo son las mujeres, quieren perdonar a los hijos por cualquier cosa.
Tras esa
confidencia, Lira comprobó que su primera impresión era bastante acertada.
La fragua: los elementos opuestos
Rafael recibió una
fragua usada aunque en perfectas condiciones. Colocada en una orilla discreta,
con una gran campana para sacar los humos del proceso, el conjunto no llamaba
la atención. De este artefacto cada uno de sus elementos es tradicional y por
sí mismo se encuentra en otros ámbitos, y el único artificio notorio es un
fuelle para el aire. La parte donde se coloca el carbón al rojo vivo es un
simple recipiente refractario, cubierto de ladrillos pardos; al lado el cubo de
agua helada, y al centro, del escenario un yunque sólido, junto a un pedestal
para colocar moldes y un recipiente resistente a altas temperaturas. El
recipiente, a pesar de ser gris y discreto, resulta una pieza clave para fundir
el metal al rojo vivo y transportarlo ya fundido para vaciarlo en un molde.
La labor más
extraña se desempeña con el yunque y el martillo, motivando casi un arte de
lucha feroz entre elementos contrarios. A partir de una simple varilla de puro
metal se logra el templado mediante el calentamiento, golpeteo y enfriamiento,
lo cual infunde una vitalidad inusitada al oscuro metal. Así, se elaboraron las
espadas cantarinas de las Cruzadas y las katanas
de los honorables samuráis. Por mero ejercicio académico, Rafael aceptó el reto
de elaborar una espada, ya que no formaba parte del proyecto de tesis. El
proceso aparenta ser sencillo y se
centra en unos cuantos principios pero su cumplimiento es todo un desafío.
Resulta inconcebible el mirar una varilla oscura de metal burdo y duro que se
convertirá en una espada, tan fina como resistente. El golpeteo es guerra
privada, descarga de rencores y esperanzas, pues sin martillazos cargados de
ímpetu las partículas microscópicas de carbón no se integran en el metal y el
prodigio no sucede. A cada golpe de martillo responde con un contragolpe (eco
terrestre del yunque), y el brazo padece la hostil sensación de que una fuerza
irresistible de ataque se ha encontrado con su Némesis, deteniéndole de modo
definitivo. Cada esfuerzo debe regresar al mismo encuentro hostil provocando
cansancio y hasta desesperación.
El caldero de
carbón y las chispas hirvientes son otro obstáculo, unido al humo y hollín que
se desprende de modo continuo. El fuelle debe avivar el carbón más allá de lo
ordinario, presionando sobre los confines de la materia dura para preparar el continuo
golpeteo. Pero el hierro no es una naturaleza sencilla; a cada paso debe volver
sobre sus huellas, y exige ser enfriado en agua, la cual hierve y chilla, en un
mínimo testimonio del odio entre los elementos contrarios. Simplemente,
colocarse de pié junto a la fragua ardiente y humeante, para blandir un pesado
marro, desanima a más de un valiente y fatiga al más robusto. Luego exige el
esfuerzo físico, que requiere un ritmo continuo; detener la operación
inútilmente anula el resultado. El metal en proceso no descansa de modo
arbitrario, pues detener el fraguado frustraría el objetivo. En la fase final,
el golpeteo poderosos también debe ser fino, pues la hoja delgada de la espada
debe seguirse rebajando, pero sin volverse una colección de abolladuras; ahí el
perfecto control de la mano es más exigido, justo cuando el cansancio hace
estragos.
Rafael intentó
forjar una espada con el método tradicional unas cuarenta veces antes de lograr
cualquier resultado satisfactorio. Desde entonces le dio más valor a los
humildes cuchillos, esos parientes pobres de la espada aristocrática.
En la fase final, abordó
los procesos de pulido fino, que son tan agotadores como el templado con agua y
fuego, pero poniendo en juego una modalidad distinta de trabajo, cuando se
repite un movimiento desgastante, simple presión modulada sobre el rígido metal
platinado. Al final de cuarenta intentos fracasados, Rafael obtuvo una hoja perfecta
que cantaba al cortar el aire y observó con satisfacción la finura del filo. Y
acercó la mirada para ver su espada terminada, ante el detalle del filo se
admiró y pensó: “No hay espada sin filo, el filo es su secreto.”
Un arma: el desierto, la complejidad de los
útiles
Al mediodía tocaron
a su puerta y, en cuanto Rafael abrió, el dueño sacó del cinturón una pistola
de escuadra sin decir palabra, y la levantó sosteniéndola hacia lo alto. El
movimiento rápido del arma causó un vuelco al corazón de Rafael quien saltó dos
pasos hacia atrás y tropezó con una silla, aunque no cayó por completo, pues se
detuvo con la mesa. El eco de la madera estrujada se perdió por el pasillo.
—Perdóneme si lo
asusté, se la traje de regalo —señaló hacia la pistola, mientras esbozaba una
sonrisa entre arrepentimiento y diversión—. Discúlpeme, debí avisarle antes.
¿Está bien?
—No ha sido nada.
Ya Rafael
enderezaba el cuerpo y se quitaba el polvo imaginario que proviene del
estruendo.
—Es que tuve una
gran preocupación al ver el noticiero de anoche, pues dijeron que hubo una
balacera aquí cerca, que unos mafiosos atacaron a la policía a plena luz del
día. ¿Usted supo algo de eso?
—No, casi no
escucho noticias y no tengo televisor.
—Es importante enterarse.
—Pero entre tanto
trabajo y con mi tesis en avance, casi no hay ocasión. Regalé la televisión y
estoy acostumbrado al radio, pero prefiero música, casi nada de pláticas por la
radio. No me interesa nada de eso —ante una mueca de asombro de Ramón, entonces
Rafael moderó su comentario— y no es que sea indiferente, siempre es bueno
saber. Pásele y dígame ¿qué sucedió?
Luego de algunas
explicaciones Ramón depositó la pistola y le afirmó que un ciudadano tiene
derecho constitucional a poseer armas en su domicilio, aunque existen
limitaciones pues se mete en problemas si las saca del sitio. Le recomendó
registrarla en una oficina militar y entregar una factura, que él por algún
lado había guardado, pero olvidó llevársela en ese momento.
Luego, de súbito, Ramón
recordó un compromiso con el único amigo que tenía en la ciudad y se despidió
sin más comentarios.
Rafael contempló
con detenimiento el arma, la sopesó y observó sus tonos. ¿Por qué convención
estética los rifles y pistolas no utilizan colores llamativos? La preferencia
es por tonos oscuros o negros, además de texturas de plata y oro; por excepción
algunas con cacha nacarada y, todavía hay más exóticas, con incrustaciones
cursis en brillantes. Esa alianza de las armas con tonos y texturas, de preferencia
lisas, ya sean mates o brillantes, lo intrigó. Y sirvió de idea para una
próxima postal, donde indicó: “¿El color de un arma podría representar un metal
de nobleza o sólo invoca el abismo de la guerra y el crimen?”
Con sorprendente
celeridad obtuvo respuesta. Unas horas más tarde Rafael recibió un paquete pequeño
junto a una tarjeta diciendo: “La vida se levanta sobre la materia; la paz,
sobre el miedo. Esta existencia es un perpetuo cruce de caminos. ¿El prócer
utilizará un fusil diferente al del oscuro sicario? ¿Un gatillo bendito durante
la batalla de la libertad se negará a funcionar en manos de un bandido? El
artista es como el dromedario abnegado, que atraviesa el mortal desierto y
sobrevive en espíritu. PD: Frumencio está enfermo, si puedes visítalo. Atte:
Pilar.” En la fotografía adosada a esa tarjeta un desierto rojo descansaba su
sueño eterno, y un único retoño pequeño y verde marcado con un letrerito
impreso con la palabra “sobrevivir”. En el paquete que recibió encontró dos
balas, una compacta y torcida, la otra nueva.
El espacio vacío perfecto: semicírculo de
Eiffel
Días después, la escultura
estaba avanzada cuando Rafael recibió unas indicaciones sutiles y oportunas. En
la tarjeta sonreía la torre Eiffel, con su típica figura en una fotografía
blanco y negro. La anotación en el reverso indicaba: “Una edificación
modernista y exitosa dependió del cálculo de los espacios vacíos. El vacío
perfecto es el secreto compañero de ese monumento. Anexo está un plano de la
construcción de la torre, la página 121. Atte. Pilar.” Junto con la tarjeta
postal llegó un cilindro de cartón con una copia de un plano y la indicación de
una sección constructiva de la Eiffel. ¿Dónde lo usaría? Pensó unos instantes y
se convenció: bajo el brazo estaba el sitio perfecto. En ese sitio quedaría
marcado ese vacío correspondiente a una proporción áurea.
El brazo izquierdo
había evolucionado en concepto hasta convertirse en un ala. La visión del ala,
provino de unas plumas, atribuidas al legado de Benjamin Franklin. Eran plumas
grandes de ave de las usadas antaño para escribir; las blancas provenían de
pavos blancos y las negras de águilas. Un total de trece plumas, en número
igual a una lista de virtudes que planteó el joven Benjamín Franklin y también a
las trece colonias independentistas de Norteamérica. La imagen de esas plumas
alineadas, una al lado de otra, y con sus diferentes tamaños le recordaron al
ala desplegada. ¿Una estatua magnífica no pretende volar? La osadía y el lujo
de una estatua, combinadas con acierto alcanzarían las cualidades del vuelo, y
así lo muestra la Columna de la Independencia en la Ciudad de México. La mejor ilusión
del metal es fantasear y aspirar al vuelo, convertirse en ligereza, incluso tan
leve como nube. Imitar el vuelo es darle gusto a la mayor ambición del bronce.
La metalización de
plumas resultó más sencilla de lo que parecía, dándoles tonos en blanco y negro
como la expresión unida de fuerza y sutileza.
Visión tras el biombo
Cuando dueño pasó
desde la tristeza hasta las advertencias suicidas y Rafael se alarmó.
Rafael procuraba
alguna visita breve cuando podía y siempre encontraba desocupado a Ramón. Era
evidente que el dueño no estaba haciendo nada con su vida.
Lira sabía que por
procedimiento escolar las obras jamás debían mostrarse a nadie sin autorización
de la escuela, pero no sería la primera vez que violaría un reglamento. Además
¿quién se enteraría de una pequeña visita? Solicitó discreción y lo llevó hasta
el taller:
—Aquí paso mis
noches de desvelo.
—Tienes muchas
cosas para hacer. ¿Qué es eso?
—Un hornillo
eléctrico, por eso pago tanto en la cuenta de luz. Atrás del biombo está lo más
interesante.
— Y está hermoso el
biombo. ¿Chino?
— Sí, mire su
textura y los diseños.
—Me gustan las
cosas chinas, pero a mi mujer no. Una vez quise comprar una mesa de laca china
y no quiso.
—Vea los animales
tan delicados. Es increíble cómo las culturas transmiten su estilo y lo
mantienen durante siglos. En este caso, el biombo quita espacio pero sirve para
separar la obra del resto del ambiente. Es importante separar las fases de la
creación, marcar una distancia definida entre la fragua y el terminado. Pero,
pase y acérquese.
El dueño dio un
paso y recibió a plenitud la imagen, pero era como si pasara de un lugar en
penumbras a uno iluminado en exceso y no podía enfocar la visión. De hecho,
entrecerró los ojos, como si lo estuviese lastimando un efluvio luminoso, y
luego puso la palma de la mano frente a la cara. Sin embargo, no había ninguna
luz intensa, era el efecto mismo de la escultura.
Rafael lo miraba
ansioso esperando la más mínima reacción de aprobación, pues no creía que
existiera otra opción. La mirada de Ramón traslució perplejidad y un esfuerzo
por adaptar la vista. Ansioso por obtener una opinión favorable, Rafael urgió:
—¿No es increíble?
—Es que no la puedo
ver bien —se disculpó Ramón—, creo que falta un poco de luz.
—Ahorita le acerco
una lámpara de pie, si gusta.
Rafael tenía un
lámpara grande de pié en la orilla del cuarto, que servía para examinar algunas
piezas. Cuando el artista puso la lámpara, Ramón siguió algo perplejo y
rectificó su opinión:
—No sé por qué la
he visto borrosa, no era falta de iluminación. Ya la miro un poco mejor, pero
está complicada —lo dijo mientras sentía mareos, como si el piso se moviera
bajo sus pies, pero procuró desestimar su malestar— y habrá que mirarla con
calma.
—Le voy a explicar
algunos detalles. Desde el pedestal existen aspectos interesantes, cada parte
posee acabados diferentes y con motivos distintos. El metal parece arena en el
pedestal.
—Sí, eso está bien.
¿Cómo se hace?
—Uno de los muchos
secretos del maestro Mazanelli, que no me está dado el divulgar. —Rafael señaló
con el dedo— ¿Observa arriba un cubo como hielo?
—Esa parte está
maravillosa.
—¿Y qué le parece
el velo sobre la cara? Para que lo aprecie, bien voy a reducir las luces.
Rafael puso manos a
la obra, para que se notara, cómo a falta de reflejos el rostro perfecto trasluce
atrás del velo.
Con la luz casi
apagada, Ramón sintió el abismo de los ojos oscuros de Isis, así que desvió la
mirada y se quejó:
—Disculpa, me estoy
mareando y quisiera recostarme. Ya vez cómo salen los achaques con la edad.
Pero está bonito, bonito y mucho —pues Ramón no encontró palabras para la
extraña impresión que había recibido—, sí bonito.
Los artistas desprecian
ese tipo de calificativo para sus obras, la palabra “bonito” les parece el sello
de mentes ignorantes o insensibles. Aunque, Rafael no se ofendió, pues era
previsible.
Por su parte, Ramón
estaba temeroso pero disimuló; una punzada en el estómago le indicaba un miedo
indefinido. ¿Qué temor despertaría una estatua a un adulto? Además del miedo
estaba la perplejidad ¿Qué era esa figura? Lo más próximo en su mente era la
esfinge egipcia, combinación de mujer y león. Al repensarlo descubrió que el
brazo derecho semejaba al león, como una terminación en garra. Los acabados
eran complejos y contrastantes colocados en una sola pieza: jamás hubiera
imaginado que tantas texturas se reunieran en un cuerpo. Además, los efectos de
un hielo metálico y un velo que desaparece con la oscuridad le resultaban
sorprendentes. Volvió un miedo desvanecido mezclado con otro sentimiento y lo
relacionó con los ojos de la estatua; con probabilidad debieron recordarle también
algo triste, quizá la ausencia de la esposa. Mientras se recostaba para
recuperarse de las impresiones, pensó: “Al menos es un joven talentoso, no está
perdiendo su tiempo, como lo hago yo tan miserablemente.”
Urna vacía color rojo y oro numerada con el
uno de setenta y dos
Después de tantos envíos tan estimulantes, —pensaba
Rafael— me pareció extraño el recibir una urna vacía. Era una urna modernista
con una ligera curva en su costado, como si dos líneas paralelas bailaran al
unísono por un suave temblor; con la altura de un brazo y el ancho de la palma
de la mano. Y el interior no parecía dotado de un espacio intencional y lleno
de vacío (si vale la incongruencia), pues en otro envío recibí un espacio
diseñado, de una belleza incuestionable. Porque en unas pocas ocasiones el
vacío resulta un adorno, aditamento de la gran arquitectura como el espacio
cristalino de un salón imperial o el de una plaza con perspectiva. Quizá se
escondía un acertijo, pero sólo encontré una pista: la numeración indicando que
esta era la pieza inicial de una serie de 72. En la cerámica de las grandes firmas
europeas del siglo XIX sí se estiló anotar series en sus porcelanas más
delicadas, pero esta pieza era de un barro duro, pesado como si fuera un
stoneware, por eso no parecía pertenecer a una serie. Ya en el pasado recibí
más de una entrega que no descifré en el primer encuentro, y fueron varias
veladas pensando en la utilidad de una pluma blanca o la textura de un velo
metálico.
Cada envío para terminar mi tesis artística poseía un
reto y yo lo he justificado y descifrado. Los envíos casi siempre los
relacionan con mi situación de estudiante irregular y tardío.
En la oficina de Pilar las dos caras de la
moneda: la envidia
La asistente y mano
derecha del decano, Pilar Monteagudo citó a Rafael Lira. La llamada era preocupada
y urgente en un día de vacaciones escolares así que la academia estaba casi
vacía. Al final de una serie de viejos edificios estaba la administración
central. Pilar despachaba en un pequeño cubículo de madera, anexo a la gran
oficina del decano Frumencio. Esa oficina solamente contaba con un pequeño
escritorio, un archivero, dos sillas para recibir, el adorno de una
reproducción de Las Meninas y un par
de diplomas colgados en la pared.
Ella tenía una
mirada febril y agua, sus ojos semejaban a un pájaro listo a escapar de un
depredador, no era un gesto de miedo sino de nervios a borde de un enorme
obstáculo. Sonreía y fumaba mucho, movía los brazos mientras explicaba y, de
cuando en cuando, se mordía las uñas si le faltaba la palabra correcta.
—Me da muchísimo
gusto que estés aquí, porque estoy preocupada por los cambios administrativos
que vendrán y nos van a afectar.
—Viene una nueva
dirección.
—Conoces poco de la
naturaleza humana; en esta ocasión no es un simple cambio; una partida de
burócratas conservadores quiere la cabeza de los innovadores; en especial, no
soportan a Mazanelli.
Siguió explicando
que los dimes y diretes llegaban a extremos absurdos, que los nuevos directores
de área deseaban borrar “mala prácticas de la administración pasada”, como era
el sistema de titulación por trabajos. Pensaban volver a sistema de largos
exámenes de suficiencia, que eso de promover “Grandes Obras” de los alumnos
salientes era alentar el ego de artistas inmaduros. Por su puesto ella ni el
decano estaban de acuerdo.
El foco del encono
se centraba en el maestro de escultura Mazanelli, pues tenía demasiada fama y
la lengua larga. El nuevo director de recursos humanos lo estaba presionando
para que renunciara.
Rafael Lira: —¿Cuál
es el motivo para que le soliciten la renuncia?
—El motivo es claro
—rugió Pilar—, es simple y no debería existir en este templo del saber y el
arte, se llama “envidia”.
Ella siguió dando
comentarios y explicaciones. El joven escultor se mostró preocupado:
—¿Y mi obra?
—Te seguiremos
apoyando en lo posible, pero lo mejor será terminarla lo más pronto. Date prisa
y no te tomes tu tiempo. Tu obra ya debe estar casi lista. Esto significa que
se terminó el intercambio de postales.
—¿Hay un plazo
perentorio?
—De ninguna manera,
pero apúrate que la envidia es como el vino también madura en cavas ocultas del
alma.
Remodelar al lado
Rafael Lira escuchó
agitación de ruido avanzando por los pasillos. Se asomó y vio el paso de unos
pintores de brocha gorda moviendo una escalera de aluminio que sonaba con
estrépito contra el barandal. La puerta de Ramón estaba abierta y se escuchaban
voces. Aunque era obvio, Rafael cuestionó a los de la escalera:
—¿Con quién van?
—Al departamento,
con la señorita Marisol.
—¿Quién?
—La arquitecta
Marisol.
En efecto, una voz
de mujer se distinguía hablando desde el interior del departamento y Rafael se
adelantó, a tocar sobre el marco abierto, mientras señalaba a los pintores para
que se detuvieran. Y, desde el interior, la voz de Ramón sonó:
—Pasen, pasen.
Rafael se introdujo
delante de los pintores, curioso con la situación de decoración.
—Hola, arquitecta,
soy Rafael.
—Hola.
—Hola Ramón.
—No te he
presentado con Marisol, la decoradora.
—No soy decoradora,
sino arquitecto de interiores. —brincó la mujer joven e hizo una mueca de
disgusto, pero fue un breve segundo de mala cara y volvió a sonreír, parecía
sonreír siempre— Las nuevas profesiones
tardan en ser reconocidas.
Ella era delgada y
de formas finas; denotaba cuna privilegiada. Por su acento parecía de una
región distinta del país. Sus ojos verdes eran inquisitivos, como si se
dedicaran a investigar el entorno; las cejas presionaban un poco hacia el
centro de la cara. La nariz afilada, como terminando en una navaja armonizaba
con sus labios delgados. El pelo rubio y rizado, algún mechoncito suelto
alcanzaba a bajar hasta la base del cuello, que era angosto y transmitía una
agitada vitalidad al resto del cuerpo. En la mano izquierda jugueteaba con un
rollo grande de cartón, que debía encerrar algún plano.
Ramón explicó:
—Me he decidido a remodelar
por completo, ya urgía hacer un cambio importante en este sitio y la arquitecta
estaba disponible estos días. Yo salgo esta noche de viaje, voy a buscar a mi
hijo, ayer le llamé y dijo que necesitaba verme.
—Eso es
extraordinario —dijo Rafael— Y si no están muy ocupados me gustaría desayunar
en Los Portales.
—Gracias, todavía
tengo que esperar más materiales.
—Acompáñenos
arquitecta, verá que mi inquilino es un artista, es una persona muy
interesante, le va a caer bien.
—Si llega la
entrega a tiempo, con gusto los alcanzo, tampoco he desayunado.
En Los Portales los
sentaron en una mesa con vista a la plaza. Entre semana acudían pocos
parroquianos al sitio, un par de turistas se distinguían por los lentes de sol
y los sombreros. Rafael observó a Ramón animado explicándole planes de
reconciliación y lo felicitó:
—Lo veo alegre. Eso
de intentar arreglarse y quedar en paz con su hijo le hará bien a su alma.
—Me dí cuenta, que
seguir poniendo a mi esposa muerta en medio de los dos… —y se quedó a mitad de
la frase y se distrajo mientras su mirada seguía a un ciclista cruzando la
plaza, luego siguió— Ninguna reclamación la devolverá. Él también la debe
extrañar. Tampoco vamos a seguir pagando las estupideces de un médico, aunque
mi hijo lo haya defendido, él no fue el médico.
—¡Eso es! —la idea
de que Ramón quedara reconciliado, le gustó tanto que Rafael agitó la mano y
tiró el pequeño florerito del centro de la mesa— Perdón.
Luego de la
intervención del mesero, Ramón retomó el tema:
—Le llamé para
reconciliarnos y, luego de un rato al teléfono, aceptó de buen grado. Al inicio no
quería, terminó aceptando.
La arquitecta los
alcanzó a mitad del desayuno y se disculpó como si hubieran concertado una cita
previa. Ramón se esforzó en elogiar a los jóvenes presentes y a la nueva
generación entera, indicando el profesionalismo de la arquitecta de interiores
y el talento del escultor. Ella expuso con pasión sus ideas sobre la armonía entre
los colores y las texturas en mezcla con la perspectiva usando ejemplos del
arte en el Renacimiento italiano. Al escultor le interesaba la perspectiva en las
obras de Bernini, quien fue un talento cumbre del Renacimiento comparable a Da
Vinci y Miguel Ángel, y ella le prometió darle más detalles en otra ocasión.
Rafael quedó
prendado de Marisol; por fin, una mujer hermosa e inteligente que no le evocaba
tragedias ni a la hermana perdida. Ella se mostró interesada en la actividad de
Rafael y antes de despedirse le dejó su tarjeta:
—Pero debes llamarme
pronto —dijo mientras guiñaba y se despedía de beso en la mejilla—, no vaya a
ser que luego esté ocupada —y volvió a guiñar.
—Sí, te llamo.
Dos muertes: recuerdos de orfandad
Por una sincronía
trágica del destino, Rafael volvió a sentir los filos de la orfandad, cuando
murieron en la misma semana Frumencio y el maestro Mazanelli.
Recibió el
telefonema temprano de una alumna indicándole la muerte del decano, pero ella
ignoraba los detalles; sólo sabía que lo velarían en la Funeraria Ramírez.
Lira salió de
inmediato, pues tenía el tiempo apretado por un llamado posterior para sacar un
camión carguero. Le bastó agregar una corbata negra, la única en su guardarropa,
pues ya traía puestos pantalones negros y camisa blanca. Mientras se dirigía a
la cercana funeraria, algunos recuerdos de infancia pugnaban por escaparse y trató
de reprimirlos, buscó no acordarse del funeral de sus padres y los sentimientos
que lo invadieron.
El galerón
funerario, un salón amplio y austero de color crema, estaba prácticamente vacío:
un empleado de aseo restregaba un trapito húmedo por los rincones. Un par de
pedestales para sirio y unos cuadros religiosos indicaban el sitio para el
ataúd.
Un pequeño
letrerito indicaba que ahí velarían al decano y el afanador le indicó que
todavía no llegaba el cuerpo, pues faltaban algunas horas para empezar la
ceremonia mortuoria. Pensó que no estaría presente en el funeral y empezó a
sentir un dolor en la boca del estómago como una presión y se dijo que quizá se
debía a que no desayunó.
Se alejó de la
funeraria y pensó que no conocía a familiares del decano, parecía que la
escuela había sido toda su familia. Quizá se acabarían las tarjetas acertadas
¿o Pilar ya las hacía por su cuenta? El decano era un hombre mayor, que
irradiaba una bondad satisfecha por la mirada escoltada entre gruesas arrugas.
A Rafael esa
molestia en el estómago no lo abandonó y no tenía apetito. Intentó con un
yogurt y no pudo con más de dos cucharadas. La comida le daba asco. En lugar de
tomar un transporte público, caminó por las calles de la ciudad rumbo al centro
sin ruta fija. Un grupo grande de alumnas de secundaria, enfundadas en uniforme
de escuela oficial, platicaban ruidosamente y una maestra, de cuando en cuando
hacía un gesto para callarlas. A la distancia, Rafael sintió el rostro de su hermana
perdida entre las jovencitas; era un disparate obvio, aunque especuló “¿y si
ella hubiese tenido una hija hace años? Eso no sería tan disparatado.” Pero no
estaba seguro de cuál le había parecido semejante y se fijó con más
detenimiento en el grupo que se acercaba. La maestra avanzaba mirando hacia
atrás, a las niñas más atrasadas y algo les decía. Cuando cruzaron Rafael
sintió como el paso de una parvada de ruidosas chachalacas, tan alegres como
desinteresadas de su persona, y sin embargo, fue como si el grupo se llevara un
poco del aire circundante. A Lira el perfil de la maestra le pareció como si
fuera su hermana, tal cual sería en esa edad, pero era imposible y le molestó
esa sensación de identidades multiplicadas. Mirar a la hermana sería un descubrimiento,
verla en varias edades era angustioso. Se regañó y trató de respirar hondo pero
no pudo.
Sentía demasiado
cansancio para un paseo tan corto, pero debía trabajar y el camión lo esperaba
a unas pocas cuadras. Sentía sueño y aún era temprano.
Por fortuna era un
viaje corto de unas pocas horas. El estómago, al menos, le aceptó recibir un
café caliente que lo mantuvo despierto. El exceso de sueño era tan inusual en
él que, por un momento, pensó en acudir a un médico, pero abandonó la idea en
cuanto se sintió mejor.
Durmió como piedra
y a la mañana siguiente lo despertó un telefonema:
—Murió el maestro
—le dijo otra alumna sollozando—, le falló el corazón.
—Sí ya lo sabía, el
funeral empezó ayer en la tarde, no pude asistir.
—Tan fuerte que
parecía el maestro Mazanelli.
—Pero el decano es
quien falleció.
—No, quien murió
fue Mazanelli.
—¿Ayer fue el
decano?
—¿También Mazanelli?
—incrédulo Rafael, estaba empezando a entender la confusión.
—No sabía del
maestro Mazanelli —y la alumna empezó a sollozar con más fuerza.
—No sabía del
decano.
—¡Qué pena! Dos profesores
tan brillantes se nos van juntos. La escuela nunca será la misma.
Volvió un agudo
dolor de estómago, y tras la ventana una nube ocultó el sol y a Rafael las
calles le parecieron moribundas.
Resonó un latido y casi en mitad del sueño
me cercioré de su procedencia
Desperté en mitad de mi sueño —recordó Rafael Lira— y era
un latido que golpeaba el espacio, era tan poderoso ese sonido grave que hasta
el aire parecía ondularse como el agua del estanque. Sin vestirme busqué la
fuente de ese ruido. Cada vez era más fuerte y me acordé del cuento de Poe
sobre un corazón siniestro, pero no sentía miedo ni nada que asustara, era una
alegre curiosidad. Me dirigí a la cocina y noté algo extraño: la alacena
parecía tener dimensiones mayores, la altura de la puerta marcada con un número
siete y la base con un número cinco. La puerta de madera se había convertido en
rojiza, un brillo de caoba escapaba en la penumbra nocturna. Con cuidado tomé
la manija esperando que estuviera caliente como metal fundido, pero era un
calor tibio; cedió al primer impulso y adentro había 72 urnas rojas y doradas,
coordinadas como formando un único corazón. Ahora recordaba que 72 eran los
nombres de Dios para la Cábala, pero las urnas rojas y doradas habían llegado antes,
luego sus envíos se habían interrumpido con la muerte del decano. Pensé en el
sueño, y sentí una gran alegría porque su voluntad se había cumplido, quizá era
su última voluntad. Sonreí y sabía que dentro de cualquier urna encontraría un
material rojo para agregarlo en el toque final de la escultura.
En la siguiente semana resultará posible dar los últimos acabados
a la escultura, cumplir con esa gran obra.
El juicio académico
Un jurado académico
citó en privado a Rafael para evaluar la tesis antes de terminar el periodo
fijado para el examen profesional. Era un procedimiento irregular; pero, luego
del fallecimiento del decano y Mazanelli, el todo ambiente en la escuela
resultaba anómalo. La maestra Pilar había salido de vacaciones, así que Rafael
Lira tampoco tenía modo de consultar o prevenirse en esa situación irregular.
Según le informaron
la evaluación se haría sobre algunas fotografías y con las notas que presentara
Rafael, sin mostrar su obra.
El jurado se
integraba por 3 profesores que se alineaban tras una larga mesa de madera. Los
tres tenían fama de estrictos y con ninguno había tomado clases Rafael, así que
estaba muy nervioso.
En frente de ellos
el alumno y un eco vacío alrededor por un espacio suficiente para albergar a
más de cien personas. Saludaron secamente y le indicaron con un gesto que se
sentara en una silla de madera aislada.
Discutían entre
ellos y no miraban al alumno. No se alcanzaba a escuchar la discusión pero
parecían molestos o preocupados. El más bajito manoteaba y negaba con sus
gestos de modo constante.
—¿Falta mucho para comenzar?
—inquirió Rafael.
—Tomará la palabra
cuando se le indique.
Siguieron
discutiendo entre ellos en voz baja y miraban de reojo a Rafael.
El más alto dijo:
—Las fotografías
solicitadas, si es tan amable.
Rafael entregó en
silencio las fotografías y los jurados miraron, mientras cuchicheaban en ellos.
Habló el jefe del jurado, mientras se levantaba de la silla, visiblemente
alterado, y con un escrito en la mano:
—Por una decisión colegiada
de la academia se ha decidido marginar las técnicas del profesor Mazanelli de
manera tajante, porque convertir el arte de la escultura en una especie de
operación de pirotecnia ilusionista o barroquismo de alteración casi fotográfica
no será admitido más en nuestra escuela —dejó el papel y se dirigió directamente
a Rafael—. Comprendo que usted ha seguido para esta obra una variedad de
técnicas del difunto profesor, y por los procedimientos de titulación, resulta
inviable que usted rehaga su obra, le daremos facilidades para que se deshaga
de ella y deberá comenzar un proyecto nuevo desde cero. ¿Me entiende alumno
Rafael Lira?
—En definitiva no
entiendo ¿Deshacerme de mi obra? —Preguntaba Rafael con furia e ironía,
levantando la voz, con ganas de gritar a pleno pulmón pero conteniendo la ira— Es
un trabajo magnífico. ¿Destruir una obra que merece colocarse en una exposición
internacional? No entiendo qué quiere decir con “deshacerse”.
—Se debe embodegar,
la obra no es suya, pertenece a la escuela. Y no se deberá exhibir, pues siguió
técnicas no aceptadas. Por deshacerse —hizo una pausa el maestro y lo miró a
los ojos como si lo desafiara— se entiende entregarla en el almacén a un
encargado para destruirla.
—¡No es justo! —Espantado
por la furia de su propio grito, Rafael se concentró en contenerse y bajó el
tono— No es justo, la obra es magnífica; deberían ir a mirarla en persona; estas
fotografías no muestran su verdadera calidad.
—La decisión ya
está tomada, no viene al caso examinar su trabajo.
—Deberían hacerlo.
—Un alumno no nos
dice jamás… ¡Jamás!... —el jefe del jurado levantó la voz y se dio cuenta de
que parecía exaltado, por lo que se contuvo, moderó el tono y siguió —lo que
debemos hacer o no hacer. No es una decisión personal, la decisión de la
academia está tomada y esta no es una reunión de apelación. Después se le
notificará las condiciones para un nuevo trabajo de tesis final. No ponga esa
cara de tragedia que se le dará una nueva oportunidad para elaborar una tesis,
pero bajo los nuevos protocolos que tendrá a bien informarle esta academia.
Viaje a Nochistlán
La estupidez humana no tiene límites, —pensaba Rafael
Lira, con justa indignación— pero me sigue sorprendiendo. Ahora sí, los envidiosos
de la academia pasaron cualquier límite, una cosa es no entender las técnicas
del maestro Mazanelli y otra condenar una técnica tan avanzada. Casi un año de
esfuerzos destinados a una oscura bodega y a la destrucción, no lo aceptaré;
prefiero no recibirme. ¿Además a qué tanto interés representa un título
académico para el arte? Ni Da Vinci, ni Miguel Ángel, ninguno de los grandes artistas
necesitaron de títulos para conmover al mundo. Y no es que yo me crea una futura
vaca sagrada, pero el recuerdo del maestro no debe hundirse en el fango de la
envidia. Esa luz lejana—siguió pensando mientras observaba a la distancia— indica la proximidad de la Villa Chica, está cerca
la desviación hacia la izquierda, viene luego de unos árboles robustos, como si
fueran tules. Y si estuviera todavía Frumencio, no habría esta clase de
“conspiraciones” de los engreídos; pues ha sido la envidia rastrera. Ya veo los
árboles y una parvada de grajos, anuncia el atardecer. Esos envidiosos de la
academia lo tomarán casi como un despojo. Esta gran escultura nunca se debe
entregar como desperdicio. La iban a arruinar y hundirla entre fierros viejos y
polvo. Está dormido Simón, lo voy a despertar:
—En la próxima curva empieza un tramo de terracería, vale
más te despiertes y no te vayas a dar un cabezazo por andar soñando.
—Ah, sí ya.
—Y una señora de la Villa vende refrescos en su casa. Es
como una tiendita, pero no tiene ni un anuncio. Uno toca y abren, eso es todo.
Si no conoces por acá y tampoco te conocen no hay ni donde comer. No es que
sean malas personas pero son desconfiados, le temen a la gente de fuera.
—Y no hay nada que hacer.
—Pues guardar la estatua es hacer.
—No, estoy dormido, lo que quiero es comer algo. El viaje
me despertó el apetito.
—Desde niño creciste con hambre, Simón. En otra casa
hacen de comer, pero hay que esperar, así que es mejor solamente pasar a avisar
y de regreso ya nos cocinaron unos frijoles, tortillas hechas a mano y un asado
con picante.
—A esto, yo todavía no veo terminada tu magnífica obra.
Qué idea la tuya de encerarla en una cajota de madera, antes de que yo la
viera. Tanto tiempo con curiosidad y tú negándote a enseñarla.
—Andabas ocupado.
—Cuando te visité no permitías verla.
—Esas eran las reglas de la escuela.
—Nadie se iba a enterar.
—Estaba siguiendo reglas.
—Ahora las estas rompiendo todas.
—Es cierto.
—Así, que abrimos la caja antes de guardarla. Porque,
supongo estará muchos años guardada. ¿La abrimos?
—Ya quedamos.
El punto sin retorno
La Villa Chica de
Nochistlán es un pequeño caserío donde habita un puñado de almas. Se llega por
una entrada de terracería, y atrás la custodia el farallón de una montaña. Esas
sierras poseen encanto natural, mezclando macizos desnudos de roca gris y
verde, escoltados por grandes árboles. De cuando en cuando las laderas están
aradas de maíz y grupos aislados de borregos pacen a la distancia. Los caseríos
aparecen aislados al costado de la carretera serpenteando las laderas.
En ese pueblo la
única construcción de tamaño mediano era una antigua calera —mancha de blancura
y metal en medio de esa región gris y verde—, que dejó una bodega inútil por
abandonada. En sus correrías por la sierra, Rafael Lira conoció el sitio y
trabó amistad con doña Justina, quien era la encargada de la bodega. Ella
contaba que el propietario le entregó las llaves cuando cerró la calera,
entonces era soltera y ahora abuela. Si el propietario pertenece a la raza
mortal ya debió rendir cuentas con el Padre Eterno.
Ante la insistencia
por mirar por primera vez la escultura, Rafael estimó colocar el camión en
posición favorable por la luz del atardecer. De hecho él mismo sintió
curiosidad por observar su gran obra bañada por esa luz del atardecer
oaxaqueño.
Detuvo el camión en
una pequeña explanada de tierra blanquizca junto a la bodega de destino y
maniobró para estacionarlo de tal modo que la claridad del ocaso entrara a la
caja del camión. Primero abriría la caja de madera para el último vistazo,
antes de bajar ese macizo, pues requería de instalar poleas para maniobrar el
descenso y si ocurría una tardanza perderían la iluminación idónea.
Rafael, mientas
hacía la maniobra de colocación, dijo:
—Esta posición está
perfecta. Si nos apuramos a abrir la caja de madera, tendremos un rato para
contemplar y te explico los detalles. Si no he pasado mi tiempo en vano, me he
dedicado a generar algo extraordinario y no voy a permitir que los rufianes de
la academia lo arruinen. Este no es el destino final, en un tiempo prudente la
rescataré y hasta la llevaré al extranjero.
—¿De verdad es tan buena
la obra?
—Ahora lo verás con
tus propios ojos. Ahí demostré las técnicas de metalización, que permiten
superficies tan variadas como las traslúcidas y la apariencia de hielo, como
arenas desérticas o pieles de animales.
—Habrá de verse
—mientras se acercaba para abrazar al hermano mayor, con un recuerdo de la
inocencia y de los años difíciles, donde la palabra de Rafael era una Biblia
para Simón— que no eres ningún cabeza dura.
La puerta de la caja
del camión era una doble hoja batiente, que chirrió al abrirse.
El sol del poniente
bajaba entre dos cerros cercanos y lanzaba un cálido resplandor amarillo,
fuerte pero sin deslumbrar.
Ante un martillo la
caja de madera empezó a ceder rápidamente sus clavos, hasta que terminaron
cayendo todos.
El resplandor de
tonos complejos causó desconcierto en Simón, que sintió la vista borrosa,
bloqueada por un enorme velo traslúcido. Primero supuso que era un destello,
pues algunos puntos de la estatua rebotaban la luz con singular intensidad,
como si desde ella brotaran rayos diminutos y eficaces para herir la vista.
Simón puso las manos frente a la cara como si se protegiera de una gran
iluminación. Su retina no se adaptaba a la sensación que recibía, y un calor
terrestre empezó a subir hacia su cabeza; volteó la mirada como teniendo un
malestar y el hermano confesó:
—No sé que sucede,
cuesta trabajo mirar, algo me deslumbra.
—Ha de ser el
efecto de la penumbra y los reflejos.
—Sí, algo me
lastima los ojos.
—Entonces
entrecierro las puertas de la caja del camión… —mientras estiraba una mano movía
la puerta abatible y, cuando acercó la segunda hoja, Rafael preguntó— ¿Así está
mejor?
—Eso parece, pero
ahora está oscuro —afirmó Simón— casi no veo.
—Andas como el
perrito chillón, —se burló Rafael— nada te convence.
—Disculpa no sé que
me pasa. Siento algo de mareo.
—Aguanta un poco y
te explico.
—Está bien
—respondió Simón, mientras volteaba la mirada hacia un costado, enfadado de no
lograr mirar la estatua con claridad— te escucho.
—Te voy a recordar
cómo surgió este proyecto y las principales partes que lo componen. En
principio, era un homenaje sencillo al recuerdo de nuestra hermana, pero eso no
lo hubieran aceptado en la escuela, pues funciona un sistema de tesis, donde te
prohíben temas, estilos y materiales en una especie de juego. Pero ya me las he
ingeniado y logrado mezclar todos los elementos solicitados con mi idea
original. El procedimiento obliga a integrar técnicas distintas y me fueron
dando pistas.
—Recuerdo.
—En el piso está un
fragmento de la Puerta del Destino y a un lado está la dedicatoria: “A la
memoria de mis padres Horacio y María, y mi hermana Raquel”. No quise dedicarla
a ningún vivo, son muchos y suelen reclamar, por eso no estás considerado.
Rafael continuó
explicando y acercándose a cada parte que argumentaba, suponiendo que su
hermano terminaría por comprender. Mostraba la mano derecha convertida en una
garra felina, al modo de la Esfinge que saca las zarpas hacia abajo, como signo
de la fuerza terrestre. Simón se acercaba intentando compensar esa sensación
deslumbrada, esperando que la cercanía fuese de ayuda. El hermano se aproximaba
con suavidad y cautela, como el cazador se mueve entre la espesura y se cuida
de no mover ninguna rama que lo delate, su avance era pausado y fue recorriendo
escasos centímetros de distancia hasta la proximidad de la superficie metálica.
Abrió la palma de la mano y alineó los dedos, cuando tuvo la resanción de un
calor tibio que parecía intensificarse. En principio, Simón creyó que era una
ilusión, pero todavía sin tocar, interrumpió la explicación:
—Está caliente.
—¿Qué dices?
—Tu estatua está
caliente.
—A ver, —dijo
Rafael, mientras acercaba el dedo índice con delicadeza hacia el ala izquierda,
para comprobar— vaya, sí está un poco caliente.
Y Rafael siguió con
el dedo la curva superior del ala.
Simón también
terminó tocando, la yema del dedo recibió calor y una especie de calambre paralizó
su falange.
—También se siente
extraño, como si tuviera electricidad.
—El torso se siente
más fresco. No lo observé antes, pero cada parte mantiene una temperatura muy
distinta, y solamente falta que el cubo está helado —mientras el escultor bajaba
la mano extendida—. Vaya, pues sí esta parte está bien fría, y si seguimos con
el pedestal también está fresco; no está frío, sí fresco. En condiciones
normales el metal debe estar frío, al menos que exista una reacción o un flujo
eléctrico como los termostatos de las planchas. Al encerrarnos aquí el ambiente
interior se altera y también terminan las preocupaciones ordinarias. Dejé un
testimonio, pero ninguna huella que deba observar quien no la merezca.
Encontrar los secretos del metal trae su precio y si fuera dada una existencia
distinta a la humana, cual una líquida, como una borrachera pero no alcohólica
sino de fusión con las materias más duras ¿te atreverías mi hermano?
—Suena maravilloso, como darle un sentido a la
existencia, descubriendo más allá de lo evidente. No me subestimes, estoy a la
altura de cualquier reto.
—Lo más increíble
está al alcance de nuestras manos, pero el mundo no está listo.
—¿Qué nos importa
el mundo si la sangre está lista para alcanzar otro nivel?
—Te imaginas
alcanzar el nivel del magma, con su calor derritiendo hasta las evidencias de
la realidad, arrastrando la fantasía más allá de la oscuridad más desbocada,
brotando con las ráfagas de luz que solamente las supernovas generan… ¿te lo
imaginas y estarías dispuesto a dar un paso adelante?
—No quisiera que lo
dudaras ni por un instante.
A tientas Rafael
selló el compartimento metálico desde el interior.
—Espera un instante
y sucederá un portento.
Simón suspiró y
cerró con fuerza lo ojos, como lo hacía cuando de niño deseaba que los Reyes
Magos le trajeran los mejores juguetes.
Rafael avanzó a
tientas y sintió un borde de la escultura. Adivinó sus contornos y adelantó hasta
un punto especial que no admitía regreso a los marineros valientes.
—Este es el punto
sin retorno; abre bien los ojos y presta oído atento.
Una chispa color
magma comenzó a crecer y a agitar conforme se expandía, formando arcoíris…
Great
gig in the sky
Empieza con
suavidad, en gran silencio y calma, rodeados de emoción contenida en ascenso.
La oscuridad de la pupila de Isis tras el velo de tan densa se convierte en la
brillantez del magma volcánico; la frescura del encierro se torna en calidez.
—Shhh… ¿Lo sientes?
Es un latido, el acompasado palpitar de la tierra y la oscuridad.
—Sí, una presencia
—apenas musita con suavidad, temiendo interrumpir la magia que los envuelve.
—Shhh… espera…Es
ella…
Una oleada fresca
entre la calidez creciente los toca y eriza los poros de su piel. Ninguno su
mueve, dejándose mecer por el suave latido que proviene desde las profundidades
¿de la Tierra, del cielo oculto, de los dos hermanos trastornados o simplemente
de ella? Al cerrar y abrir los ojos en la oscuridad se forman breves arcoíris
que pronto dejan de figurar una electricidad que corre por los nervios para
fundirse en el ambiente. Olvidan el cansancio y sus cuerpos adquieren la
suavidad de quien flota en aguas tranquilas, mientras la temperatura sube.
Simón extiende la mano hacia una presencia
iridiscente y se conforta con una superficie suave y tersa pero firme, donde el
metal ha adquirido la temperatura idéntica al cuerpo. Los colores parecen latir
con suavidad y calma contagiando al aire, conectando el espacio con la cavidad
dentro del pecho. Las imágenes desde su infancia invaden su mente en una
sucesión de caleidoscopios danzarines. Desde su interior una crispación, como
un anhelo, una lucha jamás antes buscada, lo empuja a abrazar entera a la estatua,
que brilla en la oscuridad y él no siente pudor con esa extraña situación.
Lo que mira Rafael
parece un sueño lejano e imposible: Simón fundiéndose con un magma irisado
desde donde la hermana, la Isis de metal trasmutado, reaparece en una vida
renovada, tan imposible como inminente.
La temperatura sube
sin tregua; las figuras en agitación crepitan junto con los meteoros que cruzan
un cielo invisible.
El triángulo queda
completo, Raquel lanza un grito —incontenible, vibrante— que alcanza la bóveda
celeste.
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