Por
Carlos Valdés Martín
Para las generaciones
futuras es indispensable aclarar eso: es un tren colocado bajo tierra, usado de modo indiferente y sistemático cada jornada; así, hablamos de un enorme gusano mecánico bajo el suelo
que traga y escupe con rapidez a los habitantes de la superficie. Millones
viajamos allá abajo, sometidos a un calor acompañado de miasmas fluyendo desde
algún drenaje secreto; nos movemos apurados y silenciosos, intentando ignorar
ese mal rato que nos acerca al trabajo o la casa.
El encadenamiento de
acontecimientos que arrastró a ese final fue sencillo: No fue posible subir al
primer vagón, pues llegó a la estación saturado de pasaje. La multitud
frustrada, se fue agolpando más. Por el perifoneo una voz titubeante anunció
que había algún problema en el estación previa, así que el servicio fallaba. El
siguiente convoy arribó tan lleno que fue imposible la entada. El nerviosismo y
enfado se reflejó en los rostros, pero nadie abandonaba su puesto en esa multitud
del andén. El convoy consecutivo estaba vacío pero ni siquiera se detuvo debido
a las intrigantes decisiones de los jefes de estación que controlan el
subterráneo.
Esa situación —de sucesivas
unidades saturadas y otras vacía que no se detienen— es molesta y hasta
desconcertante, pero los sufridos pasajeros que nos amontonamos bajo tierra
hasta la soportamos con resignación y naturalidad.
Siguió entrando más gente
al andén. Entonces empecé a sentirme nervioso, temiendo que esa saturación ocasionara
una desgracia por el arribo continuo de más usuarios, quienes se acumulaban
sobre el andén y con la multitud al filo mismo de las peligrosas vías cargadas
de fluido eléctrico.
Por fin, muchos minutos
después apareció otro tren lleno, aunque —al fin— con descenso de pasajeros, quienes
nos permitirían un espacio al interior.
Salieron unos cuantos
pasajeros y varias decenas nos esforzamos por rellenar ese espacio; lo cual
parecía una hazaña imposible. Otros que intentaban ingresar me empujaron desde
atrás y quedé a nivel de la puerta, con más de la mitad del cuerpo adentro.
Debo reconocer que sentí
una discreta alegría y compadecí a quienes esperarían los trenes siguientes. Intenté
empujarme para quedar por entero adentro, pero la muralla humana al interior no
permitía más avances. La puerta automática intentó cerrar sin éxito por primera
vez. La voz por micrófono sugirió lo obvio: que entráramos por completo para no
entorpecer a la puerta automática.
Empujé con todas mis fuerzas
y el cuerpo estaba acomodándose gracias a un desplazamiento imperceptible de los
demás, pero el pie derecho seguía por completo afuera. Sonó la alarma que
anuncia el inicio de la travesía, pero mi pie permanecía al exterior.
El perifoneo anunció que
pronto saldría ese tren.
En cuanto empezó a
moverse el perifoneo indicó que ya arrancaría. Me di cuenta de que yo seguía inmovilizado
debido a los demás cuerpos comprimidos y con un pie expuesto. Tras el primer
movimiento del vagón comprendí la peligrosidad del momento y sentí miedo. El
pie podía quedar dañado y hasta perderse.
La máquina de arrastre
comenzó su aceleración y supliqué a los pasajeros alrededor que me hicieran
espacio:
—¡Estoy atorado; háganme
espacio!
Los ojos y oídos
alrededor parecían tapiados y no correspondían a esa súplica; los cuerpos
alrededor parecían empeñados en empujar en sentido contrario a mis esfuerzos.
De inmediato, el tren se
internó a la parte oscura del túnel suburbano; por un instante se apagaron las
luces y escuché un ruido chillón y seco. Un dolor súbito al interior de mi
cabeza, comenzó en los dedos pequeños del pie y me arrastró a modo de una ola
para sumergirme en la oscuridad silenciosa.
Cuando abrí los ojos dos
paramédicos me arrastraban sobre una camilla, mientras una tripa transparente
inyectaba algo para calmar el dolor.
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