Por Carlos Valdés Martín
No había hostales en el pequeño caserío, así que el
viajero importunó algunas puertas cerradas. El visitante se veía contrariado,
pero sonreía después de cada “toc-toc-toc” sin respuesta. Tras las ventanas los
pueblerinos silenciosos y desconfiados adivinaban que él estaba hambriento.
Luego de varios intentos fallidos para que lo
recibieran, se entreabrió una rendija y asomaron los ojos de una señora
recelosa que advirtió:
—No tenemos nada para darle a un peregrino, aquí
somos pobres.
—Buen día hermosa dama —y el desconocido sonrió
todavía más—, me llamo Salvador y no vengo a solicitar algo, al contrario, traigo
para regalarle la más deliciosa sopa que haya comido.
—¿Un regalo? ¿No nos cobrará? Ya le dije que este es
un pueblo pobre —mientras asomaba la mitad de una mano regordeta, signo
inequívoco de una alacena bien provista, y subió la voz mientras tosía— cof, sí,
este es un pueblo necesitado y polvoso.
—Tengo el remedio para muchos males, aquí en mi
alforja cargo un mármol blanco que hará la más deliciosa sopa. Será increíble y
la envidia de la comarca.
La dama se interesó vivamente en el asunto pues era una
hábil cocinera y mantenía una posición destacada en su comunidad, pero jamás
había escuchado de potajes hechos con piedras. Entrado en la plática el viajero
presumió que esa receta la recibió en un lejano palacio de la corte real.
Mostró una roca del tamaño de un puño: era hermosa semejaba un trozo de hielo
solidificado.
La señora pensó: “En los inviernos duros los vecinos
colectan bayas del bosque, pero jamás rocas. ¡Qué extraños son los cortesanos
que se alimentan también con rocas! Esta es una oportunidad extraordinaria de disfrutar
como en un palacio”
Hizo pasar al hombre a su fogón, lo dejó esperando
sentado en un banquito de madera y trajo un perol grande. El visitante le
sugirió un recipiente aún más voluminoso, pues ese sería el único día que él permanecería ahí y el platillo merecía
compartirse.
Animada la cocinera, fue por un perol grande a casa
de una vecina y esparció la noticia entre los lugareños. Dejó encargado a un
hijo adolescente para que se mantuviera atento de los movimientos de Salvador,
pero sin moverse del lugar. Ella regresó pronto y además del encargo trajo un
costal de papas y un tonel de agua. Por curiosidad o precaución, sus vecinos
llegaron cargando las provisiones solicitadas y se sentaron en banquitos de
madera para observar al fuereño.
—Son muchas papas objetó el visitante.
—Deberemos retribuir a los vecinos, que serán mis
invitados.
—Entonces debemos retribuirles con esta sopa
deliciosa, bastará agregar bastante más cuero frito y especies.
—De una vez dígame todo lo que haga falta —dijo la
anfitriona—, no debemos quedar mal con nuestros vecinos y, además, vendrán las
personalidades de este lugar.
—Y ¿podemos traer a toda la familia? —preguntó el
mayor de los visitantes.
—Será un gusto invitarles.
El aroma del perol apenas iniciaba, pero la dueña se
acercó con sigilo al viajero y le susurró:
—Para una comida, como en los palacios no basta una
sopa, en seguida regreso con un jabalí del mercado, uno grande. Ya le mandé a
avisar a mi marido, al alcalde y al señor cura. Pocos días tenemos la
oportunidad de “comer como en palacio”.
El viajero sonrió y repitió:
—Como en palacio.
En menos de una hora parecía que el pueblo entero acudía
a la casa, así que empezaron a colocar mesas y sillas al aire libre. El cielo
estaba despejado y el sol ya había abandonado el cenit. Un carretero cargó dos
toneles con cerveza y un músico local sacó su guitarra para aligerar la espera.
Sentados en banquillos improvisados o pequeñas
sillas traídas de las casas aledañas, los lugareños olisqueaban los aromas
provenientes de la cocina. Cuando llegó el alcalde los vecinos aplaudieron y él
respondió quitándose el sombrero. Poco después arribó el cura, a quien no
vitorearon, aunque unas viudas corrieron a besarle la mano. El jefe político y
el religioso quedaron en los extremos opuestos, procurando no mirarse y
evitando la ocasión para un saludo. En la algarabía el pueblo había olvidado
esa hostilidad tan reciente y tensión entre dos poderes.
Cuando la dueña salió de la casa con un platón entre
manos, la multitud gritó de júbilo. La señora se adelantó a decir:
—Hemos sido bendecidos por la visita de un
extranjero, que es un gran cocinero del palacio; quien me ha honrado con la
receta única de la sopa de mármol blanco. Y en esta ocasión tan especial me he
atrevido a pedirle a su santidad, fray Toribio nos acompañe y sirva para
presentarnos a este ciudadano distinguido.
Se levantó el alcalde y moviendo las manos pidió
silencio:
—Permítame doña Engracia —que así se llamaba la
dueña, además esposa del tendero rico del pueblo— pues la obligación de
presidir y hablar en los actos más relevantes de esta comunidad corresponde a
la autoridad civil. Ya sabemos que el fraile Toribio se ocupa solamente en
ceremonias religiosas, y este evento es cívico, pues no estamos celebrando al
santo patrono. Así, que permítame.
—Discúlpeme, no quise ser grosera ni caer en falta;
no lo pensé bien, señor Donato —mientras se ruborizaba Engracia y miraba
alternativamente entre los extremos de la reunión—, y por favor presente y
presida usted el evento.
Los colores habían subido a la cara del alcalde
Donato, signo de que contenía su emoción. Respiró tres veces con pausa, se pasó un
pañuelo blanco por la frente:
—Estimados pobladores de la villa Andorrita, es para
mí un honor e inusual placer traerles la buena nueva de este portento de
cocina. Difíciles gestiones han traído un desenlace afortunado, tras largos
años de sequía (y lo digo en sentido figurado) se ha colmado la laguna de
felicidad, pues ha venido a nosotros lo más excelso de la cocina real del
palacio real. Con nosotros está una persona educada en las más fieras
contiendas de la vida, quien ha sabido arrancarle los sabores más suculentos a
la ruda comida. Ahora trae a nuestras mesas, merced a la cooperación
desinteresada de los vecinos y de doña Engracia, a ese portento de cocinero, de
nombre… por favor, doña Engracia denos el nombre del viajero.
—Salvador, señor alcalde, Salvador Hafer.
—Entonces los invito a que demos un cálido aplauso a
Salvador Hafer…
Varios empezaron a aplaudir, pero los reconvino:
—Todavía no, en cuanto salga a la calle nuestro
benefactor. De favor, señora traiga a nuestro benefactor para que la gente lo
aplauda.
Tras un instante el viajero estaba entre la gente y
recibiendo una ovación. Luego, el alcalde dio por terminado su discurso y mandó
a la doña para que apuraran servir los platos.
En efecto, la sopa olía y sabía deliciosa. El jabalí
no desmereció en gusto; la cerveza estaba tibia; como postre frutos de las
higueras que maduraban alrededor de la villa.
Casi todos estaban animados y hasta alegres por el
humor de la cerveza. El sacerdote se mantuvo callado en exceso; quienes lo
conocían mejor adivinaban un coraje reprimido. En voz baja, empezó a quejarse
de sus muelas adoloridas, en parte por la edad y también por el calor.
Salvador, con afabilidad, era presentado por la
cocinera para saludar de mano a cada vecino y comentar sobre el suculento
caldo. Sin falta recibía felicitaciones. En retribución, él les contaba alguna
anécdota de la corte del reino, quizá vivida o recibida de oídas.
Al final del improvisado festín, los asistentes
solicitaron mirar la roca que había dado sabor al platillo. De mano en mano,
sobaron y celebraron esa piedra. Los más audaces le pidieron al alcalde que
comprara ese prodigio, y, en respuesta, Donato interrogó con la mirada al
viajero que dijo:
—Este mármol es valioso, no se consigue con
facilidad; por su blancura se destina casi siempre para fabricar estatuas.
Con el atardecer llegó el viento del poniente, al
que los ancianos atribuyen enfermedades y cansancio. Las encías comenzaron a
molestar al sacerdote, y, sintiéndose marginado del protagonismo por el alcalde,
decidió que era momento de tomarse una pequeña venganza. De improviso levantó
la voz para garantizar que todos lo escucharan y dirigiéndose al sacamuelas del
pueblo que departía en el otro extremo de la calle:
—Esta sopa de piedra ha destrozado mis dientes;
pronto don Agustín, debe atenderme la dentadura.
Se hizo el silencio y las miradas siguieron los
pasos del sacamuelas, que empezó a disculparse con gestos. Don Agustín se acercó
a la cara del sacerdote y le solicitó abrir la boca, pero el “santo varón” se
negó a obedecer, alegando con su boca entrecerrada que el dolor no le permitía
abrirla. El sacamuelas consintió:
—En mi consultorio tengo un bálsamo para el dolor; habrá
de acompañarme.
El sacerdote pidió los brazos de dos beatas, como si
las piernas también le fallaran y avanzó soltando quejidos lastimeros, que
aumentaron cuando pasó frente al alcalde y gritó:
—Cuide de los otros vecinos… no tardan en caer
enfermos.
Las palabras se interpretaron como amenaza o
maldición, de inmediato el bullicio desapareció y se convirtió en murmullo. Las
caras de disgusto y extrañeza se iban contagiando, pronto el desánimo cundía.
Molesto, por ese ambiente decaído el alcalde habló en voz alta ante el pueblo:
—Bueno, la fiesta ha terminado; mañana es día de
trabajo. Vayan a sus casas, pero antes a limpiar la calle.
Algunos se retiraron de inmediato para evitarse
molestias; la gente acomedida empezó a levantar platos y banquitos.
Donato recomendó a Salvador, colocando su boca al
oído:
—Aléjese de esta villa antes del amanecer. Ganarse
de enemigo a nuestro sacerdote es peligroso. Yo soy la máxima autoridad civil y
lo mantengo tranquilo; pero él es rencoroso y posee los medios para entregar
una queja en la Inquisición. No vaya a ser que los ingredientes de su sopa —acercó
más la boca al oído, para decir con énfasis y suavidad— se declaren brujería.
La cara de alegría desapareció de la faz de
Salvador; arqueó las cejas y suspiró:
—Entonces, al menos debo recuperar la piedra que
sirvió para esta comida.
El alcalde insistió al forastero que no perdiera
tiempo y el fuereño se disculpó:
—Ni siquiera he desempacado; no tardaré.
El viajero cumplió su promesa de apurarse; regresó
con una pequeña bolsa al hombro y luego mostrando la piedra blanca cual un
trofeo, dijo:
—En efecto, está un poco más pulida; la generosidad
de una comida compartida le ha sentado bien; espero que pronto sea una cúbica
de…—suspiró y guardó silencio, cual si estuviese a punto de cometer una
indiscreción, luego continuó— algún día sabrán que una piedra será tan
significativa como una joya.
Pretendía dar más explicaciones; pero el alcalde lo
conminó al silencio, mientras seguía con recomendaciones:
—Siendo usted extranjero es mejor que se aleje antes
de que salga el sol, usted debe dirigirse más allá de las montañas hacia donde
son tolerantes…
Y Donato señaló con el índice hacia el horizonte,
que ya estaba casi por completo oscurecido.
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