Una
breve ficción dedicada a Diego Rivera, que no sigue la trama histórica.
Por Carlos Valdés Martín
Ese
atardecer olía a gardenias, cuando la amante del muralista confesó recostada en
el diván psicoanalítico:
— Está angustiado, imagina un precipicio desde que
recibió el encargo del hombre más rico del país más rico para hacerle una obra
que inmortalizará su memoria. Ese mural no lo va a rechazar ni abandonar, pero
ahí debe aparecer la cara del mecenas. Mi amor dice que el retrato del
multimillonario termina siendo amarga caricatura; lo rehace una y otra vez, pero
siempre finaliza en caricatura. Ese resultado no es falta de talento, sino un efecto
inevitable, pues el multimillonario personifica al horror del sistema. En
cuanto vea el retrato su mecenas enfurecerá y pronto la cofradía de mecenas del
mundo inventará un fracaso estético.
Un portento de pintor, un verdadero genio ¿impedido para trazar un retrato dentro
de un mural? Si fracasa será terrible, así repudiarán a mi querido.
En esta mi
profesión de psicoanalista debo contenerme y dejar que los pacientes sigan el
camino de sus asociaciones de ideas del modo más libre. Entonces por una
indiscreción inexcusable, respondí:
—Bastaría
con colocar a Marx a un costado de esa efigie; el mecenas se pondrá tan furioso
que destruirá la obra y todos pensarán que surgió una disputa ideológica.
Guardó
silencio sorprendida por mi intervención: ella ya conocía las reglas. Sin
embargo, agradeció y ahora me arrepiento.
No porque
las cosas hayan resultado mal, pues el artista recibió un consejo oportuno y
nunca supo desde donde provenía. Luego quedó expulsado de ese país y otros
mecenas (a quienes no les molesta retratarse con personajes históricos) se
disputan sus servicios, pues se rumora que es el mejor artista dispuesto a sufrir
por sus principios incorruptibles.
El asunto
se salió de control poco después, cuando la amante fue engañada por su artista,
ensoberbecido por una avalancha de éxitos internacionales. La amante regresó al
diván psicoanalítico destrozada y con ideas suicidas. De ordinario una idea de venganza compite
contra la de suicidio.
Ante el
giro inesperado de acontecimientos me atemoricé imaginando que la intervención equivocada
anterior acarrearía consecuencias fatales. Bajó esa ansiedad de ser culpable y volví
a cometer una imprudencia. Ya se sabe que un hoyo tapa a otro hoyo, entonces le
sugerí presentarlo con una estudiante de arte. Ella también creyó que juntar a su pintor con
Frida —la apasionada, complicada e inconforme contra su destino— sería una versión
ultramoderna de la venganza.
Aunque la
paciente superó su crisis suicida, reconozco mi tropezón como terapeuta: no callo
cuando debo hacerlo. En cambio, para el genio cualquier tropiezo termina por
engrandecerlo.
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