Por Carlos Valdés Martín
Tras
el incendio intencional muchas plantaciones negrean hacia la derecha, aunque
las demás zonas lucen su verdor tropical. En la lejanía las cortinas de cañas
cubren el horizonte entre lomas y arroyuelos. Los humos y cenizas —con
frecuencia— se infiltran hasta los pulmones, abriendo brecha a enfermedades que
atacan a veces: no hay reglas para tales azares que merman a los débiles.
Tina
empuña el machete y se alista para sudar arremetiendo contra los tallos todavía
olorosos a incendio: su primera vez en labores arduas después de su parto. Esa
madrugada la zafra ha comenzado y faltan brazos, aunque las mujeres no reciben
bienvenidas para una faena tan agotadora y antaño reservada para los varones. Ahora
escasean los campesinos, desde que una gavilla de criminales amenazó a los
cooperativistas de Jacula. Muchos aldeanos escaparon hacia las ciudades y, los
más jóvenes, intentaron el viaje hasta más allá del río Bravo. Faltan manos y los
patrones aceptarán a quien sea; aunque los tipos del sindicato protestaron, pues
dicen que ellas son competencia ruinosa que baja su cuota a destajo. Los
macheteros ganan más que quienes recogen varas, pero suman lo colectado por cada
cuadrilla y se reparten el incentivo según tarifas.
Como
eco desde hace décadas, en el galerón se reúnen cada madrugada de cosecha. La
concentración es bajo una larga galera con techos de lámina; en el suelo viejas
vigas metálicas que improvisan como sillas; a los lados muchos casilleros oxidados
y ventanas sin vidrios en trechos regulares. Un capataz principal revisa que
sean aptos y estén anotados en la lista. El capataz en jefe usa un megáfono y
se yergue sobre una viga para dar indicaciones al centenar de jornaleros:
—Sigan
al de la gorra roja, por el sendero que sube hasta…
Tina
no presta mucha atención y retiene la imagen de su niña pequeña enferma de asma
mientras sus pasos huellan ese sendero. Los vecinos opinan que el asma infantil
se debe al hollín de la zafra, muchos adultos lo siguen padeciendo y lo sobrellevan
con naturalidad. A ella no es que le agrade, pero con esa faena ruda y
agotadora de la cosecha, pretende juntar dinero rápido para viajar hasta la
capital de la región donde hay un hospital más grande y muchos aseguran que sí existe
una cura para los pulmones infantiles. Además quizá hasta le guste la ciudad y
se quede a vivir allá, para emigrar igual que sus hermanos.
Las
mujeres se han quedado cerca de la entrada y se saludan. Todos son vecinos o se
conocen de vista, aunque hay rivalidad entre los del ejido Taponal y los de
Jacula. En cuanto terminan las instrucciones, forman una fila para seguirse
unos a otros en la penumbra del campo.
Una
jovencita obesa, hacia las reclutas:
—Dicen
de un violador suelto, que ha de ser uno de unos forajidos escapados; escondido
a toda hora entre los cañaverales, ha de ser novio de la Llorona.
Las
mayores se quejan de que les meta miedo porque la balacera ocurrió meses atrás;
ella jura que lo escuchó recién y pela sus dientes blancos e irregulares.
Alguien ha encendido un radio portátil: música de la única estación de radio alcanzando
la comarca.
Un
chubasco torrencial e inoportuno apagó el incendio planeado para madurar la plantación;
así faltó la mitad del lomerío por quemar, pero desde el Ingenio vino la orden
de apresurar la cosecha. No son nuevos los rumores sobre problemas económicos
en el Ingenio.
La
caña recién quemada impregna el ambiente, todavía escapa humo y algunos tallos lamentan
sus brazas. Los hombres y mujeres — reclutas por primera vez— se quejan del tacto
áspero de los guantes y lo molesto del hollín que se levanta. Los novicios, a
veces, no completan su día cuando las ampollas se suman al cansancio. Las
mujeres se lamentan imaginando lo tiznadas que terminarán su jornada.
Tina
extraña a su niña pequeña —de unos meses que encargaba a la abuela— y ella
intentará doblar turno para cubrir el gasto que acarrea viajar fuera, hasta esa
ciudad donde hay hospitales y cines. Aún le duele la herida de la cesárea, fue
su primer parto y en la clínica de gobierno el médico creyó riesgoso un alumbramiento
normal. Durante la operación perdió efecto la anestesia y ella supuso que
estaba soñando, hasta que el dolor la desengañó.
Recuerda
los ojitos marrones de su bebé, tan semejantes a almendras chinas; también los
pliegues tersos y el olor a infante, un aroma distinto al ambiente sobrecargado
de cenizas. Sin anestesia el médico se apresuró a suturarla, sin duda por eso
el jalón del brazo cortando caña le punza en su vientre, aunque no sucede toda
y cada vez. Intentaba reprimirse, pero con el cansancio olvidaba callar y profería
lamentos sin fijarse.
—Si
tanto te quejas los demás nos distraemos— la regañó una jornalera curtida.
Al
clarear el sol, se acercó un jefe de cuadrilla:
—¿Qué
es tanto quejido?
Explicó,
luego él quiso mirar la cicatriz, se acercó demasiado y entonces ella molesta
manoteó al aire moviendo esa herramienta de corte que además es arma. Ambos se
dan cuenta que por esa amenaza la podrían despedir, aunque “despedir” es una palabra
seria en esa región, una ofensa que suele arrastrar venganzas. A él no le
disgusta Tina, hace un alto total en su avance. La mira de arriba abajo en
silencio, luego replica:
—No
pasó nada, pero mejor pásate a la recolección.
La
orden es clara, debe dejar el machete para comenzar a levantar las cañas
tumbadas y colocarlas en los transportes, aunque en ese puesto ganan menos.
Tina
se muerde los labios para dejar de quejarse, mueve la cabeza hacia abajo en
señal de aceptación y estira la mano para entregar su herramienta por la empuñadura.
El
quejido disipaba el dolor, que va y viene en oleadas, se desvanece y olvida,
luego crece. Se detiene un minuto y aleja de los cortadores, para examinar bajo
su ropa. La herida está enrojecida, pero
no asoma sangre entre la piel cobriza y eso la tranquiliza. Mira con
detenimiento, bañada por la claridad del amanecer, la línea fabricada por un
bisturí del tamaño de una palma, con los signos de la sutura en cada centímetro
y, enmarcando ese surco de piel, su ropa tan tiznada como su cuerpo. De por sí
la utilería de trabajo que entregan lavada suele guardar tizne y basta un rato
para impregnarse con el hollín.
Al
transcurrir la mañana el cansancio ha ido disipando su dolor del vientre, el
cuerpo anestesiado por tanto ejercicio va olvidando las molestias. Se siente
capaz para doblar la jornada cuando baje el sol del cenit.
Una
hora después el capataz principal ordena un descanso obligatorio y que beban
agua. Desde que implantaron descansos hay menos accidentes con los machetes;
los guantes son una protección de carnaza, pero algún golpe descuidado al
rebotar contra los tallos llega a hendir la piel y hasta mutila miembros. Los
jornaleros saben de memoria las narraciones sobre manos cercenadas y serpientes
envenenando campesinos.
—¡Ahí
está una!
—Las
coralillo se notan, pero las malandras nauyacas no.
Por
mala suerte la lluvia nocturna había apagado dos veces el incendio del campo
vecino y las víboras a veces regresan al labrantío quemado. Los jornaleros se
agitan, unos se acercan y otros se alejan; dos de ellos se apuran a encontrar el
bicho hasta cazarlo y asestarle un filo en su piel escamosa.
Pronto,
el cazador victorioso ronda orgulloso con la serpiente clavada en un fierro
mostrándolo a todos los jornaleros. Las mujeres se interesan y aproximan, pero
la más vieja opina que da mala suerte:
—Es
de mala suerte andarlas cazando, si no se han metido con nadie, luego visitan
las casas y andan tras los niños… —detiene la labor y relata sobre una señora
de otro pueblo que su marido mató víboras y entonces la comenzaron a visitar
los bichos cuando se quedaba sola.
Tina
protesta imaginando a su niña sana que las víboras no tienen razones para andar
buscando venganza. Una gorda se opone:
—Son
animales del Maligno, se desquitan con quien sea.
Continúa
la zafra hasta el mediodía y hay pausa para comer. Todos reciben un plato de
frijoles con carne, pan y agua de sabor. Comen con tranquilidad, la mayoría en
silencio. Algunos sacan algún alimento adicional de su itacate y hasta aguardiente.
Emborracharse está prohibido en un reglamento, pero es imposible para algunos
señores cumplir una jornada entera sin alcohol, así que se les permite alguna
cantidad. Los capataces traen sillitas plegables y comen sentados, aunque apuran
la misma comida con la ventaja de refrescos fríos traídos en hielera.
Antes
de volver se acerca con el jefe de capataces y Tina le pide regresar al corte
con machete. Advertido sobre el caso, él se niega, ella pide doblar turno:
—Entonces
me quedo para el otro turno ¿está bien?
—Nada
más que no vayas a flojear en la tarde o te despedirán.
Tina
pide a la más vieja avisarle a su abuela que no regresará sino hasta más tarde.
Pasado
el mediodía se arma otro alboroto por unos bovinos escapados. Cuadrilleros y
capataces gritan hacia la distancia, dicen que es por unas reses espantadas que
corren junto al río y jinetes las siguen hasta recuperarlas. Afirman que un
toro bravo se separó e internó entre los cañaverales incultos y a ese no lo
encuentran. Los jornaleros trabajan sobre una loma y abajo a un kilómetro hacia
la izquierda se extiende un bosque de cañas verdes. Los tallos de esa
vegetación son más altos que personas, ellos se agitan y ocultarían cualquier
bestia cual tiburón bajo las olas.
La
gorda comenta:
—Ese
toro escapado es el violador.
Las
que escuchan se ríen, mientras Tina carga ramas secas, con hollín adherido.
Los
menos resistentes dejan la labor a la hora convenida, mientras llegan otros cuantos
para empezar faenas. También la mayoría de capataces se retira del sitio y
quedan dos cuadrillas para seguir tumbando caña de azúcar. Entre los nuevos
aparece un joven campesino agradable, de nombre Cástulo.
Una
vecina que entra al turno le pregunta a Tina por su familia y la respuesta muestra
preocupación, explicando quiere ir a la ciudad por el servicio médico, por eso
dobla turnos.
Tina
resiste la segunda faena ya sin notar el cansancio, cual autómata que levanta
plantas y las reúne en manojos. El cuerpo semeja una máquina y ella observa
desde afuera.
Atardece
y los tonos naranjas en las nubes anuncian el próximo fin de labores. El
capataz a cargo avisa que terminarán en unos minutos, que dejen de tundir la
caña y se dediquen a levantar lo cortado. Al saber que la meta está cerca, ella
siente cansancio en la espalda y dolor en las pantorrillas de tanto agacharse y
levantarse.
Los
trabajadores se van aglomerando junto a la carretilla de carga. Un viejo saca
una botella de aguardiente y la comprarte con otro campesino; suspiran mientras
beben. La cuadrilla descansa junto a la carretilla y circula ese licor. Con un
gesto ella pide un trago y el dueño de la botella sonríe mostrando que le
faltan dientes. Un calor distinto y agradable le hace olvidar la fatiga, y ese
fuego interior contrasta con una brisa refrescante flotando desde la zona
verde. Mira varias caras tiznadas y una le agrada: un jornalero de su edad
aproximada.
El
joven interesante se acerca y la saluda para decirle, en voz baja, que pronto
habrá una fiesta del pueblo. Se sonríen. El capataz informa que cumplieron con
tantas toneladas y ya saben que les pagarán una parte proporcional al final de
la semana; ese es trabajo a destajo.
Tina
se sienta en el suelo y visualiza a la bebé tosiendo y más pálida de lo
esperado. Recuerda a su abuela reclamándole que sea una madre soltera, luego
piensa: “Sí, luego seré más cuidadosa, pediré matrimonio antes de eso.”
Todos
los cuadrilleros dejan los guantes y machetes dentro de una carretilla y se
despiden del capataz.
Tina
está cansada y se sienta otro momento, disfrutando la claridad del ocaso.
Cuando se levanta trastabilla un poquitín mareada, recuerda que han pasado
muchas horas desde la comida, que al turno de la tarde no le llevan alimentos,
pues es un turno parcial.
El
joven que le agrada ofrece acompañarla, ella replica:
—No
hasta la puerta, mi abuelita te mataría si nos mira juntos; nada más encamíname,
Cástulo.
Se
desvían por una vereda apartada para que ningún vecino los incomode.
En
el camino hay un pozo artesiano, con un tradicional redondel de piedras
alrededor, donde él saca un cubo fresco. El redondel y la manija del pozo
rústico le recuerdan a otro que sirve junto al camposanto de los lugareños,
aunque casi nadie lo usa por maliciar una contaminación de difuntos.
Beben
agua juntos y ella está eufórica, los humos de la libación siguen nublando sus
ideas. Se olvida de tristezas y cansancio, se siente locuaz y más bonita. El
joven se acerca cada vez más a su cintura mientras le platica de una ocasión
que vio una pelea de gallos. Tina tiene una ocurrencia para aclarar su cabeza:
—Dame
un balde llenito de agua, bien al tope.
El
acompañante obedece, lanzando un cubo al hueco del pozo y jalándolo. Lo levantan
entre los dos a la altura de la cabeza. Ella lo vacía en su cabeza, sucede
rápido y ambos se ríen. Esa agua fresca pega la ropa con sobre la piel. Después
de la risa queda tela empapada trasluciendo su piel bronceada, los rayos del
ocaso son cómplices para hacer brillar esas prendas recién mojadas.
El
muchacho supone que eso es una provocación y estira la mano para tocarla sin
pudor. Ella salta para atrás al sentir un pellizco y puja mientras lanza una
bofetada.
Molesta,
trota hacia los cañaverales verdes sin quemar y él la sigue sin prisa,
balbuceando que lo perdone. Se aproximan hacia los troncos altos y mecidos por
vientos, en la zona que se salvó del incendio programado y los últimos rayos de
claridad desaparecen. La luna en cuarto creciente ilumina discretamente, así
que moderan sus velocidades.
Tina
toca los tallos frondosos de la plantación azucarera y camina a tientas
quedando oculta tras la cortina vegetal. Palpa carrizos y sus hojas esmeraldas,
va avanzando despacio. No quiere desanimar por completo al pretendiente, aunque
le aterra embarazarse. Por el sonido de pasos sabe que él la sigue a la distancia
y empieza a llamarla confundido por la cortina vegetal:
—Ven,
ven, regresa.
A
ratos ella le responde que no irá, pero ese vociferar en la noche es un ardid
para que él no desaparezca entre la espesura. El ardid falla, el mancebo
frustrado abandona el juego. La luna languidece y nadie solicita explicaciones sobre
si esa persecución es un principio o un final.
Tina
escucha algunos pasos distintos: pesados, hacen temblar el piso, deben ser los
del toro escapado. Siente miedo de que sí sea una fiera enloquecida y violadora,
entonces toma ruta para alejarse hacia el camino abierto. Altos tallos
rodeándola tejen un laberinto apretado y sin garantías de que no topará con una
bestia.
—Si
te estás tranquilito, puedes venir.
El
joven hace rato que desistió y no la sigue más. Ante los ojos de Tina aparece
el escampado y una ladera desde donde cree que provenía. Caminar sin obstáculos
la tranquiliza, el aire desde el Poniente ha limpiado de nubes y la claridad
lunar es suficiente para no caer. Después de un rato no encuentra el pozo y
concluye que recorre un sendero lateral. Sube a una loma ya desmontada para
ubicar las luces del Taponal, las divisa hacia su derecha y se tranquiliza.
Regresa
en silencio, mirando las estrellas.
Su
corazón está triste y no recuerda el motivo. Avanza entre plantaciones y
terrenos incultos. Regresará tarde, ha dado muchos zigzags en su ruta. Al cabo,
descubre el sendero conocido que la lleva directo al caserío y lo recorre casi
corriendo.
Unos
cuantos postes con farolas indican el final del camino. Las chozas pobres a la
orilla del caserío ya están apagadas.
Tina
se planta frente a la casa y empuja la puerta sin llave, donde una luz vacilante
permanece prendida y la voz saliendo bajo una cobija le recrimina:
—Me
tienes con angustias.
—Discúlpeme
esta tardanza, abuelita, es que andaba con pendiente por ver a mi niñita.
—Pues,
¡qué tus tonteras! —levantó su vocecilla, por costumbre dulce, pero esa noche convertida
en latigazo impaciente—; eso de irte al camposanto a emborracharte —según
especulaba por un aroma que reconoció al instante— y tardarte tanto; tú que
dijiste que ahora sí ibas a trabajar y sigues necia con lo de la difuntita.
La abuela bajo
las sábanas estiró una mano —forja de arrugado bronce, material resignado ante cualquier
tragedia—, apagó la lámpara y no volvió a hablar.
Aunque
ya se haya terminado el incendio de los cañaverales, en las noches con brisa las cenizas negras, grises y albas aún danzan en el ambiente. Cenizas que flotan y se adhieren
a lágrimas sobre las mejillas de Tina.
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