Por
Carlos Valdés Martín
“Si llegara a presentarse la oportunidad
tú lo tirarás.” Eso le dijo el entrenador mientras clavaba ojos turbios en
dirección a su garganta. El futbolista tragó desconfianza acumulada y el peso
de alguna maldición colectiva (una laguna hinchada con gotas de una generación
completa). Seguía gravitando la leyenda, cada día más densa sobre la inutilidad
de esos mexicanos para anotar penaltis. Aunque él se había convertido en un
profesional y muy exitoso que entrenaba para lograr el gol en cada oportunidad.
Tras esas palabras, él se rascó la cabeza
con nervios y advirtió que otros observaban casi con morbo. Lo asaltó una
sensación oscura y cosquilleo en la nuca; un cosquilleo nervioso que no sentía
desde la adolescencia. Luego de recibir esa futura responsabilidad de tirador
designado, nada más que comentar y se retiró meditabundo.
Pasado el trance, en su departamento de
lujo, lo comentó con su esposa embarazada. ¿Comentar sus temores sobre su
desempeño en el deporte? Casi nunca hacía. Ella no entendía de deportes y solía
desviar las conversaciones; aunque no entendiera lo dijo:
—Muchos creen que existe una especie de
maldición sobre los tiradores de penaltis cuando México juega en los mundiales,
pero voy a demostrar lo contrario.
—A lo mejor sí hay una maldición —soltó
una carcajada, inusual en ella— ya sabes cómo son esos de Brasil, a lo peor
contratan brujos para lanzar maldiciones; deberías consultar a un contra-brujo
de Catemaco, dicen que sí hechizan.
—Ya
estamos concentrados todos los jugadores, no voy a viajar hasta un lejano
pueblo —objetó enérgico el marido futbolista— para saciar una superstición.
—Pues quédate con tu maldición; al menos,
sí me llevarás con el ginecólogo mañana ¿verdad que sí?
El jugador estrella asintió con la cabeza,
entonces ella comenzó a hablar de cólicos y vestidos más amplios para la
barriga voluminosa.
Esa misma noche el jugador sintió un peso
extraño encima de la cama, sin poder despertarse sentía una masa opresiva y
falta de respiración. La percepción fue meridiana: una masa fantasmal lo
oprimía en inmovilizaba. En cuanto pudo agitó las manos, pero no gritó. Disipada
la sensación, con tiento despertó a su señora:
—¿Sentiste algo raro, cariño?
Los días y noches siguientes
transcurrieron sin sucesos extraños. En
los entrenamientos su encargo especial fue practicar tandas extras de tiros
penales.
Las hojas del calendario cayeron hasta que
comenzaron las rondas eliminatorias del mundial. Una noche la esposa sitió
dolores y salieron de emergencia en camino a un hospital, aunque esa velada de
tensión enorme resultaría una falsa alarma. Amaneció agotado y agobiado, con
una molestia extraña de no recordar alguna pesadilla.
Transcurrió el día sin contratiempos y en
la tarde se concentró la selección para el juego decisivo. Ese partido fue disputado y las fuerzas parecían equilibrarse
entre los representantes de dos naciones. El marcador de empate prevalecía
hacia el final, cuando por una falta del rival, el árbitro la decretó tiro penal.
Entonces, surgió el momento temido donde un tiro penalti lo decidiría todo. Era
el último minuto del partido y la clasificación dependía de convertir ese tiro
en gol.
El delantero recordó la pesadez nocturna y
sus temores de una maldición. Todos los tiradores mexicanos en una situación
parecida habían fallado antes que él: en la raya de la decisión para alcanzar
la siguiente ronda. Los compañeros del equipo se mordieron los labios; el
entrenador movió la cabeza en sentido negativo y el público con cien mil gargantas
ahogó su nerviosismo en un murmullo estrepitoso.
El jugador imaginó una línea de
futbolistas cabizbajos y fracasados, que se mantenían a la distancia. El aire
comenzó a volverse denso y sus zapatos pesaban. El portero enemigo hacía muecas
fieras y crecía entre sus tres postes de meta. Él colocó la pelota en el
manchón destinado, quitó cualquier brizna de pasto que estorbara. El árbitro
alejó a los demás del área, levantó la mano y dio un silbatazo para indicar que
era momento de desatar al destino.
El aire se tronaba más denso y colmado de
augurios; el murmullo de los espectadores se colaba entre los poros. Tomó
impulso, juntó sus ganas de lograrlo y, a partir de ese preciso instante, la
soledad del tirador de penaltis inundó el estadio.
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