Advertencia: El breve ensayo del joven pintor José Luis Cuevas provocó un gran escándalo por atacar los supuestos y valores del nacionalismo mexicano, en especial, el implantado en el arte. Con el cambio de siglo resulta sorprendente la reacción, cuando ese ambiente ha cambiado tanto. Fue publicado por primera vez en el suplemento
cultural de Novedades "México en la Cultura” en 1951.
Por José Luis Cuevas
No
pretendo ningún liderato juvenil ni trato de reclutar rebeldes con que atacar
el infecto bastión de Bellas Artes. Me conformo con decir lo que siento que es,
sin lugar a dudas, el mismo sentir de otros individuos de mi generación, tanto
en el arte como en diferentes actividades intelectuales. Si mis declaraciones
pueden ahora, o más tarde, servir de algo a los nuevos creadores, me sentiré
satisfecho de haber cumplido con un deber. En caso de que nadie continúe en el
futuro lo que yo ahora he insinuado, también quedaré satisfecho, aunque toda mi
generación se acomode y prefiera, por cobardía, permanecer hundida en el
lodazal. Me satisfará la idea de que, al menos ante mi conciencia, exterioricé
mi inconformidad con una situación putrefacta de las llamadas actividades
cultas.
No puedo intervenir en otros campos. Permítanme limitarme al mío, pero
esta vez, voy a emplear una forma narrativa, con el fin de que mi idea sea más
coherente. Así pues, comienzo mi relato, ceñido únicamente a las artes
plásticas: Juan es un escuintle de quince años. Su padre es zapatero o plomero
u oficial de secretaría, de esos que por diez pesos de mordida le resuelven a
uno, dentro del término legal, lo que sin mordida torna impunemente vanos
meses. Juan nació con una facultad que, no se sabe por qué raro legado antiguo,
ocurre con mucha frecuencia en la población de la República Mexicana (esta
facultad, debo anticiparlo, no es la de la mordida, institución nacional que
circula por la sangre de todo el país); es una facultad para crear otro mundo
que no es el conocido, para crear el mundo del arte. Juan se destaca en la
primaria haciendo sus dibujos con bastante competencia. Un inspector escolar ve
los dibujos de Juan y le recomienda a su maestro que lo estimule. Esto sucede
sin interrupción, y un día, corno premio, Juan entra a una escuela de arte.
Vamos a fingir que se trata de La Esmeralda, para precisar mejor la fábula.
Juan pasa por todas las clases con igual competencia que la que le asistió en
la escuela primaria. Los profesores lo elogian, los compañeros lo admiran y
Juan sale al terminar, con su título en la mano.
Hasta aquí va bien. México es
un gran país con oportunidades
para todos. Hasta los escuintles que son hijos de mordelones o de
zapateros, o de plomeros, tienen acceso y derecho a la educación artística. El
nuestro, ¡qué caray!, es un gran país democrático. Todo este feliz desarrollo
de mi narración sólo tiene temporalmente una pequeña sombra, y es la de que el
padre de Juan se ha sentido defraudado, como plomero o como mordelón, porque
piensa que su hijo es un vago y que los dibujitos de viejas encueradas, son el
resultado de inconfesables vicios secretos. El padre de Juan es del pueblo y
para él y los suyos hace más de treinta años que se han venido pintando paredes
en México, con fresco y con otros procedimientos mis veloces. Pero todos los
procedimientos han sido inútiles. El padre de Juan y su vecino y su hermano y
todos los de su clase no han visto jamás esas paredes en estos treinta años en
que se les ha tenido como su público favorito. Si han visto alguna, han
coincidido con el guardián del edificio, en que tienen "monotes atroces". Otros amigos del padre de Juan, de su misma
clase popular, han ido más lejos en apreciación y han rayado las pinturas, las
han revestido de improperios más allá del alcance de la mano, las han rayado a
punta de cortaplumas, las han vaciado de chapopote, etc. Juan le ha fallado a
su padre, que en estos treinta años no ha sabido entender que el papel del
artista es el de dirigirse al pueblo. Al menos así lo dice una mayoría todopoderosa
en su país... Juan no sabe qué hacer con su título ni con los monotes que ha
hecho en la escuela. Al llegar a su casa, no se los dejan colgar porque la
madre tiene en la sala retratos de Jorge Negrete y de Pedro Infante con
crespones de luto y un constante vaso de flores. El padre, por su parte, adorna
el interior de su armario con retratos refrescantes de la Peluffo y en su parte
de pared tiene una linda güera de la también refrescante coca-cola y un retrato
del Ratón Macías, a quien como buen mexicano, considera el mejor boxeador del
mundo. En su casa del pueblo, Juan no tiene espacio pata sus obras. Un día,
sintiendo necesidad urgente de fumar, fue donde la tienda de la esquina y le
propuso un dibujo al dueño, hombre del pueblo, a cambio de un paquete de cigarrillos. El hombre se rió y, se negó al trueque. En la casa de Juan, por otra
parte, jamás se habla de ningún artista de esos que se dicen apóstoles del
pueblo. En la casa de Juan se planta de las últimas aventuras galantes de María
Félix y de algún crimen sensacional. Nunca se ha tocado en la conversación el
arte del pueblo, que se supone es para el pueblo...
A Juan le mostraron en La
Esmeralda una manera de hacer las figuras simplificadas, con grandes manotas y
piernotas", curvilíneas, ondulosas, planas, en escorzos de efectos
especiales, para que ciertos intelectuales digan que son obras
"fuertes", de gran ascendencia popular. No son obras bidimensionales.
Más bien tratan de lograr las tres dimensiones por un método casi automático,
de dibujo halagüeño, de línea uniforme y rígida intensidad. Con tal fórmula se
resuelve todo: lo mismo un hombre con paliacate que una india con flores en el
mercado, que un trabajador del petróleo,
que una de esas maternidades proletarias que se han estado reproduciendo
durante más de treinta años, sin que haya intervenido, para bien de la cultura
plástica mexicana, algún malthusiano, o neomalthusiano que impida tan estéril
repetición de la maternidad... Juan no ha tenido acceso, ni en la escuela ni en
la biblioteca pública de su barrio, y mucho menos en el reposteril Palacio de
Bellas Artes, a libros de arte de otras partes. No tiene tampoco museos donde
ver el arte extranjero de ahora ni de antes. Cuando hay alguna exposición de un
artista que no es mexicano o que no sigue la tendencia que a él le enseñaron
como única, sus compañeros le dicen que no vale la pena, que eso hace daño y
que pertenece a una humanidad deshecha, crapulosa, a razas inferiores que nada
tienen que ver con la grandeza y la pureza de la raza mexicana, que es la única
que tiene el predominio de la verdad en el mundo. Alguno de esos compañeros en
cierta ocasión le habla de un tal Hitler que pensó esas cosas para una raza
güera que habla con el esófago... pero estaba equivocado... si Hitler hubiera
conocido a la raza, mexicana, con sus morochos de pelo azulado y liso y sus ojos almendrados y su dicción labial,
hubiera cambiado el motivo de su doctrina... estaba la raza superior en
Tenochtitlán y sus alrededores... era la raza que sabía qué era el arte... raza
poseedora indiscutible de la verdad absoluta. Así y todo, Juan ve un día en una
librería de la Alameda una revista de arte que contiene otras cosas, muy
distintas a las que él hace. Algunas son ininteligibles y otras le parecen absurdas,
pero todo aquello le fascina. "Así que hay otros pueblos que también hacen
arte, además de México", se dice sorprendido. Vuelve varias veces a la
librería y comienza a ver algo dentro de lo que era ininteligible. Lo absurdo
empieza a adquirir lógica, todo se va ordenando y configurando dentro de su
rutina. Juan ya no siente, después de vanas visitas a la librería, deseos tic
continuar con lo que estaba haciendo. Aquellas ideas se le empiezan a meter
dentro de los temas locales que él diariamente ha venido tratando. Su pintura
se empieza a animar, a vivificar con otra idea. Es corno esos hijos de india
con gringo que presentan mejores proporciones anatómicas y una belleza
recóndita y misteriosa, una posibilidad de ser más fuerte, sin dejar de ser lo que se es...
Juan necesita protección para su obra incipiente pues hasta ahora ha vivido de
lo que su proletario papá trae a la casa después de las mordidas en la
secretaría. Un amigo le habla del Salón de la Plástica Mexicana, como una
solución. Otro le aconseja formar parte de un frente nacional. Ambas soluciones
le garantizaran cierto respiro. Acude a la primera y para ello debe ver a un
funcionario abacial en el Palacio de Bellas Artes, a quien para nombrar de
alguna manera, bautizaremos como Víctor, aunque su apellido sea, o no, Reyes.
Su amigo lo lleva ante este apacible funcionarse», pero antes lo previene de
que no debe mostrarle las obras de aburguesamiento capitalista que últimamente
ha construido bajo la influencia de nefastas revistas extranjeras. Juan insiste
y, ante la persistencia de su amigo consejero, admite una transacción: llevará
esos y los trabajos anteriores.
El
amanuense Víctor "Reyes", ante su solicitud, le presenta un
cuestionario en el que se pregunta si el artista pertenece a la Escuela
Mexicana y después le pide ver su carpeta. Juan empieza a mostrar dibujos y
apuntes en orden cronológico. Cuando el amanuense Víctor llega a los últimos
que ha hecho, le dice secamente a Juan: "¿Puede usted explicarme qué
representan estas monstruosidades que parecen extraídas de una sala de espera
de un banco de Wall Street.?” Juan se turbaba. El funcionario, con su carácter
abacial, debe seguir los dictados de la cursa a que pertenece, debe actuar como
secretario de uno de los tantos sindicatos de la inteligencia que proliferan en
aquel deslumbrante palacio cuya cortina espejeante fue ejecutada por Tiffany...
Juan sabe que puede perderlo todo y que si en esto falla, su padre lo obligará
a desempeñar innobles menesteres de aprendiz de mordelón... Juan transige
balbuceante, contesta al funcionario Víctor con el tratamiento adecuado:
"Compañero —le dice— estos trabajos están aquí por puritito error. Son de
un amigo extranjero, de obra y expresión descarnada, que me los dio a guardar.
Disculpe usted compañero Víctor..." Todo se arregla y Juan pasa al Salón
de la Plástica Mexicana. Más tarde, siguiendo los consejos de otro amigo,
solicita ingresar al frente nacional, donde protegerán colectivamente sus
errores y sus aciertos, siempre que no se aparte de la línea trazada
previamente por quién sabe qué "compañero".
El resto de la historia
de Juan es de todos conocida. En el Salón y en el frente se imponen conquistas por realizar. Tienen nuevas demandas: "¡Que se nos den muros para
decorar para el pueblo!" Los dos amigos cíe Juan le dicen que esa es la
más reciente y más patente demanda de la juventud briosa que pinta en México,
pero Juan ha leído en alguna historia de la pintura nacional que ese era el
grito hace casi cuarenta años y ha visto después que también se clamaba por lo
mismo hace un cuarto de siglo, y en el último decenio y hasta dentro del más
reciente lustro… Juan admite que todo aquel clamor no es muy nuevo pero a él le
conviene seguir con la mayoría. Quizá le caiga en manos una jugosa chambita...
Por si acaso, cuando los demás lo hacen, él también levanta el puño enardecido.
Así, pues, va madurando la carrera de Juan y tocando a su fin nuestro
relato. Juan protegido por instituciones
oficiales v semioficiales, comienza a progresar porque algo de talento tiene, a
pesar de que no lo han dejado hacer lo que él quería con su arte. Vende su
obra, que él sabe pobre de espíritu y estancada, a unos turistas que vienen a
buscarla como recuerdo de viaje. No les importa cómo están ejecutados los trabajos,
siempre que vean que son temas de México. En eso, sus amigos consejeros, del
frente y del salón, coinciden con la clientela del exterior. Juan comienza a
vender con regularidad al extranjero que pide temas locales sin exigir calidad.
Con los ahorros se casa. Observa que cuando viste a su mujer de tehuana o de
alguno de esos trates folklóricos, tan chulos, que lleva Columba Domínguez en
sus películas, los clientes pagan precios mejores. Ante tantas ventas, ya la
mujer de Juan no se quita ni para dormir el disfraz de indígena... no vaya a
ser que en la madrugada los despierte un comprador de esos que trasnochan
después de una visita al cabaret de moda. Juan para mantener su éxito, hace
toda clase de concesiones. Ante todo, anda siempre con un overol, en plan de
obrero, con burdo calzado, y poblados bigotes zapatescos. Si sus figuras
pintadas son masivas y corpulentas, pero le encargan un mural de flacas
emaciadas, Juan accede, porque en esa transigencia le van unos cuantos tostones
para su cuenta bancaria y algo de publicidad por parte de los compañeros del
frente. Se deja proteger por esa crítica elogiosa y ditirámbica de los
simpatizadores de la causa y de los protectores del nacionalismo en el arte
mexicano.
Él sabe que Van Gogh es uno de los modificadores del impresionismo,
que es postimpresionista y que Giacometti es un viejo escultor (casi sesenta
años) suizo, de la escuela de París, que a ratos pinta. Pero cuando un crítico,
quien puede ser el decano, el presidente o quién sabe qué, de los críticos
mexicanos, dice que "Van Gogh era un fauve" confundiendo, por
ignorancia o mala sintaxis, la causa, con el efecto; o cuando con angelical
ignorancia habla de un "joven pintor francés Giacometti", Juan se
queda callado. Si levanta alguna protesta, lo condenan al silencio, a la
ignorancia. Si rectifica a uno de esos barrocos comentaristas de cuadros, corno
el crítico señor X, cuyo gongorismo es uno de los enigmas del sindicato de la
cultura, se expone a un ostracismo perpetuo, al rencor permanente de uno de
esos frustrados pintores que, por no poder terminar un lienzo, obtienen su
columnata semanal de linotipo pata desbarrar en nombre de un arte que según
ellos, se hizo para el pueblo, es decir, para la madre y el padre de ese
satisfecho triunfador que es Juan. Juan además, en su reuniones periódicas de
cafés, debe admitir ciertas consignas ton las cuales se cimenta el buen
nacionalismo. El apoyo decidido, ciego, inconsulto a todo cuanto sea pintorescamente mexicano,
lo hará repetir los clisés acostumbrados para hacer operar al
nacionalismo. En estas ideas deberá mecanizarse, responder como resorte al
criterio de sus compañeros. Por eso al gracioso analfabeto de Cantinflas lo
considerará al mismo nivel, o superior, que Chaplin, con su genio depurado, altamente
intelectual. Tendrá que contentarse con que a ese monumento de la cursilería
que responde por Agustín Lara lo incluyan en antologías que se dicen serias, de
la poesía mexicana. Habrá que mantener hasta la saciedad que Rufino Tamayo fue
un traidor y negar con los mismos argumentos superficiales su obra buena y
sus malos trabajos,
aduciendo aquello de aparisinado, sin ir a fondo en el análisis. Si ese
abarrotero de lágrimas de sirvientas que se nombra Fernando Soler dijera que él
hizo neorrealismo cinematográfico antes que los italianos, lo admitirá
paciente. Repitiendo fórmulas, consignas,
dogmas, Juan se sentirá fuerte y la fortaleza le vendrá acondicionada
por un clamor natural de sus compañeros de tarea y por sus coetáneos
intelectuales. Así, diciendo que el tequila es la mejor bebida del mundo y que
"Como México no hay dos" y que el resto del mundo debiera alimentarse
de enchiladas, así Juan se siente halagado, fortalecido, seguro y comienza a
perder todo deseo de progreso, toda intención de cambio.
Él es perfecto, la
pintura que él hace no hay por qué cambiarla. Al fin y al cabo anda, en rieles
de terciopelo, por la "única ruta" posible para toda pintura. Así,
Juan se ha acomodado y protegido dentro de una cortina que no llamaremos de
humo, sino de nopal. Juan recibe, además, algunas recompensas extras a sus
ventas a los turistas y a sus murales encargados por el listado. Al través de
una de esas organizaciones de "izquierda", logra que lo inviten a uno
de esos congresos donde le ordenan repetir frases elaboradas dentro de otra
cortina. Juan ha salido de su cortina de nopal y no siente la diferencia. Su
mente ha sido hecha. Juan ya ha madurado y el éxito le ha sonreído. Aquí por
fin terminó la historia de Juan.
Esta es la historia de un personaje de ficción
que he conformado con personajes legítimos que viven y pululan alrededor de la
cultura mexicana, la asfixian, la amedrentan ante la pasividad o la cobardía de
quienes no se atreven a rebatir. La historia de Juan, no se me podrá negar, es
absolutamente feliz. Tirar el happy
ending con que Hollywood nos entretiene en su mundo de sueños. Pero el
final feliz de la historia de Juan lo es de la pintura mexicana actual. Aunque
feliz -hay que admitirlo- es irremisiblemente un final y yo me rebelo a que la
cultura esté dirigida a un final, por feliz y acomodaticio que sea. Mi error es
el de haberme puesto a representar la historia de Juan. Cuando el abacial
Víctor Reyes me dio un cuestionario que me interrogaba si pertenecía a la
Escuela Mexicana, respondí con una sacrílega pregunta. Cuando se me encargó una
serie de murales en los que tenía que subordinar (es decir, claudicar) mi
expresión pesimista frente a la vida, por una visión optimista, los rechacé, a
pesar de que se trataba de una oferta tentadora en todos los sentidos. Yo no he
querido ser corno Juan porque, desde muy joven, preferí luchar contra los
juanes, como francotirador, en total desacato a la vulgaridad, al adocenamiento
a la superficialidad mediocre, al constante lugar común, pasado de boca en
boca, de apertura de exposición a mesa de café, sin interrupción y con escasas
variantes. Contra ese México ramplón, limitado, provincianamente nacionalista,
reducido a su alcance, temeroso de lo extranjero por inseguro de sí misino, contra
ese México me pronuncio.
Hasta el momento lo único que he recibido son ataques
personales, a pesar de que es a la representación y a la proyección de los
individuos lo que yo he atacado, nunca sus personas, No me considero renovador
ni reformador en arte. He tratado de continuar dentro de una tradición en la
que creo y a ella he querido incorporar un poco de aliento distinto, algo que
la lleve adelante. Si en mi país no gusta lo que hago y recibo por ello
improperios de orden personal —nunca una crítica seria, juiciosa— debo buscar
un medio más favorable para desarrollar .mi labor. Debo considerar a la cortina
de nopal como un fuerte inexpugnable. Creo firmemente que no puede progresarse
si no hay inconformidad, si no se hastía uno de lo hecho un día y vuelve a
empezar otro camino. Creo tener una dosis indispensable de criterio para
disentir de una forma de vida y de un encallecimiento de la cultura. Creo tener
el derecho, como ciudadano y como artista, de oponerme a un estado mediocre y
conformista de la creación intelectual. Esa es mi falta imperdonable. No se
crea, por otra parte, que para mí no existe otro México más que aquél que
ataco. Hay otro México para mí, al que respeto y admiro como incondicional. Es
el México de Orozco, de Alfonso Reyes, de Silvestre Revueltas, de Antonio
Caso, de Carlos Chávez, de Tamayo, de Octavio Paz, de Carlos Pellicer, de
Carlos Fuentes, de Nacho López. Es un México serio, estudioso, proyectado hacia
afuera con prestigio pero generalmente atacado y vilipendiado dentro de su
propio país. Me siento orgulloso de que en México se haya originado una empresa
editorial como es la del Fondo de Cultura Económica. Siento un indisimulable
regocijo cuando en el extranjero me elogian Los Olvidados y Raíces, películas
que en mi país fueron fracasos de taquilla. Todo este México es el que me
alienta a protestar porque es el México universal y eterno que se abre al mundo
sin perder sus esencias. Hay una generación joven en México que trae ideales
afines con todo este bloque de acción cultural que he mencionado. Yo deseo
pertenecer a ella. No me erijo en árbitro de nada ni pido que se siga mi ruta
porque empiezo por afirmar que no la considero única. Admito en arte todos los
caminos que se presentan como una prolongación generosa, amplia, de la propia
vida. Quiero en el arte de mi país anchas carreteras que nos lleven al resto
del mundo, no pequeños caminos vecinales que conectan sólo aldeas.
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