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sábado, 4 de mayo de 2024

ATENTADO CONTRA EL DOCTOR ARTURO MÉNDEZ (CONSTITUCIONALISTA)

 



 

Por Carlos Valdés Martín

 

 

Durante los años de la guerra Cristera, el fanatismo alcanzó a la región de San Luis Potosí, donde Arturo Méndez de la Garza, ejercía como médico. El dinámico Arturo Méndez hizo carrera de doctor, pero también de apasionado político revolucionario, militante maderista y participante en la redacción de la Constitución de 1917. De vuelta a su actividad como médico con alto sentido altruista, enfrentó un atentado que no culminó, de cual hago una versión libre. 

 

El consultorio del Dr. Arturo Méndez de la Garza estaba en la zona popular y atendía a mucha gente, incluso de manera gratuita. En esa época no había muchos médicos en el país y el consultorio colocado en una zona popular era una referencia fácilmente conocida. Como señalamos, la guerra Cristera levantó el fanatismo de los católicos y la sed de venganza de grupos descontrolados. En la ciudad donde estaba el consultorio del Dr. Arturo no había guerra, pero sí se dejaban sentir los efectos de las refriegas.

En una tarde primaveral, el Dr. Arturo recibía a pacientes y mientas uno hacía consulta, siempre había personas esperando. Había señoras con niños en brazos, ancianos temblorosos ayudados por un bastón y mujeres embarazadas.

Entró un joven con ropas de campesino, aunque vistiendo zapatos de ciudad. El joven era Pascacio Hernández, pero a nadie le dijo su nombre. El sudor perlaba su frente y traía un bulto bajo el brazo. Empujó la puerta del consultorio sin anunciarse y avanzó unas zancadas grandes para colocarse al centro del lugar. El joven miró alrededor y con nerviosismo, soltó una frase que sonaba a queja:

—Busco al doctor Méndez.

Una señora embarazada lo reconvino:

—Debe esperar su turno, el doctor está atendiendo a un enfermo y señaló una puerta blanca.

El joven Pascacio no contestó y cubrió el espacio que lo separaba. Empujó la puerta y la dejó abierta de par en par.

El doctor estaba revisando la condición de una mujer embarazada, que sentía dolores de parto.

El Dr. Méndez acostumbraba a sonreír y mirar a la cara, aunque la persona fuera inoportuna:

—Si aguarda un poco, con gusto le atenderé, joven. Hoy no ha venido mi asistente y hay muchos enfermos.

—Me dijeron que es ateo y no respeta a Cristo.

—Le han dado informes muy erróneos, soy un doctor que comulga los domingos.

La embarazada, con una mirada orgullosa:

—Va a recibir a mi bebé. Dicen que es una eminencia.

El joven nervioso, descubrió una pistola que traía escondida en el bulto. De inmediato, desde las bocas de los paciente, se levantó murmullo a coro. El doctor miró con más fijeza al desconocido, tratando de adivinar si era un emisario de la muerte o no había llegado su hora. Notó que el joven estaba alterado. Habló con lentitud, intentando tranquilizarlo:

—Espero que entienda que estoy desarmado, mire…

Levantó con lentitud las manos abiertas. Las mostró y las giró con suavidad:

—Espero comprenda que estos pacientes están en una situación delicada.  

Una anciana con rebozo y pelo blanco se arrodillo y con voz entrecortada, suplicó directamente:

—Usted no puede detener al doctor, que él va a salvar a mi hija. Ya se murieron antes tres de mis niñas en el parto y únicamente de la mano del doctor se han salvado…

El joven abrió más grandes los ojos y sin notarlo movió la mano empistolada señalando a la anciana. Al mirarla con más detenimiento comprendió que era una campesina con la vejez anticipada, por tanta hambre y abandono. La boca de la mujer sin varios dientes, ejercía un efecto desmoralizado en el joven.

—La niña María Dolores murió en el parto, pero el doctor Méndez salvó a María Encarnación…

El joven objetó:

—Dicen que el señor es un ateo, masón y juarista.

Otra paciente, con voz de campana respondió:

—Este doctor es un santo, les cobra solamente a los ricos y nos regala todo a los pobres. El que te haya aconsejado matar a este santo doctor es un Judas, te ha engañado.

Pascacio bajó la pistola y puso cara de tristeza. Pensó que lo habían engañado, que el capellán le había jugado una broma macabra o que lo estaba tentando un demonio, en lugar de purgar sus culpas para ganarse el cielo, estaba resbalando hacia un túnel oscuro. Fue agachando la cabeza, mientras escuchaba las voces que seguían la defensa del doctor. Guardó lentamente la pistola en su bulto y dio pasos hacia atrás.

El doctor Méndez no dejaba de observarlo fijamente:

—Su tía María Eduviges está en tratamiento, tiene cita el día de mañana. Vaya tranquilo que a ella no le diré de su comportamiento.

El joven balbuceó un “gracias”, imperceptible y se santiguó antes de retirarse. Al salir pronunció un tímido:

—Ustedes disculpen.

En la puerta intercepta al joven pistolero una señora enojada, que se acerca con confianza porque lo ha reconocido y le habla en voz baja, como susurrando, mientras aproxima la cara:

—Ese doctor que amenazaste es el mismo que salvó a tu madrina, la que te cuidó y espera seas un hombre de bien.

—¿Cómo dice…? —baja la voz y la mirada, mientras entiende que lo engañaron de un modo horrible. Por la mente del joven atraviesan mil imágenes de calderos infernales y almas en el purgatorio.

La mujer comienza explicarle cómo fue que la madrina vivió para contarlo y que ese “santo doctor” no le cobró y hasta le regaló un caballito para su hijo. Como la madrina Encarnación no tuvo hijos le regaló el juguete al ahijado, ahora convertido en un joven confundido.

En el lento y tortuoso sendero interior hacia el infierno de sus motivaciones, Pascasio soltó un disparo. La mayoría en el pueblo cree que fue un suicidio, la madrina Encarnación afirma que fue un accidente.

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