Por Carlos Valdés Martín
Con una afectuosa dedicatoria para quienes han sufrido enfermedades de pulmón y otras relacionadas al tabaquismo.
La generación anterior
Abuelos y padres
que disfrutaban el tabaco con inocencia plena; ellos enredaban los aros de humo
entre sus dedos y sonreían; incluso, se alegraban expeliendo potentes bocanadas
hacia la lejanía, imitando a esos Eolos mofletudos (dioses del viento) de los
altorrelieves renacentistas.
La inocencia le
agregaba plenitud a ese placer, y, además, regalaba tranquilidad de conciencia.
Incluso fumar era símbolo de estatus social y privilegio. Después, cuando se
descubrió y confirmó que enferma y hasta mata, ese placer dejó de ser inocente.
Este vicio menor perdió su inocencia cuando se desvaneció la ignorancia.
La película
De cualquier
modo la estética del fumador se ha conservado en cientos de filmes en blanco y
negro. En las películas la trama reflejaba actitudes positivas y hasta
admiración hacia el tabaco. Las divas más hermosas exigían escenas fumando,
para que el humo acariciara su bello rostro como un amante cautivado o con
desdén olímpico lanzaran la ceniza por la borda de un balcón. No cabe el
argumento sobre conspiración de las empresas acordando para imponernos un
gusto, los directores de cine y sus maestros camarógrafos descubrieron una
estética del humo blanco: con un canto a lo efímero, ondulando durante unos
segundos antes de extinguirse en la imagen de celuloide. Quizá la nostalgia de
la hoguera Cromañón o el altar de Judea originaron esa atracción. La evocación
del humo añora lo inasible, el juego inocente de atrapar con la mano aquello
evidentemente imposible.
Las películas en
blanco y negro crearon y jugaron con la estética del humo, además nos
sorprendieron interpretándolo de muchas maneras. Humo apareciendo y desapareciendo: entre luces sucesivas traspasando
una persiana horizontal. Humo furioso:
lanzado a la cara del enemigo un torrente aéreo de desprecio. Más humo:
permaneciendo como una señal desde el cenicero cuando el personaje buscado
acaba de escapar. Menos: regresando a
la boca que lo sacó para indicar una revelación súbita. Mucho: un bosque de fumarolas discretas para señalar un sitio de
vicio y perdición. Seductor: desde
los labios de la más bella, en acercamiento lento y provocativo.
La hoguera Cromañón
El descendiente
de Prometeo quiso controlar el fuego para salvarse de la oscuridad y el frío,
el fumador pretende controlar su ocio y fantasía. Ese gesto, tan vaporoso y oscilante,
en ese tiempo inmemorial le otorgaba un sentido de importancia, saltando de lo
ordinario de una boca y mano ociosa, a la obligación repetitiva de cada
bocanada de humo[1].
Semejante al devoto de Alá, cuando a mil millas, procura colocar su rezo en
dirección exacta de la Meca para que su plegaria llegue, también el fumador
rompe su rutina con una ocupación diligente. Para el otro —el no fumador— se
presencia un vicio, incontrolable y hasta explicable en términos de la
dependencia física a la nicotina. Para el consumidor de cigarros debe existir
un motivo más importante: él mismo actuando, rompiendo una monotonía casi
incurable. ¿Ese acto sirve para romper el aburrimiento? El deportista, en el
clímax de su ajetreo, ¿se detiene a chupar un cigarrillo? Nunca lo hace. Ahora
es impensable y si miramos el pasado, vemos que en el juego de pelota
prehispánico, tal vez se fumaría antes o después como ritual, pero nadie en su
sano juicio pierde una oportunidad de anotar o hacer la gran jugada para
concentrarse en una bocanada.
Motivo de prohibición
Las
prohibiciones legales al tabaco no provienen del daño fisiológico que cada
fumador recibe en su propio cuerpo: eso se acepta como un derecho a matarse
lentamente. Se tolera ese lento suicidio mientras el consumidor mire en la
cajetilla una advertencia dramática. Esas prohibiciones se deben a una
expansión sutil: el humo escapa. Repartir ese daño privado da origen a la
prohibición, entonces el tema legal resulta correcto para cuidar el derecho de
terceros afectados. Sin embargo, los que sentimos nostalgia por la simple
visión de una humareda sutil, surcando la luz de luna, como en película de
blanco y negro ¿no merecemos ser compensados de alguna manera?
El aura y el vestido
Ese aire
coloreado en humo es el sustituto del aura. En opinión del gurú visionario
cualquier cuerpo despide una sustancia sutil donde sus humores y ánimos están
presentes; es el aura que nos viste como un caparazón etéreo y perpetuo. Aunque
el fumador ocioso (y en eso nos parecemos todos los no visionarios) es incapaz
de mirar directamente su aura, la sustituye por esa emanación blanqueada,
cuando coloca otro vestido: una cubierta vaporosa y móvil que satisface a su
portador, pero los espectadores no la comprendemos. Pregúntenle a un fumador aguerrido cuando
visita un campo nudista si se siente más vestido con calzoncillos o con una
cajetilla de tabaco fino. La respuesta es obvia.
Brevedad
El lapso de cada
bocanada indica la brevedad de nuestros sueños. Acunados a la respiración, los
segundos entre cada humeada son una señal inequívoca de lo breve. Si bien se
disipa, no todo humo necesariamente es una metáfora de brevedad, por ejemplo,
el incendio del bosque nos parece que dura demasiado y nadie en su sano juicio
contempla esa humareda para recrearse en la brevedad.
Quien manotea
sobre la emanación del tabaco juguetea a atrapar el instante. Si observamos con
detenimiento ese gesto, ese único tragar y lanzar humo blanco, aprenderemos un
poco más sobre la intuición del instante. Cada vez que el fumador abra la palma
descubrirá que el humo prisionero ha escapado. Aun así, ese gesto no soluciona
el enigma: atrapar lo etéreo no se resuelve con materia sino con percepciones e
ideas, con arte y ciencia.
Suicidas en potencia y motociclistas
Desde que
desapareció la inocencia del tabaco, el fumador emparentó con el jinete
motorizado. Por más que el motociclista sienta el enorme orgullo de arriesgarse
en un lance y sea el descendiente de los caballeros antiguos, su relación con
el tabaquista no es un misterio. Sin gusto por el peligro no existiría el arte
y entretenimiento de montar en dos ruedas motorizadas. Ahora, cada fumador está
consciente del peligro que corre, es más, casi carga una condena cierta,
bastará con durar suficientes años y acumular bastante nicotina en el cuerpo
para adquirir un EPOC, sigla de la enfermedad pulmonar crónica. Y eso si antes
no lo atrapa un cáncer. La divisa usual del rebelde motorizado, de “más vale
morir joven que aburrido”, se metamorfosea con el fumador, para quien más vale
morir por el pulmón intoxicado que existir sin ese bello efluvio.
Al final de ese
sutil hilo blanco se encuentra el tema de la perdición, pero si antes el
fumador atrapó el instante ¿a quién culparemos? Quien toma el destino en sus
propias manos es un prócer, quien atrapa el humo entre las palmas, un fumador.
NOTAS:
[1] Por no
alargar el tema, eludo los significados metafóricos de quien insiste en
transportar una hoguera mínima, una antorcha en miniatura, como un discreto
homenaje al primer fuego.
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