Por Carlos
Valdés Martín
“Las olas del corazón no
estallarían en tan bellas espumas ni se convertirían en espíritu si no chocaran
con el destino, esa vieja roca muda.” Hölderlin
Recuerdo el patio de preprimaria
fresco y divertido con altos columpios para entretenernos, aunque unos niños
mayores los acaparaban durante los recreos. Un día antes, por reclamarles que
acapararan los juegos me gané una patada en el trasero y lloré.
Después esperamos pacientes hasta
que ellos abandonaran los columpios. Usamos de escondite el hueco entre dos
bancas, donde el sol de mediodía crea sombra y no nos descubren desde la
distancia. Ocultos hasta que ellos terminen el recreo y se vayan a su salón.
Estoy tomado de la mano derecha,
con Rocío, niña de trenzas doradas, y otra mano en el piso embarrándose con
pasta dulce de un caramelo caído y olvidado. ¡Qué precisos son algunos
recuerdos, como ese caramelo líquido del suelo! Para ella no hay gusto mayor al
columpiarse, pero es lerda y suplica ayuda para ensillarse: “Por favor, niño
Sóstenes”.
Ha sonado la chicharra y los
demás regresan hacia los salones, pronto saldrá una prefecta con lentes gruesos
cual fondo de botella antigua para revisar que no permanezcan niños en el
patio. La espalda de la prefecta desapareciendo tras una puerta es la señal y
corremos en silencio hacia el columpio. Ayudo a Rocío a subir, luego la impulso
a dos manos y le explico entre susurros lo de estirar los pies, aunque ella no se
esfuerza. Apuro para subir a su lado y hacer el truco de los pies adelante y
atrás.
Mover la nuca y con cada impulso coronar
el aire: eso vale más que los regaños que vendrán, con la voz agria de la
prefecta: “Niño, entra a clase ya… que ya… o te castigaré el doble.”
Pasaron pocos días y de nuevo
quedo escondido entre el hueco bajo las bancas del patio; esa vez otro temor me
acompaña: el de nunca volver a ese patio. Al tiempo ese presagio se cumplirá;
los papás llamarán y me sacarán de esa escuela. Lo determinó papá: se acabó la
escuelita pagada; aunque dice que es por falta de dinero; también sugiere al
oído de mamá que es por tantas malas calificaciones y travesuras.
Secundaria. Habían transcurrido varios años. En la escuela “Héroes
de la Patria”, unos amigos salimos de escapada y alcanzamos el parque público
tras cubrir varias cuadras. Me flanquean dos cómplices delgados, sudando por los
nervios de escaparse. El patio de juego, en mitad del parque, casi está por
completo vacío. En mitad de la alameda hay unos columpios enormes formados con
típicas vigas de hierro redondo sosteniendo la trabe superior y los sillines,
también metálicos, colgados por cadenas. Un dispositivo elemental y eficiente, amarrado
con gruesos tornillos al suelo, donde los infantes experimentamos la oscilación
y el viento fresco al empujar esos sillines. Estos aparatos levantaban tamaño doble
de los normales en los que jugué en preprimaria. Corremos y gritamos:
—A que llego primero.
En los columpios, yo me impulso
parado, sin respetar un letrero que indica sentarse. Critico a Pablito por su
mala técnica que lo mantiene casi inmóvil. Les grito y presumo, subo y bajo con
fuerza en amplias oscilaciones. Mi cabeza flota en ese sueño sin gravedad
mientras perdura la diversión. Podría hacerlo siempre, olvidarme de tareas fatigosas
y de mamá llorando porque papá nos dejó. En las noches ella desdobla una carta de
separación, la relee y suelta nuevas lágrimas cada vez.
De regreso a los amigos les
explico que algún día lograré un giro en redondo, que basta aligerar el cuerpo
y balancearse con la mente en blanco, sin preocupación alguna.
La prueba definitiva ocurrió en otra
visita solitaria al viejo parque, el mismo sitio de la escapada de la
secundaria que seguía dotado con columpios con el doble del tamaño normal. Me
subí e impulsé un largo rato; disfruté y hasta intenté un salto con movimiento.
El aire de la tarde alegraba las mejillas y la frescura del ocio invitaba a un
reto. En lugar de sentado coloqué los pies sobre el asiento y adquirí más
impulso. De pronto sentí ganas imperiosas de saltar en el aire; lo dudé primero
y terminé por lanzarme. Sentí el vuelo, junto con temor y desesperación
instantáneos, pero un miedo placentero al alejarme de las ataduras terrestres. La
caída fue dolorosa, aunque no tanto, me partí el tabique nasal y jamás olvidé
ese gusto por volar.
Años después conocí a una hermosa
ojiverde descendiente de la dinastía Atayde —apellido con ADN circense—, ella
se impresionó con mi relato de la nariz partida y por su diestra (mientras
acariciaba mi palma) descubrí el arte de los malabaristas expertos. Me dediqué
a trapecista con dedicación y esmero; el vuelo sobre delicados trapecio se
convirtió en mi vida.
Profesional. Entré en carnes y en posesión de habilidades lejos de
la patria, tan distante de la matriz y pequeña urbe natal. Aprendí lenguas
extranjeras sin olvidar las vocaciones de infancia ni el nombre de las calles
polvosas donde crecí.
Transcurridos los años, he
regresado al menos una vez al año —en anhelo de perihelio, según el modo de los
peregrinos con devoción y nostalgia— si no fuese un gesto inútil me
arrodillaría al volver. Aunque el último retorno fue peor: un turbio
funcionario manda a arrancar de raíz los columpios en nuestros parques; uno a
uno, todos desaparecen de nuestra madre-común y queda su faz desfigurada… Él argumenta
que los vaivenes son peligrosos para los chicos y, además, también extiende la
prohibición de balancines hasta los colegios. Para colmo a él lo eligieron de
alcalde, ahora impera y se pavonea: desde el retrato de un afiche el mandamás brinda
con alguna estrella imaginaria. Un periódico local ha divulgado una versión que
recorto y guardo dentro la cartera para nunca perderla ni olvidarla. El impreso
denuncia que ese alcalde, en realidad los arranca y remata para basura reciclada;
eso no es negocio corrupto, pero se rumora le financian algunas corporaciones japonesas
de videojuegos para alejar a los infantes del espacio abierto y confinarlos en
los departamentos cerrados. Cada año veo menos niños en los parques de nuestra ciudad,
y corre otro rumor de que prohibirá las bicicletas, triciclos, patines y
patinetas porque —dice ese lema tenebroso— son temibles para menores de
dieciocho.
Ahora que soy trapecista no me
quedo con los brazos cruzados, al contrario, he aprendido a provocar
expectativas y el auditorio nunca se retira decepcionado.
Fue sencillo conseguir los
permisos para colocar trapecios y redes de seguridad entre los dos edificios
más altos de nuestra ciudad. El conurbado sufre de aburrimiento casi crónico y,
por supuesto, un espectáculo que ganó prestigio en giras internacionales
siempre es bienvenido. El entretenimiento será gratuito y los volantes indican:
“Sóstenes Amauta Riva… trapecista de fama
mundial… regresa al terruño que lo vio nacer… para brindar sus más atrevidas
ejecuciones y también su famoso triple salto mortal… por único día… espectáculo
gratuito… cortesía del mundialmente famosos en el orbe, Circo...” Sigue
elogiando el salto mortal que pocas veces se presenta en un escenario y, de facto, se ha prohibido el tentar sin
red por su peligrosidad.
En la mañana previa al evento, el
paseíllo del vehículo que perifonea fue exitoso. El evento quedó citado para el
mediodía de un feriado. Ya la multitud se agolpa a los pies de dos edificios y
busca las sombras. El ayuntamiento colocó sillas plegables y quedan ocupadas
todas. La prensa también acude convocada, incluso varias cámaras de televisión
toman acercamientos. Espero sobre la azotea, miro a los demás en agitación de
hormiguero y eso enternece el ánimo. El mejor aprendiz ha revisado la tensión
de las cuerdas, entretejidas en una robusta telaraña artificial y comienza a
pasearse en el columpio contrario. El público palmea impaciente. Está
congregada la mayoría de la población, en la sillas reservadas se colocaron los
distinguidos y, al centro, el alcalde con su comitiva.
El locutor desde el altavoz pronuncia
su guion y acrecienta la intensidad: “Vuelo de pájaros convertido en humano…”
La música en altavoces es vibrante y sigue la voz dramática inundando el
espacio: “Un solo error sería mortal…”
La multitud sigue agolpándose
abajo, visualizo muchos rostros volteados hacia el cielo y comentarios —ora de admirados,
ora de escépticos. El locutor anticipa los interrogantes: “Suplicamos su
silencio, pues la siguiente parte eleva la dificultad hasta lo indecible.” Esa frase no me gustó pues lo indecible nunca
se dice. Sigue la ronda del payaso trapecista y las risas se esparcen cada vez
que se tropieza y finge caer. Al final, en la ronda definitiva se ordena
retirar la red de protección y se le advierte al público: “Nuestra estrella
internacional lo hará sin ninguna protección… así que guarden silencio… pues
cualquier error, puede resultar fatal… pero antes demos un aplauso y escuchemos
unas palabras de hijo pródigo de aquí mismo —la voz subrayando aquí mismo con
lentitud cual nombre propio y mayúsculo— que regresa a casa.”
Allá abajo, un puntito más entre
la multitud, descansa sentado el alcalde lóbrego que ha arrancado los columpios
de los parques y planteles, pero aquí se agacha ante el más alto de todos los
trapecios. No se imagina lo que yo sé y menos sospecha que lo diré. Esta vez no
improvisé, practiqué el discurso cien veces antes de pronunciarlo:
—Es un honor volver a mi terruño,
esta hermosa ciudad de… —aplausos—, gracias los quiero tanto, los llevo en el alma
y cuando viajo por países lejanos, los añoro y siempre están en mi corazón —más
aplausos—, pero además del gusto y gratitud estoy obligado a compartirles de
cómo nuestras niñas y niños… ahora ya no pueden gozar de ese entretenimiento sano
e inocente que me elevó hasta las alturas… sí, mis queridos vecinos, ahora es la
hora de decir en claro que les saquearon sus columpios a los niños y debería de
regresarlos el mandamás de aquí…
El discurso sube de tono y los
aplausos son más rabiosos conforme más hostigo al alcalde. Después, ya
descargada y sosegada la conciencia, sigue una concentración plena, abstrayéndose
de sonidos y molestias exteriores. Ni la mínima distracción se permite. Esa
sesión de vuelos malabares fue magnífica, incluso cumplí con el triple salto
mortal sin red. En gesto dramático y anunciado, fue retirada la red para el
salto final. Por un instante se exigió al público el más absoluto recato y, en
silencio, prometí jamás repetir esa temeridad.
Al terminar, el locutor llamaba
con insistencia a mantener la calma y yo no distinguía el motivo de tantos
gritos y clamores a ras de piso. Al continuar el alboroto descubrí el motivo. El
discurso había causado más efecto que el esperado y el público comenzó a
reclamar al alcalde por sus actuaciones, sin delimitarse a lo comentado.
El barullo se alejó de los
edificios, entonces bajé a firmar autógrafos y compartir fotografías.
Pronto supe que el alboroto
surgió más lejos cuando el alcalde huyó del lugar con torpeza. Por esas ironías
de la justicia poética, un tornillo grueso yacía en una banqueta frente al
portón del palacio municipal y era un humilde símil de los agarres de tubos
para juegos infantiles, aunque esa vez resbaloso cual una cáscara de fruta. Lo seguían
gritos y gestos hostiles cuando resbaló con el tornillo enfrente del portón
barroco, el impulso de su cuerpo lo balanceó en extraño giro y se golpeó la
nuca. Los vecinos variopintos lo rodearon, ninguno lo auxilió suponiendo que
fingía pues su tropezón fue cómico[1] y no notaron
sangre ni heridas; como sea, lo trataron cual cachivache y siguieron
maldiciendo en voz alta… todavía no comprendían.
Ese final excusó al alcalde con irónica
justificación: para él sus balanceos sí lindaban en el acabose.
De súbito sobrevino el silencio y
la agitación de ánimos cesó al comprender el desenlace.
NOTA
[1]
Montaigne creía que morir ante una puerta poseía una rara comicidad. Véase Ensayos de Montaigne.
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