Por Carlos
Valdés Vázquez (1928-1991)
NOTA INTRODUCTORIA: Por fin
aparece en medio electrónico la primera versión, de “Vicios y virtudes de la
provincia”, publicada en la legendaria Revista
de la Universidad Nacional Autónoma de México, en el número de febrero de
1958. La segunda y definitiva versión se integró dentro de la publicación de Crónicas del vicio y la virtud, conservando
el mismo título, con la diferencia destacada de que no existen los subtítulos, también
incluye modificaciones relevantes y una conclusión distinta. El texto ironiza
los elogios y críticas hacia lo provinciano, para mostrar las entrañas de ese
cristal de nostalgias y anhelos mezclados y revitalizar la perspectiva. (CVM)
REPARTO Y DISTANCIA
LA PROVINClA es la porción que nos toca en el reparto del pastel
territorial; distribución de premios única, en la que quedamos satisfecho hasta
los golosos y exigentes[1]. ¿Qué
provinciano no está orgulloso de serlo?
La provincia, como los toros, se
aprecia de lejos mejor y con más seguridad. A medida que aumenta la lejanía
(potente levadura, la nostalgia) se activa el proceso de embellecimiento.
Distancia: salón de belleza que garantiza los resultados. Vista de cerca la
provincia es sórdida y sorprendente como la encantadora desconocida que amanece
con cara de esposa. La provincia: mujer contradictoria. Al mismo tiempo
generosa y mezquina, absorbente y cruel, embrutecedora y calmante, celosa y
olvidadiza, lasciva y casta. Alguien nos ha jugado una broma: del sombrero
mágico donde debería brotar un hermoso conejo (quizá el de Alicia en el País de las Maravillas), sólo aparece un gato común y
corriente, un animalito hogareño, hábil en abrirse paso con sus garras hasta
nuestro corazón sensiblero. Quien ha vivido o nacido en provincia nunca pierde
completamente el aire atemorizado; el recuerdo le duele como viejas heridas de
la batalla familiar.
VÍRGENES NECIAS
Las provincianas no se entregan
por el escote del vestido; pero seducen más que manzanas envueltas en papel de
china. Manzanas del misterio, porque el misterio constituye la máxima
atracción. Provincianas tibias como plumeros y amables como esponjas, empeñadas
en la ingenua provocación: la coquetería de las niñas bobas causa mayores
estragos. Vírgenes necias que dejan empañar sus lámparas (alumbrado ineficaz:
luz justa para mirar sin ser visto). Vírgenes que sueñan con príncipes azules;
pero si la oportunidad llama a sus puertas, no pierden el tiempo, se
transforman en matronas. ¡Cualquier cosa con tal de poblar la soledad!
En provincia sólo hay dos clases
de mujeres: gallinas cluecas y solteronas irredentas. ¿Quién no teme a las tías
—agrias y resecas como limones viejos que, se levantan a la primera misa? y ¿quién
no se emociona ante las torpes líneas que anuncian el porvenir: niños,
jardines, novios, madres y nodrizas?
CALLEJÓN SIN SALIDA
La plática se eterniza
inútilmente junto a la taza de café y las colillas; el tedio triunfa sobre la
barroca elocuencia provinciana. Es terrible el ocio: abismo que devora a hijos
pródigos y señoritos. Ellos mantienen la dignidad romántica con sus frentes
pálidas de amores imposibles, y la ayuda no confesada del diccionario de la
rima. Pero está escrito que don Juan ha de jubilarse. A los cuarenta años se convierte
en el marido modelo. ¡Soledad todopoderosa! Aun los viajantes de comercio,
villanos de opereta, no siempre escapan a tiempo, y caen en escotillón del
matrimonio.
El aburrimiento: vano y triste
callejón sin salida. Es droga, pero ayuda a seguir tirando. ¿Qué hacer para
conjurarlo? Los que van a ver pasar trenes saben que la cosa no tiene remedio:
unos rostros grises se asoman un segundo al escaparate de la provincia. Todas
las caras son iguales; luego esperar el próximo tren que llegará con un
cargamento de máscaras veloces e idénticas. ¿Aparecerá una gente que tenga
rostro, y no una fotografía movida en lugar de cabeza?, ¿alguien que nos pueda
decir: tú existes, porque yo existo?
MIEDO ANTIGUO
La noche en la provincia exuda
terror. Cuando los rezagados vuelven a casa, su misma sombra, tapete lleno de
malas intenciones, se les enreda en los pies. El crimen se cuela en todas
partes. Los ladrones esperan bajo las camas y los asesinos brotan de las
alcantarillas. El viento pone música de fondo a las novelas de misterio. Hasta
los faroles tienen aspecto torvo y vicioso, como astros sedientos de sangre. No
hay faroles más fríos, duros y opacos, que los de la provincia; constituyen una
descarada invitación al suicidio.
Y ¿los árboles? Son vampiros que se
alimentan de sangre humana: la mayoría de los árboles provincianos son
genealógicos. Árboles genealógicos para ejecutar en las ramas a los oscuros
antepasados. El olvido es la única arma defensiva de los vivientes. A veces se intenta
encarcelar a los árboles verdaderos —pagan justos por pecadores— en ridículas
jaujas enanas; pero más que presos parecen señoras encorsetadas. Otras, veces
la justicia se contenta con uniformarlos, como a los presos, en falditas
blancas. Y cuando se conocen bien los árboles genealógicos, se puede sospechar
que las raíces del miedo son muy profundas.
RELOJES Y CAMPANAS
Las horas se detienen en las
cuatro esquinas sin decidirse por ninguna; las calles desembocan fatalmente en
el campo. Parece que aún miden el tiempo con relojes de arena. Los otros, los
de cuerda, hace mucho que están parados; nadie ha vuelto a consultarlos desde
que las manecillas se trabaron en un bostezo interminable. Además, ¿para qué se
necesita reloj donde las campanas repican cada cuarto de hora? Hay campanas de
todas clases y tamaños que compiten entre sí. Verdadera riña de vecindad, en la
cual lo más incierto es el resultado. Lo único previsible es que las campanas
gordas se batirán en retirada, cuando las pequeñas, que tienen muy mal genio,
alcen las voces agudas y rápidas; igual que los maridos pachorrudos se callan
prudentemente, cuando hablan sus esposas diminutas y explosivas.
COMPÁS REACCIONARIO
La provincia vive a deshora; se
empecina, como la solterona, en las modas de ayer. En ningún otro lado florecen
más lozanos retratos de abuelos barbudos. Hasta los niños juegan en una
atmósfera de naftalina y muebles apolillados. La provincia, rústico que reparte
pisotones en el baile, no sabe llevar el compás del progreso.
La provincia es un gran museo: las
mujeres tienen no sé qué de estatuas y las estatuas son tan imperfectas y
sorprendentes como mujeres. Los hombres, en cambio, demasiado concretos y
realistas, parecen el retrato de sí mismos cuando conservaban el pelo intacto.
La provincia posee una colección rozagante de viejos desesperadamente verdes
contra toda esperanza. Hay también algunos criados (¡heroica resistencia al
tiempo!) que sobrepasan en años de servicio la edad de los amos. Se puede
decir, sin miedo a equivocarse, que comenzaron a servirlos antes de que
nacieran, y que continúan sirviéndolos después de muertos. Memoriosos porteros
de las porterías eternas, se niegan a cerrar las puertas detrás de los que
parten. La provincia para no olvidar se oscurece de luto: las viudas,
pertinaces moscas del recuerdo.
Se encuentran sin trabajo verdaderas
piezas de museo: hay señores que toman el amor libre tan en serio que, como en
las comedias pasadas de moda, le ponen casa a la querida. En la provincia
todavía existen ideales talleres donde se confeccionan sombreros adornados de
plumas y cintas. Los talleres consumen por materia prima plumas y carne fresca:
obreras y aves del paraíso. Las obreritas cantan y se alimentan con huevos; no
existe tónico mejor para la voz. Los pájaros desplumados padecen frío y callan.
Las familias que se respetan heredan un piano de cola cargado de tradición;
pero que desafina y fastidia, como moscardón, con sus monótonas escalas; un
piano donde las niñas aprenden pronto la imperturbable ley que rige el destino,
y que luego es el refugio de la impaciente soltería.
¿ÁNGEL O DEMONIO?
Las virtudes y los pecados
alcanzan en provincia cumbres heroicas. Casi siempre, contrariando la vanidad
pueblerina, las virtudes permanecen públicas y los pecados secretos. Aquí se
aprecia aún la voluptuosidad masoquista de condenarse al fuego eterno —los
castigos y los amores son eternos—. La gente no comete errores, sino pecados;
sigue prefiriendo la oscura magia del confesor a la inmaculada ciencia del
psiquíatra; nadie hace tibias confidencias, sino cálidas confesiones; al
psicoanalista, con su mandil blanco, se le considera un señor que se dedica a
lavar los pañales de la infancia que el adulto ha olvidado en algún rincón de
la conciencia. En provincia la vida aún corre fantasmal por cauces profundos y
tenebrosos, conserva la antigua palpitación de los tiempos heroicos, cuando se
luchaba en las tinieblas, sin preguntar si el adversario era animal, ángel o
demonio.
CONTRA DILIGENCIA, PEREZA
No es pecado no hacer nada, sino
una carrera que proporciona medallas y certificados de nobleza. Sus materias se
cursan al aire libre: en los jardines, a la salida de los templos, en las
puertas de los cafés. La pereza es el opio de la provincia: religión que se practica
abiertamente. Ni siquiera se debe fingir que se está ocupado. Los patriarcas,
en las bancas de la plaza, autorizan con su ejemplo el ocio de la juventud.
Parece que una activa
organización fomenta y protege el ocio en sus expresiones más refinadas. Los
flojos se asocian en círculos que son respetados por sus reuniones, en las
cuales sólo se ha llegado al unánime acuerdo de no asistir a ellas. Si no fuera
porque el trabajo es un vicio arraigado en las costumbres del hombre, ya lo
hubieran abolido. La flojera cuenta con sus filósofos, hombres de ciencia, y
con decididos campeones de la ley del menor esfuerzo, quienes pretenden
implantarla en todo su vigor. Los teóricos se quiebran la cabeza ideando un
sistema de trabajo que rinda el mayor número de horas inactivas. Por su parte
los teólogos del divino descanso hacen llover máximas sobre los fieles para
inculcar el sano temor: "El trabajo es el padre de todos los vicios."[2] "El
flojo y el mezquino no andan dos veces el camino"[3], etc.
Así, mediante el sencillo proceso de enseñar la otra cara de los refranes,
demuestran que el pueblo[4] siempre
ha vivido en la ignorancia.
PLANTA DE SOMBRA
La lujuria sin las alas de la
imaginación resulta inofensiva, más bien ridícula. Como el globo desinflado
pierde el prestigio. No requiere el rótulo consabido: "Úsese
exclusivamente por prescripción y bajo la vigilancia médica." Los castos y
los don Juanes no poseen fantasía.
La provincia saborea en secreto
el pecado que prospera en los rincones; la lujuria cuando más se atreve a
espiar el paso ondulante de las muchachas. Alcanzar la lujuria implica ascetismo:
la privación de placeres menores y el ejercicio constante de la fantasía. Su
conquista se prepara con idéntico fervor que el campeonato deportivo. Ningún
sacrificio resulta vano; la frente del lujurioso brilla purísima como estrella.
No obstante la provincia es timorata:
se escandaliza hasta de la ropa interior puesta a secar en sitio visible. Unos
calzoncillos bastan para una protesta pudorosa. Y no hay contradicción; la lujuria
es planta de sombra y traspatio, impropia para el exhibicionismo. Sólo el adocenado
espíritu cinematográfico pretende tentar a los solitarios con escenas amorosas
tan falsas como la peluca de los actores.
LAS VACAS GORDAS
Los provincianos compensan las
privaciones mundanas en una tosca pero voraz retórica culinaria. (La geografía
más que de linderos está configurada por guisos regionales.) Cuidan más los
secretos de cocina que los de Estado. Cada provincia proclama su superioridad
sobre las vecinas, en una polémica que presenta por argumentos las salsas, y no
vacila en apoyarse en sofismas cochambrosos.
La provincia no guarda la línea:
el ideal y deleite son las señoras a la Rubens. Mujeres que obtienen sus
encendidos colores en la sobremesa, cuando se desabrochan furtivamente el corsé,
mientras reparten grasosas sonrisas entre sus admiradores. Aquí la gordura se
ve con ojos benévolos, no porque: "la atracción es proporcional al volumen
de las masas", razón de mucho peso, pero demasiado obvia para ser
verdadera. La gordura revela —aseguran los regionalistas fanáticos— el
patriótico apego a la buena mesa. En cambio a los flacos se les atribuyen
segundas intenciones; pero en realidad las figuras angulosas son un mudo
reproche al engolosinado amar propio. A la hora de la digestión laboriosa, en
desquite, los tragones se entregan sin reservas al sueño vindicativo de las
vacas gordas que devoran a sus congéneres flacas; los señores de aspecto búdico
—yacentes, calvos y barrigones— declaran optimistamente, en medio de nubes casi
sagradas de tabaco fino, que la gula bien entendida es pecado de dioses.
Alguien con poco sentido del humor —seguramente un refranero anónimo y
rencoroso— dijo que las tumbas se ven frecuentadas por golosos y dormilones[5]; pero
por fortuna el moralista no podrá negar el derecho incontestable de elegir la
propia muerte, mucho más satisfactoria que la ajena.
CHISME Y CHOCOLATE
No todo es felicidad. La
provincia, tan celebrada por varias generaciones espontáneas de poetas
bucólicos, esconde en el casto y maternal seno la maledicencia. Monstruo que
trabaja en la oscuridad de las trastiendas y reboticas, y acaba por envenenar a
medio mundo.
Calumnia, que algo queda,
sentenció un experto en demoler honras. Unas cuantas palabras dejadas al azar,
como sin querer, son semilla suficiente para selvas de malos entendimientos. La
calumnia es el arma preferida de las mujeres rencorosas: los efectos son
corrosivos, y rara vez se descubre al francotirador.
La maledicencia se inicia en los
lavaderos rabiosos de espuma, y medra a la sombra de los tendederos donde las
cuerdas trazan caminos aéreos; luego penetra en la sala donde las señoras
linajudas beben chocolate. Nada más inocente que el chocolate irisado y
voluptuoso, pero desde sus márgenes la murmuración crece e inunda el pueblo. La
gente conoce la mordedura de la calumnia. El qué dirán se convierte en tirano,
paraliza los corazones y hace palidecer los rostros. El verdugo del pueblo se
pasea por las calles con aire funesto, y puntualmente arroja ceniza en el pan
que comerá la inocencia.
LOS PUERQUITOS
Los provincianos, confundiendo el
fin y los medios, disfrazan la avaricia con el hábito puritano del ahorro. Los
puercos —metáfora plástica no superada— engordan centavo a centavo para que un
día los hijos pródigos despilfarren el sustancioso contenido. Las alcancías
sienten notable flaqueza por los amantes de lo ajeno, igual que las niñas bien,
se dejan deslumbrar por el equívoco prestigio de los trúhanes. (Recuérdese: la
provincia perdona cualquier otro pecado, antes que el talento.)
Los provincianos al mismo tiempo
son avaros y derrochadores, ahorran durante años para gastarlo todo en una
noche de embriaguez y pirotecnia. No tienen sentido de las proporciones: o se
aburren mortalmente o revientan de alegría. La fiesta es como la vieja borracha
que pretende apurar los posos del placer y después morir.
Gracias a los rígidos principios
de la economía, en provincia no existe pobreza. Más bien dicho: los pobres
cubren las apariencias; maestros en zurcido y doctores en comer pan y eructar
pollo. Los pobres tienen buen cuidado de ocultarse, pues la caridad, señora
rimbombante, se encarga de reducir el índice estadístico de los mendigos; muy
pocos resisten la saludable dieta a la que los condena la prudencia de los
filántropos locales. Si a usted le ofrecen boletos para una tómbola, endurezca
su corazón, recuerde las vidas que puede salvar negándose.
EPÍLOGO OPTIMISTA
La provincia es capaz de
sobrevivir a sus defectos, y hasta a sus virtudes. Ha dado muestras de gran
vitalidad y poder regenerador. Soporta las más duras pruebas: las novedades no
han conseguido indigestarla.
La provincia cuando se endominga
es cursi y ruidosa; pero al otro día estará cumpliendo con sus obligaciones. Se
parece a la humilde criadita, buena productora de carne de cañón, que barre las
aceras de la mañana, y que con poco pan trabaja mucho. Sueña y trabaja; no es
raro que se quede dormida sobre el mango de la escoba. Se defiende de la fatiga
con el ensueño; panacea de los espíritus adoloridos.
NOTAS:
[1]
Nacido en Guadalajara, el autor se consideraba a sí mismo un orgulloso
provinciano, emigrado a la capital y dispuesto a asumir su herencia del
interior del país.
[2]
En la edición definitiva se cambió “padre” por “padrastro”, lo cual me parece
muy justo, ya que el dicho popular indica que “La ociosidad es la madre de
todos los vicios”, y es bastante más consistente que sea un padrastro quien se
dedique a mantenerlos sin el consuelo de la paternidad responsable.
[3]
En la edición definitiva este nuevo dicho sustituyó el “no”, por un más
enfático “jamás”.
[4]
En la edición definitiva se sustituya “pueblo”, por los “amantes del trabajo”,
para acotar con precisión al sujeto colectivo del error contenido en los
refranes típicos.
[5]
Existen muchas versiones populares de los refranes donde de “valientes y
tragones” o de “limpios y tragones” o “de golosos y tragones” o “borrachos y
panzones” se llenan los panteones.
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