Por Carlos Valdés Martín
Cuando el mundo se modernizó, el tema de la soberanía se
desplazó desde Dios y el Rey para quedar firmemente en las manos del pueblo-nación
y su Estado representativo. La lucha transitó por
sangrientas revoluciones y confrontaciones; el concepto de soberanía popular
causó una fiera oposición entre quienes se definieron como bando conservador.
Una clara alianza entre reyes, aristócratas e iglesia defendió el principio de
la soberanía en el monarca mediante derecho divino, es decir, por el dedo de
Dios interpretado por el Papa casi siempre. Pero esa clara alianza (llamada con
ironía Santa Alianza en alguna coyuntura) fue diáfanamente derrotada. Incluso varias
interpretaciones monárquicas se deslizaron hacia una primera soberanía popular cedida[1]
enajenada de modo definitivo, con lo cual el “derecho divino” ya quedaba
vulnerado como sucedió en Leviatán.
Ahora
bien, si el punto clave se define en el sistema político como un supra-poder
que es la soberanía, entonces planteamos un primer punto de apoyo para establecer
un sistema de pensamiento y el sistema de poderes aparece bajo un orden. La
pregunta por el orden resulta válido restablecerla cuantas veces se desee y
difuminar ese cuadro ordenado cuantas veces se pretenda, como indica Foucault
al mirar las Meninas[2].
Una vez definido ese remate superior que es la soberanía para la arquitectura
del poder, entonces encontramos la lucha por su “ocupación”. Desde tiempos
ancestrales esa posición superior estaba ocupada, pero bajo una figura
inestable y fugaz, pues para la sociedad primitiva la posición del “rey” era un
atributo condicionado a su utilidad y salud, tal como lo muestra su asesinato
ritual en La rama dorada[3].
En los sistemas monárquicos la posición cúspide se estabilizó, integrándose en
la persona del rey a perpetuidad y con sucesión consanguínea.
A
partir de la Revolución Francesa, una vez cuestionado y abatido el sistema
monárquico, queda el pueblo como el nuevo soberano y se acepta el principio
democrático. La punta de la pirámide es un puesto solitario, sin embargo, el
pueblo somos casi todos, de tal modo que la cumbre silenciosa y la base de la
pirámide se identifican en esta paradoja del concepto democrático (el uno es
todos y todos son uno).
Sin
embargo, por pueblo no se abarca estrictamente a todos, sino a casi todos. El casi merece ser
cuestionado ¿quiénes no forman el pueblo? Los menores de edad no son el pueblo
soberano, sino su futuro en el cunero. Ubiquémonos en las primeras democracias
por censo de riqueza, en ese momento los pobres no eran el “pueblo con derecho
a voto”. Antes de la liberación femenina tampoco las mujeres eran el pueblo con
derechos, sino las devotas esposas, madres e hijas que esperaban a que los
varones tomaran las decisiones. Así, que el pueblo ha crecido con los
proletarios y las mujeres. De modo permanente no se acepta a los proscritos
(criminales, traidores a la Patria, etc.) ni a los incapacitados al extremo
(los interdictos por temas de salud mental). Por último: los extranjeros no
forman parte del pueblo con plenos derechos que funda la soberanía. Esto
implica que solamente los nacionales (por nacimiento o nacionalización legal)
integran esa soberanía.
En el
pasado, el grupo de extranjeros se consideró una excepción, pero con las
facilidades de viajar y la emigración masiva, ahora acumula un grupo sumamente
importante. Desde el inicio del siglo XXI, ya forma una extensa unidad (¿un
país fragmentario?) de más de 200 millones de habitantes si reunimos a todos
los emigrantes dispersos por el planeta. Mientras la base de la pirámide de la
soberanía creció sólidamente para abarcar a los pobres y a las mujeres, el
sector de extranjeros no se integra a la soberanía del pueblo. Además, el punto
no es tan trivial cuando han existido fuertes conflictos entre nacionales y
extranjeros, además que ha bastado un solo extranjero para poner en jaque a una
nación, por ejemplo, cuando un príncipe extranjero (Maximiliano de Habsburgo)
es impuesto como monarca sobre un país (México).
Esta
visión de una soberanía del pueblo suele poseer una fecha precisa de aparición
en las diversas latitudes. Por ejemplo, en México surgió con Los sentimientos de la nación, un breve
manifiesto bajo la firma de jefe insurgente, José María Morelos del año 1813.
En ese breve texto, está la primera declaración indudable de que la soberanía
pertenece al pueblo. A partir de ese instante, está emergiendo una
interpretación moderna del poder en lo que todavía no era México. Al indicar
“Que la soberanía dimana inmediatamente del pueblo…”[4]
acontece una revolución copernicana en las coordenadas del sistema de poder,
sobre todo, porque no era mera declaración sino evento acompañado del
movimiento militar-popular para liberar al país de dominio extranjero. En los
hechos, la soberanía se pedía mediante un pueblo en armas y no sólo por vía de
un texto especulativo: el extremo de la acción directa.
La
frontera final de una soberanía, por lógica, termina en la frontera de otra
soberanía, de tal manera que un pueblo encuentra el lindero de otro igual. Esto
es una repetición del “tema del extranjero”, pero ya visto como exterior
completo. Un extranjero o un grupo no pertenece al pueblo soberano porque está
integrado a otra soberanía (si no en acto, sí en potencia). Ahí, comienza la
lucha recíproca y el problema de la autodeterminación de las naciones,
proclamado como principio rector del siglo XX, también equívocamente denominado
wilsonismo (y “leninismo” para la izquierda[5]).
El tema de la soberanía quedaría como simple especulación si no tomara un
cuerpo concreto, donde el Estado (fuerte y armado) integra el derecho soberano
del pueblo y se levanta como su estructura activa. Lo cual a su vez nos
presenta la siguiente paradoja, donde el representante del pueblo (el Estado)
pretende erigirse en su amo (el aparato de representación que se separa de sus
representados). Esta contradicción se ha procurado solventar con las elecciones
periódicas o por alguna cualidad de representatividad permanente (cuando el
representante nunca se olvida de su pueblo, de alguna manera). Sin embargo
cualquiera observa la inercia del gobernante a enajenarse respecto de su pueblo
y la importancia de mecanismos de control popular: en las leyes mismas (con el
principio constitucional de soberanía popular como piedra angular del esquema),
en procedimientos (los juramentos de obediencia cuando toman posesión los
gobernantes) e instituciones (división de poderes, escrutinio público,
transparencia…) Al final de cuentas, la soberanía popular se mantiene como un
principio tenso en la práctica social, empujado por la contra-tendencia hacia
la autonomía de élites y aparatos de gobierno.
En la
fantasía por evitar ese riesgo de un aparato de Estado independizándose del
pueblo, la corriente anarquista ha insistido en democracia directa y
autogobierno radical como el medio para imposibilitar de raíz el mal del
Estado. En pocas palabras prevenir la mordedura del perro, matándolo antes de
nacer. Además de lo escasamente práctico de este procedimiento, también valdría
una anotación de Hegel sobre la libertad absoluta durante la asamblea del
pueblo, donde la soberanía adquiere el extremo no mediado, de tal manera que debe
devenir en terror, pues no encuentra ningún límite fuera de sí misma. En ese
sentido, Hegel anunciaba que la soberanía debería de mediarse consigo mismo,
desdoblarse en sus contradicciones y establecer un sistema complejo de Estado.
Si bien el filósofo alemán ha sido criticado por su benevolencia con el
absolutismo contemporáneo (siglo XVIII), también debemos reconocer la
complejidad de su planteamiento, donde las contraposiciones son indispensables.
En ese sentido, el movimiento contradictoria de la democracia también ha
avanzada entre la tesis y antítesis, del pueblo-nación y el Estado. Casi
siempre las élites parecen salirse con la suya, pero jamás han logrado desligarse
de su sombra: el pueblo como primer y último reducto de la soberanía.
Conforme
ha avanzado la globalización, el tema de la soberanía presenta una nueva cara. En
el mundo global son los acuerdos internacionales, las empresas trasnacionales y
el tramado de instituciones mundiales quienes parecerían estar jugando a las
escondidillas contra el soberano-nación. Durante las revoluciones precedentes,
el pueblo ha demostrado su soberanía en la práctica (derrocando gobiernos en el
extremo), pero para un contexto global los resultados planetarios parecieran escaparse del escrutinio del
pueblo soberano, que se divide entre naciones separadas. El plano de las
decisiones globales estaría quedando en manos de “acuerdos” entre los
gobernantes y dejando con un palmo de narices al soberano-nacional (dividido),
pues están jugándose las cartas del tema internacional[6].En
el sistema global, nos encontramos con acentuación de esa vulneración
originaria del concepto de soberanía, pues el pueblo solamente sería soberano
en su territorio y ahora el ámbito global traspasa y enreda los territorios,
abarcando temas claves (finanzas, economía, leyes, etc.) Con esta disminución de la soberanía en curso
tampoco se ha creado otra soberanía (ni un sistema mundial ni un
pueblo-humanidad), sino que avanza una dualidad de poderes entre los
representantes del pueblo soberano que son los Estados nacionales (o
multinacionales como la Federación Rusa y la Unión Europea) y el sistema
mundial no-nacional (organismos mundiales, trasnacionales, finanzas
mundiales, red de información, cultura planetaria…) que en su mayor parte no
representa a nada sino a sí mismo.
A nivel
práctico la soberanía (cualquiera que sea) está cuestionada por la
interdependencia global, mientras que la soberanía popular no está vulnerada
por algún contendiente. El binomio soberanía popular con nación, depende de la
relación entre nación y pueblo, que resulta bastante evidente: depende de los
derroteros del tema nacional, ya sea como Estados nacionales compactos (que
nunca puros) o Estados multinacionales. La experiencia de los últimos dos
siglos indica la dificultad enorme de los Estados multinacionales
(Austria-Hungría, URSS, Yugoeslavia, etc.)
y su tendencia a la disgregación, aunque la Unión Europea intenta
revertir esa tendencia secular.
El
concepto moderno de soberanía debe considerar el tema nacional. La legitimidad
completa de la soberanía del siglo XX dependió (en parte) de la identidad entre
pueblo y nación, al darle una historia y una identidad fuertes. La realidad de
nación y pueblo se reforzaron y consagraron mutuamente. El periodo de
“globalización” del siglo XXI está ensanchando la brecha entre pueblo y
soberanía, creando un complejo panorama. Al menos, el sentido político de la
nación, por su maridaje exclusivo con el Estado (que ha sido Estado-nación
predominante) la relación se vuelve más compleja.
[1]
Me gusta para este proceso el término “enajenación” para esa visión de la
entrega de la soberanía al Estado que nunca puede regresar al pueblo, dicho en
el sentido preciso utilizado por Marx en los Manuscritos económico-filosóficos de 1844.
[2]
En especial, cuestiona
todo el discurso del orden y se regocija con la identificación entre la
posición del Rey y el sucesivo espectador. Cfr. Las palabras y las cosas.
[3]
Porque el rey tribal no es
un rey en el sentido medieval o absolutista, sino una pieza ocupada
temporalmente en el sistema comunitario, que se remplaza ante cualquier signo
de falla, mediante un asesinato ritual del rey. Cfr. FRAZER, James, La rama dorada.
[4]
MORELOS, José María, Sentimientos de la nación, 1813.
[5]
Hobsbawm y otros
historiadores identifican al wilsonismo como la corriente predominante del
principio de “una nación con un Estado”.
[6]
De hecho, Negri y Hard
anuncian el surgimiento de un nuevo contendiente a soberano bajo la figura de
multitud (el nuevo pueblo) que contiende contra el imperio (el nuevo amo). Cfr.
Imperio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario