Por Carlos Valdés Martín
Niebla antes de la lluvia
La
noción de Europa es milenaria, cubierta bajo la niebla de los siglos. Ya en la Historia de Herodoto se encuentra
perfilada esta visión de una región enorme opuesta a Asia y sufriendo los
embates de su oponente, entonces mediante el ejército persa invadiéndolo. Con
el paso de siglos vinieron los grandes viajes, las exploraciones, migraciones,
conquistas, comercio, mejoras en medios de transporte y hasta de vías de
comunicación… con todo ello se fue redondeando Europa, que dejó de ser una idea
nebulosa para aparecer como conglomerado de países, acontecimientos,
hazañas y fronteras. En un momento dado, Europa pareció levantarse como el
factor decisivo de los acontecimientos del planeta y las grandes potencias europeas dominaron los
confines de la tierra, convirtiendo las regiones exteriores en colonias
sometidas.
El trueno de Thor y la resaca
En el
inicio del siglo XX, Europa pareció peleada consigo misma y las naciones más
poderosas se enfrascaron en dos Guerras Mundiales. Millones de muertos en pocos
años, una destrucción inenarrable y heridas difíciles de cerrar. La resaca de
esa orgía belicista dejó al conglomerado europeo casi sin rumbo y sometido a la
férrea competencia de sistemas opuestos, llamada la “Guerra Fría”. En esa
tensión entre un polo dominado por Norteamérica y el tildado socialista por la
URSS, los países de Europa parecían sometidos a la lógica de un enfrentamiento
mayúsculo.
El
encono entre pueblos separados por el abismo de la guerra pareció imposible de
resolverse, pero amainó tras un largo periodo de posguerra, para mostrar que el
odio racial y el fanatismo nacional no son una vía aceptable en un mundo
civilizado. Terminado una atapa de nacionalismos fuertes surgió una nueva visión
de Europa como un conglomerado político posible.
El
pensador Ortega y Gasset planteó que la unidad europea era una solución viable en el horizonte posterior, pues él temía (con razón) a los cañones de
la guerra como acontecimientos futuros. Entonces esa unidad europea era una
idea vaga, cuando predominaban los antagonismos. Poseía su visión de unidad el
sesgo de utopía ante un periodo de belicosidad inter-europea ubicada en la
década de 1930[1].
El
mundo siguió su curso y surgió el acuerdo comercial de Europa, luego los
entretejidos políticos para esos acuerdos comerciales fueron perfilando un
sistema europeo de poder. Después de los acuerdos comerciales vino la
perspectiva de una unificación mayor. Ayer la Unión Europea planteaba una vía
de integración completa con una moneda común y una trama de instituciones
legales. Hoy vuelven las interrogantes, abriendo un conflicto entre las
tradicionales identidades nacionales y el sistema multinacional que se agrupa
bajo la UE.
Distintos malestares
La crisis
económica europea por sí misma provoca un fuerte malestar, sobre todo entre los
desempleados, quienes pierden prestaciones importantes o permanecen en falta
perpetua de perspectivas. Las poblaciones bien integradas en sus viejos
sistemas nacionales sienten los golpes de la crisis y les acompaña un nuevo
malestar: no se perciben un marco tan acogedor en la gran Europa. Los españoles
o franceses podrían sentirse fuereños antes los alemanes y suecos. La sensación
quizá sea pasajera, quizá se acreciente.
Dentro
de esa falta de perspectivas, merece un capítulo especial una enorme migración
de origen colonial, el capítulo de quienes no provienen de raíces regionales,
sino que sienten la bofetada de una mezcla de herencia colonial y desprecio
racista. No importa que la migración sea antigua sino que se mantenga un
ambiente de subordinación y opresión para los emigrantes que provienen
(principalmente) de África y Asia, pues no hay posibilidad de un mimetismo
completo o una identidad accesible. La milenaria construcción de “lo europeo”
queda cuestionada por una emigración masiva desde lejanos rincones del planeta.
Ahí, surge un malestar de mala integración nacional, la emigración ocurre y el
perfil de “comunidad nacional” no parece preparado para asimilar a esa
población.
Nacionalidad a cambio de… ¿nada?
Las
antiguas poblaciones que con dificultades formaron su perfil nacional moderno,
parecieran colocadas en el trance de perder ese perfil. Marx dijo que los
proletarios no podían perder su patria porque ya se las habían expropiado y los
dirigentes políticos de la Unión Europea parecieran encarrilados a cumplir esa
profecía. Sin embargo, en el trueque humano no resulta justo perder algo sin
obtener nada. La integración europea prometía un plus que pareciera diluido en
la crisis. Los franceses, españoles e italianos despiertan para descubrir que
el arcoiris europeo parece no teñir ningún color definido, en cambio sus viejas
naciones se están desdibujando. Ellos esperan algo a cambio de esa pérdida. Abandonar
una nacionalidad no sería un daño inútil si se obtuviera algo mejor. Si el
europeísmo formase una mega-nacionalidad, a la manera que Norteamérica fue
absorbiendo a los emigrantes irlandeses y polacos sustituyendo un exilio con
otra y su american way of life. La oferta de una nacionalidad europea global
quizá es un relámpago en la oscuridad que amenaza con desaparecer y dejar a los
europeos en una situación de tinieblas. Con las antiguas nacionalidades
disolviéndose y una nueva sin formarse nos debemos preguntar si ¿también se
desvanecerá Europa? El conjunto supera a las partes, pero si las partes son
reflejos del relámpago que cesa, entonces ¿ese reflejo de conjunto es un adiós?
Esta situación rememora a la larga crisis posterior a la caída de Roma, cuando
la añeja unidad romana era abatida, pero ninguna unidad política era capaz de
sustituirla en la naciente etapa medieval. La Unidad Europea es un caparazón
político, pero a nivel de las identidades y la reproducción del grupo humano,
se mantienen las anteriores identidades y continúa operando el sistema de
naciones “modernas” funcionando desde el siglo XIX. La noción de Europa es
milenaria, pero no se convierte en nación.
Los globalizadores suponen que los
ciudadanos se adaptarán a un ambiente amorfo, sin fronteras definidas ni grupos
de identidad fuerte. Tampoco se descarta por completo que el europeísmo termine
por convertirse en una nación unificada, pues antes han sucedido procesos de
unificación de unidades menores en mayores. No se descarta, pero ¿existe en
realidad ese proyecto de mega-nación europea global o, al menos, una nación
europea occidental? De modo implícito cabría suponerlo, pues las rutas
políticas desde la unión aduanera, la estatal y luego la nacional son vías
conocidas cumplidas en Italia o Alemania. En ese caso hipotético, se cambiaría
una nación por otra y no acontecería una pérdida pura. El tema de fondo es si
una nación europea occidental se está
formando de modo práctico y operativo, como un sistema de reproducción humano
eficiente, efectivo y eficaz que subsane las viejas heridas y brinde un marco
de comunidad aceptable. Por el momento, son más las interrogantes que las
respuestas.
NOTAS:
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