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lunes, 31 de marzo de 2025

ORO COMO SÍMBOLO

 


    Por Carlos Valdés Martín

Estarás de acuerdo conmigo que el oro representa la riqueza desde tiempos inmemoriales y que cada vez que hay crisis se pone de moda; que si el país fuera seguro te gustaría atesorar algunos centenarios de ese metal y ostentar una que otra joya en día de fiesta. Ahora veamos al oro de otra manera: exclusivamente como símbolo, sin sus atributos de riqueza ni su funcionalidad económica. Supongamos, por experimento mental, que desaparece por completo su valor económico y los grandes bancos de la Reserva Federal lo olvidan. ¿Qué les parece seguir afirmando que “Tienes un corazón de oro” cada vez que hay un acto noble? Desde mi perspectiva sería de la misma intensidad romántica y positiva.

El oro, ese viejo bribón reluciente, no es sólo un metal para lucir en el dedo o colgar del cuello, ¡no señores! Es un símbolo que lleva milenios pavoneándose por la historia como el rey Midas con esteroides. El cuerpo del oro, sin palabras nos habla de nobleza, iluminación y santidad, como si fuera el sol en persona —¡Hola, Tonatiuh, el divino azteca deslumbra al mediodía! —cegando con su dardo solar de brillo.

Por este tunante dorado, los piratas se lanzaron a cruzar océanos coleccionando barcos y heridas como cromos. Los orfebres precolombinos, con destreza lo moldeaban en collares, pectorales, narigueras y brazaletes —¡Accesorios que gritaban "soy el jefe aquí", con más arrogancia que supermodelo en pasarela con Dior!

El metal con fama de incorruptible, por ello símbolo de lo imperecedero, de lo que no se oxida ni envejece. Ese sitial tan representativo del oro hace que se convierta en el mismo Sol y, junto con el astro rey, en la fuente de la vida.

Hoy, el oro sigue siendo el presumido y galán de los símbolos: pura excelencia y honores de primera clase, como su propia medalla olímpica que no se cansa de ganar.