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lunes, 24 de febrero de 2020

CRÓNICAS DEL VICIO Y LA VIRTUD





PRESENTACIÓN

Con motivo del 90 aniversario del nacimiento del escritor Carlos Valdés (Vázquez) se libera para el público la obra más divertida de este autor mexicano, Crónicas del Vicio y la Virtud, proyecto que maduró durante sus años de editor y colaborador de la Revista de la Universidad Nacional Autónoma de México. Su primera edición vio la luz en el año 1963, bajo el sello de Editorial Era, y con una ilustración del artista Vicente Rojo. La presente edición electrónica integra los subtítulos de la edición de la Revista, del capítulo dedicado a “Vicios y Virtudes de la Provincia” que se omitieron en la edición en papel y contiene actualizaciones por lo que debe considerarse una nueva edición.

MISCELÁNEA AMOROSA

I. LOS AMANTES

La tarde completamente caída de espaldas enseña el nacimiento color de rosa de sus medias; ha bebido una peligrosa mezcla de leche y pétalos: el licor de las horas íntimas. Pero los amantes guardan un silencio rencoroso; son una pareja que a la hora del crepúsculo se refugia en el cine, en el café, en el hotel; y en todas partes la sombra marca sus cuerpos con una cuadrícula de prisión. Conocen de memoria todos los rincones oscuros; pero ignoran la salida del laberinto más modesto; son capaces de extraviarse hasta en una escalera de caracol.
Enfermos de ciudad, los amantes han recurrido inútilmente al cielo abierto del jardín, y a la interpretación de los símbolos freudianos. Ya nada puede redimirlos; son la pareja eterna: pagan puntualmente los plazos de una televisión adquirida a crédito, y el cobrador les envenena sus momentos de intimidad.
Todo se les perdona con tal que permanezcan estériles. Entre un hijo y las medias de seda, la mujer elige lo más fácil. Su problema es mantener derecha la raya de las medias; el de él pagarlas. Ella se enorgullece en demostrar que el camino más corto entre dos puntos es la raya de sus medias; aunque su rectitud no dure más de un minuto.
Ella preferiría que él en vez de adorar las piernas bien abrigadas, fuera el intrépido volatinero que se burla de las manzanas de Newton. Pero cada quien nace con un destino; él cumple su misión fatal: zafarle los hilos de las medias; como los bordes de un mueble, sueña en ser la zancadilla con sabor a sangre y a tierra.

II. LOS AMOROSOS TURISTAS

El amor de los turistas es muy extraño; se juntan en parejas demasiado precoces o demasiado caducas. Más que enamorados parecen estetas de la amistad, camaradas en la tarea de aprisionar los recuerdos en la kodak. Invariablemente esconden sus sentimientos de culpa atrás de los anteojos oscuros, pero los delata el pudor de sus mejillas. ¿Cómo evitar avergonzarse si expresan su cariño en un idioma tan poco comprensible y cacofónico?
Los turistas con sus camisas floreadas inauguran la primavera. Encienden el verano con sus charlas ininteligibles, y cuando el calor los sofoca, se abanican con las reverencias de los mozos del hotel. Se despiden del otoño con generosas propinas, y el invierno subdesarrollado llora su ausencia en los desiertos corredores y en los cuartos vacíos del hotel.
Los amorosos turistas confunden la playa con el lecho; a veces pagan su equivocación con una ducha de agua salada. A pesar de su buen humor casi siempre se olvidan de procrear hijos. Sin embargo, ellos no tienen la culpa, son demasiado jóvenes o demasiado viejos.
Los turistas aman apasionadamente la naturaleza; sólo es lamentable, sin que ellos tengan la culpa, su contribución a la estadística de incendios forestales; al frotar unos con otros sus cuerpos bien nutridos producen las chispas que consumen los bosques. La prueba de que aman la naturaleza son los tatuajes amorosos que graban en la corteza de los árboles, como recuerdo de sus vacaciones.

III. EL AMOR CINEMATOGRÁFICO

Vamos al cine a buscar novia o a perderla; todo es posible en el país de las películas. El hallazgo de un guante impar o de un zapato extraviado en la oscuridad, emociona más que el descubrimiento de un continente perdido. (Hay en el cine un injusto intercambio de realidad y fantasía; a veces los espectadores saltan adentro de la pantalla; en cambio, las estrellas nunca condescienden a bajar a la luneta.) El cine es un puerto libre en donde cualquiera puede embarcarse en una aventura: parece muy fácil salvar la barrera de la timidez y de la reserva. Cine de barrio: antesala de la fecundidad. Sábado a sábado, encontramos los mismos besos anónimos y las caricias gratuitas, y cuando desciende la cortina de la pantalla, perdemos el amor en la fatiga de los adioses. Placer perfecto de la sorpresa renovada en las penumbras.
El cine, un poco más allá de la tierra, un poco más acá de los sueños, empolla las ilusiones de los pobres de espíritu. (¿Quién no ha observado cómo los adolescentes abandonan la sala con la expresión de audacia de los héroes cinematográficos?) El cine: maestro de tímidos y de aburridos, panacea de bobos y de opacados, visión de los que tienen ojos y no ven, la vida misma de los "no-existentes".
El cine, campeón de los encantos femeninos, rescató a la mujer del anonimato doméstico, y la elevó al más alto escaparate del mundo: la admiración masculina. El cine es la tierra prometida de los frutos gigantes: ofrece senos inagotables de tibieza y redondez, propicios al ensueño de los desnutridos.

IV. NEURASTENIA Y EROTISMO

Los neurasténicos están a la altura de su reputación; quizá por esto tienen un aire de adolescentes crecidos que dejan atrás la ropa. Aman con terquedad de veladoras; aman, como los barcos, contra viento y marea; aman más allá del sexo, como las piedras preciosas. No les importa jurar amor eterno por la luna, aunque la luna sea una deslucida bandeja de café.
Los neurasténicos cazadores profesionales de fantasmas amorosos intentan pescar besos extraviados en las huellas rojas de las tazas. No reparan en sacrificios para aumentar su colección de sonrisas enigmáticas: emplean horas y más horas en espiar a la Gioconda. Saben distinguir la infinita gama de matices que producen las sombras. Espían la ocasión; un segundo antes o después es decisivo. Los neurasténicos, pararrayos de tormentas amorosas, llegan puntualmente a la cita de la bofetada con el ojo negro; si no, se desperdiciaría sin remedio. Sólo se trata de coincidir en tiempo y en espacio; es tan fácil acertarle una y otra vez al premio gordo de la mala suerte.
El neurasténico con la pipa en los labios asoma a todos los crepúsculos. Las calles olvidan evocar a los fantasmas femeninos, y los faroles públicos invitan al suicidio. Ahora el teléfono no suena ni por equivocación; sin embargo, antes de la espera todos los números telefónicos se confabulaban para equivocarse en su aparato. ,
En el insomnio de los neurasténicos abundan los taconeos femeninos: son las mujeres que perdieron el último tranvía de la noche.

NUEVA INTERPRETACIÓN DEL COMPLEJO DE EDIPO

Los sabios frecuentemente inventan teorías sublimes, pero se les escapa la realidad que está delante de los ojos. Freud descubrió que en la profundidad de la mente del hombre había una guarida de asesinos incestuosos, pero el sabio vienés ignoró que a veces los parientes causan dolores de cabeza.
Según Freud todos los hombres repiten compulsivamente el drama de Edipo. Pero yo me atrevo a afirmar que el Rey Edipo no fue desgraciado por vencer a la esfinge, por matar a su padre, y luego casarse con la viuda Yocasta, su madre. Si ahí hubiera terminado todo, Edipo habría sido completamente feliz; en aquel tiempo no se conocían las notas de policía de los periódicos, y todo el mundo veía con naturalidad que el hijo matara al padre para arrebatarle el trono, pues no era considerado un crimen, sino una medida de Estado. —Cf. Maquiavelo.
Lo que realmente volvió infeliz a Edipo fueron las complicaciones que surgieron del infortunado parentesco que contrajo, al casarse con su madre.
Veamos: Edipo al mismo tiempo era hijo y esposo de Yocasta; ella podía darle órdenes como hijo, y a él, como hijo, no le quedaba otro remedio que obedecer. Cuando Edipo y su esposamadre tuvieron a su hija Antígona, ésta resultaba hermanahija de él; en cambio, de Yocasta sólo era hijanieta. Además, Edipo en calidad de esposohijo de Yocasta era abuelopadrehermano de Antígona. Cuando Antígona se casó, Edipo se convirtió en cuñadosuegro de su yerno, y por tal motivo fue doblemente odiado por él. Los padres de la madreesposa de Edipo que antes de casarse con Yocasta, sólo eran sus abuelos, después del matrimonio se convirtieron en abuelosuegros; como abuelos podrían quererlo, pero como suegros lo odiaban. Y las tíacuñadas de Edipo se vieron en un conflicto para explicarles a sus hijos, que Antígona era su primatía, y que Edipo era su primotío. Cuando Antígona tuvo hijos, no hallaba cómo explicarles que su abuelo era a la vez su tío, y ellos eran nietosobrinos de Edipo. Y así hasta el infinito.
Como lo he demostrado breve pero sobradamente, el complejo de Edipo, hoy tan universal como inevitable, no fue provocado de ninguna manera por la pasión incestuosa que sintió por su madre, sino por las complicaciones de su parentesco. La historia nos cuenta que el Rey Edipo en un momento de desesperación se arrancó los ojos, por lo que terminó sus· días completamente ciego y medio chiflado. Pero lo que se calla la .historia es que las gentes oían murmurar al antiguo vencedor de esfinges, derrotado por el enigma de su parentesco: "Pensando, pensando me vuelvo loco: ¿qué parentesco me toca con el tío de la hija del yerno de mi esposa?"
Moraleja: dichoso el hombre que pueda afirmar: "Yo soy mi propio padre y mi propia madre."


VICIOS Y VIRTUDES DE LA PROVINCIA[1]


REPARTO Y DISTANCIA

La provincia es la porción que nos toca en el reparto del pastel territorial; distribución de premios única, en la que quedamos satisfecho hasta los golosos y exigentes. ¿Qué provinciano no está orgulloso de serlo?
La provincia, como los toros, se aprecia de lejos mejor y con más seguridad. A medida que aumenta la lejanía (potente levadura, la nostalgia) se activa el proceso de embellecimiento. Distancia: salón de belleza que garantiza los resultados. Vista de cerca la provincia es sórdida y sorprendente como la encantadora desconocida que amanece con cara de esposa. La provincia: mujer contradictoria. Al mismo tiempo generosa y mezquina, absorbente y cruel, embrutecedora y calmante, celosa y olvidadiza, lasciva y casta. Alguien nos ha jugado una broma: del sombrero mágico donde debería brotar un hermoso conejo (quizá el de Alicia en el País de las Maravillas), sólo aparece un gato común y corriente, un animalito hogareño, hábil en abrirse paso con sus garras hasta nuestro corazón sensiblero. Quien ha vivido o nacido en provincia nunca pierde completamente el aire atemorizado; el recuerdo le duele como viejas heridas de la batalla familiar.

VÍRGENES NECIAS

Las provincianas no se entregan por el escote del vestido; pero seducen más que manzanas envueltas en papel de china. Manzanas del misterio, porque el misterio constituye la máxima atracción. Provincianas tibias como plumeros y amables como esponjas, empeñadas en la ingenua provocación: la coquetería de las niñas bobas causa mayores estragos. Vírgenes necias que dejan empañar sus lámparas (alumbrado ineficaz: luz justa para mirar sin ser visto). Vírgenes que sueñan con príncipes azules; pero si la oportunidad llama a sus puertas, no pierden el tiempo, se transforman en matronas. ¡Cualquier cosa con tal de poblar la soledad!
En provincia sólo hay dos clases de mujeres: gallinas cluecas y solteronas irredentas. ¿Quién no teme a las tías —agrias y resecas como limones viejos que, se levantan a la primera misa? y ¿quién no se emociona ante las torpes líneas que anuncian el porvenir: niños, jardines, novios, madres y nodrizas?

CALLEJÓN SIN SALIDA

La plática se eterniza inútilmente junto a la taza de café y las colillas; el tedio triunfa sobre la barroca elocuencia provinciana. Es terrible el ocio: abismo que devora a hijos pródigos y señoritos. Ellos mantienen la dignidad romántica con sus frentes pálidas de amores imposibles, y la ayuda no confesada del diccionario de la rima. Pero está escrito que don Juan ha de jubilarse. A los cuarenta años se convierte en el marido modelo. ¡Soledad todopoderosa! Aun los viajantes de comercio, villanos de opereta, no siempre escapan a tiempo, y caen en escotillón del matrimonio.
El aburrimiento: vano y triste callejón sin salida. Es droga, pero ayuda a seguir tirando. ¿Qué hacer para conjurarlo? Los que van a ver pasar trenes saben que la cosa no tiene remedio: unos rostros grises se asoman un segundo al escaparate de la provincia. Todas las caras son iguales; luego esperar el próximo tren que llegará con un cargamento de máscaras veloces e idénticas. ¿Aparecerá una gente que tenga rostro, y no una fotografía movida en lugar de cabeza?, ¿alguien que nos pueda decir: tú existes, porque yo existo?

MIEDO ANTIGUO

La noche en la provincia exuda terror. Cuando los rezagados vuelven a casa, su misma sombra, tapete lleno de malas intenciones, se les enreda en los pies. El crimen se cuela en todas partes. Los ladrones esperan bajo las camas y los asesinos brotan de las alcantarillas. El viento pone música de fondo a las novelas de misterio. Hasta los faroles tienen aspecto torvo y vicioso, como astros sedientos de sangre. No hay faroles más fríos, duros y opacos, que los de la provincia; constituyen una descarada invitación al suicidio.
Y ¿los árboles? Son vampiros que se alimentan de sangre humana: la mayoría de los árboles provincianos son genealógicos. Árboles genealógicos para ejecutar en las ramas a los oscuros antepasados. El olvido es la única arma defensiva de los vivientes. A veces se intenta encarcelar a los árboles verdaderos —pagan justos por pecadores— en ridículas jaujas enanas; pero más que presos parecen señoras encorsetadas. Otras, veces la justicia se contenta con uniformarlos, como a los presos, en falditas blancas. Y cuando se conocen bien los árboles genealógicos, se puede sospechar que las raíces del miedo son muy profundas.

RELOJES Y CAMPANAS

Las horas se detienen en las cuatro esquinas sin decidirse por ninguna; las calles desembocan fatalmente en el campo. Parece que aún miden el tiempo con relojes de arena. Los otros, los de cuerda, hace mucho que están parados; nadie ha vuelto a consultarlos desde que las manecillas se trabaron en un bostezo interminable. Además, ¿para qué se necesita reloj donde las campanas repican cada cuarto de hora? Hay campanas de todas clases y tamaños que compiten entre sí. Verdadera riña de vecindad, en la cual lo más incierto es el resultado. Lo único previsible es que las campanas gordas se batirán en retirada, cuando las pequeñas, que tienen muy mal genio, alcen las voces agudas y rápidas; igual que los maridos pachorrudos se callan prudentemente, cuando hablan sus esposas diminutas y explosivas.

COMPÁS REACCIONARIO

La provincia vive a deshora; se empecina, como la solterona, en las modas de ayer. En ningún otro lado florecen más lozanos retratos de abuelos barbudos. Hasta los niños juegan en una atmósfera de naftalina y muebles apolillados. La provincia, rústico que reparte pisotones en el baile, no sabe llevar el compás del progreso.
La provincia es un gran museo: las mujeres tienen no sé qué de estatuas y las estatuas son tan imperfectas y sorprendentes como mujeres. Los hombres, en cambio, demasiado concretos y realistas, parecen el retrato de sí mismos cuando conservaban el pelo intacto. La provincia posee una colección rozagante de viejos desesperadamente verdes contra toda esperanza. Hay también algunos criados (¡heroica resistencia al tiempo!) que sobrepasan en años de servicio la edad de los amos. Se puede decir, sin miedo a equivocarse, que comenzaron a servirlos antes de que nacieran, y que continúan sirviéndolos después de muertos. Memoriosos porteros de las porterías eternas, se niegan a cerrar las puertas detrás de los que parten. La provincia para no olvidar se oscurece de luto: las viudas, pertinaces moscas del recuerdo.
Se encuentran sin trabajo verdaderas piezas de museo: hay señores que toman el amor libre tan en serio que, como en las comedias pasadas de moda, le ponen casa a la querida. En la provincia todavía existen ideales talleres donde se confeccionan sombreros adornados de plumas y cintas. Los talleres consumen por materia prima plumas y carne fresca: obreras y aves del paraíso. Las obreritas cantan y se alimentan con huevos; no existe tónico mejor para la voz. Los pájaros desplumados padecen frío y callan. Las familias que se respetan heredan un piano de cola cargado de tradición; pero que desafina y fastidia, como moscardón, con sus monótonas escalas; un piano donde las niñas aprenden pronto la imperturbable ley que rige el destino, y que luego es el refugio de la impaciente soltería.

¿ÁNGEL O DEMONIO?

Las virtudes y los pecados alcanzan en provincia cumbres heroicas. Casi siempre, contrariando la vanidad pueblerina, las virtudes permanecen públicas y los pecados secretos. Aquí se aprecia aún la voluptuosidad masoquista de condenarse al fuego eterno —los castigos y los amores son eternos—. La gente no comete errores, sino pecados; sigue prefiriendo la oscura magia del confesor a la inmaculada ciencia del psiquíatra; nadie hace tibias confidencias, sino cálidas confesiones; al psicoanalista, con su mandil blanco, se le considera un señor que se dedica a lavar los pañales de la infancia que el adulto ha olvidado en algún rincón de la conciencia. En provincia la vida aún corre fantasmal por cauces profundos y tenebrosos, conserva la antigua palpitación de los tiempos heroicos, cuando se luchaba en las tinieblas, sin preguntar si el adversario era animal, ángel o demonio.

CONTRA DILIGENCIA, PEREZA

No es pecado no hacer nada, sino una carrera que proporciona medallas y certificados de nobleza. Sus materias se cursan al aire libre: en los jardines, a la salida de los templos, en las puertas de los cafés. La pereza es el opio de la provincia: religión que se practica abiertamente. Ni siquiera se debe fingir que se está ocupado. Los patriarcas, en las bancas de la plaza, autorizan con su ejemplo el ocio de la juventud.
Parece que una activa organización fomenta y protege el ocio en sus expresiones más refinadas. Los flojos se asocian en círculos que son respetados por sus reuniones, en las cuales sólo se ha llegado al unánime acuerdo de no asistir a ellas. Si no fuera porque el trabajo es un vicio arraigado en las costumbres del hombre, ya lo hubieran abolido. La flojera cuenta con sus filósofos, hombres de ciencia, y con decididos campeones de la ley del menor esfuerzo, quienes pretenden implantarla en todo su vigor. Los teóricos se quiebran la cabeza ideando un sistema de trabajo que rinda el mayor número de horas inactivas. Por su parte los teólogos del divino descanso hacen llover máximas sobre los fieles para inculcar el sano temor: "El trabajo es el padrastro de todos los vicios."[2] "El flojo y el mezquino jamás andan dos veces el camino"[3], etc. Así, mediante el sencillo proceso de enseñar la otra cara de los refranes, demuestran que los amantes del trabajo[4] siempre han vivido en la ignorancia.

PLANTA DE SOMBRA

La lujuria sin las alas de la imaginación resulta inofensiva, más bien ridícula. Como el globo desinflado pierde el prestigio. No requiere el rótulo consabido: "Úsese exclusivamente por prescripción y bajo la vigilancia médica." Los castos y los don Juanes no poseen fantasía.
La provincia saborea en secreto el pecado que prospera en los rincones; la lujuria cuando más se atreve a espiar el paso ondulante de las muchachas. Alcanzar la lujuria implica ascetismo: la privación de placeres menores y el ejercicio constante de la fantasía. Su conquista se prepara con idéntico fervor que el campeonato deportivo. Ningún sacrificio resulta vano; la frente del lujurioso brilla purísima como estrella.
No obstante la provincia es timorata: se escandaliza hasta de la ropa interior puesta a secar en sitio visible. Unos calzoncillos bastan para una protesta pudorosa. Y no hay contradicción; la lujuria es planta de sombra y traspatio, impropia para el exhibicionismo. Sólo el adocenado espíritu cinematográfico pretende tentar a los solitarios con escenas amorosas tan falsas como la peluca de los actores.

LAS VACAS GORDAS

Los provincianos compensan las privaciones mundanas en una tosca pero voraz retórica culinaria. (La geografía más que de linderos está configurada por guisos regionales.) Cuidan más los secretos de cocina que los de Estado. Cada provincia proclama su superioridad sobre las vecinas, en una polémica que presenta por argumentos las salsas, y no vacila en apoyarse en sofismas cochambrosos.
La provincia no guarda la línea: el ideal y deleite son las señoras a la Rubens. Mujeres que obtienen sus encendidos colores en la sobremesa, cuando se desabrochan furtivamente el corsé, mientras reparten grasosas sonrisas entre sus admiradores. Aquí la gordura se ve con ojos benévolos, no porque: "la atracción es proporcional al volumen de las masas", razón de mucho peso, pero demasiado obvia para ser verdadera. La gordura revela —aseguran los regionalistas fanáticos— el patriótico apego a la buena mesa. En cambio a los flacos se les atribuyen segundas intenciones; pero en realidad las figuras angulosas son un mudo reproche al engolosinado amar propio. A la hora de la digestión laboriosa, en desquite, los tragones se entregan sin reservas al sueño vindicativo de las vacas gordas que devoran a sus congéneres flacas; los señores de aspecto búdico —yacentes, calvos y barrigones— declaran optimistamente, en medio de nubes casi sagradas de tabaco fino, que la gula bien entendida es pecado de dioses. Alguien con poco sentido del humor —seguramente un refranero anónimo y rencoroso— dijo que las tumbas se ven frecuentadas por golosos y dormilones; pero por fortuna el moralista no podrá negar el derecho incontestable de elegir la propia muerte, mucho más satisfactoria que la ajena.

CHISME Y CHOCOLATE

No todo es felicidad. La provincia, tan celebrada por varias generaciones espontáneas de poetas bucólicos, esconde en el casto y maternal seno la maledicencia. Monstruo que trabaja en la oscuridad de las trastiendas y reboticas, y acaba por envenenar a medio mundo.
Calumnia, que algo queda, sentenció un experto en demoler honras. Unas cuantas palabras dejadas al azar, como sin querer, son semilla suficiente para selvas de malos entendimientos. La calumnia es el arma preferida de las mujeres rencorosas: los efectos son corrosivos, y rara vez se descubre al francotirador.
La maledicencia se inicia en los lavaderos rabiosos de espuma, y medra a la sombra de los tendederos donde las cuerdas trazan caminos aéreos; luego penetra en la sala donde las señoras linajudas beben chocolate. Nada más inocente que el chocolate irisado y voluptuoso, pero desde sus márgenes la murmuración crece e inunda el pueblo. La gente conoce la mordedura de la calumnia. El qué dirán se convierte en tirano, paraliza los corazones y hace palidecer los rostros. El verdugo del pueblo se pasea por las calles con aire funesto, y puntualmente arroja ceniza en el pan que comerá la inocencia.

LOS PUERQUITOS

Los provincianos, confundiendo el fin y los medios, disfrazan la avaricia con el hábito puritano del ahorro. Los puercos —metáfora plástica no superada— engordan centavo a centavo para que un día los hijos pródigos despilfarren el sustancioso contenido. Las alcancías sienten notable flaqueza por los amantes de lo ajeno, igual que las niñas bien, se dejan deslumbrar por el equívoco prestigio de los trúhanes. (Recuérdese: la provincia perdona cualquier otro pecado, antes que el talento.)
Los provincianos al mismo tiempo son avaros y derrochadores, ahorran durante años para gastarlo todo en una noche de embriaguez y pirotecnia. No tienen sentido de las proporciones: o se aburren mortalmente o revientan de alegría. La fiesta es como la vieja borracha que pretende apurar los posos del placer y después morir.
Gracias a los rígidos principios de la economía, en provincia no existe pobreza. Más bien dicho: los pobres cubren las apariencias; maestros en zurcido y doctores en comer pan y eructar pollo. Los pobres tienen buen cuidado de ocultarse, pues la caridad, señora rimbombante, se encarga de reducir el índice estadístico de los mendigos; muy pocos resisten la saludable dieta a la que los condena la prudencia de los filántropos locales. Si a usted le ofrecen boletos para una tómbola, endurezca su corazón, recuerde las vidas que puede salvar negándose.

EPÍLOGO OPTIMISTA

La provincia es capaz de sobrevivir a sus defectos, y hasta a sus virtudes. Ha dado muestras de gran vitalidad y poder regenerador. Soporta las más duras pruebas: las novedades no han conseguido indigestarla.
La provincia cuando se endominga es cursi y ruidosa; pero al otro día estará cumpliendo con sus obligaciones. Se parece a la humilde criadita, buena productora de carne de cañón, que barre las aceras de la mañana, y que con poco pan trabaja mucho. Sueña y trabaja; no es raro que se quede dormida sobre el mango de la escoba. Se defiende de la fatiga con el ensueño; panacea de los espíritus adoloridos.

PSICOLOGIA DEL TRANSPORTE

I. LAS BICICLETAS

El egoísta prefiere el automóvil; el pedante, la motocicleta; el ambicioso, el aeroplano; el soñador, el ferrocarril; el audaz, el paracaídas; el prudente, sus pies… Las bicicletas, como los padres, sólo son un mal necesario.
Esbelta, ágil, impúdica y despatarrada, la bicicleta sirve de modelo anatómico al pintor surrealista. .
La bicicleta es el tónico de las pantorrillas, y presta a .la juventud aire decidido. Las señoritas de pantalones prueban el metal de su adolescencia en el agua regia de la bicicleta; la edad ingrata se redondea con la mirada de los transeúntes.
La bicicleta es la maestra de baile que corrige las posiciones .con férreo bastón de mando: las alumnas deben aprender un ritmo de palmeras.
La· bicicleta es la sombra, del pobre, ayuda a conseguir el pan, y es económica: se alimenta con sudor y aire.
La bicicleta de la panadería es una Babilonia que incita al pillaje, y que clama por su destrucción: una sola piedra en medio ·del camino bastaría para provocar la catástrofe.
Los lecheros prefieren la bicicleta porque tiene un aire de radiografía bovina. Una bicicleta se parece a otra como dos gotas de leche; todas son ·pacientes y sus cuernos inofensivos.
 No se concibe a don Juan galanteando en bicicleta; se cubriría .de ridículo si cometiera un rapto en bicicleta; ningún juez, por venal que fuera, castigaría con indulgencia al que se propasara en complicidad de semejante vehículo.
La bicicleta de dos asientos es tan monstruosa como un hombre con dos cabezas; representa la dualidad irreconciliable; únicamente las compran los promotores eternos de riñas.

II. PSICOLOGÍA FERROVIARIA

El poeta se resiste hasta lo último a reconocer la belleza viril de las criaturas mecánicas. Cuando mucho ·arriesga tímidos elogios; las admira con recelo, como a los leones del zoológico, pues nunca es seguro que la jaula esté bien cerrada. Piensa que todo mecanismo oculta una bomba de tiempo; sólo es cuestión de esperar para que estalle.
Hay poetas de voz asmática que habitan en alcobas sentimentales. En cambio, otros cincelan sus mejores estrofas a la luz del sol mientras respiran a pleno pulmón; pero ambos desconocen los encantos de la locomotora, que se desgañita sin objeto en la lejanía. Ser poeta ya no es peligroso; ya no significa jugarse la vida, como antaño, en cada palabra: el fuego se sustituyó con matemáticas, la sensibilidad con fórmulas, la frescura de la gracia con ingenio bizantino, la pasión con la inteligencia. El poeta ya no es el explorador de continentes, el abanderado del pueblo, el intérprete de los dioses. Hoy los poetas duermen en sus sillones académicos: a los jóvenes los mueve el escepticismo y no la rebeldía, a los viejos la comodidad y no el sacerdocio. Ambos condenan la lucha y recomiendan la prudencia: son los últimos en comprometerse ·con la justicia, y los primeros en adular a las instituciones establecidas. Si nace un sol, inmediatamente tratan de ocultarlo con la mano.
El advenimiento del ferrocarril abrió una perspectiva ilimitada a los trotamundos de la imaginación.
Para trasladarse de un sitio a otro, igual sirve el velocípedo que el aeroplano; mas si se trata de saborear el viaje, como un caramelo enorme de varios colores, el ferrocarril es insuperable.
Desde que el hombre no practica el nomadismo ha sentido nostalgia de viajar con la casa a cuestas, sentimiento que se manifiesta particularmente en los pueblos conservadores. · El británico que no descuida el rito hogareño, los placeres del five o' clock tea, ni en medio del desierto; tuvo que ser fatalmente el inventor de la locomotora.
Los pueblos imprimen su carácter en sus inventos. Fulton, pragmático y poco sensible, con su máquina de vapor desarboló los buques de vela; Stephenson, inquieto y amante de la comodidad,' con su creación impuso el principio del hogar que se desliza.
Stephenson para crear el tren encerró las nubes dentro de una tetera —que los latinos por su temperamento nervioso miran como una cafetera—. El secreto del maravilloso artefacto es muy simple, reunió los símbolos del viaje y del hogar: las nubes y la tetera.
Desde luego que la peculiar naturaleza del paisaje inglés contribuyó al buen éxito del invento; ·el tren no habría podido ser inventado en el desierto. El viaje es ilusión que requiere inmutables puntos de referencia.
Un antiguo filósofo afirmó: "El hombre es un ser estático, mientras que la naturaleza toda es dinámica. Cuando el hombre cree ir a la montaña, sufre una ilusión de los sentidos; en realidad, la montaña viene a él". En otras palabras, el hombre camina siempre en una banda sin fin.
El ferrocarril demostró que aquel pensador estaba en lo cierto, y Mahoma equivocado.
El tren no sólo por su forma se parece al telescopio, sino porque nos acerca a la realidad: desde la ventanilla sorprendemos bandadas de árboles en vuelo.
El tren no fue un verdadero hogar rodante hasta que apareció el coche-cama, santuario de la comodidad de los viajeros. Así se cumplió el sueño del perezoso imaginativo: viajar sin salir del lecho. Los amantes del trabajo también encontraron la manera de hacer algo provechoso mientras dormían acercarse a toda velocidad a sus ocupaciones. Y todos hallaron el fácil encanto de la cuna.
El coche-comedor vino a destruir uno de los placeres más exquisitos del tren. Antes el viajero llevaba su almuerzo en una canasta; cuando el hambre lo molestaba, nada más metía la mano y sacaba un emparedado. Era como merendar en el cine absorto en la película; si uno olvidaba el salero, cosa frecuente, ya había pretexto para entablar con el vecino una agradable conversación. Además, se podía gozar del intercambio de manjares. Ahora el coche-comedor ha proscrito la sana costumbre ·de los almuerzos caseros. El que desea comer algo suyo debe esconderse como si cometiera un acto vergonzoso. ¡Con qué lástima descubrimos a los pobres glotones que se ocultan en un rincón, incapaces de esperar la tardía llamada del coche-comedor!
El ferrocarril tiene una personalidad tan vigorosa que puede transformar el paisaje. Uno se pregunta, ¿cómo es posible que un montón de hierros trepidantes deje en la naturaleza huellas casi humanas? Las hierbas vecinas a las vías quedan cubiertas de un polvo rojizo de cansancio; los árboles enfermos de nostalgia en poco tiempo sé vuelven horcas sombrías; los pueblos cercanos al tren se sienten taciturnos de tanto ver pasar caras extrañas. Son pueblos improvisados que se levantarán de prisa temiendo perder el tren. En sus jardines crecen flores asfixiadas, y pollos flacos, con flaqueza suprema de plumero. Son pueblos que están al borde del éxodo, siempre dispuestos a la emigración en masa a la menor noticia de climas más propicios.
La tripulación del tren contribuye a la amenidad del recorrido: parecen seminaristas fracasados. Son hombres serios; la distancia marca la fatiga en los rostros. Envejecen prematuramente, pero no se sabe si son jóvenes avejentados, o viejos rejuvenecidos. Tienen un aire ambiguo, y nunca se adivinarían sus intenciones; ignoramos si el que revisa los billetes se divierte a. nuestra costa, o nos presta un servicio valiosísimo al perforar ·nuestros billetes. Cuando aparece el mozo llamando a comer, no sabemos si nos .hace un favor, o nos conduce como rebaño al corral. El agente de publicaciones, misterioso como un distribuidor de panfletos, posee la sonrisa beatífica, agridulce, de un librero de la Buena Prensa. Sobre todo, nos gustaría conocer las facciones que el fogonero oculta bajo el hollín; sabríamos a qué atenernos.
El silbato del tren: animal herido que baja incendiando el monte y le pone carne de gallina a los cristales. No hay llanto más triste que, el del tren que se acerca a las curvas, ni alegría más impetuosa que la de la locomotora que llega al bebedero.
Si en cada vagón no hubiera un grifo, el viaje resultaría monótono hasta la locura. La empresa ha pensado en todo: provee a los viajeros de vasos tan pequeños que sólo calman la sed durante cinco minutos justos. De otro modo habría el peligro de que no resistiéramos la tentación de jalar el timbre de alarma: ¡todo con tal de romper la monotonía! A las pocas horas de marcha los alrededores del surtidor de agua son un cementerio de pequeñas aves marinas todavía húmedas y ya consumidas. ¡Pobres vasos de papel, es tan corta su .carrera! Del pulcro nido salen sólo para morir; pero en manos ·infantiles perduran como trofeos de guerra. Su raza no se ha extinguido gracias al genio de la especie que los incuba por millares.
A lo largo de las vías, lo mismo que en los carros, aparecen de trecho en trecho cifras esotéricas. Los muy enterados en los misterios del tren conocen, tal vez, su sentido; pero los viajeros no han encontrado la solución del enigma. Se sospecha que son mensajes cifrados de una secta feroz; pero en ·el fondo queda la incertidumbre. Poca gente pisa terreno seguro en matemáticas; y todos desconfían de las estadísticas. ·Estos números son más indescifrables que los itinerarios que rigen la caprichosa marcha del tren.
El túnel: eclipse a cien kilómetros por hora. Los túneles ·son la mala memoria de los ferrocarriles, las necesarias lagunas mentales. Se borra todo, y se comienza una página en 'blanco. (Viaje o vida sin túneles es insoportable.) No hay nada tan vivificador como un baño de sombras. La monotonía del paisaje desaparece fulminada por un rayo sombrío. Los viajeros se entregan a la inconsciencia de una noche en miniatura. Basta un minuto de silencio para expiar una hora de charla.
Muchas veces el andén significa la solución más limpia y rápida de un aprieto. (Poner tierra entre nosotros y nuestros enemigos ha sido siempre una política sabia.) Nunca agradeceremos lo suficiente al inventor de las estaciones, quien tal vez ni soñó en que servirían de escotillón providencial para perderse de vista en un caso de apuros.
Al andén concurren los ociosos y los entretenidos. Ninguno de los dos hace nada práctico; pero los ocupados se distinguen por su nerviosidad: tratan inútilmente de subir o de bajarse del tren, y ninguna de las dos empresas es fácil. Los desocupados, por su parte, procuran hacer más complicado el tráfico de los viajeros. El medio común y corriente es obstruir el paso con excesos sentimentales, más estorbosos aún que los, cargadores de equipaje. Los ociosos como buenos sabios parecen ignorar que para los entretenidos perder el tren significa una tragedia. ¡Qué tristeza ver las luciérnagas de nuestro· tren que desaparecen en la noche!
Viajar en el día —además de ser tedioso— demuestra ignorancia de los placeres rodantes. El ferrocarril es la cuna perfecta. Resulta anacrónico y molesto embarcarse en una mecedora; pero el viaje nocturno extrae hasta la última gota de jugo a las horas del sueño. El viajero despierta molido y ojeroso como después de una orgía; todo placer agota. Nadie· puede describir sus viajes nocturnos, porque lo que cuenta verdaderamente en la vida es inenarrable. Ninguno es capaz de contar su noche de bodas. El viajero nocturno cuando mucho dice: "Suspiré, lloré, cambié varias veces de postura, y al despertar todo había terminado". Así es la existencia: vale por lo que deja inédito, por lo que vislumbra y adivina; no por lo que consume y acaba. Las mujeres, el tren y la fotografía, sólo revelan su contenido en la oscuridad.
El tedio en el ferrocarril empuja a las confidencias; Además, se habla con la seguridad de no volver a encontrar al confidente. Estas relaciones agradan a la mayoría por breves y superficiales: duran sólo de una estación a otra. En un momento nos enteramos de una biografía, y la olvidamos cuando el narrador desaparece de la vista. Los rostros se borran de la memoria con la misma facilidad que una película mediocre, A veces hasta deducimos que los viajeros son fantasmas por irrecuperables.
El tren cada día se deshumaniza más; sus líneas se fugan como pez resbaladizo. En cambio, antiguamente los diseñadores procuraban las líneas suaves y maternales; hoy las rectas han sustituido a las volutas eficaces contra el aburrimiento, y han desnudado las paredes sin piedad de sus arabescos y sedas. Cada día los ingenieros ofrecen productos más insulsos y fríos. Los estetas modernos se postran ante el water-closet inmaculado: máximo exponente de la belleza funcional.
¿En qué corral se estarán pudriendo aquellas locomotoras que parecían molinillos de café en día de campo, aquellos heroicos trenes que los viajeros debían aliviar apeándose en las cuestas?
Cuando el tren queda fuera de servicio, lo mandan a los suburbios de una ciudad. Las orgullosas locomotoras que amenazaron al infinito con morderle la cola, se ven expuestas a las inclemencias del clima, y a la chiquillería que maltrata sus despojos. Por esto a veces las locomotoras se embisten unas a otras con furia suicida, cuando comienzan a envejecer. Prefieren morir en medio del campo a terminar sus días en unos patios donde las carcome la lepra del moho.
A las locomotoras viejas las someten a trabajos denigrantes: mover carros de una bodega a otra. Bajo el jadeo que les producen estos esfuerzos cortos pero fatigosos, se adivina la protesta de un caballo de raza al que dedican a sacar agua en la noria.
Los ferroviarios jubilados que sienten nostalgia del oficio, se van a vivir a un vagón fuera de uso. Simbólicamente habitan de antemano en el féretro que los llevará en un último viaje; sin embargo, estas moradas rejuvenecen: el inquilino se hace la ilusión de que aún está en servicio; los trenes que pasan frente a la puerta reaniman su corriente sanguínea; hasta les parece que ellos parten y que los trenes se quedan.
Estas habitaciones de los jubilados no son más que cajas de ·madera adornadas con hierbajos que asoman por las ventanillas pero tranquilizan, ya no hay el miedo continuo de perder el tren. A veces los jubilados también se asoman: parecen la fotografía amarillenta de mismos vista muchos años después de su muerte.


ESPEJOS DESDICHADOS

Cada vez se construyen casas más chicas: las paredes se estrechan y los techos descienden. El hombre, apto para inclinar la espalda en besamanos, se conforma; pero hay seres más nobles, incapaces de humillarse, y no les queda otro remedio que irse a vivir a la calle. ¡Morir antes que adaptarse!
Ya que está de moda la filantropía, ¿por qué no se funda un asilo para los enormes espejos desahuciados que no encuentran donde ampararse?
He visto a los espejos pidiendo asilo de puerta en puerta. En muchas partes la vanidad les franquea el paso; pero ellos no entran, sino que permanecen en el umbral con ojos melancólicos de espejo roto. Su moral inflexible les prohíbe inclinarse.
Nada más triste que un espejo sin hogar. Parece decir al peatón:
—Llévame contigo, y convertiré tu modesto hogar en palacio. Cuando abras una puerta, te franquearé el acceso al infinito a través de miles de puertas. Te indicaré sin reproches, más silencioso y diligente que una mujer, si el nudo de tu corbata está en su sitio. Además, cuando se aproxime tu vejez, daré la voz de alarma para que el amor no deshonre tus canas.
Los grandes espejos de salón, como los dinosaurios, están destinados a extinguirse en el planeta; si al menos fueran como sus hermanos menores, los espejos de bolso: acomodaticios, aduladores, coquetos, chismosos, que son la buena estrella de las mujeres, pero no. Los grandes espejos tienen naturaleza más noble; dignos y fríos, como un cuadro que representara el mar antes del nacimiento de Venus, están .consagrados a reflejar los pomposos sucesos de la historia.


LAS COLAS

¿Por qué la multitud adquirió el hábito de formar colas? Lo ignoro; pero miro con simpatía a esos milpiés humanos, ya que me revelan de golpe la poesía gregaria de la ciudad.
Observo a las colas desde lejos; son poderosas: su imán me atrae fatalmente. Si alguien se acerca, está perdido. Nunca se sabe a dónde conducen, pero entre más grandes, más fascinadoras. Su fuerza de atracción está en razón directa a su longitud.
El hombre de la ciudad es muy propenso a formar colas. Basta que un distraído se pare un minuto en la esquina, y despertará convertido en cabeza de una cola gigantesca. Y no hay otro remedio que esperar. ¿Quién se atrevería a ir a .casa con una multitud siguiéndolo?
La cola es la expresión pura de la democracia: el turno riguroso. Las Cámaras deberían legislar sobre ella. Ya se ha especulado con el espíritu de cuerpo de las masas: el comerciante sin escrúpulos coloca frente a su establecimiento una fila de estafermos pagados. El público cae como mosca en la miel.
Algunos galanes prostituyen el noble fin social de las colas. (Para ellos también debería haber un castigo.) Las usan como trampas de la galantería. Ellos saben que el lado flaco de las mujeres es la impaciencia. ¿Hay espectáculo más desesperado y desesperante que una soltera en espera del autobús matrimonial en la esquina del tiempo?
Moraleja: el hombre es un animal de costumbres; pero hay algunos que carecen de ellas.

SOCIOLOGÍA DEL JARDÍN

La banda de música ejecuta aires antiguos, remedio contra el mal gusto de la moda. La gente se congrega alrededor de kiosco, y en los intermedios se dispersa por los senderos, buscando las américas del aburrimiento.
Hay gentes de todas edades y oficios; el jardín es tierra de nadie y tierra de todos, La policía no pide documentación en regla ni a los que minan los sótanos del Ministerio del Trabajo, y están seguros hasta los disolutos que sueñan con la inmortalidad del cangrejo. Aquí cualquiera puede olvidar por un rato los estigmas del nacimiento, hasta el indeseable desterrado de un continente perdido.
El asiduo a los toros concurre al espectáculo con ánimo, feroz, y descarga sus instintos reprimidos; el aficionado al cine sueña despierto, enfermedad de los civilizados; el sportman para matar el tedio busca en África las posibilidades extremas de la vida y de la muerte; el que se detiene ante una máquina que remueve toneladas de material, es un adicto al ocio no especializado.
. El que asiste al jardín, especie de filósofo ambulante que va de una escuela a otra, nunca participa en el espectáculo de la vida. Entra y sale del ·escenario sin ganar pena ni gloria; acepta las leyes bidimensionales, y se confunde con el decorado. En sus ojos hay un no sé qué de melancólico y perruno: visión de paisajes remotos y filetes inalcanzables. Su dogma único es no perturbar el silencio de las cosas.
El jardín no se entrega como la mujer incauta al primero que pasa. Las reglas de esta masonería son arduas, y se requiere de un largo ejercicio para llegar a ser catador de sus .encantos; aunque el hombre del jardín nace y no se hace, no hay que olvidar que el genio es el trabajo, y en este caso fruto de ocios abrumadores.
¿Qué fuerza misteriosa reúne en torno de la banda de sica a los que se atreven a proclamar el descanso como un derecho y un arte? ¿Quiénes son? ¿De dónde han venido? El camino del jardín es el mismo que conduce a la sala de espera del psiquiatra, al prostíbulo de barrio, a las noches de plenilunio; pero la pobreza es el sendero más amplio y seguro.
Aquí el burócrata es el ejemplar más numeroso, pero el menos interesante. Sólo posee dos trajes: el cotidiano y el dominguero; y también dos caras, una para entre semana y otra para los domingos. Hoy ha traído una apariencia despreocupada, una cara de circunstancia apta para meditaciones trascendentes. Baila al compás de la música que tocan, pero en el fondo se aburre; hay algo falso en su sonrisa beatífica. La música de la banda es triste: parece evocar infinitas mercancías fuera del alcance del bolsillo.
La poesía no sólo se nutre de alimentos románticos como las puestas de sol y las doncellas pálidas, sino también de automóviles lujosos, de platillos de restaurante caro, de caricias robadas en el autobús. El burgués no resulta despreciable por su concepto hedonista de la poesía, sino por su mimetismo que lo vuelve un mal objeto de observación.
El jardín es interesante gracias a esos onanistas de la soledad; los solitarios están tan orgullosos de su vicio que no se deciden a que permanezca completamente secreto, y el jardín les sirve de escaparate para coquetear con la masa.
Aquella mujer no es viuda por el color de su vestido; como hoy el luto es un talismán ineficaz contra las asperezas del mundo, las viudas se protegen con telas de dibujos y colores atrevidos; sólo pueden ser reconocidas por la mirada de asombro que les echan a las parejas de novios. El paseo de las viudas en el jardín es triste y presuroso. Ellas no encuentran tranquilidad ni dentro ni fuera de casa; a veces las habitaciones adquieren proporciones infinitas y desoladas; otras, se reducen hasta caber dentro de una nuez. No importa que ella mude los muebles de sitio, que malbarate la ropa del difunto, que ponga flores rojas en los jarrones; siempre se sentirá sola; le falta la presencia brutal pero indispensable del hombre. Las viudas incapaces de incorporarse a la vida, se marchitan como los periódicos de fecha atrasada que ya no interesan a nadie.
La ciudad sólo obtiene rango de metrópoli, cuando en sus calles y jardines comienzan a aparecer los personajes de un drama de neurastenia y soledad. Esas criaturas extrañas se hacen notar por su paso desarticulado, como si les faltara aceite en las coyunturas o fueran habitantes de un país de ventarrones. Por su aspecto estrambótico y miserable constituyen la poesía naturalista de la gran ciudad. Nadie les niega una mirada de lástima y extrañeza; pero en el fondo se les tiene miedo. Parecen dispuestos a compartir nuestra cama, nuestro pan y nuestras mujeres; y su miseria les confiere un derecho divino. Los desposeídos podrían desposeernos; quizá no lo hacen porque presienten la nauseabunda carga que pesa sobre el propietario.
Toda ciudad ama sus arrabales y a sus parias. Los pobres pasan casi inadvertidos; se apiñan con una poderosa voluntad de anonimato y con gran conciencia del espacio. Si un incendio gigantesco los obligara a huir de sus madrigueras, se desbordarían por las llanuras y cubrirían los montes. Como una naranja invadida de hormigas, el mundo entero no será capaz de contenerlos; las autoridades tendrían que promover emigraciones a otros planetas.
A veces de la soledad surge un profeta; indiferente a la burla · pronuncia palabras terribles; luego se evapora ante los ojos incrédulos y nadie lo vuelve a ver jamás. El desprecio del público · por el profeta no ·se debe a la falta de elegancia (algunos bohemios mal vestidos han conquistado a los salones), sino a su modo tan brutal de decir verdades. La verdad desnuda es perogrullada: a nadie le impresiona mirarse en el espejo; si el profeta afirma: "La muerte trabaja en los espejos", causará risas en lugar de inquietudes. Por fortuna estos casos desesperados no abundan; la mayoría más pacífica prefiere tina banca para contemplar a las hermosas mujeres que nunca se acostarán en su lecho, para practicar la filosofía de la resignación y el desencanto: "Los frutos mejores de la tierra no cuestan nada; todo puede ser poseído con la imaginación"
Cuando el solitario sueña en la justicia, los árboles del jardín se convierten en horcas que esperan a los ladrones. La justicia humana sólo conoce un castigo y un premio: la soledad.
Los enamorados son grandes solitarios; dominan el difícil arte de tomar baños de soledad en la multitud. Se apoderan de una banca o de un prado que ofrece inmunidad diplomática. No podrían estar más solos ni en el paraíso antes de llegar Adán y Eva. En el jardín se escriben todas las novelas románticas.
La muerte del amor es la compañía. El confesor, un amigo .muy íntimo y afectuoso, un hijo inoportuno, les abren los ojos a los enamorados. El amor es ciego. El antídoto de la perogrullada es la paradoja; no hay soledad más profunda que la de una pareja.
El jardín es el salvavidas de los que naufragan en la soledad.
El niño y el viejo tienen por común denominador la soledad. La diferencia estriba en que el niño la acepta como alimento desagradable que debe comer; en cambio, el viejo se resigna a ella como a un mal inevitable. El niño camina al lado de la soledad con pasos tímidos de primer día de clase; en cambio, al viejo nada le importa y se deja arrastrar por ella, como cántaro que ya ha ido muchas veces a la fuente. Pero el jardín ofrece a ambos ilusión de compañía.
El niño realiza sus primeros descubrimientos en el jardín. (Cada hombre a su vez descubre el mundo, y a su tiempo oportuno aprende que debe perderlo.) La escala del conocimiento es muy amplia pero mezquina; el niño observa con desilusión la fabulosa vida de las hormigas: transportan cargas mucho más pesadas que ellas; pero no resisten la presión de un solo dedo del niño. Un huevo de Pascua que sale vacío no lo entristecería tanto como la muerte del insecto; no hay nada más inesperado ni tan novedoso como la muerte.
Hay jardines públicos tan olvidados que no los encuentran ni los perros callejeros.
El provinciano inadaptado recobra su pueblo en el jardín de la metrópoli; hasta puede hallar a la novia que perdió un día de nublado y neurastenia.
Seguramente el que pierde algo lo buscará en el jardín; allí van a parar todos los números sin premio de la lotería, los crucigramas sin resolver, las interminables horas en espera de las novias olvidadizas, cuando cada nudo de las ramas de los árboles recuerda la cita que nunca se realizó.
El solitario cree que la amante ideal es el maniquí: se deja desnudar sin ofrecer resistencia ni compañía. Además, el maniquí comprende la tragedia de vestirse con las mejores ropas para quedarse en la soledad.
El jardín es la antesala de los suicidas que esperan la mayoría de edad de la muerte.
El jardín parece un andén en el que reina el triste clima de los adioses, y sólo se aguarda la señal secreta de las aves migratorias para marchar rumbo a lo desconocido.
En el jardín también se cometen crímenes atroces; pero no aparecen en el periódico gracias al desinterés del público por las hojas marchitas. Un crimen apasionante debe oler a tinta y sangre fresca.
El jardín es la cantera más sólida del recuerdo. Se olvidan rostros y palabras; sin embargo, la geometría del jardín perdura en el recuerdo. La ciudad sin jardines tiende a desaparecer por asfixia lenta, por anemia perniciosa del panorama
Una ciudad no se rinde sin luchas. La última batalla la da en el jardín, en la morada de los héroes que mueren para que vivan sus estatuas, ellos tienen el valor de enfrentarse a sí mismos en la soledad.

EL CINE Y EL OCIO


El mundo comienza a humanizarse; aun abogados, médicos y sacerdotes, admiten que hasta el más infeliz tiene derecho a descansar algunas horas; pero no hay perspectiva más aburrida que la del tiempo libre. (Observemos un par de manos desocupadas: su atormentado dueño no sabe dónde meterlas.)
¿Qué algodón, qué paja, qué borra se ha inventado para rellenar el vacío de las horas libres? Un humorista afirmaba que después de Cristo sólo se había inventado un placer nuevo: el tabaco. ¿Olvidó el cine, o quizá creía que era un degenerado descendiente del teatro? Si no le concedemos novedad, por lo menos debemos reconocerle una ventaja sobre el teatro: puede enlatarse y servirse —aun a domicilio— en los lugares más distantes del globo. Los actores de teatro no aceptarían fácilmente ser empacados y expedidos a provincias. Y, aunque se resignaran a semejante sacrificio, no podrían actuar al mismo tiempo en mil salas.
Después de reconocer la virtud del cine para estar en todas partes, como ciertas solteronas, sólo nos queda hacerle justicia. Desde su nacimiento ha sido un campeón ele la alegría, Sin embargo las películas son una espada de doble filo. Muchas veces los espectadores salen más fastidiados de lo que entraron. Juran solemnemente no contribuir en adelante ni con un centavo al enriquecimiento de los príncipes del lugar común cinematográfico. Pero el hastío los obliga a caer una y otra vez en la trampa, igual que los campesinos que reinciden en el truco de la cascarita de nuez, en el "adivine dónde está la bolita, y regrese rico a casa".
El cine es una mercancía noble: se busca siempre, sin importar los innumerables chascos que pega. Una sola buena película absuelve millones de argumentos trillados. Además, aunque la cinta resulte un culebrón, el espectador con inventiva se ingenia para no pasar un mal rato; sólo los cretinos ignoran las sorpresas agradables que ofrece una sala a oscuras.
¿Qué haríamos el domingo si no hubiera películas? No es un recurso cualquiera, sino un remedio ideal para el ocio moderno: ser muchos y estar juntos en la soledad. El cine proporciona el calor y hasta el olor del rebaño, y a la vez la ilusión de vivir la plenitud. Al identificarnos con los héroes de celuloide, les delegamos la tarea de ser ángeles en un mundo adverso, pero finalmente sometido bajo la bandera del fin feliz.
El cine tiene su prehistoria. Además del papel y la pólvora a la vieja China le debemos la prefiguración del cine; antes de Cristo ya había funciones de sombras chinescas.
La complicidad de la noche, una vela encendida, unas manos ágilmente orientales y un muro blanco, constituyeron el equipo neanderthaliano de cine. Aunque muy simple, bastaba para diluir opio de sombras en la sangre china. Podemos imaginar cómo se realizó aquella primera función, y cuál era su argumento. De seguro el héroe venció al dragón, y pudo rescatar a la princesa de ojos oblicuos.
Las sombras chinescas, como muchos inventos, se descubrieron por casualidad; pero no fue casual la afición del pueblo chino al heroísmo y a los sueños. Aquel antepasado del cine pudo progresar; sin héroes, sueños y sombras no es posible ninguna clase de cine.
Hace poco apareció la propaganda subliminal, el anuncio secreto que no perciben los sentidos, pero que lo capta el inconsciente. Algunos moralistas se alarmaron imaginando letales efectos. Los espectadores, después de recibir la orden invisible pero eficaz, repetida miles de veces: "Consuma tal clase de vino", se lanzarían a emborracharse después de la función. La televisión, en las pantallas hogareñas, incitaría a los adolescentes a fumar y a beber antes de tiempo. Total: una amenaza.
(Pero los moralistas ven amenazas dondequiera, y no se dan cuenta cuando tienen enfrente un peligro verdadero.)
El cine siempre ha usado cierta clase de propaganda secreta; sin embargo pocos advierten la sutileza de las órdenes que emana la pantalla. La propaganda se realiza sin palabras ni gestos. El espectador no imita los ejemplos obvios. En las pantallas diariamente se cometen robos, asesinatos, y se ven otros malos ejemplos; sin embargo, excepto uno o dos desequilibrados mentales que de cualquier modo, a la larga, se han de dedicar a la delincuencia, los cineaficionados regresan en paz a sus casas. La verdadera y única emulación se produce después. Las corbatas, los trajes y los modales de los artistas se imponen como una ley tácita. Las órdenes provocan rebeldía; las sugestiones, al contrario, son aceptadas con sumisión ciega.
El cine posee el arma más poderosa de la historia: la sugestión. Pero hasta hoy muy poco o nada se ha empleado. Los productores de cine podrían ser amos omnipotentes; las multitudes les entregan sus ocios y les confían sus mentes semiembrutecidas, casi en estado hipnótico. Y del parto de los montes sólo resultan ratoncitos a la Marlon Brando, ratonas quinceañeras que se sueñan reinas del sex appeal.
La ineficacia del cine como medio educativo se explica fácilmente: los productores viven en constante pánico; temen que las cintas pierdan su baño de plata. Persiguen el éxito compulsivamente y el fracaso los asusta más que la muerte. Han conseguido gran prosperidad, como los garitos: pero diariamente hay la posibilidad de que la banca quiebre. Los productores que en la bonanza se jactan de conocer el gusto del público, en la crisis, en cambio, acusan a todo el mundo: al público caprichoso, a los artistas agotados, a las modas que cambian. Si los magnates bajaran de cuando en cuando de su pedestal, quizá sospecharían que su mercado no se compone sólo de objetos, sino de personas, y ellas sólo por bondad y no por estupidez toleran los bodrios con pretensiones de décima maravilla.
Si los productores se preocuparan más por el contenido y menos por la propaganda, sería posible que sus ganancias se estabilizaran.
Los productores aseguran que las curvas de una corista les reportan más ganancias que el argumento más genial. Es .cierto; nada puede objetarse en contra de las bellas formas femeninas. Al contrario: son estéticamente educativas. Después de todo, en principio, la educación y la belleza nunca han 'estado peleadas.
Pero los productores no toman en cuenta (error imperdonable) que la calidad de sus materiales puede influir también en los ingresos. Las estrellas más famosas se eclipsan de la noche a la mañana; en cambio, a pesar de los siglos aun .apasionan ciertas chácharas sobre filosofía griega. Dejemos el fallo al público; él paga, y a la larga nunca se equivoca.
No se pretende que se ponga en cine los Diálogos de Platón; sólo se desea que no produzcan películas que huelen a pescado viejo. Después de mostrarnos un millón de veces .el mismo truco, todavía esperan divertirnos. Para un público de niños y adolescentes, quizá sería tolerable; pero los adultos .deseamos que dejen de considerarnos retrasados mentales.
Además, no sólo se va al cine por el urgente deseo de matar .el ocio, sino para compensar las frecuentes frustraciones de la vida moderna. Ahora la riqueza se acumula, las mercancías multiplican sus tentaciones en el marco de los tubos de neón. El supermercado (versión moderna del cuerno de la abundancia) nos hace sentirnos más pobres que ratas. Sin embargo tenemos el consuelo de darnos banquetes imaginarios con alimentos que nuestro paladar desconoce, y aplacar en parte nuestra hambre, viendo a los héroes del celuloide poseerlo todo con seguridad olímpica. El muchacho guapo, bien vestido, tiene acceso a los sitios de lujo, maneja carros kilométricos, habita en una gran mansión, recorre el planeta de arriba abajo, y el dinero jamás se le agota. Aun Rockefeller se sentiría pobre a su lado.
El héroe antiguo se distinguía por su ilimitada fuerza física, el moderno por su mágica capacidad para derrochar. Hoy las hazañas de Hércules y de Charles Atlas (actual versión comercializada) pasaron a segundo plano. De nada sirve ser levantador de pesas, si por falta de dinero debemos huir de nuestros acreedores.
La grandeza de un arte depende de su capacidad para inventar mitos. El cine creó los de nuestra época. A pesar del prestigio que hoy goza, su advenimiento fue bastante azaroso, lento y humilde.
Muchos físicos, dibujantes, empresarios de circo y fotógrafos, durante el siglo XIX, se quemaron las pestañas para dar movimiento a las imágenes de la linterna mágica. La historia de esta empresa es dramática, y está relacionada con varios nombres ilustres.
Plateau fue el mago que hizo moverse a los dibujos. Su aparato —muy simple— sirvió para crear juguetes. Los nombres que les dieron: fenaquisticopios, zootropos y estroboscopios, parecen inspirados en una zoología fantástica.
Cuando se inventó la fotografía, el cine dejó de ser juguete. Marey, interesado en el movimiento de los animales, lo empleó en investigaciones científicas. Se dedicó a tomar vistas con su fusil fotográfico. Podemos imaginar cómo huirían bestias y gentes espantadas del aspecto de la primera cámara de cine; no se diferenciaba mucho de un fusil verdadero.
Edison continuó los trabajos de Marey. De su laboratorio salió el kinetoscopio; pero sólo era una curiosidad científica: el aparato no podía proyectar las películas. Otros lograron hacerlo. Pero el cinematógrafo de Lumiere se impuso por su perfección técnica. Los operadores de Lumiere se dispersaron por los cuatro puntos cardinales, y en todas partes fueron recibidas con los brazos abiertos las primeras películas.
El director de teatro George Mélies ·inició el teatro fotografiado. A diferencia de Lumiere que prefería las vistas del natural, Mélies empleó todos los recursos del teatro: actores, trajes, decorados, argumentos dramáticos, etcétera.
Así nacieron los nuevos mitos. El cine se lanzó a conquistar ferias y barracas. Las gentes, mientras comían fritangas y golosinas, presenciaban las terribles persecuciones que ofrecía la pantalla. Los policías corrían detrás de los ladrones, los perros perseguían a los gatos. Este tema elemental, a pesar de sus pocas variantes, continúa siendo la· columna vertebral del cine.
La casa Pathé fundó unos estudios cinematográficos. El comercio vino a consolidar el nuevo arte, y protegió a su bebé mediante el ingenioso sistema del monopolio. El cine, atravesando etapas sucesivas: juguete, curiosidad, investigación científica, finalmente llegó a la fábrica. Las ilusiones comenzaron a empacarse y a ganar mercados. Salchichas, pescado y películas, se disputaban la supremacía en la bolsa de valores. El cine, al principio tan tosco que sólo halagaba los sentimientos infantiles, aspiró a la categoría de arte. Llamó en su auxilio a literatos, a pintores y músicos de primera línea.
El cine mudo, sin olvidar las persecuciones, se transformó en un gran espectáculo; pero a pesar de sus pretensiones más bien resultó patético que artístico. Los personajes históricos desfilaron por la pantalla: Nerón, Atila, Cristo, Cleopatra con toda su corte, etcétera. El cine deslumbraba; pero el carácter de su deslumbramiento era aún infantil. Su lujo de nuevo rico era demasiado chillón y grandilocuente.
El cine encontró acomodo en la próspera Norteamérica, en pequeñas salas. A pesar de que se cobraban sólo níqueles, se convirtieron en verdaderas minas de oro. Los empresarios pronto fueron capaces de independizarse y de producir las películas que exhibían. Se realizaron varios tipos de películas; pero las cómicas tuvieron más éxito. El género se popularizó gracias a sus batallas campales con tartas de crema. Sin embargo, Chaplin, su campeón, creó un nuevo tipo de comicidad. Empleaba el tema de las persecuciones; pero lo despojó de su sadismo, le confirió dignidad heroica, sin excluir la ternura.
Charlot, un vagabundo, casi un ángel, se burlaba de las leyes físicas y de la autoridad de los ricos. Tomaba el papel de defensor de los pobres y de los débiles; aunque él mismo era pobre y débil. Sin embargo poseía una gran fuerza: la exaltación de la dignidad. Charlot encarnó un mito. Interpretó el deseo del hombre de liberarse de las obligaciones que lo oprimen, y de alcanzar la libertad ilimitada y la individualidad plena.
Charlot iba por los caminos. En seguida el duelo se entablaba. La sociedad no toleraba al rebelde, ponía en juego todos sus recursos para aplastarlo; pero él sorteaba los peligros y proseguía su camino.
Charlot tuvo un precursor: Don Quijote. La gran diferencia entre el campeón antiguo y el moderno consistía en la conciencia de los actos. Don Quijote, a pesar de su locura, poseía completa lucidez en sus ideas. En cambio Charlot ignoraba su grandeza. Actuaba obligado por las circunstancias y casi siempre arrastrado por su generosidad.
Bergson definió lo cómico como el fracaso de los ideales de perfección humana frente a la realidad. Al Quijote bien puede aplicársele este concepto; su idealismo le mostraba gigantes donde había molinos; pero la realidad se encargaba de desmentirlo; en cambio, en Charlot no nos hace reír el fracaso de la supuesta perfección, sino al contrario, su invulnerabilidad; a su paso hacía florecer milagros. En el momento preciso, se inclinaba para recoger un cigarro. La piedra traidora pasaba por arriba, y él ni siquiera se enteraba del peligro.
Después Hollywood inventó una nueva clase de películas donde reaparecía la temática inagotable de las persecuciones; pero con un ritmo más veloz. Las cámaras se instalaron en las praderas norteamericanas del oeste.
El género de los pastelazos de crema se agotó con Chaplin, y se transformó en las refinadas comedias de hoy. En cambio, la fama de la película de caballitos (aunque por lo general sin pretensiones) continúa tan firme como en los días de su apogeo. Quizá no sólo por la popularidad de los caballos, sino porque los westerns son típicamente norteamericanos. Además, su género responde mejor al espíritu del cine: la acción épica.
La película de vaqueros representa el retorno ideal a la naturaleza. El muchacho hace triunfar a la justicia con la fuerza de sus puños y con la puntería de sus pistolas. A pesar del puritanismo de sus creadores, muchas veces su trayectoria no es inmaculada. Es más: su pasado turbio parece ser una de sus características. El muchacho proviene de ·una ciudad norteña, quizá pasó su infancia en la corrompida Europa. Sólo sabemos con seguridad que se peleó en un garito suburbano, y evitó a la policía yanqui por el obligado camino del sur. Su carrera criminal se complica y se perfecciona, al unirse con una banda de malhechores. Sin embargo, el aire benéfico de la llanura regenera los malos sentimientos del norteño. Conoce a la muchacha, rara amazona y maestra de escuela. Él se adorna el pecho con la· estrella del sheriff. Sus rápidas pistolas son las que inclinan la balanza en favor de los buenos.
A pesar de todo, las películas de caballitos nos hacen pasar momentos de emoción pura. La ingenuidad del drama rural y moralista no invalida su aspecto creativo. En una civilización decadente, exalta virtudes masculinas: la fuerza y la destreza empleadas en defensa de los débiles. El muchacho simboliza a San Jorge matando al dragón; pero el vaquero gracias a su pasado turbio se humaniza, como nosotros maldice y tiene modales rudos. Pero a nosotros, anémicos ciudadanos, nos falta el aliento heroico que a él le sobra.
La película de gánsteres también se apropió del tema de las persecuciones. Aunque se relegaron las praderas polvosas, los pandilleros se ametrallaban en laberintos de calles. El crecimiento de las ciudades creaba problemas. El héroe era un inadaptado social, trataba de obtener dinero fácil, e indefectiblemente lo impulsaba un deseo vindicativo. El gánster no respiraba aire puro de las praderas. Su egoísta apego a la ley de la supervivencia lo imposibilitaba para los ideales éticos. Era un antihéroe, un villano. El muchacho, un policía, con la ayuda de una docena de argumentistas se encargaba de darle su merecido.
El género gansteril es esencialmente dramático: el protagonista se encumbra luchando en contra de la adversidad; pero las fuerzas del orden público lo bajan de su pedestal, y muere en un tiroteo. Sin embargo la azarada existencia del gánster no es del todo inútil; su muerte ejemplifica, mediante la moraleja, el camino que no se debe recorrer.
A pesar de que el criminal maduro sólo inspiró desprecio, su hermano menor, el "rebelde sin causa", quizá por su juventud fue considerado un ser humano, y no sólo como ejemplo. El cine se humanizó, renunció a ser juez, y se convirtió en psicólogo, en educador. Nos demostró que los delincuentes jóvenes no actuaban por pura maldad, sino por desesperación y soledad. Fue un triunfo del cine hablado. En ese momento tuvo voz.
El cine mudo produjo otro género: la película de terror, y también aprovechó el inevitable tema de las persecuciones. A pesar de que en su mayor parte proporcionaba un placer masoquista, el género logró crear sus mitos. El gran terror y la angustia del ·mundo encarnaba en alguna creación fantástica. El miedo, limitado dentro de las formas precisas de un monstruo, perdía la omnipotencia que le confería su vaguedad. Más tarde, cuando la ciencia progresó bastante para poder proporcionar temas terroríficos, y los laboratorios convirtieron en realidad las fantasías de Verne, la angustia aumentó; la volvieron más vaga e ilimitada. Las películas de terror, en su intento de racionalizar los temores humanos, cayeron en el desprestigio y en la inutilidad, cuando no resultaron contraproducentes.
En Europa el cine mudo, a partir del tema de las persecuciones, llegó con los expresionistas al callejón sin salida del artepurismo. Los refinados y cultos cineastas pretendían nada menos que encontrar un incontaminado lenguaje de formas en movimiento; pero todo se redujo a experimentos ·para minorías en los cineclubes.
En Norteamérica apareció el cine sonoro, y con él surgió el género musical. Unas pocas películas musicales son espectáculos brillantes y divertidos, las demás están plagadas de decorados cursis y coristas de tercera línea. El género musical, a veces mezclado con el cómico, se distingue por su 'ineptitud para crear mitos; sin embargo contribuye como ningún otro a la leyenda dorada de Hollywood.
Hollywood es el fabricante de sueños en Norteamérica. La publicidad pretende presentarlo como un paraíso; sin ·embargo, sólo es una fábrica. Si se mira de cerca ofrece una imagen lamentable, como una joya de cobre que pierde su baño galvanoplástico.
Al cine hablado le corresponde el mérito de haber creado el género psicológico. Las violentas persecuciones físicas se sustituyeron con sutiles rastreos psíquicos. Ya no se perseguía al villano, sino un complejo emocional, y no simplemente se presentaba un drama, sino que se buscaban las causas primeras. Lo malo fue que el género degeneró. Que la neurosis sea hoy un mal común, no justifica la vulgaridad del cine con pretensiones psicoanalíticas. Se ha llegado al colmo: las películas de vaqueros se hilvanan con retazos mal pegados de psicoanálisis.
El género psicológico se encuentra muy cerca del policial; si en la literatura ha logrado cierta dignidad, en la pantalla, en cambio, es un fraude. Se caracteriza por la trivialidad de sus tramas. Al plantearse la obligada pregunta: ¿quién es el culpable?, el productor resulta el único culpable del crimen en contra de la paciencia del público. Últimamente a las películas policiales les agregan también algunos toques psicoanalíticos; sólo han servido para incrementar el absurdo.
El dibujo animado es el más antiguo de los géneros; sin embargo, por desperdiciar la nobleza de su medio, sólo ha obtenido resultados nocivos. Los cortos cómicos, aunque destinados a los niños, en su mayoría son magníficos documentos de sadismo patológico. Las carreras, los golpes y las persecuciones abundan, carecen de todo espíritu creativo. No es necesario ser beato para escandalizarse: a los niños se les ofrece una noción muy pobre del arte y de la vida.


LOS PAPELES DEL CAFÉ

Dios había creado al hombre, los patines y a los gatos...
Pero faltaba algo: la atmósfera estaba tensa como en una noche de estreno. ¡Qué alivio! La semilla tardía del cafeto comenzó a germinar. Luego alguien inventó la historia de los chivos que padecían insomnio, y de los monjes dormilones, y de la infusión que les quitaba el sueño a los monjes y a los chivos: leyenda que por su pragmatismo es digna de Marco·Polo, o de cualquier gacetillero de quinta categoría. Pero el caso es que cuando los cafés abrieron sus puertas, todo mundo se sintió muy aliviado. Eva se puso a llorar de alegría, y Adán se libró del chaparrón metiéndose en el café de la esquina. No más compañía de dos. No más soledad.
Los que no tienen familia, los que buscan la sabiduría a precio módico, los titanes que por una desgracia no sobrepasaron el metro y medio de estatura, frecuentan el café, y no por un mero azar, ni obedeciendo a la soporífera fuerza de la costumbre, sino ávidos de un clima benigno. ·En el café se reúnen las tribus dispersas. El hermano que no teníamos lo encontramos al fin, porque sólo aquí se halla lo que nunca se ha perdido, y también se encuentran los seres más imposibles: espíritus tolerantes, gatos de tres pies, huevos con pelos y círculos cuadrados.
La muchedumbre sólo acepta la generosidad ilimitada. En el café unas monedas significan un trono, un mirador, una tribuna, todo y nada. Además, el parroquiano recibe informes gratuitos; puede consultar en el café, como en las estrellas o con el adivino, los caprichos del porvenir. ¿Qué mundo sería éste sin una guía segura para apostar a los favoritos de la fortuna? Ahí nos informan el nombre del próximo presidente, y el del caballo ganador en las carreras. Cierto que hay rumores falsos; sin embargo, nunca en mayor cantidad que los que proporcionan los periódicos y la astrología.
Los cuervos vestidos de negro riguroso y de blanca camisa ya no alimentan a los profetas del café. ¿Qué será de ellos? Los mozos sin entrañas se niegan a abrirles pequeños créditos; pasaron los antiguos buenos tiempos, en que el acceso al café no se dificultaba por falta de un peso o dos. Los mozos eran magnánimos; no sólo olvidaban presentar la cuenta, sino también las miles de veces que habíamos escapado sin pagar. Conocíamos su nombre de pila y sus apodos, les llamábamos hermanos, y hasta nuestros padres. Ningún título bastaba para honrarlos. En cambio, ahora sólo se dignan inclinarse ante el vil metal cuando toma la forma de propina —mínimo 10%. ·
¿Cuándo llegará el día feliz en que todo el mundo (literalmente) tenga acceso al café? ¿Se construirá al fin un local tan grande como el planeta? Los Ciudadanos claman por obras magníficas y radicales; ya nadie se conforma con una rebanada de pastel frío. Hasta se considera injusto que mientras unos gozan del sol, sea de noche para los antípodas.
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Ir a la cantina significa la negación, el miedo, y hasta el embrutecimiento. En cambio, venir al café es el ansia de bordar en el vacío, la exaltación de los valores recónditos, y no pocas veces la felicidad, salvo error u omisión.
La persona conspicua, intolerante, celosa de su tiempo, puritana, y sin sentido del humor, seguramente nunca ha pisado .ningún café. La gente simpática, informal, caritativa, abúlica, e ingeniosa, lo más probable es que su cara sea bien conocida en los cafés.
Somos hombres, por lo tanto fracasados. Nos asiste el derecho, aunque sea de cuando en cuando, de brincar las tapias de la cordura. Resultan muy provechosas las visitas al manicomio voluntario que se llama el café; más vale fingirse loco antes que a uno lo encierren de veras.
Las costumbres se han relajado: ahora en los cafés se sirven comidas. No obstante esta promiscuidad, el café aún conserva su nombre, y los bebedores de café, aunque despreciados e injuriados, siguen concurriendo como un solo hombre a las tertulias. El café todavía conserva su ambiente mágico, su · prestigio filosófico, su calidad de paraíso terrestre, verdadero milagro en un mundo en donde la estupidez obtiene tantos aplausos y laureles.
Una prueba irrefutable del apego del café, a su esencia líquida y trascendente son las grandiosas cafeteras niqueladas, artefactos que nos recuerdan las locomotoras: los chorros de vapor, la palanca de mando, las válvulas, y todo el complicado mecanismo que inspira a los soñadores el grito: "¡A cualquier lugar fuera del mundo!"
Todos los hombres mueren jóvenes, casi en pañales. Consumen sus existencias en tareas vanas: visitar a· los ·parientes, conseguir honores, acumular más· dinero del que necesitan... Si a un ilustre viejo le descontamos el tiempo que empleó en pelar manzanas, en leer periódicos, en cepillarse los dientes, en discutir con su esposa, y las otras mil· trivialidades que realizó; además, si le restamos sus actos aparentemente vitales: dictar órdenes, comer, dormir..., muy poco habrá vivido para sí. A su corta edad le podríamos conceder las escasas horas que se pasó en el café:
El anciano que duerme la siesta diariamente en el café, y que usa un bigote burocrático, y abarrota sus bolsillos con un gran pañuelo rojo y una sospechosa botella de linimento, explica su conducta a cualquiera que tiene la paciencia de escucharlo:
"—Como amantes de la tradición, debemos rescata a los muertos; pero quizá la tentativa resulte infructuosa. Sólo el sueño reconstruye fielmente el pasado, y recordar algo significa olvidar todo lo demás. La historia alecciona: el otro día quise armar un rompecabezas de Napoleón. Siempre me faltaba o me sobraba una pieza. Hubiera sido lamentable que el Emperador hubiera gobernado sin un ojo, sin la nariz o una mano. La desmemoria es un pecado; pero a veces, una virtud. No despreciemos el sueño por su sistema fragmentario y caótico, pues es tan eficaz que nada escapa a sus redes; en cambio, la vigilia comulga con ruedas de molino. Esto sobre todo nos sucede cuando no asistimos con frecuencia al café."
Es un crimen fútil invocar la causalidad para justificar el origen de los cafés, o de cualquier otra institución verdaderamente humana. Me atreveré a afirmar que el arte es el resultado matemático del paciente azar. La naturaleza sólo procede así: antes de inventar al hombre, se ensayó en el mono (no se culpe; ella hizo lo posible). La geometría no existe en estado bruto; ningún árbol da rectas, triángulos o círculos perfectos. "La cultura no es patrimonio de la magia. Sólo cuenta el hallazgo premeditado. Todavía no ha nacido el genio que arrojando letras escriba un libro; hasta hoy lo único espontáneo y original es la sopa de letras.

La ametralladora siembra muerte; pero no la individual y heroica; sino la innoble de perro en el muladar. ¿Cuándo se inventará la ametralladora que vomite felicidad y no muertecitas? Son insuficientes las tarjetas de Navidad; además; agotan al cartero. Nuestro único recurso eficaz por ahora es el café.
Sería prudente enseñar desde la más tierna infancia la puntual asistencia al café. Si todavía hiciera falta alguna educación, se completaría con rompecabezas de varias clases: históricos, geográficos, morales, matemáticos... No importa acumular datos, sino saber manejarlos. Cuide que su niño jamás pise un aula; podría tener consecuencias poco agradables: en lugar de hijo le devolverían un locutor de radio.
¡Afuera con la falsa modestia! Hace siglos que los albañiles de la cultura amontonan ladrillos dizque para que la posteridad construya. Alguien debe parar a los eruditos, o moriremos aplastados bajo un alud de datos.

Una medida saludable sería prohibir el papel y la tinta a las academias y proporcionarlo obligatorio y gratuito en las mesas del café.
Sólo el café garantiza la libertad de cátedra. Aquí al que le pega la gana puede despotricar sobre su tema favorito. Por otra parte, nadie está obligado a escuchar necedades; el derecho humano y divino de .interrumpir se ejerce con largueza. Además, cuando el orador no cuenta con un auditorio de borregos, tiende a dogmatizar menos.
Nunca falta un filisteo que nos diga: "¿Por qué no tomas el café en tu casa?" ¡Gente necia le ha sido negado el don de vislumbrar la sabiduría! Beber el café en casa es tan descorazonador como predicar en el desierto. En esta época de desesperanza y bombas atómicas, solo se encuentra la verdadera sociabilidad en el café. Aquí se tolera a los que carecen de algunas virtudes. La ética del café permite uno que otro error moral. Dos y dos no son siempre cuatro, como en el exacto mundo de la burguesía.
El café es la populosa torre de marfil de los que comparten su aislamiento con todo mundo. Difícilmente alguien se siente solo; aquí un hombre y dos espejos bastan para engendrar multitudes.
Para los que no se arriesgan a comprometer su libertad ni en la inofensiva peña, se han diseñado especialmente los mostradores. Yo he visto a. esos solitarios aferrarse a la barra como· náufragos al madero, cuando el mozo· bosteza para insinuar el desahucio. Parecen suplicar con sus miradas de cordero degollado: "¡Un minuto más; aún no me arrojen al lecho del insomnio!"
Cuando el café está por cerrar, surgen como por encanto los · tipos más extraños. Su rareza no siempre aflora en jorobas o en muletas obvias, sino que se manifiesta en las esquizofrénicas arrugas del traje que nunca les ajusta bien. Quizá llegan a reconfortarse antes de marchar a una orgía monstruosa, digna de los aguafuertes de Goya.
Han acusado de frívolas a nuestras tertulias; los necios juzgan tontería todo lo que no sea fruncir la frente. No sólo admitimos el cargo, sino que .nos regocija que lo crean así; ellos también desprecian el mar por ocioso y desprovisto de cordura. Los fanáticos del progreso si ven un árbol, se dan prisa a convertirlo en leña; si un ruiseñor, a asarlo; si una flor; a cortarla para su colección botánica; si un hombre, a esclavizarlo detrás de un escritorio. Muy poco podemos esperar de su intelecto, y menos de su benevolencia.
¡Qué fácilmente se acusa de improductivos y dañosos a los que se pasan la vida en el café! En cambio, a los negociantes se les considera utilísimos, cuando no tienen mayor mérito que convertirse en pulpos monopolizadores apenas enriquecen y engordan. Este sofisma no resiste la más leve crítica: nadie ha sufrido molestias de los parroquianos del café, a no ser un pequeño préstamo incobrable. Y, si se los ·hacemos, es nuestra culpa; somos más ricos y humanos de lo que deberíamos.

No es extraño que los mojigatos nos repudien. Aquí asisten (prefiriéndolo a cualquier sitio público: cine, burdel, o cantina) los que sintiendo un sano horror al trabajo, les gusta vivir de la imaginación. A veces se hacen llamar artistas; otras veces más francos, sin grandes tormentos morales, aceptan el título de vividores.
Los parroquianos del café se han declarado en huelga en contra del absurdo ir y venir que no lleva a ningún lado; y están decididos a no representar papeles en la ridícula y cruel comedia humana. Sólo en el ocio se puede reflexionar; cuando se ha pensado con la cabeza, y no con los pies como muchos acostumbran, se llega a la conclusión de que lo único razonable y satisfactorio es abstenerse de cualquier esfuerzo muscular. Bastante ha hecho el café por la filosofía.
Sospecho que en muchas mesas se traman conspiraciones de tipo anarquista. Hay rostros descompuestos por las discusiones que estarían bien en cualquier conciliábulo. Algunos 'hombres leen frenéticamente el periódico, como si buscaran un mensaje cifrado. Hay mujeres que con la cara: alargada de impaciencia como las figuras del Greco, esperan a no sé quién, y sus manos buscan continuamente en el bolso la pistola vengadora, o en el mejor de los casos el cosmético para retocar su máscara de mujer fatal.
La superioridad del hombre sobre la mujer (hoy tan discutida) se puede .demostrar sin recurrir a las estadísticas, o a cualquier otro método inexacto. Basta considerar un hecho muy elocuente: ellas frecuentan poco el café. No lo afirmo con ánimo de ofenderlas; las inteligentes me darán la razón, y de las otras mejor es no ocuparse. . Las mujeres, entidades perfectamente virtuosas y sanas, con un gran sentido 'común, desdeñan el café, siempre que no se· trate de una cita amorosa. Además, ellas consideran el café como una competencia desleal: ofrece compañía y placer sin exigir a cambio gratitud eterna.
Los salones de té, moda importada de Oriente por una solterona, o un rubio pastor protestante, sólo son en Occidente una degenerada versión feminista de los cafés.
Los negocios que se planean en el café tienen un sello de grandiosa liberalidad, y un desdén · sistemático por los detalles mezquinos. De una mesa a otra circulan millones. En un minuto se arriesgan fortunas, y se acumulan ganancias que deslumbrarían al mismo señor Morgan. La charla comercial progresa por momentos: la atmósfera se va cargando de una sustancia onírica más convincente que la misma realidad: su lógica es tan impecable que no admite réplica. Resulta superfluo decir que estos negocios nunca se llevan a la práctica. En el raro caso que suceda así, resultan un ruidoso fracaso. No hay remedio; las matemáticas del café están destinadas a un mundo más limpio, en el que los bajos intereses no imposibiliten las especulaciones sublimes. No es extraño, pues, que los brillantes financieros se vean en apuros para pagar una taza de café.
El ·café es una especie de gran coladera donde van a parar los seres anónimos; pero también es el paso obligado de las celebridades. Todo el que llega a brillar en las artes o· en las letras ha tenido un pasado más o menos turbio de café; más vale no mencionar a los políticos. Cuando ellos: comprenden que su estrella se apaga, buscan el rincón predilecto de otras épocas. Se les ve petrificarse en estatuas melancólicas, con la mirada fija en el vacío, como si asistieran a su propio funeral; pero nunca renuncian a su calidad de astutos convidados de piedra; jamás desaprovechan· una ocasión para quemar incienso en su ara marchita, ni la: oportunidad de escapar sin dejar propina.
El café siempre tiende hacia el cielo: en los países fríos: se asoma por las vidrieras; en los calientes acampa al aire libre; su intimidad cordial se desborda; pero se detiene precisamente al borde de la acera, sin mezclarse con el río callejero. Abre sus amplias puertas a todo el que desea entrar. No es exclusivo como el club inglés, sino democrático como el infierno de los cristianos: recibe gente de todas las razas, religiones, y categorías sociales.
El rumor de las conversaciones estimula como el oleaje del mar; escucharlo apaga las voces interiores que de cuando en cuando nos pegan sustos terribles. ¿Por qué a nadie se le ha ocurrido colocar en los días de poca clientela una caracola en vez de los floreros que embarazan las mesas?
Los dueños de cafés demuestran su sagacidad adquiriendo un gato, gris o negro, que sabe arquear el lomo con verdadera maestría felina, que se desliza como corriente eléctrica entre las piernas, que se despereza con más voluptuosidad que una actriz, y que ejercita sus uñas crueles en destruir los asientos. Con él ganan para el establecimiento el prestigio de 20 siglos de cultura. No importa que el animalito sea torpe para cazar ratones, pues con seguridad sabrá (cosa mucho más importante) cómo apoderarse de las simpatías. Además, el gato resulta un elemento decorativo insustituible por barato, tradicional y simple.
Conviene que los muros del café estén desnudos para no distraer de las meditaciones. Lo único tolerable son los espejos: prestan una sensación de amplitud, y abren un horizonte infinito para la fuga. En cambio, los dibujos y las pinturas entorpecen las pláticas y los pensamientos; las caricaturas, por burguesas y realistas, están fuera de lugar; dejemos para las cantinas la impertinencia tan universal como cursi de los cromos de calendario; asimismo conviene no llegar en la limpieza a los extremos de la barbarie norteamericana; la inmaculada asepsia de una sala de operaciones nos impide sentirnos en casa. Cuando mucho es prudente que las tazas no estén manchadas de lápiz labial; puede provocar entre los solitarios ataques de romanticismo inoportuno.
La lección del café: somos los héroes consumados, los oradores ardientes, los planificadores del universo... pero llega el mozo con la cuenta.

CRÓNICA PESIMISTA DE NOVIEMBRE


Pronto el año va a terminar. El adolescente, eterno aprendiz de poeta, compara sin remedio el oro de las hojas muertas con la rubia cabellera de su amada. Es tiempo de sacar el abrigo del letargo, y en adelante las bolitas de naftalina rodarán por los rincones del ropero como blancos fantasmas.
Noviembre es un estado de ánimo pesimista. El ciclo se nubla, y pone un acento de melancolía en el Valle de México. Caen lloviznas que por su fría sutileza y por su terca constancia escalofrían el ánimo más optimista. Los niños sueñan con charcas, mares, ríos, y se orinan en la cama. Pero la neblina desdibuja el perfil de las cosas, vuelve s amable y blando el panorama, y la lluvia descorre cortinas ideales entre el hombre y el mundo. En el sur el mexicano suspira por las chimeneas del norte. Y los del norte suspiran por la eterna primavera de México.
En noviembre las veladas se alargan; el frío y la lluvia recluyen a la gente en sus habitaciones, la obligan a romper con la rutina: cambia el cine y el paseo por los libros que se prometió leer y las cartas que esperan contestación desde hace mucho, o cualquier otra ocupación inútil. En estas veladas se descubre el gran valor de lo inútil. Llueve, llueve, y el agua termina por reblandecer el ánimo más rebelde e inquieto. La lluvia invita a la quietud, a la meditación, adormece como canción de cuna, y despierta deseos de paz, de desandar la vida, de perderse en los orígenes de la creación, cuando los hombres eran tritones y las mujeres sirenas.
En el penúltimo mes del año —noviembre— es demasiado pronto y también demasiado tarde para forjarse ilusiones. Se entra en el punto muerto que demuestra que la vida no suma, sino resta lo vivido, y siendo casi irremediable la pérdida del año, no hay el consuelo del fatalista "ni modo" de diciembre frente al balance que da a conocer la bancarrota; sin embargo, en diciembre hay el consuelo de planear una existencia mejor y diferente para el año próximo.
El frío arrecia, y la tos con sus nudillos llama a la puerta de los que se acercan a la vejez. Los aires colados descargan sobre las espaldas golpes traidores, y las charcas se ingenian para estar siempre abajo de los pies. Las sábanas viejas se multiplican milagrosamente en pañuelos de barrio pobre. El catarro es la enfermedad crónica de los pesimistas; el catarriento todo lo encuentra marchito; es ciego a los aromas: le falta olfato para apreciar la belleza del mundo, y a su paso deja un olor a botica que envenena la felicidad de la gente. No inspira lástima, parece que se enferma de propósito, sólo para fastidiar a los sanos y echarles en cara su salud. Se le mira como si hubiera escapado de un depósito de cadáveres.
El hombre de negocios queda sitiado en su habitación, va y viene inquieto de un lado a otro de la casa, como si navegara en el Arca de Noé. Luego comprende que su mal no tiene remedio y se resigna con su suerte. Al fin se decide a exhumar de un oscuro rincón la bufanda, serpiente que se enrosca al cuello del hombre con ademán paradisíaco, tentándolo a morder las manzanas prohibidas y humedad por eso las mujeres desconfían tanto de los que usan bufanda.
El mexicano es un romántico que vive de acuerdo con el clima y el paisaje. Elige el triste y frío mes de noviembre para rendir culto a los difuntos. Una turba de sombras enlutadas acaba con la quietud de los cementerios: son los vivos que llegan a visitar a sus muertos. Los que están bajo tierra se muestran indiferentes e ingratos a las manifestaciones de amistad y simpatía; pero esto no desanima a los visitantes, y continúan la fiesta sin guardar resentimiento; a los difuntos se les perdona todo.
Los muertos como actrices pudorosas permanecen en sus herméticos camarines; sus adoradores hacen la ronda por los senderos bordeados de cruces y coronas galantes; esto les sirve para olvidar que un día, a su vez, también serán cortejados.
Los más adictos a la ortodoxia del culto colocan ofrendas sobre las tumbas: comidas, incienso, tabaco y pulque, y todas aquellas cosas por las que el difunto manifestó afición durante su vida; pero la mayoría de los vivos se limitan a hacer libaciones en honor de los que se marcharon, o se embriagan con sus propias lágrimas entre el trompeteo del catarro.
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¡Ay del que elija el dos de noviembre para morir; su entierro se verá confundido con una romería!
Los mismos casamientos que se celebran este día tienen un sabor anticipado de funeral; en el velo de la novia descubrimos tonos amarillos de mortaja.
El alcohol agudiza el desamparo de las viudas, y comprendiendo que su mal no tiene remedio, a veces claudican sobre la tumba misma del amado. La devoción por las viudas compite con la .de los muertos; poseen el encanto de lo ajeno sin tener propietario. Además, este día todas las mujeres parecen viudas inconsolables que invitan a ser consoladas. El luto ya es en sí una indirecta al sentimiento de caballerosidad.
El culto a los muertos, rito de amplias repercusiones, involucra desde la manufactura del pan hasta la sátira de pulquería. Todos sin excepción participan en él, desde el niño de pecho hasta el anciano que pronto recibirá el mismo culto que tributa. Los viejos astutos saben que no están cometiendo un despilfarro, sino que están haciendo un ahorro; o cuando mueran, del fondo común se les reembolsará el incienso que gastaron; hoy perdonan a los muertos y mañana los vivos los perdonarán.
Los padrenuestros ·y las avemarías menudean como llovizna sobre las almas del purgatorio.
Los cráneos de azúcar son el postre obligado del mes. Al mexicano desde niño se le enseña a devorar a la muerte en los dulces. A los amigos también se les puede invitar a la meditación piadosa y a la glotonería, regalándoles un cráneo de azúcar, con brillantes cuentas de papel de estaño, .en cuya frente va inscrito su nombre. En este canibalismo se consuma simbólicamente el ideal de reunirse con los antepasados.

Hasta el pan es de muertos. Las panaderías protegen sus productos bajo la insignia pirata; el consabido cráneo y las tibias cruzadas, la patente de corso que expide noviembre, aparece en los escaparates.
El mexicano también revela su genio fúnebre en la juguetería. En noviembre todos los juguetes se descarnan hasta quedarse en huesos. Las muertes temblonas comunican su temblor de risa a los niños. Ellos se divierten con el pequeño féretro, caja de sorpresas, del que brinca un esqueleto inesperado.
En noviembre se desata una rechifla general contra la muerte personificada en el esqueleto. El mexicano se defiende del miedo a la muerte con la burla, el sentido del humor lo salva de la preocupación de ir a estrellarse contra el muro del cementerio. Coquetear con la muerte tiene sus ventajas: se familiariza uno con ella, se le pierde el miedo, y se vive con más confianza. Hasta se va a su encuentro con el corazón palpitante, como si fuera una querida amistad que se ha entablado por correspondencia.
En México, por otra parte, la muerte no es del todo terrible, porque el hombre necesita morir para que se le reconozcan sus méritos y obtener la absolución plenaria .de sus pecados; aquí el único prestigio sólido lo da la muerte. Sin embargo, los suicidios no abundan, pues el mexicano no necesita suicidarse: en cada esquina puede encontrar un duelo que se despide o que se inicia, y en cada mirada un reto amoroso o trágico. En México da lo mismo tomar cualquier calle; todos los caminos conducen a la muerte. El viajero no puede perderse: a cada paso una cruz piadosa le espera con los brazos abiertos, y le señala el rumbo.
En México se fabrican armas con mensaje, armas de doble filo que insultan y matan a la vez; en la hoja del puñal o del machete hay una inscripción que con humor macabro invita a la desesperanza: "Los he de hacer a mi ley", o "Cuando esta víbora pica, no hay remedio en la botica."
Uno de los encantos de noviembre es la impunidad que ofrecen las "calaveras", libelos en los que se asocia el dibujo y la poesía para satirizar a todo el que se distingue; sin embargo, las "calaveras" al mismo tiempo inoculan el veneno y el antídoto del ostracismo: condenan a una imaginaria muerte prematura; sin embargo, la víctima que la padece puede estar segura de su celebridad; nadie se molesta en burlarse públicamente de los que pasan por la vida sin pena ni gloria.
Al lado del altar mayor de la muerte, el pueblo le levanta una capilla al erotismo, a la sensualidad fúnebre de Don Juan Tenorio. En México, desde el siglo pasado se sigue representando sin interrupción, durante noviembre, esta obra sobreviviente casi única de la escuela romántica; ya es un elemento imprescindible del culto a los muertos.
El Don Juan Tenorio es un funeral de la galantería: primero la exalta a su máximo, luego la condena arrojándola por el alto despeñadero de la vanidad. Es una lección estoica: el amor nace ya con el germen de su destrucción. Más censurable que su cursilería, pecado venial de todos los amantes, es su fin de zarzuela: "Y fueron felices" allá en el cielo. Su popularidad se explica por sí misma; en la pieza hay los elementos típicos del culto. Don Juan agasaja e invita a cenar a los muertos, después los insulta y los reta; al mismo tiempo se somete a lo sagrado y adopta un aire sacrílego, actitud parecida a la del niño que pone el coco y luego se asusta. El espectador ingenuo del Don Juan, como Dante, con un redoblado placer estético sube al cielo y baja a los infiernos.


APUNTES NAVIDEÑOS


La Navidad es un pacto tácito, una tregua del hombre con el hombre. Durante todo el año desconfiamos de nuestros semejantes; pero a última hora ponemos a un lado la envidia y el egoísmo, y el 24 de diciembre repartimos abrazos entre amigos y desconocidos. Estropeamos sus costillas, y con un acto tan sencillo como primitivo reconocemos la igualdad del linaje humano, y olvidamos razas y colores; entonces un pulpo de miles de tentáculos se extiende por toda la tierra en una orgía de fraternidad.
La Navidad es una fiesta de familia; las tribus dispersas se reúnen en torno de la gran mesa de manteles largos. El que no tenga familia que se haga adoptar. Siempre hay una prima segunda, cuarta o quinta a la que podemos rescatar del olvido; en el peor de los casos se recurre a una tía solterona) flaca y enlutada que puede ofrecer el licor agridulce de una maternidad a deshora. Se debe apelar a todos los medios, hasta al aviso oportuno en el periódico; la cuestión es no pasar la Navidad frente a una solitaria y fría copa, en la taberna de la esquina.
Los forasteros a los que la Navidad sorprende lejos de sus hogares, toman la alegría de los demás como un insulto personal a su condición de huérfanos. Los huéspedes de los hoteles ·bostezan de aburrimiento, y se encierran temprano en sus habitaciones para ocultar la vergüenza de no tener familia; pero se desvelan imaginando que son niños a los que mandaron castigados a dormir sin cenar.
La cena es el rito más conspicuo y trascendental de las navidades. El corazón de las amas de casa late precipitadamente. Cuando más empeñadas están en la limpieza de los ornamentos de la celebración, descubren con horror en el mantel las manchas del vino de la Navidad pasada; los borrones de alegría marchita los hacen desaparecer como si se tratara de huellas criminales; si no, los invitados pensarán que los agasajan con el mismo banquete del año pasado.
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Las señoras sacan del escondite los cubiertos de plata, y las copas finas que en el brindis suenan como campanitas del espíritu navideño. La vajilla de la abuela rica sale a relucir en las grandes ocasiones; el premio que le otorgaron en la gran exposición es el timbre de orgullo de la familia. Las señoras cuentan las piezas y las pulen, y se estremecen como sacerdotisas de un culto sagrado que ven los ornamentos en manos profanas, cada vez que la sirvienta aparece en escena arrastrando el plumero y las chanclas.
La cena de Navidad se prepara con grandes fatigas; pero los comensales se contentan con poner su buen apetito, e ignoran los desvelos del ama de casa. Los ingratos invitados ni siquiera imaginan los esfuerzos que realizó la señora para preparar uno solo de los platos; hasta desconocen que el pavo fue elegido con un mes de anticipación, y que se empleó mucho celo en alimentar con Suculentos desperdicios a la víctima propiciatoria a los dioses de la gula; y cuando engordó bastante fue sacrificada en una ceremonia que requirió el valor y la sangre fría de todas las mujeres del barrio. Pero al final de cuentas se demostró que cuando una mujer cierra los ojos, es capaz de cualquier audacia.
En las alegrías humanas hay un sedimento de tristeza; nunca falta una víctima expiatoria: en la Navidad el pavo paga por justos y pecadores. Esta es la razón de su perpetuo aire asustado; de sus gritos de pavor sin motivo aparente, de sus ojos que piden indulto sin alcanzarlo jamás. El estúpido pavo apresura su fin simulando una gordura que lo vuelve más apetitoso.
El pavo es un verdadero artículo de lujo: lleva en el cuello una exhibición ambulante de pedrerías por todos los rincones del corral. Sólo a fuerza de verlo nos hemos acostumbrado a su aspecto contradictorio, a su belleza y a su fealdad unidas en una imposible mezcla, a su aire de estúpido exhibicionista y de inadaptado a la sociedad al que fácilmente ·se le suben los colores a la cara; si alguien no lo conociera, pensaría que era un animal escapado de las pesadillas. Hasta los que estamos familiarizados con él, dudamos de su realidad, y sólo nos convencemos completamente de que existe, cuando clavamos los dientes en su tierna pechuga.
El pavo que tanto despreciamos cuando aún tenía plumas, más tarde sirve de barómetro para medir la felicidad en las fiestas navideñas; una cena sin pavo resulta más desairada que un velorio sin aguardiente y sin chistes. La ausencia de su pechuga y de sus muslos es más sentida que la de las primas guapas; nada ni nadie puede reemplazar en la mesa a este favorito de la gula.
Las amas ponen a enfriar anticipadamente la sidra y el champaña. Ellas saben que sin las burbujas heladas, y sin el estallido de los tapones, el espíritu de · la fiesta decaería antes de las doce de la noche. El champaña ha hecho más por la confraternidad humana que todos los predicadores y los diplomáticos. El champaña, aunque por las apariencias tiene rabietas de niña histérica que echa espuma por la boca, es el colmo del regocijo y la alegría que se coronan con una guirnalda espumosa de bacante.

El arte diplomático de descorchar el champaña requiere habilidad: el corcho debe caer en el regazo de la virtud inquebrantable, o en el pecho de la tía rica en que tienen puestas las esperanzas de heredar. Parece mentira, pero la galante carambola del corcho es más eficaz que un ramo de orquídeas.
Una golosina imprescindible en la Navidad mexicana son los buñuelos: adolescencia pura, sutil, crujiente, apetitosa; granujienta. Este verdadero bocado de cardenal se consume en grandes cantidades sin que haga peso en el estómago; el comedor de buñuelos parece devorar puñados de aire. En su prisa, del plato a la boca se le caen algunos trozos; pero los pesca al vuelo. Con una improvisada cucharita del mismo material que consume, recoge la gragea y el almíbar, corno si se tratara de ambrosía. El comedor de buñuelos es un abismo sin fondo; no es raro que derrame lágrimas de gratitud cuando en el horizonte se perfila un nuevo cargamento de buñuelos. · · ·
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En México la Navidad es una conjunción de tradiciones heredadas y de costumbres propias. Lo nativo y lo extraño se mezclan sin tropiezos; todas las prácticas encuentran adeptos, fanáticos y viciosos. No es raro que se susciten polémicas en esta Babel de cultos; pero mientras los intelectuales combaten entre sí con sus filias y sus fobias como niños de escuela que se tiran bolitas de papel, los ·mexicanos se divierten en grande, y promiscuan sin importarles el origen más o menos bastardo de los ritos; lo mismo gozan escribiendo tarjetas de felicitación que cantando villancicos.
Imagino que en un tiempo las "posadas" eran una especie de teatro religioso exclusivo de la Iglesia, y los Santos Peregrinos nunca iban más allá de las puertas del templo; pero llegó un día en que los actores desertaron hacia los domicilios particulares, en donde podían obrar más a su gusto.
La religión requiere cierta dosis de ingenuidad; las más alegres posadas se realizan en los patios humildes; entre las joyas falsas y el perfume barato. Aquí aun la gente se conmueve ante 'el espectáculo de una familia sin hogar. El ponche caliente se impone para el frío y la tristeza; sorprende la manera como afina la voz de los cantantes que imploran hospedaje, al son de las panderetas, instrumento híbrido que nunca se decidió entre ser tambor o platillos. La historia sólo revive su grandeza con la ayuda de porciones generosas de alcohol.
Las piñatas son el corazón sensible y generoso de las posadas. Algunas veces las piñatas se convierten en baños de aserrín o cenizas, o brota de ellas una paloma que se pierde en la noche, y que no regresa con la esperada ramita de olivo, señal de que la tierra todavía es húmeda e inhospitalaria; pero esto es raro. La mayoría del tiempo la piñata se desborda en cataratas de dulces y frutas.
La piñata revela la índole escondida del hombre; no sólo en el pillaje, sino también en los palos de ciego. ·
A la hora en que rompen la piñata vemos al futuro filósofo, al niño astuto que se aparta a un rincón; y enternece a los mayores que le llenan los bolsillos de fruta como premio a su modestia. En cambio, sus compañeritos se desviven en la arrebatiña sin conseguir gran cosa; a veces batallan para obtener una naranja agria y apachurrada. El niño, pacífico los mira con infinito desprecio mientras pela delicadamente su fruta.

Generalmente hay una piñata dedicada a los mayores. Los grandes se muestran tan astutos y codiciosos como los niños. Grandes y chicos burlan las reglas del juego, y hacen lo imposible para apoderarse del botín. Los grandes se portan a la altura de los niños, y los niños se comportan como los pequeños salvajes de siempre
La piñata ofrece una buena ocasión de recobrar sin deshonor la infancia, y hasta de volver a las cavernas que no deberíamos haber abandonado tan precipitadamente. La piñata es un simulacro de caza y pesca, hasta de amor libre: en el tumulto del pillaje se cosechan caricias más o menos involuntarias y anónimas.
Los palos de ciego son la oportunidad única de deshacerse con discreción del amigo odiado en secreto.
Nadie se niega al placer de vendar los ojos d; una vecina guapa, y de hacerla perder el rumbo de la piñata obligándola a dar vueltas de trompo. El que busca la piñata con los ojos vendados es un piloto que vuela a ciegas; navega despistado por los informes falsos de los mirones, y sólo se orienta con un palo que le sirve de antena de radar. Al fin el sonido hueco del cántaro anuncia el puerto próspero y seguro, pero apenas empieza la lucha; localizar la piñata no es todo; al contrario, es cuando principian los grandes trabajos; el Ulises que se tapó los oídos con cera debe negarse más que nunca al canto de las sirenas. Está frente al cuerno de la abundancia; pero las reglas del juego sólo le ofrecen tres oportunidades para capturarlo. Los palos de ciego amenazan siempre a los mirones y respetan la piñata; pero basta que la venda se descorra un poco para que un faro luminoso devuelva la esperanza; el navegante salva los arrecifes, y desembarca en la tierra prometida.
Una costumbre menos bárbara y más constructiva, que responde más al espíritu navideño que a la nostalgia de acción física, son los "nacimientos". Es sorprendente la cantidad de objetos inútiles y de energías nunca utilizadas que 'Se aprovechan en los "nacimientos". Todo lo que parece trivial aquí adquiere sentido: el papel de estaño de los cigarros, un espejo roto se convierten en cascada o en remanso. Los tipos fracasados que nunca sirvieron para nada, de pronto descubren su vocación en los "nacimientos". Es cierto que deben esperar un año, pero su paciencia se ve compensada por el prestigio que adquieren ante los ojos de los niños y de las criadas. Después de la Navidad, los constructores guardan la utilería en el armario, y vuelven a su mecedora y a su pipa, mientras sueñan en las glorias pasadas o futuras de los "nacimientos"; pero todo el año como las urracas acumulan abalorios; en el paseo, sus ojos diestros pueden descubrir una piedrecita que en la topografía del "nacimiento" será una roca imponente: estos hallazgos sólo se realizan en días de mucha suerte.
En México el árbol de Navidad es un síntoma de la nostalgia por el paisaje norteño, por la nieve y los bosques de tarjeta postal que tanto impresionan el sentido estético de la burguesía.
El árbol de Navidad florece regalos la noche del 24 de diciembre; quizá es una reminiscencia del tiempo en que el ·hombre sólo tenía que levantar la mano para encontrar su comida.
El heno aparece en todos lados, como un viejo que a pesar de la calvicie y las canas se niega a reconocer su edad, y se aferra a los goces de la fiesta navideña.
La Navidad es una fecha propia para hacer regalos; pero la costumbre sigue el mismo modelo que en todas las épocas del año: los ricos acaparan los regalos; en cambio, los pobres sólo reciben empujones en las calles. Esto no entristece mucho a los mayores, que conocen la maquinaria social y los hilos que mueven los intereses creados; pero los niños que todavía creen en el origen divino de los obsequios sufren grandes desengaños; no hay· nada que los desmoralice más que una Navidad sin regalos. Cuando el niño descubre que Santa Claus está relleno de algodón, pierde su fe en la naturaleza mágica del mundo. También hay hombres, afortunadamente pocos, que se resisten hasta lo último a perder la inocencia. A escondidas escriben cartas largas y sentimentales, y con su mejor letra se quejan de la maldad del destino, y reclaman ingenuamente todo lo que la vida les niega. No se desalientan ni con los fracasos· que tienen año con año; creen que el que insiste, al fin le dan la razón. Las medias vacías son la bandera de su terquedad.
En Navidad la pobreza se vuelve más insoportable que nunca. Los escaparates abarrotados de mercancía son un suplicio; detrás de los vidrios empañados por el frío, los comestibles se amontonan y las pirámides deslumbrantes de la latería multiplican su tentación en los espejos. Los ultramarinos son los favoritos de estos harenes: manos expertas los han colocado con arte, combinando formas y colores, y pueden inquietar hasta el apetito más agotado. Los vinos, complemento obligado de las grandes comidas, forman disciplinados batallones, y escoltan los víveres. Esta hueste heterogénea de vinos y licores parece el ejército mercenario de un gran conquistador que arrastra con su prestigio a muchos pueblos que sólo tienen de común entre sí la pasión por las ganancias.
Los pobres cenan con la imaginación frente a los escaparates. La mesa está dispuesta, y no tienen más que elegir. Como la disyuntiva es tan ardua se deciden a comer de todo, y no dejan nada sin probar; se hastían con los exóticos sabores de la cocina internacional. Frente a los restaurantes, los pobres desafían las miradas furiosas del portero, y estudian cuidadosamente el menú navideño sin fijarse en el precio; deciden que los manjares que ofrece la casa no valen realmente la pena. Ya en sus habitaciones heladas, se entregan a una laboriosa digestión imaginativa, y con un mondadientes viejo se repasan la dentadura haciendo ademanes sibaríticos.
Los hombres solitarios se refugian en la taberna de la esquina. Pretenden olvidar la fecha jugando interminables partidas de dominó. Los solitarios se miran unos a otros avergonzados como cómplices de un crimen. El que no puede más se esconde en la lectura de un diario. Comienza con los encabezados, luego termina por leer las noticias de menor importancia: el obituario, los anuncios comerciales, los horarios de trenes, el santoral del día, los pronósticos del tiempo, la solución del crucigrama anterior. La lectura lo aburre y quisiera marcharse a dormir; pero teme cruzar el salón, grande y vacío como un ' escenario vigilado por los ojos de una multitud.
No hay nada tan sombrío· como la soledad de un hombre viejo y rico que cena en compañía de los espejos; los criados no cuentan: sus rostros no revelan ni la menor emoción. El amo hubiera querido darles la noche libre; pero no se animó temeroso de romper la rutina. Ahora los criados son los testigos de su esterilidad y de su egoísmo; pero él no puede reprocharles nada, su actitud es correcta: nadie adivinaría lo que hay detrás de sus rostros. Es cierto que cada uno recibió un aguinaldo; pero todos respondieron en la misma forma, y dentro de sus posibilidades fueron más generosos que el patrón. Pedirles alegría, además de insensato, pues iría contra la costumbre, sería tanto como reclamarles el precio de los regalos. El viejo se retira pronto a su recámara, pero no puede dormir pensando en la servidumbre que celebra la Navidad en la cocina. Tiene la certeza de que se emborrachan cori su mejor vino; pero no es capaz de ir a sorprenderlos. Conteniendo su · disgusto cierra los ojos; después de todo es Navidad. Hasta siente deseos de unirse a la fiesta de los criados; pero sabe que sólo haría el papel de aguafiestas. Él es el amo, y ellos los sirvientes; cada cual vive en un mundo aparte.
Escribir tarjetas de Navidad es uno de los ejercicios espirituales más eficaces contra el olvido; rescatamos amistades que creíamos perdidas para siempre. En estos días el cartero nos trae grandes sorpresas. Parientes y amigos desde países lejanos, donde los ha llevado el destino, dan pruebas de una memoria y una vitalidad privilegiadas. Muchas veces las tarjetas .Parecen escritas por fantasmas; juraríamos que esas personas ya habían muerto; sin embargo, todavía siguen viviendo en un rincón del planeta, y son capaces de desearnos felicidades. Escribir tarjetas es pescar en un río turbio; vamos recogiendo nombres y rostros en la corriente. Lo malo es que a veces los nombres no corresponden a los rostros, y se producen equivocaciones risibles; pero sin mayor trascendencia. ¿A quién le importa recibir una tarjeta con el nombre de otra persona? Pero hay el peligro de perder a todas las amistades, si nos equivocamos con demasiada frecuencia.
Los que asisten a la misa de gallo experimentan la emoción oscura y secreta que sentían los primeros cristianos al bajar a las catacumbas. Hacer algo a una hora desacostumbrada, es ya en sí excitante; si recorremos de noche el camino que habitualmente se anda de día, parece que participamos en una conspiración. Los primeros concurrentes a la misa de gallo entran con temor a la iglesia vacía. Pisan de puntas, y el ruido mismo de sus pasos los espanta; sólo se tranquilizan cuando el sacristán enciende las luces eléctricas, y desaparecen las sombras grotescas que proyectaban las velas.
Hasta en los países democráticos los reyes gozan de una gran simpatía entre los niños, siempre que los reyes sean magos y espléndidos. A los niños les parece natural que unos señores muy ocupados se entretengan en contemplar el cielo, que sigan una estrella por varios países, y que ofrezcan regalos a un recién nacido en un establo. ¿Por qué no iban a molestarse estos mismos reyes magos en venir a obsequiar juguetes a un niño que se porta bien durante todo el año? Pero los niños son codiciosos desde muy temprana edad, y los que no reciben la lista enorme de juguetes que deseaban, arman un escándalo. Los silbatos que oímos después de Navidad y del día de Reyes nunca sabemos si son de alegría o de protesta.
Los niños pobres obligados por la necesidad aprenden a conocer al mundo: saben que en esta época del año a la gente le conmueve ver un niño sin zapatos. Los pequeños mendigos se multiplican como hormigas por las calles, y con una alcancía en la mano piden infatigablemente su aguinaldo. Saben que la esplendidez es un fruto efímero, y que el que no se apresura, mañana no recibirá nada. La gente que acarrea muchos bultos sonríe a pesar de la fatiga que le causa sacar el portamonedas. Los rostros reflejan la paz beatífica del que hace una buena acción a muy bajo precio; no hay mayor placer que engañar a los ángeles custodios.
Los empleados esperan ansiosos la recompensa de fin de año; pero el premio se va como agua entre las manos. La lista de regalos que se deben hacer es abrumadora. Se necesitaría ser mago para que el dinero alcanzara para los gastos navideños: todo el mundo espera algo de nosotros. La bancarrota nos amenaza; sin embargo es imposible desilusionar a los que confían en nuestro espíritu navideño; a veces tenemos que recurrir al montepío. Para la mayoría enero tiene cara de hereje; enero es la nauseabunda sobremesa después de los grandes festines: el momento en que la borrachera termina y vemos la existencia con una claridad insoportable.
San Silvestre, a pesar de su desairada posición (por poco le dan con la puerta del año en la nariz), no deja de ser un personaje muy importante: se ha convertido en el casero que llega a presentar el desahucio, en el amo implacable a la hora de pedir cuentas a los empleados.
La existencia sólo se vive en el presente, y el que voltea hacia atrás corre el peligro de convertirse en estatua de sal; sin embargo, el hombre encuentra un· placer morboso en contemplar sus ruinas. Además, la gente posee la superstición enfermiza de las fechas; cuenta con avaricia los días que faltan para que el año termine. Cuando el reloj da las doce campanadas, como si venciera un pagaré irrefrendable la gente exclama con tristeza: "Un año menos de vida, un paso más hacia la muerte." Sin embargo, son muy pocos los que se mueren precisamente en un fin de año también responden a la superstición numérica los buenos propósitos que se hacen al iniciarse el año; se cree que un simple cambio numérico tiene poder sobrenatural para influir en el carácter.
El primero del año abundan los varones ejemplares que no beben, ni fuman, que siguen al pie de la letra los preceptos de la moral y de la higiene; pero sus férreas voluntades se derriten al día siguiente. Las fábricas de cigarros ven amenazada su prosperidad el primer día del año; pero sus acciones se recuperan de un día a otro. No nos burlemos de las decisiones de estos hombres; por lo menos les queda la satisfacción de sus buenos propósitos que, aunque nunca los cumplen, les hacen sentirse más virtuosos y buenos.

NOTAS




[1] Los subtítulos incluidos en “Vicios y virtudes de la provincia” corresponden a la versión de la edición de Revista de la Universidad Nacional Autónoma de México y están ausentes en la primera edición en libro.
[2] En la versión de la Revista de la Universidad Nacional Autónoma de México era ligeramente distinto: “El trabajo es el padre de todos los vicios”. La versión en libro indica “el padrastro” que es más irónica.
[3] En la Revista de la Universidad Nacional Autónoma de México era ligeramente distinto: "El flojo y el mezquino no andan dos veces el camino"
[4] En la Revista de la Universidad Nacional Autónoma de México era “el pueblo” y se cambió a “los amantes del trabajo”.