PRESENTACIÓN
Con motivo del 90
aniversario del nacimiento del escritor Carlos Valdés (Vázquez) se libera para
el público la obra más divertida de este autor mexicano, Crónicas del Vicio y la Virtud, proyecto
que maduró durante sus años de editor y colaborador de la Revista de la Universidad Nacional Autónoma de México. Su primera
edición vio la luz en el año 1963, bajo el sello de Editorial Era, y con una
ilustración del artista Vicente Rojo. La presente edición electrónica integra
los subtítulos de la edición de la Revista,
del capítulo dedicado a “Vicios y Virtudes de la Provincia” que se omitieron en
la edición en papel y contiene actualizaciones por lo que debe considerarse una
nueva edición.
MISCELÁNEA AMOROSA
I. LOS AMANTES
La tarde
completamente caída de espaldas enseña
el nacimiento color de rosa de sus medias; ha bebido una peligrosa mezcla de leche y pétalos: el licor de las horas íntimas. Pero los amantes guardan un silencio rencoroso; son una pareja que
a la hora del crepúsculo se refugia en el cine, en el café, en el hotel; y en todas partes la sombra marca sus cuerpos con una cuadrícula de prisión.
Conocen de memoria todos los rincones oscuros; pero ignoran la salida del laberinto
más modesto; son capaces de extraviarse hasta en una escalera de caracol.
Enfermos de
ciudad, los amantes han recurrido inútilmente al cielo abierto del jardín, y a la interpretación de los símbolos freudianos. Ya nada puede redimirlos;
son la pareja eterna: pagan puntualmente los plazos de una televisión adquirida
a crédito, y el cobrador les envenena sus momentos de intimidad.
Todo se les perdona con tal que permanezcan estériles. Entre un hijo y las medias de seda, la mujer elige lo más fácil. Su
problema es mantener derecha la raya de las medias; el de él pagarlas. Ella se enorgullece en demostrar que el camino más corto entre dos puntos es la raya de sus medias; aunque su rectitud no dure más de un minuto.
Ella
preferiría que él en vez de adorar las piernas bien abrigadas, fuera el
intrépido volatinero que se burla de las manzanas de Newton. Pero cada quien nace con un destino; él cumple su misión fatal: zafarle
los hilos de las medias; como los bordes de un mueble, sueña en ser la zancadilla con sabor a
sangre y a tierra.
II. LOS AMOROSOS TURISTAS
El amor de los
turistas es muy extraño; se juntan en parejas demasiado precoces o demasiado
caducas. Más que enamorados parecen estetas de la amistad, camaradas en la tarea de aprisionar los recuerdos en la kodak. Invariablemente esconden sus sentimientos de
culpa atrás de los anteojos oscuros, pero los delata el pudor de sus mejillas. ¿Cómo evitar avergonzarse si expresan
su cariño en un idioma tan poco comprensible y cacofónico?
Los turistas
con sus camisas floreadas inauguran la primavera. Encienden el verano con sus
charlas ininteligibles, y cuando el calor los sofoca, se abanican con las
reverencias de los mozos del hotel. Se despiden del otoño con generosas propinas,
y el invierno subdesarrollado llora su ausencia en los desiertos corredores y
en los cuartos vacíos del hotel.
Los amorosos
turistas confunden la playa con el lecho; a veces pagan su equivocación
con una ducha de agua salada. A pesar de su buen humor casi siempre se olvidan
de procrear hijos. Sin embargo, ellos no tienen la culpa, son demasiado jóvenes
o demasiado viejos.
Los turistas
aman apasionadamente la naturaleza; sólo es lamentable, sin que ellos tengan
la culpa, su contribución a la estadística de
incendios forestales; al frotar unos con otros sus cuerpos bien nutridos
producen las chispas que consumen los bosques. La prueba de que aman la
naturaleza son los tatuajes amorosos que graban en la corteza de los árboles, como recuerdo de sus vacaciones.
III. EL AMOR CINEMATOGRÁFICO
Vamos al cine
a buscar novia o a perderla; todo es posible en el país de las películas. El
hallazgo de un guante impar o de un zapato extraviado en la oscuridad, emociona más que el descubrimiento de un continente perdido. (Hay en el cine un injusto intercambio de realidad y fantasía; a veces los espectadores saltan adentro de la pantalla; en cambio, las estrellas nunca condescienden a bajar a la luneta.) El cine es un puerto libre en donde cualquiera puede embarcarse en una aventura: parece muy fácil salvar la barrera de la timidez y de la reserva. Cine de barrio: antesala de la fecundidad. Sábado a sábado, encontramos los mismos besos anónimos y las caricias gratuitas, y cuando desciende la cortina de la
pantalla, perdemos el amor en la fatiga de los adioses. Placer perfecto
de la sorpresa renovada en las penumbras.
El cine, un poco
más allá de la tierra, un poco más acá de los sueños, empolla las ilusiones de los
pobres de espíritu. (¿Quién no ha observado cómo los adolescentes abandonan la sala con la expresión de audacia de los héroes cinematográficos?) El cine: maestro de tímidos y de aburridos, panacea de bobos y de opacados, visión de los que tienen ojos y no ven, la vida misma de los "no-existentes".
El cine, campeón de los encantos femeninos, rescató a la mujer del anonimato doméstico, y la elevó al más alto escaparate del mundo: la
admiración masculina. El cine es la tierra prometida de los frutos gigantes: ofrece senos
inagotables de tibieza y redondez, propicios al ensueño de los desnutridos.
IV. NEURASTENIA Y EROTISMO
Los
neurasténicos están a la altura de su reputación; quizá por esto tienen un aire de adolescentes crecidos que dejan atrás la ropa. Aman con terquedad de veladoras; aman, como los barcos, contra viento y marea; aman más allá del sexo, como las piedras preciosas. No les importa jurar amor eterno por la luna, aunque la luna sea una deslucida
bandeja de café.
Los
neurasténicos cazadores profesionales de fantasmas amorosos intentan pescar besos extraviados en las huellas rojas de las tazas. No reparan en sacrificios para aumentar su colección de sonrisas enigmáticas:
emplean horas y más horas en espiar a la Gioconda. Saben
distinguir la infinita gama de matices que producen las sombras. Espían la
ocasión; un segundo antes o
después es decisivo. Los neurasténicos, pararrayos de
tormentas amorosas, llegan puntualmente a la cita de la bofetada con el ojo negro;
si no, se desperdiciaría sin remedio. Sólo se trata de coincidir en tiempo y en espacio; es tan fácil acertarle una y otra vez
al premio gordo de la mala suerte.
El
neurasténico con la pipa en los labios asoma a todos los crepúsculos. Las calles
olvidan evocar a los fantasmas femeninos, y los faroles
públicos invitan al suicidio. Ahora el teléfono no suena ni por equivocación; sin embargo, antes
de la espera todos los números telefónicos se confabulaban para equivocarse en su aparato. ,
En el insomnio
de los neurasténicos abundan los taconeos femeninos: son las mujeres que
perdieron el último tranvía de la noche.
NUEVA INTERPRETACIÓN DEL COMPLEJO DE EDIPO
Los sabios frecuentemente inventan teorías sublimes, pero se les escapa la realidad
que está delante de los ojos. Freud descubrió que
en la profundidad de la mente del hombre había
una guarida de asesinos incestuosos, pero el sabio vienés ignoró que a veces los parientes causan dolores de cabeza.
Según Freud todos los hombres repiten compulsivamente el drama de Edipo. Pero yo me atrevo a afirmar que el Rey
Edipo no fue desgraciado por vencer a la esfinge, por matar a su padre, y luego
casarse con la viuda Yocasta, su madre. Si ahí hubiera terminado todo, Edipo habría sido completamente feliz; en aquel tiempo no se conocían las notas de policía de los
periódicos, y todo el mundo veía con
naturalidad que el hijo matara al padre para arrebatarle el
trono, pues no era considerado un
crimen, sino una medida de Estado. —Cf.
Maquiavelo.
Lo que
realmente volvió infeliz a Edipo fueron las complicaciones que surgieron del infortunado parentesco que contrajo, al casarse con su madre.
Veamos: Edipo al mismo tiempo era hijo y esposo
de Yocasta; ella podía darle
órdenes como hijo, y a él, como hijo, no
le quedaba otro remedio que obedecer. Cuando Edipo y su esposamadre tuvieron a su hija Antígona, ésta resultaba hermanahija de él; en cambio, de Yocasta sólo era hijanieta. Además, Edipo en calidad de esposohijo de Yocasta era abuelopadrehermano de Antígona. Cuando Antígona se casó, Edipo
se convirtió en cuñadosuegro de su yerno, y por tal motivo fue doblemente odiado por él. Los padres de la madreesposa de Edipo que antes de casarse con Yocasta, sólo eran sus abuelos, después del matrimonio se convirtieron en abuelosuegros; como abuelos podrían quererlo, pero como suegros lo odiaban. Y las tíacuñadas de Edipo se vieron en un conflicto para explicarles a sus hijos, que Antígona era su primatía, y que Edipo era su primotío. Cuando Antígona tuvo hijos, no hallaba cómo explicarles que su abuelo era a la vez su tío, y ellos eran nietosobrinos de Edipo. Y así hasta el infinito.
Como lo he demostrado breve pero sobradamente, el complejo de Edipo, hoy tan universal como inevitable, no fue provocado de ninguna manera por la pasión incestuosa que sintió por su madre, sino por las complicaciones de su parentesco. La
historia nos cuenta que el Rey Edipo en un momento de desesperación se arrancó los ojos, por lo que terminó sus· días completamente ciego y medio chiflado. Pero lo que se calla la .historia es que las gentes oían murmurar al antiguo vencedor de esfinges, derrotado por el enigma de su parentesco: "Pensando, pensando me
vuelvo loco: ¿qué parentesco me toca con el tío de la hija del yerno de mi esposa?"
Moraleja:
dichoso el hombre que pueda afirmar: "Yo soy mi propio padre y mi propia madre."
VICIOS Y VIRTUDES DE LA PROVINCIA[1]
REPARTO Y DISTANCIA
La
provincia es la porción que nos toca en el reparto del pastel territorial;
distribución de premios única, en la que quedamos satisfecho hasta los golosos
y exigentes. ¿Qué provinciano no está orgulloso de serlo?
La
provincia, como los toros, se aprecia de lejos mejor y con más seguridad. A
medida que aumenta la lejanía (potente levadura, la nostalgia) se activa el
proceso de embellecimiento. Distancia: salón de belleza que garantiza los
resultados. Vista de cerca la provincia es sórdida y sorprendente como la
encantadora desconocida que amanece con cara de esposa. La provincia: mujer
contradictoria. Al mismo tiempo generosa y mezquina, absorbente y cruel,
embrutecedora y calmante, celosa y olvidadiza, lasciva y casta. Alguien nos ha
jugado una broma: del sombrero mágico donde debería brotar un hermoso conejo
(quizá el de Alicia en el País de las
Maravillas), sólo aparece un gato común y corriente, un animalito hogareño,
hábil en abrirse paso con sus garras hasta nuestro corazón sensiblero. Quien ha
vivido o nacido en provincia nunca pierde completamente el aire atemorizado; el
recuerdo le duele como viejas heridas de la batalla familiar.
VÍRGENES NECIAS
Las
provincianas no se entregan por el escote del vestido; pero seducen más que
manzanas envueltas en papel de china. Manzanas del misterio, porque el misterio
constituye la máxima atracción. Provincianas tibias como plumeros y amables
como esponjas, empeñadas en la ingenua provocación: la coquetería de las niñas
bobas causa mayores estragos. Vírgenes necias que dejan empañar sus lámparas
(alumbrado ineficaz: luz justa para mirar sin ser visto). Vírgenes que sueñan
con príncipes azules; pero si la oportunidad llama a sus puertas, no pierden el
tiempo, se transforman en matronas. ¡Cualquier cosa con tal de poblar la
soledad!
En
provincia sólo hay dos clases de mujeres: gallinas cluecas y solteronas
irredentas. ¿Quién no teme a las tías —agrias y resecas como limones viejos
que, se levantan a la primera misa? y ¿quién no se emociona ante las torpes
líneas que anuncian el porvenir: niños, jardines, novios, madres y nodrizas?
CALLEJÓN SIN SALIDA
La
plática se eterniza inútilmente junto a la taza de café y las colillas; el
tedio triunfa sobre la barroca elocuencia provinciana. Es terrible el ocio:
abismo que devora a hijos pródigos y señoritos. Ellos mantienen la dignidad
romántica con sus frentes pálidas de amores imposibles, y la ayuda no confesada
del diccionario de la rima. Pero está escrito que don Juan ha de jubilarse. A
los cuarenta años se convierte en el marido modelo. ¡Soledad todopoderosa! Aun
los viajantes de comercio, villanos de opereta, no siempre escapan a tiempo, y
caen en escotillón del matrimonio.
El
aburrimiento: vano y triste callejón sin salida. Es droga, pero ayuda a seguir
tirando. ¿Qué hacer para conjurarlo? Los que van a ver pasar trenes saben que
la cosa no tiene remedio: unos rostros grises se asoman un segundo al
escaparate de la provincia. Todas las caras son iguales; luego esperar el
próximo tren que llegará con un cargamento de máscaras veloces e idénticas.
¿Aparecerá una gente que tenga rostro, y no una fotografía movida en lugar de
cabeza?, ¿alguien que nos pueda decir: tú existes, porque yo existo?
MIEDO ANTIGUO
La noche
en la provincia exuda terror. Cuando los rezagados vuelven a casa, su misma
sombra, tapete lleno de malas intenciones, se les enreda en los pies. El crimen
se cuela en todas partes. Los ladrones esperan bajo las camas y los asesinos
brotan de las alcantarillas. El viento pone música de fondo a las novelas de
misterio. Hasta los faroles tienen aspecto torvo y vicioso, como astros
sedientos de sangre. No hay faroles más fríos, duros y opacos, que los de la
provincia; constituyen una descarada invitación al suicidio.
Y ¿los
árboles? Son vampiros que se alimentan de sangre humana: la mayoría de los
árboles provincianos son genealógicos. Árboles genealógicos para ejecutar en
las ramas a los oscuros antepasados. El olvido es la única arma defensiva de
los vivientes. A veces se intenta encarcelar a los árboles verdaderos —pagan
justos por pecadores— en ridículas jaujas enanas; pero más que presos parecen señoras
encorsetadas. Otras, veces la justicia se contenta con uniformarlos, como a los
presos, en falditas blancas. Y cuando se conocen bien los árboles genealógicos,
se puede sospechar que las raíces del miedo son muy profundas.
RELOJES Y CAMPANAS
Las horas
se detienen en las cuatro esquinas sin decidirse por ninguna; las calles
desembocan fatalmente en el campo. Parece que aún miden el tiempo con relojes
de arena. Los otros, los de cuerda, hace mucho que están parados; nadie ha
vuelto a consultarlos desde que las manecillas se trabaron en un bostezo
interminable. Además, ¿para qué se necesita reloj donde las campanas repican
cada cuarto de hora? Hay campanas de todas clases y tamaños que compiten entre
sí. Verdadera riña de vecindad, en la cual lo más incierto es el resultado. Lo
único previsible es que las campanas gordas se batirán en retirada, cuando las
pequeñas, que tienen muy mal genio, alcen las voces agudas y rápidas; igual que
los maridos pachorrudos se callan prudentemente, cuando hablan sus esposas
diminutas y explosivas.
COMPÁS REACCIONARIO
La
provincia vive a deshora; se empecina, como la solterona, en las modas de ayer.
En ningún otro lado florecen más lozanos retratos de abuelos barbudos. Hasta
los niños juegan en una atmósfera de naftalina y muebles apolillados. La
provincia, rústico que reparte pisotones en el baile, no sabe llevar el compás
del progreso.
La
provincia es un gran museo: las mujeres tienen no sé qué de estatuas y las
estatuas son tan imperfectas y sorprendentes como mujeres. Los hombres, en
cambio, demasiado concretos y realistas, parecen el retrato de sí mismos cuando
conservaban el pelo intacto. La provincia posee una colección rozagante de
viejos desesperadamente verdes contra toda esperanza. Hay también algunos criados
(¡heroica resistencia al tiempo!) que sobrepasan en años de servicio la edad de
los amos. Se puede decir, sin miedo a equivocarse, que comenzaron a servirlos
antes de que nacieran, y que continúan sirviéndolos después de muertos.
Memoriosos porteros de las porterías eternas, se niegan a cerrar las puertas
detrás de los que parten. La provincia para no olvidar se oscurece de luto: las
viudas, pertinaces moscas del recuerdo.
Se
encuentran sin trabajo verdaderas piezas de museo: hay señores que toman el amor
libre tan en serio que, como en las comedias pasadas de moda, le ponen casa a
la querida. En la provincia todavía existen ideales talleres donde se
confeccionan sombreros adornados de plumas y cintas. Los talleres consumen por
materia prima plumas y carne fresca: obreras y aves del paraíso. Las obreritas
cantan y se alimentan con huevos; no existe tónico mejor para la voz. Los
pájaros desplumados padecen frío y callan. Las familias que se respetan heredan
un piano de cola cargado de tradición; pero que desafina y fastidia, como
moscardón, con sus monótonas escalas; un piano donde las niñas aprenden pronto
la imperturbable ley que rige el destino, y que luego es el refugio de la
impaciente soltería.
¿ÁNGEL O DEMONIO?
Las
virtudes y los pecados alcanzan en provincia cumbres heroicas. Casi siempre,
contrariando la vanidad pueblerina, las virtudes permanecen públicas y los
pecados secretos. Aquí se aprecia aún la voluptuosidad masoquista de condenarse
al fuego eterno —los castigos y los amores son eternos—. La gente no comete
errores, sino pecados; sigue prefiriendo la oscura magia del confesor a la
inmaculada ciencia del psiquíatra; nadie hace tibias confidencias, sino cálidas
confesiones; al psicoanalista, con su mandil blanco, se le considera un señor
que se dedica a lavar los pañales de la infancia que el adulto ha olvidado en
algún rincón de la conciencia. En provincia la vida aún corre fantasmal por
cauces profundos y tenebrosos, conserva la antigua palpitación de los tiempos
heroicos, cuando se luchaba en las tinieblas, sin preguntar si el adversario
era animal, ángel o demonio.
CONTRA DILIGENCIA, PEREZA
No es
pecado no hacer nada, sino una carrera que proporciona medallas y certificados
de nobleza. Sus materias se cursan al aire libre: en los jardines, a la salida
de los templos, en las puertas de los cafés. La pereza es el opio de la
provincia: religión que se practica abiertamente. Ni siquiera se debe fingir
que se está ocupado. Los patriarcas, en las bancas de la plaza, autorizan con
su ejemplo el ocio de la juventud.
Parece
que una activa organización fomenta y protege el ocio en sus expresiones más
refinadas. Los flojos se asocian en círculos que son respetados por sus
reuniones, en las cuales sólo se ha llegado al unánime acuerdo de no asistir a
ellas. Si no fuera porque el trabajo es un vicio arraigado en las costumbres
del hombre, ya lo hubieran abolido. La flojera cuenta con sus filósofos,
hombres de ciencia, y con decididos campeones de la ley del menor esfuerzo,
quienes pretenden implantarla en todo su vigor. Los teóricos se quiebran la
cabeza ideando un sistema de trabajo que rinda el mayor número de horas
inactivas. Por su parte los teólogos del divino descanso hacen llover máximas
sobre los fieles para inculcar el sano temor: "El trabajo es el padrastro
de todos los vicios."[2]
"El flojo y el mezquino jamás andan dos veces el camino"[3],
etc. Así, mediante el sencillo proceso de enseñar la otra cara de los refranes,
demuestran que los amantes del trabajo[4]
siempre han vivido en la ignorancia.
PLANTA DE SOMBRA
La
lujuria sin las alas de la imaginación resulta inofensiva, más bien ridícula.
Como el globo desinflado pierde el prestigio. No requiere el rótulo consabido:
"Úsese exclusivamente por prescripción y bajo la vigilancia médica."
Los castos y los don Juanes no poseen fantasía.
La
provincia saborea en secreto el pecado que prospera en los rincones; la lujuria
cuando más se atreve a espiar el paso ondulante de las muchachas. Alcanzar la
lujuria implica ascetismo: la privación de placeres menores y el ejercicio
constante de la fantasía. Su conquista se prepara con idéntico fervor que el
campeonato deportivo. Ningún sacrificio resulta vano; la frente del lujurioso
brilla purísima como estrella.
No
obstante la provincia es timorata: se escandaliza hasta de la ropa interior
puesta a secar en sitio visible. Unos calzoncillos bastan para una protesta
pudorosa. Y no hay contradicción; la lujuria es planta de sombra y traspatio,
impropia para el exhibicionismo. Sólo el adocenado espíritu cinematográfico pretende
tentar a los solitarios con escenas amorosas tan falsas como la peluca de los
actores.
LAS VACAS GORDAS
Los
provincianos compensan las privaciones mundanas en una tosca pero voraz
retórica culinaria. (La geografía más que de linderos está configurada por
guisos regionales.) Cuidan más los secretos de cocina que los de Estado. Cada
provincia proclama su superioridad sobre las vecinas, en una polémica que
presenta por argumentos las salsas, y no vacila en apoyarse en sofismas
cochambrosos.
La
provincia no guarda la línea: el ideal y deleite son las señoras a la Rubens.
Mujeres que obtienen sus encendidos colores en la sobremesa, cuando se
desabrochan furtivamente el corsé, mientras reparten grasosas sonrisas entre
sus admiradores. Aquí la gordura se ve con ojos benévolos, no porque: "la
atracción es proporcional al volumen de las masas", razón de mucho peso,
pero demasiado obvia para ser verdadera. La gordura revela —aseguran los
regionalistas fanáticos— el patriótico apego a la buena mesa. En cambio a los
flacos se les atribuyen segundas intenciones; pero en realidad las figuras
angulosas son un mudo reproche al engolosinado amar propio. A la hora de la
digestión laboriosa, en desquite, los tragones se entregan sin reservas al
sueño vindicativo de las vacas gordas que devoran a sus congéneres flacas; los
señores de aspecto búdico —yacentes, calvos y barrigones— declaran
optimistamente, en medio de nubes casi sagradas de tabaco fino, que la gula
bien entendida es pecado de dioses. Alguien con poco sentido del humor
—seguramente un refranero anónimo y rencoroso— dijo que las tumbas se ven
frecuentadas por golosos y dormilones; pero por fortuna el moralista no podrá
negar el derecho incontestable de elegir la propia muerte, mucho más
satisfactoria que la ajena.
CHISME Y CHOCOLATE
No todo
es felicidad. La provincia, tan celebrada por varias generaciones espontáneas de
poetas bucólicos, esconde en el casto y maternal seno la maledicencia. Monstruo
que trabaja en la oscuridad de las trastiendas y reboticas, y acaba por
envenenar a medio mundo.
Calumnia,
que algo queda, sentenció un experto en demoler honras. Unas cuantas palabras
dejadas al azar, como sin querer, son semilla suficiente para selvas de malos
entendimientos. La calumnia es el arma preferida de las mujeres rencorosas: los
efectos son corrosivos, y rara vez se descubre al francotirador.
La
maledicencia se inicia en los lavaderos rabiosos de espuma, y medra a la sombra
de los tendederos donde las cuerdas trazan caminos aéreos; luego penetra en la
sala donde las señoras linajudas beben chocolate. Nada más inocente que el
chocolate irisado y voluptuoso, pero desde sus márgenes la murmuración crece e
inunda el pueblo. La gente conoce la mordedura de la calumnia. El qué dirán se
convierte en tirano, paraliza los corazones y hace palidecer los rostros. El
verdugo del pueblo se pasea por las calles con aire funesto, y puntualmente
arroja ceniza en el pan que comerá la inocencia.
LOS PUERQUITOS
Los
provincianos, confundiendo el fin y los medios, disfrazan la avaricia con el
hábito puritano del ahorro. Los puercos —metáfora plástica no superada—
engordan centavo a centavo para que un día los hijos pródigos despilfarren el
sustancioso contenido. Las alcancías sienten notable flaqueza por los amantes
de lo ajeno, igual que las niñas bien, se dejan deslumbrar por el equívoco
prestigio de los trúhanes. (Recuérdese: la provincia perdona cualquier otro
pecado, antes que el talento.)
Los
provincianos al mismo tiempo son avaros y derrochadores, ahorran durante años
para gastarlo todo en una noche de embriaguez y pirotecnia. No tienen sentido
de las proporciones: o se aburren mortalmente o revientan de alegría. La fiesta
es como la vieja borracha que pretende apurar los posos del placer y después
morir.
Gracias a
los rígidos principios de la economía, en provincia no existe pobreza. Más bien
dicho: los pobres cubren las apariencias; maestros en zurcido y doctores en
comer pan y eructar pollo. Los pobres tienen buen cuidado de ocultarse, pues la
caridad, señora rimbombante, se encarga de reducir el índice estadístico de los
mendigos; muy pocos resisten la saludable dieta a la que los condena la
prudencia de los filántropos locales. Si a usted le ofrecen boletos para una
tómbola, endurezca su corazón, recuerde las vidas que puede salvar negándose.
EPÍLOGO OPTIMISTA
La
provincia es capaz de sobrevivir a sus defectos, y hasta a sus virtudes. Ha
dado muestras de gran vitalidad y poder regenerador. Soporta las más duras
pruebas: las novedades no han conseguido indigestarla.
La
provincia cuando se endominga es cursi y ruidosa; pero al otro día estará
cumpliendo con sus obligaciones. Se parece a la humilde criadita, buena
productora de carne de cañón, que barre las aceras de la mañana, y que con poco
pan trabaja mucho. Sueña y trabaja; no es raro que se quede dormida sobre el
mango de la escoba. Se defiende de la fatiga con el ensueño; panacea de los
espíritus adoloridos.
PSICOLOGIA DEL TRANSPORTE
I. LAS BICICLETAS
El egoísta prefiere el automóvil;
el pedante, la motocicleta; el ambicioso, el aeroplano;
el soñador, el ferrocarril; el audaz, el paracaídas; el prudente, sus pies… Las bicicletas, como los padres, sólo son un mal necesario.
Esbelta, ágil, impúdica y despatarrada, la bicicleta
sirve de modelo anatómico al pintor surrealista. .
La bicicleta es el tónico de las pantorrillas, y presta a .la juventud aire decidido. Las señoritas de pantalones prueban el metal de su
adolescencia en el agua regia de la bicicleta; la edad ingrata se redondea con la mirada de los transeúntes.
La bicicleta es la maestra de baile que corrige las posiciones .con férreo bastón de mando: las alumnas deben aprender un ritmo de palmeras.
La· bicicleta es la sombra, del pobre, ayuda a conseguir el pan, y es económica: se alimenta con sudor y aire.
La bicicleta
de la panadería es una Babilonia que incita al pillaje, y que clama por su destrucción: una sola piedra en medio ·del camino bastaría para provocar la catástrofe.
Los lecheros
prefieren la bicicleta porque tiene un aire de radiografía bovina. Una
bicicleta se parece a otra como dos gotas de leche; todas son ·pacientes y sus cuernos inofensivos.
No se concibe a don Juan galanteando en bicicleta; se cubriría .de ridículo si cometiera un rapto en bicicleta; ningún juez,
por venal que fuera, castigaría con indulgencia al que se propasara en
complicidad de semejante vehículo.
La bicicleta
de dos asientos es tan monstruosa
como un hombre con dos cabezas; representa la
dualidad irreconciliable; únicamente las compran los promotores eternos de riñas.
II. PSICOLOGÍA FERROVIARIA
El poeta se resiste hasta lo último a reconocer la belleza viril de las criaturas mecánicas. Cuando mucho ·arriesga tímidos elogios; las admira con recelo, como a los leones del zoológico,
pues nunca es seguro que la jaula esté bien cerrada. Piensa que todo mecanismo oculta una
bomba de tiempo; sólo es cuestión de
esperar para que estalle.
Hay poetas de
voz asmática que habitan en alcobas sentimentales. En cambio, otros cincelan sus mejores estrofas a la luz del sol mientras respiran a pleno pulmón; pero ambos desconocen los encantos de la locomotora, que se desgañita sin objeto
en la lejanía. Ser poeta ya no es
peligroso; ya no significa jugarse la vida, como
antaño, en cada palabra: el fuego se sustituyó con
matemáticas, la sensibilidad con fórmulas, la frescura de la gracia con ingenio
bizantino, la pasión con la inteligencia. El poeta ya no es el explorador de continentes, el abanderado del pueblo, el intérprete de los dioses. Hoy los poetas duermen en sus sillones académicos: a los jóvenes los mueve
el escepticismo y no la rebeldía, a los viejos la comodidad y no el sacerdocio. Ambos condenan la lucha y recomiendan la prudencia: son los últimos en
comprometerse ·con la justicia, y los primeros en adular a las instituciones establecidas. Si nace
un sol, inmediatamente tratan de ocultarlo con la
mano.
El
advenimiento del ferrocarril abrió una perspectiva ilimitada a los trotamundos de la imaginación.
Para
trasladarse de un sitio a otro, igual sirve el velocípedo que el aeroplano; mas si se trata de saborear
el viaje, como un caramelo enorme
de varios colores, el ferrocarril es insuperable.
Desde que el
hombre no practica el nomadismo ha sentido nostalgia de viajar con la casa a
cuestas, sentimiento que se manifiesta
particularmente en los pueblos conservadores. · El británico que no descuida el rito
hogareño, los placeres del five o' clock tea, ni en medio del desierto; tuvo que ser fatalmente el inventor de la locomotora.
Los pueblos imprimen su carácter en sus inventos. Fulton, pragmático y poco sensible, con su máquina de vapor desarboló los buques de vela; Stephenson, inquieto y amante de la comodidad,' con su creación impuso el principio del hogar que se
desliza.
Stephenson
para crear el tren encerró las nubes dentro de una tetera —que los latinos
por su temperamento nervioso miran como una cafetera—. El secreto del
maravilloso artefacto es muy simple, reunió los símbolos del viaje y del hogar: las nubes y la tetera.
Desde luego
que la peculiar naturaleza del paisaje inglés contribuyó
al buen éxito del invento; ·el tren no habría podido ser inventado en el desierto. El viaje es ilusión que requiere inmutables puntos de
referencia.
Un antiguo filósofo afirmó: "El hombre es un ser estático, mientras que la naturaleza toda es dinámica. Cuando el hombre cree ir a la montaña, sufre una
ilusión de los sentidos; en realidad, la montaña viene a él". En otras palabras, el hombre camina siempre en una banda sin fin.
El ferrocarril
demostró que aquel pensador estaba en lo cierto, y Mahoma equivocado.
El tren no
sólo por su forma se parece al telescopio, sino porque nos acerca a la realidad: desde la ventanilla sorprendemos bandadas
de árboles en vuelo.
El tren no fue
un verdadero hogar rodante hasta que apareció el coche-cama, santuario de la
comodidad de los viajeros. Así se cumplió el sueño del perezoso imaginativo: viajar sin salir del lecho. Los amantes del trabajo también encontraron la manera
de hacer algo provechoso mientras dormían acercarse a toda velocidad a sus ocupaciones. Y
todos hallaron el fácil encanto de la cuna.
El
coche-comedor vino a destruir uno
de los placeres más exquisitos del tren. Antes el viajero llevaba su almuerzo en una canasta; cuando el hambre lo
molestaba, nada más metía la mano y sacaba un emparedado. Era como merendar en el cine absorto en la película; si uno olvidaba el salero, cosa frecuente,
ya había pretexto para entablar con el vecino una agradable conversación. Además, se podía gozar del intercambio de
manjares. Ahora el coche-comedor ha proscrito la sana costumbre ·de los almuerzos caseros. El que desea comer algo suyo
debe esconderse como si cometiera un acto vergonzoso. ¡Con qué lástima
descubrimos a los pobres glotones que se ocultan en un rincón, incapaces de esperar la tardía llamada del coche-comedor!
El ferrocarril
tiene una personalidad tan vigorosa que puede transformar el paisaje. Uno se
pregunta, ¿cómo es posible que un montón de hierros trepidantes deje en la
naturaleza huellas casi humanas? Las hierbas vecinas a las vías quedan cubiertas
de un polvo rojizo de cansancio; los árboles enfermos de nostalgia en poco tiempo sé vuelven horcas sombrías; los pueblos
cercanos al tren se sienten taciturnos de tanto ver pasar caras extrañas. Son pueblos improvisados que se levantarán de prisa temiendo perder el tren. En sus
jardines crecen flores asfixiadas, y pollos flacos, con flaqueza suprema de plumero. Son pueblos que están al borde del
éxodo, siempre dispuestos a la emigración en masa a la menor noticia de climas más
propicios.
La tripulación
del tren contribuye a la amenidad del recorrido: parecen seminaristas
fracasados. Son hombres serios; la distancia marca la fatiga en los rostros.
Envejecen prematuramente, pero no se sabe si son jóvenes avejentados, o viejos rejuvenecidos. Tienen un aire ambiguo, y
nunca se adivinarían sus intenciones; ignoramos si el que revisa los billetes se
divierte a. nuestra costa, o nos presta un servicio
valiosísimo al perforar • ·nuestros billetes. Cuando aparece el mozo llamando a comer, no sabemos si nos .hace un favor, o nos conduce como rebaño
al corral. El agente de publicaciones, misterioso como un distribuidor de panfletos, posee
la sonrisa beatífica, agridulce, de un librero de la Buena Prensa. Sobre todo, nos gustaría conocer las
facciones que el fogonero oculta bajo el hollín; sabríamos a qué atenernos.
El silbato del
tren: animal herido que baja incendiando el monte y le pone carne de gallina a los cristales.
No hay llanto más triste que, el del tren que se acerca a las curvas, ni alegría más impetuosa que la de la locomotora que llega al bebedero.
Si en cada vagón no hubiera un grifo, el viaje resultaría monótono hasta la locura. La empresa ha pensado en todo: provee a los viajeros de vasos tan pequeños que sólo calman la sed durante cinco minutos justos. De otro modo habría el peligro de que no resistiéramos la tentación de jalar el timbre de alarma: ¡todo con tal de romper
la monotonía! A las pocas horas de marcha los alrededores del surtidor de agua son un cementerio de pequeñas aves marinas todavía húmedas y ya consumidas. ¡Pobres vasos de papel, es tan corta su .carrera! Del pulcro nido salen sólo para morir;
pero en manos ·infantiles perduran como trofeos de guerra. Su raza no se ha extinguido gracias al genio de la especie que los incuba por millares.
A lo largo de
las vías, lo mismo que en los carros, aparecen de trecho en trecho cifras esotéricas. Los muy enterados en los misterios del tren conocen, tal vez, su sentido; pero los viajeros no han encontrado la solución del enigma. Se sospecha que son mensajes cifrados de una secta feroz; pero en ·el fondo queda la incertidumbre. Poca gente
pisa terreno seguro en
matemáticas; y todos desconfían de las estadísticas. ·Estos números son más indescifrables que los
itinerarios que rigen la caprichosa marcha del tren.
El túnel: eclipse a cien kilómetros por hora. Los túneles ·son la mala
memoria de los ferrocarriles, las necesarias lagunas mentales. Se borra todo, y se comienza una página en 'blanco. (Viaje o vida sin túneles es insoportable.) No hay nada tan
vivificador como un baño de sombras. La monotonía del paisaje desaparece
fulminada por un rayo sombrío. Los viajeros se entregan a la inconsciencia
de una noche en miniatura. Basta un minuto de silencio para expiar una hora de charla.
Muchas veces
el andén significa la solución más limpia y rápida de un aprieto. (Poner tierra entre nosotros y nuestros enemigos ha
sido siempre una política sabia.) Nunca agradeceremos lo suficiente al
inventor de las estaciones, quien tal vez ni soñó en que servirían de
escotillón providencial para perderse de vista en un caso de apuros.
Al andén
concurren los ociosos y los entretenidos. Ninguno de los dos hace nada práctico; pero los ocupados se distinguen por su
nerviosidad: tratan inútilmente de subir o
de bajarse del tren, y ninguna de las dos empresas es fácil. Los desocupados, por su parte, procuran hacer más complicado el tráfico de los
viajeros. El medio común y corriente es obstruir el paso con excesos
sentimentales, más estorbosos aún que los, cargadores de equipaje. Los ociosos
como buenos sabios parecen ignorar que para los entretenidos perder el tren
significa una tragedia. ¡Qué tristeza ver las luciérnagas de
nuestro· tren que desaparecen en la noche!
Viajar en el
día —además de ser tedioso— demuestra ignorancia de los placeres
rodantes. El ferrocarril es la cuna perfecta. Resulta anacrónico y molesto embarcarse en una mecedora;
pero el viaje nocturno extrae hasta la última gota de jugo a las horas del sueño. El viajero despierta molido y ojeroso
como después de una orgía; todo placer agota. Nadie· puede describir sus viajes nocturnos, porque lo que cuenta verdaderamente en la vida es inenarrable. Ninguno es capaz de contar su noche de bodas. El viajero nocturno cuando
mucho dice: "Suspiré, lloré, cambié varias veces de postura, y al
despertar todo había terminado". Así es la existencia: vale por lo que deja inédito, por lo que vislumbra y
adivina; no por lo que consume y acaba. Las
mujeres, el tren y la fotografía, sólo revelan su contenido en la
oscuridad.
El tedio en el ferrocarril empuja a las confidencias; Además, se
habla con la seguridad de no volver a encontrar al confidente. Estas relaciones
agradan a la mayoría por breves y
superficiales: duran sólo de una estación a otra. En un momento nos
enteramos de una biografía, y la olvidamos cuando
el narrador desaparece de la vista. Los rostros se borran de la memoria con
la misma facilidad que una película mediocre, A veces hasta deducimos que los viajeros son fantasmas por
irrecuperables.
El tren cada
día se deshumaniza más; sus líneas se fugan como pez resbaladizo. En cambio, antiguamente los diseñadores procuraban las líneas
suaves y maternales; hoy las rectas han sustituido a las volutas eficaces
contra el aburrimiento, y han desnudado las paredes sin piedad
de sus arabescos y sedas. Cada día los ingenieros ofrecen
productos más insulsos y fríos. Los estetas modernos se postran ante el water-closet
inmaculado: máximo exponente de la belleza funcional.
¿En qué corral
se estarán pudriendo aquellas locomotoras que parecían molinillos de café en
día de campo, aquellos heroicos trenes que los viajeros debían aliviar
apeándose en las cuestas?
Cuando el tren queda fuera de servicio, lo mandan a los suburbios de una ciudad. Las orgullosas locomotoras que amenazaron al
infinito con morderle la cola, se ven expuestas a las inclemencias del clima, y a la chiquillería que
maltrata sus despojos. Por esto a veces las locomotoras
se embisten unas a otras con furia suicida, cuando
comienzan a envejecer. Prefieren morir en medio del campo a terminar sus días en unos patios donde las carcome la
lepra del moho.
A las
locomotoras viejas las someten a trabajos denigrantes: mover carros de una bodega a otra. Bajo el jadeo que les producen estos
esfuerzos cortos pero fatigosos, se adivina la protesta de un caballo de raza
al que dedican a sacar agua en la noria.
Los
ferroviarios jubilados que sienten nostalgia del oficio, se van a vivir a un vagón fuera de uso. Simbólicamente
habitan de antemano en el féretro que los llevará en un último viaje; sin embargo, estas moradas rejuvenecen: el inquilino se hace la ilusión de que aún está en servicio; los trenes que
pasan frente a la puerta reaniman su corriente sanguínea; hasta les parece que ellos parten y que los trenes se quedan.
Estas
habitaciones de los jubilados no son más que cajas de ·madera adornadas con hierbajos que asoman por las ventanillas pero tranquilizan, ya no hay el miedo continuo de perder el tren. A veces los jubilados también se asoman: parecen la
fotografía amarillenta de sí mismos vista muchos años después de su muerte.
ESPEJOS DESDICHADOS
Cada vez se construyen casas más chicas: las paredes se estrechan y los techos descienden. El hombre, apto
para inclinar la espalda en besamanos, se conforma; pero hay seres más nobles, incapaces de humillarse, y no les queda otro remedio que irse a vivir a la calle. ¡Morir antes que adaptarse!
Ya que está de moda la
filantropía, ¿por qué no se funda un asilo para los enormes espejos desahuciados que no encuentran donde ampararse?
He visto a los espejos pidiendo asilo de puerta en puerta. En muchas partes la vanidad les franquea el paso; pero ellos no entran, sino que permanecen en el umbral con ojos melancólicos de espejo roto. Su moral inflexible les prohíbe inclinarse.
Nada más triste que un espejo sin hogar. Parece decir al peatón:
—Llévame contigo, y convertiré tu modesto
hogar en palacio. Cuando abras una puerta, te franquearé el acceso al infinito a través de miles de puertas. Te indicaré sin reproches, más silencioso y diligente que una mujer, si el nudo de tu corbata está
en su sitio. Además, cuando se aproxime tu vejez, daré la voz de alarma para que el
amor no deshonre tus canas.
Los grandes espejos de salón, como los dinosaurios, están destinados
a extinguirse en el planeta; si al menos fueran como sus hermanos menores, los
espejos de bolso: acomodaticios, aduladores,
coquetos, chismosos, que son la buena estrella de
las mujeres, pero no. Los grandes espejos tienen naturaleza más noble; dignos y fríos, como un cuadro
que representara el mar antes del nacimiento de Venus, están .consagrados a reflejar los pomposos sucesos de la historia.
LAS COLAS
¿Por qué la
multitud adquirió el hábito de formar colas? Lo ignoro; pero miro con simpatía
a esos milpiés humanos, ya que me revelan de golpe la poesía gregaria de la
ciudad.
Observo a las
colas desde lejos; son poderosas: su imán me atrae fatalmente. Si alguien se
acerca, está perdido. Nunca se sabe a dónde conducen, pero entre más grandes, más
fascinadoras. Su fuerza de atracción está en razón
directa a su longitud.
El hombre de
la ciudad es muy propenso a formar colas. Basta que un distraído se pare un
minuto en la esquina, y despertará convertido en cabeza de una cola gigantesca.
Y no hay otro remedio que esperar. ¿Quién se atrevería a ir a .casa con una
multitud siguiéndolo?
La cola es la
expresión pura de la democracia: el turno riguroso. Las Cámaras deberían
legislar sobre ella. Ya se ha especulado con el espíritu de cuerpo de las
masas: el comerciante sin escrúpulos coloca frente a su establecimiento una
fila de estafermos pagados. El público cae como mosca en la miel.
Algunos galanes
prostituyen el noble fin social de las colas. (Para ellos también debería haber
un castigo.) Las usan como trampas de la galantería. Ellos saben que el lado flaco
de las mujeres es la impaciencia. ¿Hay espectáculo más desesperado y
desesperante que una soltera en espera del autobús matrimonial en la esquina
del tiempo?
Moraleja: el
hombre es un animal de costumbres; pero hay algunos que carecen de ellas.
SOCIOLOGÍA DEL JARDÍN
La banda de
música ejecuta aires antiguos, remedio contra el mal gusto de la moda. La gente se congrega alrededor de kiosco, y en los
intermedios se dispersa por los senderos, buscando las américas del aburrimiento.
Hay gentes de
todas edades y oficios; el jardín es tierra de nadie y tierra de todos, La policía no pide documentación en
regla ni a los que minan los sótanos del Ministerio del Trabajo, y están seguros hasta los disolutos que sueñan con la inmortalidad
del cangrejo. Aquí cualquiera puede olvidar por un rato los estigmas del
nacimiento, hasta el indeseable desterrado de un continente perdido.
El asiduo a
los toros concurre al espectáculo con ánimo, feroz, y descarga sus instintos
reprimidos; el aficionado al cine sueña despierto, enfermedad de los
civilizados; el sportman para matar el tedio busca en África las
posibilidades extremas de la vida y de la muerte; el que se detiene ante una máquina que remueve toneladas de material, es un adicto al ocio no
especializado.
. El que asiste al jardín, especie de filósofo ambulante que va de una
escuela a otra, nunca participa en el espectáculo de la vida. Entra y sale del ·escenario sin ganar pena ni gloria; acepta las leyes
bidimensionales, y se confunde con el decorado. En sus ojos hay un no sé qué de
melancólico y perruno: visión de paisajes remotos y filetes inalcanzables. Su dogma único es no perturbar el silencio de las
cosas.
El jardín no
se entrega como la mujer incauta al primero que pasa. Las reglas de esta masonería son arduas, y se requiere
de un largo ejercicio para llegar a ser catador de sus .encantos; aunque el hombre del jardín nace y no se hace, no hay que olvidar que el genio es el
trabajo, y en este caso fruto de ocios abrumadores.
¿Qué fuerza
misteriosa reúne en torno de la banda de música a los que se atreven a proclamar el descanso como un derecho y un
arte? ¿Quiénes son? ¿De dónde han venido? El camino del jardín es el mismo que
conduce a la sala de espera del psiquiatra, al prostíbulo de barrio, a las
noches de plenilunio; pero la pobreza es el sendero más amplio y seguro.
Aquí el
burócrata es el ejemplar más numeroso, pero el menos interesante. Sólo posee
dos trajes: el cotidiano y el dominguero; y también dos caras, una para entre
semana y otra para los domingos. Hoy ha traído una apariencia
despreocupada, una cara de circunstancia apta para meditaciones trascendentes.
Baila al compás de la música que tocan, pero en el fondo se aburre; hay algo
falso en su sonrisa beatífica. La música de la banda es triste: parece
evocar infinitas mercancías fuera del alcance del bolsillo.
La poesía no sólo
se nutre de alimentos románticos como las puestas de sol y las doncellas
pálidas, sino también de automóviles lujosos, de platillos de restaurante caro,
de caricias robadas en el autobús. El burgués no resulta despreciable por su
concepto hedonista de la poesía, sino por su mimetismo que lo vuelve un mal
objeto de observación.
El jardín es
interesante gracias a esos onanistas de la soledad; los solitarios están tan
orgullosos de su vicio que no se deciden a que permanezca completamente
secreto, y el jardín les sirve de escaparate para coquetear con la masa.
•
Aquella mujer
no es viuda por el color de su vestido; como hoy el luto es un talismán
ineficaz contra las asperezas del mundo, las viudas se protegen con telas de
dibujos y colores atrevidos; sólo pueden ser reconocidas por la mirada de asombro que les echan a las parejas de
novios. El paseo de las viudas en el jardín es triste y presuroso. Ellas no encuentran tranquilidad ni dentro ni fuera de casa;
a veces las habitaciones adquieren
proporciones infinitas y desoladas; otras, se reducen hasta caber dentro de una nuez. No importa que ella mude los muebles de
sitio, que malbarate la ropa del difunto, que
ponga flores rojas en los jarrones; siempre se sentirá sola; le falta la presencia brutal pero indispensable del hombre. Las viudas incapaces de incorporarse a la vida, se marchitan como los periódicos de fecha atrasada que ya no interesan a nadie.
•
La ciudad sólo
obtiene rango de metrópoli, cuando en sus calles y jardines comienzan a aparecer los personajes de un drama de neurastenia y soledad. Esas criaturas extrañas se hacen notar por su paso desarticulado, como si les faltara aceite en las coyunturas o fueran habitantes de un país de ventarrones. Por su aspecto estrambótico y miserable constituyen la poesía naturalista de la gran ciudad. Nadie les niega una mirada de
lástima y extrañeza; pero en el fondo se les tiene miedo. Parecen dispuestos a compartir
nuestra cama, nuestro pan y nuestras mujeres; y su miseria les confiere un derecho divino. Los desposeídos podrían desposeernos; quizá no lo
hacen porque presienten la nauseabunda carga que pesa sobre el propietario.
Toda ciudad
ama sus arrabales y a sus parias. Los pobres pasan casi
inadvertidos; se apiñan con una poderosa voluntad de anonimato y con gran conciencia del espacio. Si un incendio gigantesco los obligara a huir
de sus madrigueras, se desbordarían por las
llanuras y cubrirían los montes. Como una naranja invadida de hormigas, el
mundo entero no será capaz de contenerlos; las autoridades tendrían que
promover emigraciones a otros planetas.
A veces de la soledad surge un profeta; indiferente a la burla · pronuncia palabras terribles;
luego se evapora ante los ojos incrédulos y nadie lo vuelve a ver jamás. El
desprecio del público · por el profeta no ·se debe a la falta de elegancia (algunos bohemios mal vestidos han conquistado a los salones), sino a su modo tan brutal de decir verdades. La
verdad desnuda es perogrullada: a nadie le impresiona mirarse en el espejo; si el profeta afirma:
"La muerte trabaja en los espejos", causará risas en lugar de inquietudes. Por fortuna estos casos desesperados no abundan; la mayoría más
pacífica prefiere tina banca para
contemplar a las hermosas mujeres que nunca se acostarán en su lecho, para practicar la filosofía de la resignación y el desencanto: "Los frutos mejores de
la tierra no cuestan nada; todo puede ser poseído con la imaginación"
Cuando el solitario sueña en la justicia, los árboles del jardín se convierten en horcas que esperan a los ladrones. La justicia humana sólo conoce un castigo y un premio: la soledad.
Los enamorados son grandes solitarios; dominan el difícil arte de tomar baños de soledad en la multitud. Se apoderan de una banca o de un prado que ofrece inmunidad
diplomática. No podrían estar más solos ni en el paraíso antes de llegar Adán y Eva. En el jardín se escriben todas las novelas románticas.
La muerte del
amor es la compañía. El confesor, un amigo .muy íntimo y afectuoso, un hijo inoportuno, les abren
los ojos a los enamorados. El amor es ciego. El
antídoto de la perogrullada es la paradoja; no hay soledad más profunda que la de una pareja.
El jardín es el salvavidas de los que naufragan en la soledad.
El niño y el viejo tienen por común denominador la
soledad. La diferencia estriba en que el niño la acepta como alimento desagradable que debe comer; en cambio, el viejo se resigna a ella como a un
mal inevitable. El niño camina al lado de la soledad con pasos tímidos de primer día de clase; en cambio, al viejo nada le importa y se deja arrastrar por ella,
como cántaro que ya ha ido muchas veces a la fuente. Pero el jardín ofrece a
ambos ilusión de compañía.
El niño
realiza sus primeros descubrimientos en el jardín. (Cada hombre a su vez
descubre el mundo, y a
su tiempo oportuno aprende que debe perderlo.) La escala
del conocimiento es muy amplia pero mezquina; el niño observa con desilusión la
fabulosa vida de las hormigas: transportan cargas mucho más pesadas que ellas;
pero no resisten la presión de un solo dedo del niño. Un huevo de Pascua que
sale vacío no lo entristecería tanto como la muerte del insecto; no hay nada
más inesperado ni tan novedoso como la muerte.
•
Hay jardines
públicos tan olvidados que no los encuentran ni los perros callejeros.
•
El provinciano
inadaptado recobra su pueblo en el jardín de la metrópoli; hasta puede hallar a
la novia que perdió un día de nublado y neurastenia.
Seguramente el
que pierde algo lo buscará en el jardín; allí van a parar todos los números sin
premio de la lotería, los crucigramas sin resolver, las interminables horas en
espera de las novias olvidadizas, cuando cada nudo de las ramas de los árboles
recuerda la cita que nunca se realizó.
El solitario
cree que la amante ideal es el maniquí: se deja desnudar sin ofrecer
resistencia ni compañía. Además, el maniquí comprende la tragedia de vestirse
con las mejores ropas para quedarse en la soledad.
•
El jardín es
la antesala de los suicidas que esperan la mayoría de edad de la muerte.
•
El jardín
parece un andén en el que reina el triste clima de los adioses, y sólo se
aguarda la señal secreta de las aves migratorias para marchar rumbo a lo
desconocido.
En el jardín
también se cometen crímenes atroces; pero no aparecen en el periódico gracias
al desinterés del público por las hojas marchitas. Un crimen apasionante debe oler a tinta y sangre fresca.
•
El jardín es
la cantera más sólida del recuerdo. Se olvidan rostros y palabras; sin embargo,
la geometría del jardín perdura en el recuerdo. La ciudad sin jardines tiende a
desaparecer por asfixia lenta, por anemia perniciosa del panorama
Una ciudad no
se rinde sin luchas. La última batalla la da en el jardín, en la morada de
los héroes que mueren para que vivan sus estatuas, ellos tienen el valor de
enfrentarse a sí mismos en la soledad.
EL CINE Y EL OCIO
El mundo
comienza a humanizarse; aun abogados, médicos y sacerdotes, admiten que hasta el más infeliz tiene
derecho a descansar algunas horas; pero no hay
perspectiva más aburrida que la del tiempo libre. (Observemos un par de manos
desocupadas: su atormentado dueño no sabe dónde meterlas.)
¿Qué algodón,
qué paja, qué borra se ha inventado para rellenar el vacío de las horas libres?
Un humorista afirmaba que después de Cristo sólo se había inventado un placer nuevo:
el tabaco. ¿Olvidó el cine, o quizá creía que era
un degenerado descendiente del teatro? Si no le concedemos novedad, por lo
menos debemos reconocerle una ventaja sobre el teatro: puede enlatarse y
servirse —aun a domicilio— en los lugares más distantes del globo. Los actores
de teatro no aceptarían fácilmente ser empacados y expedidos a provincias. Y,
aunque se resignaran a semejante sacrificio, no podrían actuar al mismo tiempo
en mil salas.
Después de
reconocer la virtud del cine para estar en todas partes, como ciertas
solteronas, sólo nos queda hacerle justicia. Desde su nacimiento ha sido un
campeón ele la alegría, Sin embargo las películas son una espada de doble filo. Muchas veces los
espectadores salen más fastidiados de lo que entraron. Juran solemnemente no
contribuir en adelante ni con un
centavo al enriquecimiento de los príncipes del lugar común cinematográfico.
Pero el hastío los obliga a caer una y otra vez en la trampa, igual que los campesinos que reinciden en el truco de la
cascarita de nuez, en el "adivine dónde está la bolita, y regrese rico a
casa".
El cine es una
mercancía noble: se busca siempre, sin importar los innumerables chascos que
pega. Una sola buena película absuelve millones de argumentos trillados.
Además, aunque la cinta resulte un culebrón, el espectador con inventiva se
ingenia para no pasar un mal rato; sólo los cretinos ignoran las sorpresas
agradables que ofrece una sala a oscuras.
¿Qué haríamos
el domingo si no hubiera películas? No es un recurso cualquiera, sino un
remedio ideal para el ocio moderno: ser muchos y estar juntos en la soledad. El
cine proporciona el calor y hasta el olor del rebaño, y a la vez la ilusión de
vivir la plenitud. Al identificarnos con los héroes de celuloide, les delegamos
la tarea de ser ángeles en un mundo adverso, pero finalmente sometido bajo la
bandera del fin feliz.
El cine tiene
su prehistoria. Además del papel y la pólvora a la vieja China le debemos la
prefiguración del cine; antes de Cristo ya había funciones de sombras
chinescas.
La complicidad
de la noche, una vela encendida, unas manos ágilmente orientales y un muro
blanco, constituyeron el equipo neanderthaliano de cine. Aunque muy simple,
bastaba para diluir opio de sombras en la sangre china. Podemos imaginar cómo
se realizó aquella primera función, y cuál era su argumento. De seguro el héroe
venció al dragón, y pudo rescatar a la princesa de ojos oblicuos.
Las sombras
chinescas, como muchos inventos, se descubrieron por casualidad; pero no fue
casual la afición del pueblo chino al heroísmo y a los sueños. Aquel antepasado
del cine pudo progresar; sin héroes, sueños y sombras no es posible ninguna
clase de cine.
Hace poco
apareció la propaganda subliminal, el anuncio secreto que no perciben los
sentidos, pero que lo capta el inconsciente. Algunos moralistas se alarmaron
imaginando letales efectos. Los espectadores, después de recibir la orden invisible
pero eficaz, repetida miles de veces: "Consuma tal clase de vino", se
lanzarían a emborracharse después de la función. La televisión, en las pantallas
hogareñas, incitaría a los adolescentes a fumar y a beber antes de tiempo.
Total: una amenaza.
(Pero los
moralistas ven amenazas dondequiera, y no se dan cuenta cuando tienen enfrente
un peligro verdadero.)
El cine
siempre ha usado cierta clase de propaganda secreta; sin embargo pocos
advierten la sutileza de las órdenes que emana la pantalla. La propaganda se
realiza sin palabras ni gestos. El espectador no imita los ejemplos obvios. En las
pantallas diariamente se cometen robos, asesinatos, y se ven otros malos
ejemplos; sin embargo, excepto uno o dos desequilibrados mentales que de
cualquier modo, a la larga, se han de dedicar a la delincuencia, los
cineaficionados regresan en paz a sus casas. La verdadera y única emulación se produce después. Las corbatas, los trajes y los modales de los artistas
se imponen como una ley tácita. Las órdenes provocan rebeldía; las sugestiones,
al contrario, son aceptadas con sumisión ciega.
El cine posee
el arma más poderosa de la historia: la sugestión. Pero hasta hoy muy poco o nada se ha empleado. Los productores de cine
podrían ser amos omnipotentes; las multitudes les entregan sus ocios y les
confían sus mentes semiembrutecidas, casi en estado hipnótico. Y del parto de los
montes sólo resultan ratoncitos a la Marlon Brando, ratonas quinceañeras que se
sueñan reinas del sex appeal.
La ineficacia
del cine como medio educativo se explica fácilmente: los productores viven en
constante pánico; temen que las cintas pierdan su baño de plata. Persiguen el
éxito compulsivamente y el fracaso los asusta más que la muerte. Han conseguido
gran prosperidad, como los garitos: pero diariamente hay la posibilidad de que
la banca quiebre. Los productores que en la bonanza se jactan de conocer el gusto
del público, en la crisis, en cambio, acusan a todo el mundo: al público
caprichoso, a los artistas agotados, a las modas que cambian. Si los magnates
bajaran de cuando en cuando de su pedestal, quizá sospecharían que su mercado
no se compone sólo de objetos, sino de personas, y ellas sólo por bondad y no
por estupidez toleran los bodrios con pretensiones de décima maravilla.
Si los
productores se preocuparan más por el contenido y menos
por la propaganda, sería posible que sus ganancias se estabilizaran.
Los
productores aseguran que las curvas de una corista les reportan más ganancias
que el argumento más genial. Es .cierto;
nada puede objetarse en contra de
las bellas formas femeninas. Al contrario: son estéticamente educativas.
Después de todo, en principio, la educación y la belleza nunca han 'estado peleadas.
Pero los
productores no toman en cuenta (error imperdonable) que la calidad de sus materiales puede influir también en los ingresos. Las estrellas más famosas se eclipsan de la noche a la mañana; en cambio, a pesar de los siglos aun .apasionan ciertas chácharas sobre filosofía griega. Dejemos el fallo al público; él paga, y a la larga nunca se
equivoca.
No se pretende
que se ponga en cine los Diálogos de Platón; sólo se desea que no produzcan películas que
huelen a pescado viejo. Después de mostrarnos un millón de veces
.el mismo truco, todavía esperan
divertirnos. Para un público de niños y adolescentes, quizá sería tolerable;
pero los adultos .deseamos que dejen de considerarnos
retrasados mentales.
Además, no
sólo se va al cine por el urgente deseo de matar .el ocio, sino para compensar
las frecuentes frustraciones de la vida moderna. Ahora la riqueza se acumula, las mercancías multiplican sus tentaciones en el marco de los tubos de neón. El supermercado
(versión moderna del cuerno de la abundancia) nos hace sentirnos más pobres que
ratas. Sin embargo tenemos el consuelo de darnos banquetes imaginarios
con alimentos que nuestro paladar desconoce, y aplacar
en parte nuestra hambre, viendo a los héroes del celuloide poseerlo todo con
seguridad olímpica. El muchacho guapo, bien vestido, tiene acceso a los sitios
de lujo, maneja carros kilométricos, habita en una gran
mansión, recorre el planeta de arriba abajo, y el dinero jamás se le agota. Aun Rockefeller se sentiría pobre a su
lado.
El héroe
antiguo se distinguía por su ilimitada fuerza física, el moderno por su mágica capacidad para derrochar. Hoy las hazañas de Hércules y de Charles Atlas (actual versión comercializada) pasaron a segundo plano. De nada sirve ser levantador de
pesas, si por falta de dinero debemos huir de nuestros acreedores.
La grandeza de un arte depende de su capacidad para inventar mitos. El cine creó los de nuestra época. A pesar del prestigio que hoy goza, su
advenimiento fue bastante azaroso, lento y
humilde.
Muchos físicos, dibujantes,
empresarios de circo y fotógrafos, durante
el siglo XIX, se quemaron las pestañas para dar movimiento a las
imágenes de la linterna mágica. La historia de esta empresa es dramática, y está relacionada con varios nombres ilustres.
Plateau fue el mago que hizo moverse a los dibujos. Su aparato
—muy simple— sirvió para crear juguetes. Los nombres que
les dieron: fenaquisticopios, zootropos y
estroboscopios, parecen inspirados en una zoología fantástica.
Cuando se inventó la fotografía, el cine dejó de ser juguete. Marey, interesado en el movimiento de los animales, lo empleó en investigaciones científicas. Se dedicó a
tomar vistas con su fusil fotográfico. Podemos
imaginar cómo huirían bestias y gentes espantadas del aspecto de la primera cámara de cine; no se diferenciaba mucho de un
fusil verdadero.
Edison
continuó los trabajos de Marey. De su laboratorio salió el kinetoscopio; pero sólo era una curiosidad científica: el aparato no podía proyectar las películas. Otros
lograron hacerlo. Pero el cinematógrafo de Lumiere se impuso por su perfección técnica. Los operadores de
Lumiere se dispersaron por los cuatro
puntos cardinales, y en todas partes fueron recibidas con los brazos abiertos las primeras películas.
El director de
teatro George Mélies ·inició el teatro fotografiado. A diferencia de Lumiere que prefería las
vistas del natural, Mélies empleó todos los
recursos del teatro: actores, trajes, decorados, argumentos dramáticos, etcétera.
Así nacieron
los nuevos mitos. El cine se lanzó a conquistar ferias y barracas. Las gentes, mientras comían fritangas y golosinas, presenciaban las terribles persecuciones
que ofrecía la pantalla. Los policías corrían detrás
de los ladrones, los perros perseguían a los gatos. Este tema elemental, a pesar de sus pocas variantes, continúa siendo la· columna vertebral del cine.
La casa Pathé
fundó unos estudios cinematográficos. El comercio vino a consolidar el nuevo arte, y protegió a su bebé mediante el ingenioso sistema del monopolio. El cine, atravesando etapas sucesivas: juguete, curiosidad, investigación científica, finalmente llegó a la fábrica. Las ilusiones comenzaron
a empacarse y a ganar mercados.
Salchichas, pescado y películas, se disputaban la supremacía en la bolsa de valores. El cine, al principio tan tosco que sólo
halagaba los sentimientos infantiles, aspiró a la categoría de arte. Llamó en su auxilio a literatos, a pintores y músicos de primera línea.
El cine mudo, sin olvidar las persecuciones, se transformó
en un gran espectáculo; pero a pesar de sus pretensiones más bien resultó patético que
artístico. Los personajes históricos desfilaron por la pantalla: Nerón, Atila,
Cristo, Cleopatra con toda su
corte, etcétera. El cine deslumbraba; pero el
carácter de su deslumbramiento era aún infantil. Su lujo
de nuevo rico era demasiado chillón y grandilocuente.
El cine
encontró acomodo en la próspera Norteamérica, en pequeñas salas. A pesar de que se cobraban sólo
níqueles, se convirtieron en verdaderas minas de oro. Los empresarios pronto fueron capaces de independizarse y de producir las películas que exhibían. Se realizaron varios tipos de películas; pero las cómicas
tuvieron más éxito. El género se popularizó gracias a sus batallas campales con tartas de crema. Sin
embargo, Chaplin, su campeón, creó un nuevo tipo de
comicidad. Empleaba el tema de las persecuciones;
pero lo despojó de su sadismo, le confirió dignidad heroica, sin excluir la ternura.
Charlot, un vagabundo, casi un ángel, se burlaba de las leyes físicas y de la autoridad de los ricos. Tomaba el papel de defensor de los pobres y de los débiles; aunque él mismo era pobre y débil. Sin embargo poseía una gran fuerza: la exaltación de la dignidad. Charlot encarnó un mito. Interpretó el deseo del hombre de liberarse de las
obligaciones que lo oprimen, y de alcanzar la libertad ilimitada y la individualidad plena.
Charlot iba
por los caminos. En seguida el duelo se entablaba. La sociedad no toleraba al
rebelde, ponía en juego todos sus recursos para aplastarlo; pero él sorteaba los peligros y proseguía su camino.
Charlot tuvo
un precursor: Don Quijote. La gran diferencia entre el campeón antiguo y el moderno consistía en la conciencia de los actos. Don Quijote, a pesar de su locura, poseía completa lucidez en sus ideas. En cambio Charlot ignoraba su grandeza. Actuaba obligado por las circunstancias y
casi siempre arrastrado por su generosidad.
Bergson
definió lo cómico como el fracaso de los ideales de perfección humana frente a la realidad. Al Quijote bien puede aplicársele este concepto; su idealismo le mostraba gigantes donde había molinos; pero la realidad se
encargaba de desmentirlo; en cambio, en Charlot no nos hace reír el fracaso de la supuesta perfección, sino al contrario, su invulnerabilidad; a su
paso hacía florecer milagros. En el momento preciso, se inclinaba para recoger un cigarro. La piedra traidora pasaba por arriba, y él ni siquiera se enteraba del peligro.
Después
Hollywood inventó una nueva clase de películas donde
reaparecía la temática inagotable de las persecuciones; pero con un ritmo más
veloz. Las cámaras se instalaron en las praderas norteamericanas
del oeste.
El género de
los pastelazos de crema se agotó con Chaplin, y se transformó en las refinadas comedias de hoy. En cambio, la fama de la
película de caballitos (aunque por lo general sin pretensiones) continúa tan firme como en los días de su apogeo. Quizá no sólo por la popularidad de los caballos, sino porque los westerns son típicamente norteamericanos. Además, su género responde mejor al espíritu del cine: la acción épica.
La película de vaqueros representa el retorno ideal a la naturaleza. El muchacho hace triunfar a la justicia con la fuerza de sus puños y con la
puntería de sus pistolas. A
pesar del puritanismo de sus creadores,
muchas veces su trayectoria no es inmaculada. Es más: su
pasado turbio parece ser una de sus características. El muchacho
proviene de ·una ciudad norteña, quizá pasó su infancia en la corrompida Europa. Sólo sabemos con seguridad que se peleó en un garito suburbano, y evitó a la policía yanqui por el obligado camino del sur. Su carrera criminal se complica y se perfecciona, al unirse con una banda de malhechores. Sin
embargo, el aire benéfico de la llanura regenera los malos sentimientos del norteño.
Conoce a la muchacha, rara amazona y maestra de escuela. Él se adorna el pecho con la· estrella del sheriff. Sus rápidas pistolas son las que inclinan la balanza en favor de
los buenos.
A pesar de
todo, las películas de caballitos nos hacen pasar momentos de emoción pura. La ingenuidad del drama rural y moralista no
invalida su aspecto creativo. En una civilización decadente, exalta virtudes masculinas: la fuerza y la destreza empleadas en defensa de
los débiles. El muchacho simboliza a San Jorge matando al dragón; pero el vaquero gracias a su pasado turbio se humaniza, como nosotros maldice y tiene modales rudos. Pero a nosotros, anémicos ciudadanos, nos falta el aliento heroico que a él le sobra.
La película de
gánsteres también se apropió del tema de las persecuciones. Aunque se relegaron las
praderas polvosas, los pandilleros se ametrallaban en laberintos de calles. El crecimiento de las ciudades creaba problemas. El héroe era un inadaptado
social, trataba de obtener dinero fácil, e indefectiblemente lo impulsaba un deseo vindicativo. El gánster no respiraba aire puro de las praderas. Su
egoísta apego a la ley de la supervivencia lo imposibilitaba para los ideales éticos. Era un antihéroe, un villano. El muchacho, un policía, con la ayuda de una docena de argumentistas se encargaba de darle su merecido.
El género gansteril
es esencialmente dramático: el protagonista se encumbra luchando en contra de la adversidad; pero las fuerzas del orden público lo bajan de su pedestal, y muere en un tiroteo. Sin embargo la azarada existencia del gánster no es del
todo inútil; su muerte ejemplifica, mediante la moraleja, el camino que no
se debe recorrer.
A pesar de que
el criminal maduro sólo inspiró desprecio, su hermano menor, el "rebelde sin causa", quizá por su juventud fue considerado un ser humano, y no sólo como ejemplo. El cine se humanizó, renunció a ser juez, y se convirtió en
psicólogo, en educador. Nos demostró que los
delincuentes jóvenes no actuaban por pura maldad, sino por desesperación y soledad. Fue un triunfo del cine hablado. En ese momento tuvo voz.
El cine mudo
produjo otro género: la película de terror, y también aprovechó el inevitable tema
de las persecuciones. A pesar de que en su mayor parte proporcionaba un placer
masoquista, el género logró crear sus mitos. El gran terror y la angustia del ·mundo encarnaba en alguna creación fantástica. El miedo, limitado dentro de las formas precisas de
un monstruo, perdía la omnipotencia que le confería su vaguedad. Más tarde, cuando la ciencia
progresó bastante para poder proporcionar temas terroríficos, y los laboratorios convirtieron en realidad las fantasías de Verne, la angustia aumentó; la volvieron más vaga e ilimitada. Las películas de
terror, en su intento de racionalizar los temores humanos,
cayeron en el desprestigio y en la inutilidad, cuando no
resultaron contraproducentes.
En Europa el cine mudo, a partir del tema de las persecuciones, llegó con los expresionistas al callejón sin salida del artepurismo. Los
refinados y cultos cineastas pretendían nada menos que encontrar un
incontaminado lenguaje de formas en movimiento; pero todo se redujo a experimentos ·para minorías en los cineclubes.
En
Norteamérica apareció el cine sonoro, y con él surgió el género musical. Unas pocas películas musicales son espectáculos brillantes y divertidos, las
demás están plagadas de decorados cursis y coristas
de tercera línea. El género musical, a veces mezclado con el cómico, se distingue por su 'ineptitud para crear mitos; sin
embargo contribuye como ningún otro a la leyenda dorada de
Hollywood.
Hollywood es
el fabricante de sueños en Norteamérica. La publicidad
pretende presentarlo como un paraíso; sin ·embargo, sólo es una fábrica. Si se mira de cerca ofrece una imagen lamentable, como una joya de cobre que pierde su baño galvanoplástico.
Al cine hablado le corresponde el mérito de haber creado el género psicológico. Las violentas persecuciones físicas
se sustituyeron con sutiles rastreos
psíquicos. Ya no se perseguía al villano, sino un
complejo emocional, y no simplemente se presentaba un drama, sino que se buscaban las causas primeras. Lo malo fue que el género degeneró. Que la neurosis
sea hoy un mal común, no justifica la vulgaridad del cine con pretensiones
psicoanalíticas. Se ha llegado al colmo: las películas de vaqueros se hilvanan con retazos mal pegados de
psicoanálisis.
El género psicológico
se encuentra muy cerca del policial; si en la literatura ha logrado cierta
dignidad, en la pantalla, en cambio, es un fraude. Se caracteriza por la
trivialidad de sus tramas. Al plantearse la obligada pregunta:
¿quién es el culpable?, el productor resulta el único culpable del crimen en
contra de la paciencia del público. Últimamente a las películas policiales les agregan
también algunos toques psicoanalíticos; sólo han servido para
incrementar el absurdo.
El dibujo
animado es el más antiguo de los géneros; sin embargo, por desperdiciar la
nobleza de su medio, sólo ha obtenido resultados nocivos. Los cortos cómicos, aunque destinados a los niños, en su mayoría son magníficos documentos de sadismo patológico. Las carreras, los golpes y las persecuciones abundan,
carecen de todo espíritu creativo. No es necesario ser beato para escandalizarse: a los niños se les ofrece una noción muy pobre del arte y de la vida.
LOS PAPELES DEL CAFÉ
Dios había
creado al hombre, los patines y a los gatos...
Pero faltaba
algo: la atmósfera estaba tensa como en una noche de estreno. ¡Qué alivio! La semilla tardía del cafeto comenzó a
germinar. Luego alguien inventó la historia
de los chivos que padecían insomnio, y de los monjes dormilones, y de la infusión que les quitaba el sueño a los monjes y a los chivos: leyenda que por su pragmatismo es
digna de Marco·Polo, o de cualquier gacetillero de
quinta categoría. Pero el caso es que cuando los cafés
abrieron sus puertas, todo mundo se sintió muy aliviado. Eva
se puso a llorar de alegría, y Adán se libró del chaparrón
metiéndose en el café de la esquina. No más compañía de dos. No más soledad.
•
Los que no
tienen familia, los que buscan
la sabiduría
a precio módico, los titanes que por una desgracia no sobrepasaron el metro y medio de estatura, frecuentan el
café, y no por un mero azar, ni obedeciendo a la soporífera fuerza de la
costumbre, sino ávidos de un clima benigno. ·En el café se reúnen las tribus dispersas. El hermano que no teníamos lo encontramos al fin, porque sólo
aquí se halla lo que nunca se ha perdido, y también se encuentran los seres más
imposibles: espíritus tolerantes, gatos de tres
pies, huevos con pelos y círculos cuadrados.
•
La muchedumbre
sólo acepta la generosidad ilimitada. En el café unas monedas significan un
trono, un mirador, una tribuna, todo y nada. Además, el parroquiano recibe informes gratuitos; puede
consultar en el café, como en las estrellas o con el adivino, los caprichos del porvenir. ¿Qué mundo sería éste sin una guía segura para
apostar a los favoritos de la fortuna? Ahí nos informan el nombre del próximo presidente,
y el del caballo ganador en las carreras. Cierto que hay rumores falsos; sin
embargo, nunca en mayor cantidad que los que proporcionan los periódicos y la astrología.
•
Los cuervos vestidos de negro riguroso y de blanca camisa ya no alimentan a los profetas del café. ¿Qué será de ellos? Los mozos sin entrañas se niegan a
abrirles pequeños créditos; pasaron los antiguos buenos tiempos, en que el acceso
al café no se dificultaba por falta de un peso o dos. Los mozos eran magnánimos; no sólo olvidaban presentar
la cuenta, sino también las miles de veces que habíamos escapado sin pagar. Conocíamos
su nombre de
pila y sus apodos, les llamábamos hermanos, y hasta nuestros padres. Ningún título bastaba
para honrarlos. En cambio, ahora sólo se dignan inclinarse ante el vil metal
cuando toma la forma de propina
—mínimo 10%. ·
•
¿Cuándo
llegará el día feliz en que todo el mundo (literalmente) tenga acceso al café?
¿Se construirá al fin un local tan grande como el planeta? Los Ciudadanos claman por obras magníficas y radicales; ya nadie se conforma con una rebanada de pastel frío. Hasta se considera injusto que mientras unos gozan del sol, sea de noche para los
antípodas.
•'
Ir a la
cantina significa la negación, el miedo, y hasta el embrutecimiento. En
cambio, venir al café es el ansia de bordar en el vacío, la exaltación de los valores recónditos, y no pocas veces la felicidad, salvo error u omisión.
•
La persona conspicua, intolerante, celosa de su tiempo, puritana, y sin sentido del humor, seguramente nunca
ha pisado .ningún café. La gente simpática,
informal, caritativa, abúlica, e ingeniosa, lo más
probable es que su cara sea bien conocida en los cafés.
•
Somos hombres,
por lo tanto fracasados. Nos asiste el derecho, aunque sea de cuando en cuando, de
brincar las tapias de la cordura. Resultan muy provechosas las visitas al manicomio
voluntario que se llama el café; más vale fingirse loco antes que a uno lo
encierren de veras.
•
Las costumbres
se han relajado: ahora en los cafés se sirven comidas. No obstante esta
promiscuidad, el café aún conserva su nombre, y los bebedores de café,
aunque despreciados e injuriados, siguen concurriendo como
un solo hombre a las tertulias. El café todavía conserva su ambiente mágico, su
· prestigio filosófico, su calidad de
paraíso terrestre, verdadero milagro en un mundo en donde la estupidez obtiene
tantos aplausos y laureles.
•
Una prueba irrefutable del apego del café, a su esencia líquida y trascendente son las grandiosas cafeteras niqueladas, artefactos
que nos recuerdan las locomotoras: los chorros de vapor, la palanca de mando, las válvulas, y
todo el complicado mecanismo que inspira a los soñadores el grito: "¡A cualquier lugar fuera del mundo!"
•
Todos los hombres mueren jóvenes, casi en pañales. Consumen sus existencias en tareas vanas: visitar a· los ·parientes, conseguir honores, acumular más· dinero del que necesitan... Si a un
ilustre viejo le descontamos el tiempo que empleó en pelar manzanas, en leer
periódicos, en cepillarse los dientes, en discutir con su esposa, y las otras
mil· trivialidades que realizó; además, si le restamos sus actos aparentemente
vitales: dictar órdenes, comer, dormir..., muy poco habrá vivido para sí. A su corta edad le
podríamos conceder las escasas horas que se pasó en el café:
•
El anciano que
duerme la siesta diariamente en el café, y que usa un bigote burocrático, y
abarrota sus bolsillos con un gran pañuelo rojo y una sospechosa botella de
linimento, explica su conducta a cualquiera que tiene la paciencia de
escucharlo:
"—Como
amantes de la tradición, debemos rescata
a los muertos; pero quizá la tentativa resulte
infructuosa. Sólo el sueño reconstruye fielmente el pasado, y recordar algo significa
olvidar todo lo demás. La historia alecciona: el otro día quise armar un rompecabezas de Napoleón. Siempre me faltaba
o me sobraba una pieza. Hubiera sido lamentable que
el Emperador hubiera gobernado sin
un ojo, sin la nariz o una mano. La desmemoria es un pecado; pero a veces, una virtud. No despreciemos el sueño por su sistema fragmentario y
caótico, pues es tan eficaz que nada escapa a sus redes; en cambio, la
vigilia comulga con ruedas de molino. Esto sobre todo nos sucede cuando no
asistimos con frecuencia al café."
•
Es un crimen fútil invocar la causalidad para
justificar el origen de los cafés, o de cualquier otra institución verdaderamente humana. Me atreveré a afirmar que el arte es el resultado matemático del paciente azar. La naturaleza sólo procede
así: antes de inventar al hombre, se ensayó en el mono (no se culpe; ella hizo lo posible). La geometría no existe en estado bruto; ningún árbol da rectas, triángulos o círculos perfectos. "La cultura no
es patrimonio de la magia. Sólo cuenta el hallazgo premeditado. Todavía no ha nacido el genio que arrojando letras escriba un libro; hasta
hoy lo único espontáneo y original es la sopa de letras.
•
La ametralladora siembra muerte; pero no la
individual y heroica; sino la innoble de perro en el muladar. ¿Cuándo se inventará la ametralladora que vomite
felicidad y no muertecitas? Son insuficientes las tarjetas de Navidad; además; agotan al cartero. Nuestro único recurso eficaz por ahora es el café.
•
Sería prudente enseñar desde la más tierna infancia la puntual asistencia al café. Si todavía hiciera falta alguna educación, se completaría con rompecabezas de varias
clases: históricos, geográficos, morales, matemáticos... No importa acumular datos, sino saber manejarlos.
Cuide que su niño jamás pise un aula; podría tener
consecuencias poco agradables: en lugar de hijo le devolverían un
locutor de radio.
¡Afuera con la
falsa modestia! Hace siglos que los albañiles de la cultura amontonan ladrillos
dizque para que la posteridad construya. Alguien debe parar a los eruditos, o moriremos aplastados bajo un alud de datos.
Una medida
saludable sería prohibir el papel y la tinta a las academias y proporcionarlo obligatorio y gratuito en las mesas del café.
•
Sólo el café garantiza la libertad de cátedra. Aquí
al que le pega la gana puede despotricar sobre su tema favorito. Por otra parte, nadie está obligado a escuchar
necedades; el derecho humano y divino de .interrumpir se ejerce con largueza. Además, cuando el orador no cuenta con un auditorio de
borregos, tiende a dogmatizar menos.
•
Nunca falta un
filisteo que nos diga: "¿Por qué no
tomas el café en tu casa?" ¡Gente necia le ha sido negado el don de
vislumbrar la sabiduría! Beber el café en casa es tan descorazonador como
predicar en el desierto. En esta época de desesperanza y bombas
atómicas, solo se encuentra la verdadera sociabilidad en el café. Aquí se tolera a los que carecen de algunas virtudes.
La ética del café permite uno que otro error moral. Dos y
dos no son siempre cuatro, como en el exacto mundo de la burguesía.
•
El café es la populosa torre de marfil de los que comparten su aislamiento con todo mundo. Difícilmente alguien se siente solo; aquí un hombre y dos espejos bastan para engendrar multitudes.
•
Para los que
no se arriesgan a comprometer su libertad ni en la inofensiva peña, se han diseñado especialmente
los mostradores. Yo he visto a. esos solitarios aferrarse a la barra como· náufragos al madero, cuando el mozo· bosteza para insinuar el desahucio. Parecen suplicar
con sus miradas de cordero degollado: "¡Un minuto más; aún no me arrojen al lecho del insomnio!"
•
Cuando el café
está por cerrar, surgen como por encanto los · tipos más extraños. Su rareza no siempre aflora en
jorobas o en muletas obvias, sino que se manifiesta en las
esquizofrénicas arrugas del traje que nunca les ajusta bien. Quizá llegan a reconfortarse antes de marchar a una orgía monstruosa, digna de los aguafuertes de Goya.
•
Han acusado de
frívolas a nuestras tertulias; los necios juzgan tontería todo lo que
no sea fruncir la frente. No sólo admitimos el cargo, sino que .nos regocija que lo crean así; ellos también desprecian el mar por ocioso y
desprovisto de cordura. Los fanáticos del progreso si
ven un árbol, se dan prisa a convertirlo en leña; si un ruiseñor, a asarlo; si una flor; a cortarla para su colección botánica; si un hombre, a esclavizarlo detrás de un escritorio. Muy poco podemos esperar de su intelecto, y menos de su benevolencia.
•
¡Qué fácilmente se acusa de improductivos y dañosos a los que se pasan
la vida en el café! En cambio, a los negociantes se les considera utilísimos, cuando no tienen mayor mérito
que convertirse en pulpos monopolizadores apenas enriquecen y engordan. Este sofisma no resiste la más leve crítica: nadie ha sufrido
molestias de los parroquianos del café, a no ser un pequeño préstamo
incobrable. Y, si se los ·hacemos, es nuestra culpa; somos más ricos y humanos de lo que deberíamos.
No es extraño
que los mojigatos nos repudien. Aquí asisten (prefiriéndolo a cualquier sitio
público: cine, burdel, o cantina) los que sintiendo un sano
horror al trabajo, les gusta vivir de la imaginación. A veces
se hacen llamar artistas; otras veces más francos, sin grandes tormentos morales, aceptan el título
de vividores.
•
Los
parroquianos del café se han declarado en huelga en contra del absurdo ir y venir
que no lleva a ningún lado; y están decididos a no representar papeles en la ridícula y cruel comedia humana. Sólo en el ocio se puede reflexionar; cuando se ha pensado con la cabeza, y no con los pies
como muchos acostumbran, se llega a la conclusión de que lo único
razonable y satisfactorio es abstenerse de cualquier esfuerzo muscular. Bastante ha hecho el café por la
filosofía.
•
Sospecho que
en muchas mesas se traman conspiraciones de tipo anarquista. Hay rostros
descompuestos por las discusiones que estarían bien en cualquier
conciliábulo. Algunos 'hombres leen frenéticamente el periódico, como si buscaran un mensaje cifrado. Hay mujeres que con la cara: alargada de impaciencia como
las figuras del Greco, esperan a no sé quién, y sus manos buscan continuamente en el bolso la pistola vengadora, o en el
mejor de los casos el cosmético para retocar su máscara de mujer
fatal.
•
La superioridad
del hombre sobre la mujer (hoy tan
discutida) se puede .demostrar sin recurrir a las
estadísticas, o a cualquier otro método inexacto.
Basta considerar un hecho muy elocuente: ellas frecuentan poco el
café. No lo afirmo con ánimo de ofenderlas; las inteligentes me darán la
razón, y de las otras mejor es no ocuparse. . Las mujeres, entidades perfectamente
virtuosas y sanas, con un gran sentido 'común, desdeñan el café, siempre que no se· trate de una cita amorosa. Además, ellas consideran el café como una competencia desleal:
ofrece compañía y placer sin exigir a cambio gratitud eterna.
•
Los salones de
té, moda importada de Oriente por una solterona, o un rubio pastor protestante, sólo son en Occidente una degenerada versión
feminista de los cafés.
•
Los negocios
que se planean en el café tienen un sello de grandiosa liberalidad, y un desdén · sistemático por los detalles mezquinos.
De una mesa a otra circulan millones. En un minuto se arriesgan fortunas, y se acumulan ganancias que deslumbrarían al mismo señor
Morgan. La charla comercial progresa por momentos: la atmósfera se va cargando de
una sustancia onírica más convincente que la misma realidad: su lógica es tan impecable que no admite réplica. Resulta superfluo decir que estos
negocios nunca se llevan a la práctica. En el raro caso que suceda así, resultan
un ruidoso fracaso. No hay remedio; las matemáticas del café están destinadas a
un mundo más limpio, en el que los bajos intereses no imposibiliten las
especulaciones sublimes. No es extraño, pues, que los brillantes financieros se
vean en apuros para pagar una taza de café.
•
El ·café es una especie de gran coladera donde van a parar
los seres anónimos; pero también es el paso obligado de las celebridades. Todo el que llega a brillar en las artes o· en las letras ha tenido un pasado más o menos turbio
de café; más vale no mencionar a los políticos. Cuando ellos: comprenden que su estrella se apaga, buscan el rincón
predilecto de otras épocas. Se les ve petrificarse en estatuas melancólicas, con la mirada fija en el vacío, como si
asistieran a su propio funeral; pero nunca renuncian a su calidad de astutos
convidados de piedra; jamás desaprovechan· una ocasión para quemar incienso en su
ara marchita, ni la: oportunidad de escapar sin dejar
propina.
•
El café
siempre tiende hacia el cielo: en los países fríos: se asoma por las
vidrieras; en los calientes acampa al aire libre; su intimidad cordial se
desborda; pero se detiene precisamente al borde de la acera, sin mezclarse con el río callejero. Abre sus
amplias puertas a todo el que desea entrar. No es exclusivo como el club
inglés, sino democrático como el infierno de los cristianos: recibe gente
de todas las razas, religiones, y categorías sociales.
•
El rumor de
las conversaciones estimula como el oleaje del mar; escucharlo apaga las voces
interiores que de cuando en cuando nos pegan sustos terribles. ¿Por qué a nadie
se le ha ocurrido colocar en los días de poca clientela una caracola en vez de los floreros que embarazan las mesas?
•
Los dueños de
cafés demuestran su sagacidad adquiriendo un gato, gris o negro, que sabe arquear
el lomo con verdadera maestría felina, que se desliza como corriente eléctrica entre las piernas, que se despereza con más voluptuosidad que una
actriz, y que ejercita sus uñas
crueles en destruir los asientos. Con él ganan para el establecimiento el
prestigio de 20 siglos de cultura. No importa que el animalito sea torpe para cazar ratones, pues con
seguridad sabrá (cosa mucho más importante) cómo apoderarse de
las simpatías. Además, el gato resulta un elemento decorativo insustituible por barato, tradicional y simple.
•
Conviene que
los muros del café estén desnudos para no distraer de las meditaciones. Lo
único tolerable son los espejos: prestan una sensación de amplitud, y abren un
horizonte infinito para la fuga. En cambio, los dibujos y las pinturas entorpecen las pláticas y los pensamientos; las
caricaturas, por burguesas y realistas, están fuera
de lugar; dejemos para las cantinas la impertinencia tan universal como cursi
de los cromos de calendario; asimismo conviene no llegar en la limpieza a los extremos de la barbarie norteamericana; la inmaculada asepsia de una sala de
operaciones nos impide sentirnos en casa. Cuando mucho es prudente que las
tazas no estén manchadas de lápiz labial; puede provocar entre los solitarios
ataques de romanticismo inoportuno.
•
La lección del
café: somos los héroes consumados, los oradores ardientes, los
planificadores del universo... pero llega el mozo con la cuenta.
CRÓNICA PESIMISTA DE NOVIEMBRE
Pronto el año va a terminar. El adolescente, eterno aprendiz de poeta, compara sin remedio el oro
de las hojas muertas con la
rubia cabellera de su amada. Es tiempo de sacar el abrigo del letargo, y en adelante las
bolitas de naftalina rodarán por los rincones del ropero como blancos fantasmas.
•
Noviembre es
un estado de ánimo pesimista. El ciclo se nubla, y pone un acento de melancolía en el Valle de México. Caen lloviznas que por su fría sutileza y por su terca constancia escalofrían el ánimo más optimista. Los niños sueñan con charcas, mares, ríos, y se orinan en la cama. Pero la neblina desdibuja el perfil de las cosas, vuelve más amable y blando el panorama, y la lluvia descorre cortinas ideales entre el hombre y el mundo. En el sur el mexicano suspira por las
chimeneas del norte. Y los del norte suspiran por la eterna primavera de México.
•
En noviembre
las veladas se alargan; el frío y la lluvia recluyen a la gente en sus habitaciones, la obligan a romper con la rutina: cambia el cine y el paseo
por los libros que se prometió leer y las cartas que esperan contestación desde hace mucho, o cualquier otra ocupación
inútil. En estas veladas se descubre el gran valor de lo inútil. Llueve, llueve, y el agua termina por reblandecer el ánimo más rebelde e inquieto. La lluvia invita a la
quietud, a la meditación, adormece como canción de cuna, y despierta deseos de paz, de desandar la vida, de perderse en los orígenes de la creación, cuando los hombres eran tritones y las mujeres sirenas.
•
En el penúltimo mes del año —noviembre— es demasiado pronto y también demasiado tarde para forjarse ilusiones. Se entra en el punto muerto que demuestra que la vida no suma, sino resta lo vivido, y siendo casi irremediable la pérdida del año, no hay el consuelo del fatalista "ni modo"
de diciembre frente al balance que da
a conocer la bancarrota; sin embargo, en diciembre hay el consuelo de planear una existencia mejor y diferente para el año próximo.
•
El frío arrecia, y la tos con sus nudillos llama a la puerta de los que
se acercan a la vejez. Los aires colados descargan sobre las espaldas golpes traidores, y las
charcas se ingenian para estar siempre abajo de los pies. Las sábanas viejas se multiplican
milagrosamente en pañuelos de barrio pobre. El catarro es la enfermedad crónica de los pesimistas; el catarriento todo lo
encuentra
marchito; es
ciego a los aromas: le falta olfato para
apreciar la belleza del mundo, y a su paso deja un olor a botica que envenena la felicidad de
la gente. No inspira lástima, parece que se enferma de propósito, sólo para fastidiar
a los sanos y echarles en cara su salud. Se le mira como si hubiera escapado de un depósito de cadáveres.
•
El hombre de
negocios queda sitiado en su habitación, va y viene inquieto de un lado a otro de la casa,
como si navegara en el Arca de Noé. Luego comprende que su mal no tiene remedio y se resigna con su suerte.
Al fin se decide a exhumar de un oscuro rincón la bufanda, serpiente que se enrosca al cuello del hombre con ademán paradisíaco, tentándolo a morder las manzanas prohibidas y humedad por
eso las mujeres desconfían tanto de los que usan bufanda.
•
El mexicano es
un romántico que vive de acuerdo con el clima y el paisaje. Elige el triste y frío mes de
noviembre para rendir culto a los difuntos. Una turba de sombras enlutadas acaba con la quietud de los cementerios:
son los vivos que llegan a visitar a sus muertos. Los que están bajo tierra se
muestran indiferentes e ingratos a las manifestaciones de amistad y simpatía;
pero esto no desanima a los visitantes, y continúan la fiesta sin guardar
resentimiento; a los difuntos se les perdona todo.
Los muertos
como actrices pudorosas permanecen en sus herméticos camarines; sus adoradores
hacen la ronda por los senderos bordeados de cruces y coronas galantes; esto les
sirve para olvidar que un día, a su vez, también serán cortejados.
Los más
adictos a la ortodoxia del culto colocan ofrendas sobre las tumbas:
comidas, incienso, tabaco y pulque, y todas aquellas cosas por las que el difunto manifestó afición durante su vida; pero la
mayoría de los vivos se limitan a hacer libaciones en honor de los que se
marcharon, o se embriagan con sus propias lágrimas entre el trompeteo del catarro.
·
¡Ay del que
elija el dos de noviembre para morir; su entierro se verá confundido con una
romería!
Los mismos
casamientos que se celebran este día tienen un sabor anticipado de funeral; en
el velo de la novia descubrimos tonos amarillos de mortaja.
El alcohol
agudiza el desamparo de las viudas, y comprendiendo que su mal no tiene
remedio, a veces claudican sobre la tumba misma del amado. La devoción por las viudas compite con la .de los muertos; poseen el encanto de lo ajeno sin tener propietario. Además, este día todas
las mujeres parecen viudas inconsolables que invitan a ser consoladas. El luto
ya es en sí una indirecta al sentimiento de caballerosidad.
•
El culto a los
muertos, rito de amplias repercusiones, involucra desde la manufactura del pan
hasta la sátira de pulquería. Todos sin excepción participan en él, desde el
niño de pecho hasta el anciano que pronto recibirá el mismo culto que tributa.
Los viejos astutos saben que no están cometiendo un despilfarro, sino que están haciendo un ahorro; o cuando mueran, del fondo común se les reembolsará el
incienso que gastaron; hoy perdonan a los muertos y mañana los vivos los
perdonarán.
Los padrenuestros
·y las avemarías menudean como llovizna sobre
las almas del purgatorio.
•
Los cráneos de
azúcar son el postre obligado del mes. Al mexicano desde niño se le enseña a
devorar a la muerte en los dulces. A los amigos también se les puede invitar a
la meditación piadosa y a la glotonería, regalándoles un cráneo de azúcar, con brillantes cuentas de
papel de estaño, .en cuya frente va inscrito su nombre. En este canibalismo se
consuma simbólicamente el ideal de reunirse con los antepasados.
Hasta el pan es de muertos. Las panaderías protegen sus productos bajo la insignia pirata; el consabido cráneo y las tibias cruzadas, la patente de corso que expide noviembre, aparece en los escaparates.
•
El mexicano también revela su genio fúnebre en la juguetería. En noviembre todos los juguetes se descarnan hasta quedarse en huesos. Las muertes temblonas comunican su temblor de risa a los niños. Ellos se divierten con el pequeño féretro, caja de sorpresas, del que brinca un esqueleto inesperado.
•
En noviembre
se desata una rechifla general contra la muerte personificada en el esqueleto. El mexicano
se defiende del miedo a la muerte con la burla, el sentido del humor lo salva de la preocupación de ir a estrellarse contra el muro del cementerio. Coquetear con la muerte tiene sus ventajas: se familiariza uno con ella, se le pierde el miedo, y se vive con más confianza. Hasta se va a su encuentro con el corazón palpitante, como si fuera una querida amistad que se ha entablado
por correspondencia.
En México, por otra parte, la muerte no es del todo terrible, porque el hombre necesita morir para que se le reconozcan sus méritos y obtener la absolución
plenaria .de sus pecados; aquí el único prestigio
sólido lo da la muerte. Sin embargo, los suicidios no abundan, pues el mexicano no necesita suicidarse: en cada esquina puede encontrar un
duelo que se despide o que se inicia, y en cada mirada un reto amoroso o
trágico. En México da lo mismo tomar cualquier calle; todos los caminos conducen a la muerte. El viajero
no puede perderse: a cada paso una cruz piadosa le espera con los brazos abiertos, y le señala el rumbo.
En México se
fabrican armas con mensaje, armas de doble filo que insultan y matan
a la vez; en la hoja del puñal o del machete hay una inscripción que con humor
macabro invita a la desesperanza: "Los he de hacer a mi ley", o "Cuando esta víbora pica, no hay remedio en la botica."
•
Uno de los
encantos de noviembre es la impunidad que ofrecen las "calaveras",
libelos en los que se asocia el dibujo y la poesía para satirizar a todo el que se distingue; sin embargo, las "calaveras" al mismo tiempo inoculan el
veneno y el antídoto del ostracismo: condenan a una imaginaria muerte
prematura; sin embargo, la víctima que la padece puede estar segura de su celebridad; nadie se
molesta en burlarse públicamente de los que pasan por la vida sin pena ni gloria.
•
Al lado del
altar mayor de la muerte, el pueblo le levanta una capilla al
erotismo, a la sensualidad fúnebre de Don Juan Tenorio. En México, desde el siglo pasado se sigue representando sin interrupción, durante noviembre, esta obra sobreviviente casi única de la escuela romántica; ya es un elemento imprescindible
del culto a los muertos.
El Don Juan
Tenorio es un funeral de la galantería: primero la exalta a
su máximo, luego la condena arrojándola por el alto
despeñadero de la vanidad. Es una lección estoica: el
amor nace ya con el germen de su destrucción. Más censurable que su cursilería, pecado venial de todos los amantes, es su fin de zarzuela: "Y fueron
felices" allá en el cielo. Su popularidad se explica por sí misma;
en la pieza hay los elementos típicos del culto. Don Juan agasaja e invita a cenar a los muertos, después los insulta y los reta; al mismo tiempo se somete a lo
sagrado y adopta un aire sacrílego, actitud parecida a la del niño que pone el coco y luego se asusta. El espectador
ingenuo del Don Juan, como Dante, con un redoblado placer estético sube al cielo y baja a los infiernos.
APUNTES NAVIDEÑOS
La Navidad es un pacto tácito, una tregua del hombre con el hombre. Durante todo el año desconfiamos de nuestros semejantes; pero a última hora ponemos a un lado la envidia y el egoísmo, y el 24 de diciembre repartimos abrazos entre
amigos y desconocidos. Estropeamos sus costillas, y con un acto tan sencillo como primitivo reconocemos la igualdad
del linaje humano, y olvidamos razas y colores; entonces un pulpo de miles de tentáculos se extiende por toda la tierra en una orgía de fraternidad.
•
La Navidad es una fiesta de familia; las tribus dispersas se reúnen
en torno de la gran mesa de manteles largos. El que no tenga familia que se haga adoptar. Siempre
hay una prima segunda, cuarta o quinta a la que podemos rescatar del olvido; en
el peor de los casos se recurre a una tía
solterona) flaca y enlutada que puede ofrecer el
licor agridulce de una maternidad a deshora. Se debe apelar a todos los medios,
hasta al aviso oportuno en el periódico; la cuestión es no pasar la Navidad frente a una solitaria y fría
copa, en la taberna de la esquina.
Los forasteros
a los que la Navidad sorprende lejos de sus hogares, toman la alegría de los
demás como un insulto personal a su condición de huérfanos. Los huéspedes de
los hoteles ·bostezan de aburrimiento, y se encierran
temprano en sus habitaciones para ocultar la
vergüenza de no tener familia; pero se desvelan imaginando que
son niños a los que mandaron castigados a dormir sin cenar.
•
La cena es el
rito más conspicuo y trascendental de las navidades. El corazón de las amas de
casa late precipitadamente. Cuando más empeñadas están en la limpieza de los ornamentos
de la celebración, descubren con horror en el mantel las manchas del vino de la
Navidad pasada; los borrones de alegría marchita los hacen desaparecer
como si se tratara de huellas criminales; si no, los invitados pensarán que los
agasajan con el mismo banquete del año pasado.
·
Las señoras
sacan del escondite los cubiertos de plata, y las copas finas que en el brindis
suenan como campanitas del espíritu navideño. La vajilla de la abuela rica sale
a relucir en las grandes ocasiones; el premio que le otorgaron en la gran exposición
es el timbre de orgullo de la familia. Las señoras cuentan las piezas y las
pulen, y se estremecen como sacerdotisas de un culto sagrado que ven los
ornamentos en manos profanas, cada vez que la sirvienta aparece en escena
arrastrando el plumero y las chanclas.
La cena de
Navidad se prepara con grandes fatigas; pero los comensales se contentan con
poner su buen apetito, e ignoran los desvelos del ama de casa. Los ingratos
invitados ni siquiera imaginan los esfuerzos que realizó la señora para preparar
uno solo de los platos; hasta desconocen que el pavo fue elegido
con un mes de anticipación, y que se empleó mucho celo en alimentar con
Suculentos desperdicios a la víctima propiciatoria a los dioses de la gula; y
cuando engordó bastante fue sacrificada en una ceremonia que requirió el valor y la sangre fría de todas las mujeres del barrio. Pero al final de cuentas se demostró que cuando una mujer cierra los
ojos, es capaz de cualquier audacia.
En las
alegrías humanas hay un sedimento de tristeza; nunca falta una víctima
expiatoria: en la Navidad el pavo paga por justos y pecadores. Esta es la razón
de su perpetuo aire asustado; de sus gritos de pavor sin motivo aparente, de
sus ojos que piden indulto sin alcanzarlo jamás. El estúpido pavo apresura su
fin simulando una gordura que lo vuelve más apetitoso.
El pavo es un
verdadero artículo de lujo: lleva en el cuello una exhibición ambulante de
pedrerías por todos los rincones del corral. Sólo a fuerza de verlo nos hemos
acostumbrado a su aspecto contradictorio, a su belleza y a su fealdad unidas en
una imposible mezcla, a su aire de estúpido exhibicionista y de inadaptado a la
sociedad al que fácilmente ·se le suben los colores a la cara; si
alguien no lo conociera, pensaría que era un animal escapado de las pesadillas.
Hasta los que estamos familiarizados con él,
dudamos de su realidad, y sólo nos convencemos completamente de que existe,
cuando clavamos los dientes en su tierna pechuga.
El pavo que
tanto despreciamos cuando aún tenía plumas, más tarde sirve de barómetro para
medir la felicidad en las fiestas navideñas; una cena sin pavo resulta más
desairada que un velorio sin aguardiente y sin chistes. La ausencia de su
pechuga y de sus muslos es más sentida que la de las primas guapas; nada ni
nadie puede reemplazar en la mesa a este favorito de la gula.
•
Las amas ponen
a enfriar anticipadamente la sidra y el champaña. Ellas saben que sin las
burbujas heladas, y sin el estallido de los tapones, el espíritu de · la fiesta decaería antes de las doce de la noche. El
champaña ha hecho más por la confraternidad humana que todos los predicadores y
los diplomáticos. El champaña, aunque por las
apariencias tiene rabietas de niña histérica que echa
espuma por la boca, es el colmo del regocijo y la alegría que se coronan con una
guirnalda espumosa de bacante.
El arte
diplomático de descorchar el champaña requiere habilidad: el corcho debe caer
en el regazo de la virtud inquebrantable, o en el pecho de la tía rica en que
tienen puestas las esperanzas de heredar. Parece mentira, pero la galante
carambola del corcho es
más eficaz que un ramo de orquídeas.
•
Una golosina
imprescindible en la Navidad mexicana son los buñuelos: adolescencia pura,
sutil, crujiente, apetitosa; granujienta. Este verdadero bocado de cardenal se
consume en grandes cantidades sin que haga peso en el estómago; el comedor de buñuelos parece devorar puñados de aire. En su prisa, del plato a la boca se le caen algunos
trozos; pero los pesca al vuelo. Con una improvisada cucharita del mismo material
que consume, recoge la gragea y el almíbar, corno si se tratara de ambrosía. El
comedor de buñuelos es un abismo sin fondo; no es raro que derrame lágrimas de gratitud
cuando en el horizonte se perfila un nuevo cargamento de buñuelos. · · ·
• '
En México la
Navidad es una conjunción de tradiciones heredadas y de costumbres propias. Lo nativo y lo extraño se mezclan sin tropiezos; todas las prácticas encuentran adeptos, fanáticos y
viciosos. No es raro que se susciten polémicas en esta Babel de cultos; pero
mientras los intelectuales combaten entre sí con sus filias y sus fobias como niños de escuela que se tiran bolitas de papel, los ·mexicanos
se divierten en grande, y promiscuan sin importarles el origen más o menos bastardo de los ritos; lo mismo gozan escribiendo tarjetas
de felicitación que cantando villancicos.
•
Imagino que en
un tiempo las "posadas" eran una
especie de teatro religioso exclusivo de la Iglesia, y los Santos Peregrinos nunca
iban más allá de las puertas del templo; pero llegó un día en que los actores
desertaron hacia los domicilios particulares, en donde podían obrar más a su gusto.
La religión
requiere cierta dosis de ingenuidad; las más alegres posadas se realizan en los
patios humildes; entre las joyas falsas y el perfume barato.
Aquí aun la gente se conmueve ante 'el espectáculo de una familia sin hogar. El ponche caliente se impone para el frío y la tristeza; sorprende la manera como afina
la voz de los cantantes que imploran hospedaje, al son de las panderetas,
instrumento híbrido que nunca se decidió entre ser tambor o platillos. La
historia sólo revive su grandeza con la ayuda de porciones generosas de alcohol.
•
Las piñatas
son el corazón sensible y generoso de las posadas. Algunas veces las piñatas se convierten en baños de aserrín o cenizas, o
brota de ellas una paloma que se pierde en la noche, y que no regresa con la
esperada ramita de olivo, señal de que la tierra todavía es húmeda e
inhospitalaria; pero esto es raro. La mayoría
del tiempo la piñata se desborda en cataratas de
dulces y frutas.
La piñata
revela la índole escondida del hombre; no sólo en el pillaje, sino también en
los palos de ciego. ·
A la hora en
que rompen la piñata vemos al futuro filósofo, al niño astuto que se aparta a
un rincón; y enternece a los mayores que le llenan los bolsillos de fruta como
premio a su modestia. En cambio, sus compañeritos se desviven en la arrebatiña
sin conseguir gran cosa; a veces batallan para obtener una naranja agria y
apachurrada. El niño, pacífico los mira con infinito desprecio
mientras pela delicadamente su fruta.
Generalmente
hay una piñata dedicada a los mayores. Los grandes se muestran tan astutos y
codiciosos como los niños. Grandes y chicos burlan las reglas del juego, y
hacen lo imposible para apoderarse del botín. Los grandes se portan a la altura
de los niños, y los niños se comportan como los pequeños salvajes de siempre
La piñata
ofrece una buena ocasión de recobrar sin deshonor la infancia, y hasta de
volver a las cavernas que no deberíamos haber abandonado tan precipitadamente.
La piñata es un simulacro de caza y pesca, hasta de amor libre: en el tumulto
del pillaje se cosechan caricias más o menos involuntarias y anónimas.
Los palos de
ciego son la oportunidad única de deshacerse con discreción del amigo odiado en
secreto.
Nadie se niega
al placer de vendar los ojos d; una vecina guapa, y de hacerla perder el rumbo
de la piñata obligándola a dar vueltas de trompo. El que busca la piñata con los
ojos vendados es un piloto que vuela a ciegas; navega despistado por los
informes falsos de los mirones, y sólo se orienta con un palo que le sirve de
antena de radar. Al fin el sonido hueco del cántaro anuncia el puerto próspero
y seguro, pero apenas empieza la lucha; localizar la piñata no es todo; al
contrario, es cuando principian los grandes trabajos; el Ulises que se tapó los
oídos con cera debe negarse más que nunca al canto de las sirenas. Está frente al cuerno de la abundancia; pero las
reglas del juego sólo le ofrecen tres oportunidades para capturarlo. Los palos
de ciego amenazan siempre a los mirones y respetan la piñata; pero basta que la
venda se descorra un poco para que un faro luminoso devuelva la
esperanza; el navegante salva los arrecifes, y desembarca en la tierra prometida.
•
Una costumbre
menos bárbara y más constructiva, que responde más al espíritu navideño que a
la nostalgia de acción física, son los "nacimientos". Es sorprendente
la cantidad de objetos inútiles y de energías nunca utilizadas que 'Se aprovechan en los "nacimientos". Todo lo que parece trivial aquí adquiere
sentido: el papel de estaño de los
cigarros, un espejo roto se convierten en cascada o en remanso. Los tipos
fracasados que nunca sirvieron para nada, de pronto
descubren su vocación en los "nacimientos". Es cierto que deben esperar un año, pero su paciencia se ve compensada por el prestigio que adquieren ante los ojos de
los niños y de las criadas. Después de la Navidad, los constructores guardan la
utilería en el armario, y vuelven a su mecedora y a su
pipa, mientras sueñan en las glorias pasadas o futuras de los "nacimientos"; pero todo el año como las urracas
acumulan abalorios; en el paseo, sus ojos diestros pueden
descubrir una piedrecita que en la topografía del "nacimiento"
será una roca imponente: estos hallazgos sólo
se realizan en días de mucha suerte.
•
En México el árbol de Navidad es un síntoma de la nostalgia
por el paisaje norteño, por la nieve y los bosques de tarjeta postal que tanto
impresionan el sentido estético de la burguesía.
El árbol de
Navidad florece regalos la noche del 24 de diciembre; quizá es una reminiscencia del tiempo en que el ·hombre sólo tenía que levantar la mano
para encontrar su comida.
•
El heno
aparece en todos lados, como un viejo que a pesar de la calvicie y las canas se
niega a reconocer su edad, y se aferra a los goces de la fiesta navideña.
•
La Navidad es
una fecha propia para hacer regalos; pero la costumbre sigue el mismo modelo
que en todas las épocas del año: los ricos acaparan los regalos; en cambio, los pobres sólo reciben empujones en las calles. Esto no
entristece mucho a los mayores, que conocen la maquinaria social y los hilos
que mueven los intereses creados; pero los niños que todavía creen en el origen
divino de los obsequios sufren grandes desengaños; no hay· nada que los desmoralice más que una Navidad sin
regalos. Cuando el niño descubre que Santa Claus está relleno de algodón,
pierde su fe en la naturaleza mágica del mundo. También hay hombres, afortunadamente
pocos, que se resisten hasta lo último a perder la inocencia. A escondidas escriben
cartas largas y sentimentales, y con su mejor letra se quejan de la maldad del
destino, y reclaman ingenuamente todo lo que la vida les niega. No se
desalientan ni con los fracasos· que tienen año con año; creen
que el que insiste, al fin le dan la razón. Las medias vacías son la bandera de
su terquedad.
•
En Navidad la
pobreza se vuelve más insoportable que nunca. Los escaparates abarrotados de mercancía son un suplicio; detrás de los
vidrios empañados por el frío, los comestibles se amontonan y las pirámides
deslumbrantes de la latería multiplican su tentación en los espejos. Los
ultramarinos son los favoritos de estos harenes: manos expertas los han
colocado con arte, combinando formas y colores, y pueden inquietar hasta el
apetito más agotado. Los vinos, complemento obligado de las grandes comidas,
forman disciplinados batallones, y escoltan los víveres. Esta hueste
heterogénea de vinos y licores parece el ejército mercenario de un gran
conquistador que arrastra con su prestigio a muchos pueblos que sólo tienen de
común entre sí la pasión por las ganancias.
Los pobres
cenan con la imaginación frente a los escaparates. La mesa está dispuesta, y no tienen más que elegir. Como la disyuntiva es tan ardua se deciden a comer de
todo, y no dejan nada sin probar; se hastían con los exóticos sabores de la
cocina internacional. Frente a los restaurantes, los pobres desafían las
miradas furiosas del portero, y estudian cuidadosamente el menú navideño sin fijarse en el precio;
deciden que los manjares que ofrece la casa no valen realmente la pena. Ya en
sus habitaciones heladas, se entregan a una laboriosa digestión imaginativa, y
con un mondadientes viejo se repasan la dentadura haciendo ademanes sibaríticos.
•
Los hombres
solitarios se refugian en la taberna de la esquina. Pretenden olvidar la fecha
jugando interminables partidas de dominó. Los solitarios se miran unos a otros avergonzados
como cómplices de un crimen. El que no puede más se esconde en la lectura de un diario. Comienza con los
encabezados, luego termina por leer las noticias de menor importancia: el
obituario, los anuncios comerciales, los horarios de trenes, el santoral del día, los pronósticos del tiempo, la
solución del crucigrama anterior. La lectura lo aburre y quisiera marcharse a
dormir; pero teme cruzar el salón, grande y vacío como un ' escenario vigilado por los ojos de una multitud.
•
No hay nada
tan sombrío· como la soledad de un hombre viejo y
rico que cena en compañía de los espejos; los criados no cuentan: sus rostros
no revelan ni la menor emoción. El amo hubiera querido darles la noche libre;
pero no se animó temeroso de romper la rutina. Ahora los criados son los
testigos de su esterilidad y de su egoísmo; pero él no puede reprocharles nada,
su actitud es correcta: nadie adivinaría lo que hay detrás de sus rostros. Es
cierto que cada uno recibió un aguinaldo; pero todos respondieron en la misma forma, y dentro de sus posibilidades fueron más generosos que el patrón. Pedirles alegría, además de insensato, pues iría contra la costumbre, sería tanto como
reclamarles el precio de los regalos. El viejo se retira pronto a su recámara, pero no puede dormir pensando en la servidumbre que
celebra la Navidad en la cocina. Tiene la certeza de que se emborrachan cori su mejor vino; pero no es capaz de ir a sorprenderlos. Conteniendo su · disgusto cierra los ojos;
después de todo es Navidad. Hasta siente deseos de unirse a
la fiesta de los criados; pero sabe que sólo haría el papel de aguafiestas. Él es el amo, y ellos los sirvientes; cada cual vive en un mundo
aparte.
•
Escribir
tarjetas de Navidad es uno de los ejercicios espirituales más eficaces contra el olvido; rescatamos amistades que creíamos perdidas para siempre. En estos días el cartero
nos trae grandes sorpresas. Parientes y amigos desde países lejanos, donde los ha llevado el destino, dan pruebas de una memoria y una vitalidad privilegiadas. Muchas veces las tarjetas .Parecen escritas por fantasmas; juraríamos que esas personas ya habían muerto; sin embargo, todavía siguen viviendo en un rincón del planeta, y son capaces de desearnos felicidades. Escribir
tarjetas es pescar en un río turbio; vamos recogiendo nombres y rostros en la corriente. Lo malo es que a veces los nombres no
corresponden a los rostros, y se producen equivocaciones risibles; pero sin mayor trascendencia. ¿A quién le importa
recibir una tarjeta con el nombre de otra
persona? Pero hay el peligro de perder a todas las amistades, si nos equivocamos con demasiada frecuencia.
•
Los que
asisten a la misa de gallo experimentan la emoción oscura y secreta que sentían los primeros cristianos al bajar a las
catacumbas. Hacer algo a una hora desacostumbrada, es ya en sí excitante; si recorremos de noche el camino que
habitualmente se anda de día, parece
que participamos en una conspiración. Los primeros concurrentes a la misa de gallo entran con temor a la iglesia vacía. Pisan de
puntas, y el ruido mismo de sus pasos los espanta; sólo se tranquilizan
cuando el sacristán enciende las luces eléctricas, y desaparecen las sombras grotescas que proyectaban las velas.
•
Hasta en los países democráticos los reyes gozan de una gran simpatía entre los niños,
siempre que los reyes sean magos y espléndidos. A los niños les parece natural que unos señores muy ocupados se entretengan en contemplar el cielo, que sigan una estrella por varios países, y que ofrezcan regalos a un recién
nacido en un establo. ¿Por qué no iban a molestarse estos mismos reyes magos en venir a obsequiar juguetes a un niño que se porta bien durante todo el año? Pero los niños son
codiciosos desde muy temprana edad, y los que no
reciben la lista enorme de juguetes
que deseaban, arman un escándalo. Los silbatos que oímos después de Navidad y del día de Reyes nunca sabemos si son de alegría o de protesta.
•
Los niños
pobres obligados por la necesidad aprenden a conocer al mundo: saben que en esta época del año a la gente le conmueve ver un niño sin zapatos. Los pequeños mendigos se multiplican como hormigas por las calles, y con una alcancía en la mano piden infatigablemente su aguinaldo. Saben que la esplendidez es un fruto efímero, y que el que no se apresura, mañana no recibirá nada. La gente que acarrea muchos bultos sonríe a pesar de la fatiga que le causa sacar el portamonedas. Los rostros reflejan la paz beatífica del que hace una buena acción
a muy bajo precio; no hay mayor placer que engañar a los ángeles custodios.
•
Los empleados
esperan ansiosos la recompensa de fin de año; pero el premio se va
como agua entre las manos. La lista de regalos que se deben hacer es abrumadora. Se necesitaría ser mago para que el dinero alcanzara
para los gastos navideños: todo el mundo espera algo de nosotros. La bancarrota
nos amenaza; sin embargo es imposible desilusionar a los que confían en nuestro espíritu navideño; a veces tenemos que recurrir al
montepío. Para la mayoría enero tiene cara de hereje; enero es la nauseabunda
sobremesa después de los grandes festines: el momento en que la borrachera termina y vemos la existencia con una
claridad insoportable.
•
San Silvestre,
a pesar de su desairada posición (por poco le dan con la puerta del año en la
nariz), no deja de ser un personaje muy importante: se ha convertido en el casero que
llega a presentar el desahucio, en el amo implacable a la hora de pedir
cuentas a los empleados.
La existencia
sólo se vive en el presente, y el que voltea hacia atrás corre el peligro de convertirse en estatua de sal; sin embargo, el hombre encuentra un· placer morboso en contemplar sus ruinas. Además, la gente posee la superstición enfermiza de las fechas; cuenta
con avaricia los días que faltan para que el año termine. Cuando el reloj da
las doce campanadas, como si venciera un pagaré irrefrendable la gente exclama con tristeza: "Un año menos de vida, un paso más hacia
la muerte." Sin embargo, son muy pocos los
que se mueren precisamente en un fin de año también responden a la superstición
numérica los buenos propósitos que se hacen al iniciarse el año; se cree que un simple cambio numérico tiene poder sobrenatural
para influir en el carácter.
El primero del
año abundan los varones ejemplares que no beben, ni fuman, que siguen al
pie de la letra los preceptos de la moral y de la higiene; pero sus férreas
voluntades se derriten al día siguiente. Las fábricas de cigarros ven amenazada
su prosperidad el primer día del año; pero sus acciones se recuperan de un día
a otro. No nos burlemos de las decisiones de estos hombres; por lo menos les queda la satisfacción de sus buenos
propósitos que, aunque nunca los cumplen, les hacen sentirse más virtuosos y
buenos.
NOTAS
[1] Los subtítulos
incluidos en “Vicios y virtudes de la provincia” corresponden a la versión de
la edición de Revista de la Universidad
Nacional Autónoma de México y están ausentes en la primera edición en
libro.
[2] En la versión de la Revista de la Universidad Nacional Autónoma de México era ligeramente distinto: “El trabajo es el padre de todos los vicios”. La versión
en libro indica “el padrastro” que es más irónica.
[3] En la Revista de la Universidad Nacional Autónoma de México era ligeramente distinto: "El flojo y el
mezquino no andan dos veces el
camino"
[4] En la Revista de la Universidad Nacional Autónoma de México era “el pueblo” y se
cambió a “los amantes del trabajo”.
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