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martes, 1 de marzo de 2022

ACARICIANDO UN ELECTROENCEFALOGRAMA

 



 

Por Juan Lomas Jr.

 

El reporte nocturno señala un contagio de hembra no vacunada con probable gestación. Las precauciones para acceder a la zona restringida por Covid son tan fastidiosas, con aislamiento de compuertas, guante plástico, mascarilla especial, gafa sellada y ropa desechable. Para el médico residente su turno terminaba, pero acude a la zona de esa enfermedad temida, por esa responsabilidad sin límites que caracteriza al gremio de la salud. El letrero decía “Cuidados respiratorios” y abajo “Área restringida”. Al menos, esa joven mujer no quedó intubada y bastaba el oxígeno nasal a máxima intensidad. La paciente reportaba un desmayo convulsivo reciente, aunque parecía de buen pronóstico, conforme la oxigenación y un sedante ligero hacían efecto.

El letrero del residente presume “Andy Medical” para que los demás no lo confundan. En ese momento piensa que el estudio de los electroencefalogramas lo aflojó en la escuela. Comparando el ritmo de los demás estudiantes sí lo intentó, pero las últimas semanas sufre del prurito, ese síndrome cuando nada es suficiente. En su ánimo aúna un conflicto emocional que (como las mareas) sube y baja. Prefiere los turnos agotadores, a veces la interacción con sus colegas le enerva. Revisa los signos vitales, las dosificaciones establecidas, observa el suministro mediante gotero en sonda y se tranquiliza. Invoca a la madre de las musas, a Mnemosina divinidad de la memoria, para recordar mejor los patrones irregulares de las gráficas. El perfil hermoso de esa mujer en intensidad de juventud es un distractor atrae y la conciencia de médico exige un pensamiento puro.

El cansancio a las 3 am se agudiza y, terminada una revisión, prefiere salir del área restringida. Con la lentitud protocolaria se cambia de ropa; siendo que le urge más dotación de café cargado para intensificar su servicio noctámbulo. Al tirar el traje protector lo mira fofo, cual veleta desmoronándose en un basurero.

Con más calma enarca las cejas sobre el reporte de la paciente, leyendo señas de que se dedica al escultismo. Recuerda su temporada infantil de campamentos y actividades sanas con pantalones cortos. Sucedió hace muchos años. Vuelve a mirar las líneas gráficas del cerebro en acción, hay irregularidades donde busca una interpretación. Se reclama no ser destacada en esa materia. Acaricia con los dedos el trazado irregular de las líneas encefalográficas; lo hace con cariño y sin darse cuenta, simple recurso de una imaginación agotada por los horarios agotadores. Mientras acaricia las líneas de la electroencefalografía se pregunta cuán vivaz y dulce es la mirada de la paciente, una mirada vivaz tras la dulce barrera de lo imposible.  

En ese horario hay enfermeras despiertas para platicar. La enfermera más antigua, Raquelito, quizá le dará una sorpresa agradable, le pregunta por antecedentes. Ella responde:

—Es covidiota, de esas que no se vacunaron; se confían en la juventud, lo cual es relinchar sin caballo.

Lo último no lo entiende Andy, sin embargo, sigue el ritmo de la risa cómplice. Se entera que afuera está el amigovio de la chica esperándola.

—¿Cómo sabes que no es marido?

—Obvio que es amigovio, no traen anillos y él le está chillando; lagrimea un poco sin el exceso de la Santa Magdalena.

Cuando Andy le muestra la gráfica, la enfermera recomienda estudio TAC, por señas de posible golpe en la cabeza. Se ofrece a preguntar al amigovio si ella tuvo una caída.

No ha terminado su café, cuando regresan las noticias de que sí, en efecto, la paciente se cayó y golpeó en la cabeza, pero como no sangró tampoco le dieron importancia.

—Por cierto, él también resultó covidiota. No tarda en salir enfermo, a menos que además haya mentido.

Andy pregunta en almacén si llegó algún antiviral de nueva generación, de los especializados para esa enfermedad. Le responden que únicamente les queda Ivermectina. Esa afirmación le molesta, aunque no reprende al almacenista. En su fuero interno reclama que mantener un desparasitante veterinario en la lista de medicamentos recomendados para covid es un abuso de falta de profesionalismo en altas esferas de gobierno.

Andy piensa que si él interpretara con eficiencia el electroencefalograma no requeriría de nuevos estudios. En ese minuto canta un gallo. Piensa en su educación católica de la infancia, cuando el curso de la primera comunión. Ahí aprendió que el apóstol Pedro negó tres veces a Jesús antes de que terminaran los cantos matinales de un gallo. El canto de la madrugada significaba la debilidad, ese doblez de quien es incapaz de defender al guía y amigo por temor; al sitio bíblico lo siguen llamando Gallicantu.

Vuelve a mirar el reporte y en eso confirma: “Está embarazada, debe estar embarazada.” Sale corriendo hacia la zona hospitalaria para público a interrogar al amigovio. Cuando el susodicho confiesa que ella está embarazada, comienza a sollozar:

—Que no se contagie el bebé, que no se contagie.

Andy olvida la diplomacia que le enseñan en su profesión y lo reconviene:

—Por no vacunarse pueden morir los tres, pero haremos lo imposible para sacarlos del problema.

Andy no siente su voz sincera mientras recuerda el desabasto de medicinas clave y que la política hospitalaria prohíbe que los familiares introduzcan medicamentos. Deben pasar de contrabando y él es un simple residente. Murmura:

—Al carajo con el protocolo burocrático.

Con el relevo de turnos, Andy tiene oportunidad para dormir dos horas en la “galera M” con letra del misterio. Un cuarto diminuto con una litera doble para los breves sueños del personal. El ritmo desproporcionado de los turnos exige siestas ocasionales. En su sueño Andy imagina que la última paciente acerca la parte de cuello llamado esternocleidomastoideo con provocación, ella jala su bata hacia abajo mientras sonríe con picardía. En sueños Andy se resiste hasta donde sus juramentos y sentido del pudor se lo permiten, cuando las puertas y ventanas se cierran con viento aliado. Recuerda el registro y mira la cara idéntica a la joven actriz Meche Carreño. Mira el registro: “María Mercedes Carreño L.” Conforme se oscurece el ambiente, suena un twitteo desde su celular, con insistencia; en la pequeña pantalla azul dice: “Tu esposa”. En el mundo real no está casado y duda que en su drama íntimo sea capaz de tener novia. Cuando despierta, siente enojo contra el amigovio.

Una hora después el amigovio culposo avisa que tiene un recado y, por fortuna, es la medicina recomendada. Con discreción, Andy introduce al amigovio a un consultorio para platicar en privado. Lo sienta y le explica algunas hipótesis espantosas sobre secuelas de enfermedades en embarazos: parálisis cerebral, ceguera crónica, ausencia de miembros, malformaciones genéticas… Conforme el interlocutor palidece del espanto, el médico con discreción, le indica que deje su “regalo” en un cajón abierto. Cuando se despide el amigovio de la paciente Carreño se nota un temblor en las manos. “Se me pasó la mano, ojalá no huya”.

Esa tarde Andy vuelve a servir en área neumológica, donde falta personal en cada pandemia. A pesar del equipo aislante aprovecha para intercambiar unas palabras con la paciente Carreño. Le hace preguntas de rutina y con pretexto de su próxima alta ella le proporciona su número de teléfono. Ese gesto llama la atención de Andy, que pregunta:

—¿Casada o con novio?

Ella responde:

— Libre como el viento y al carajo con el protocolo burocrático.

Los siguientes días siente escrúpulos y se pregunta cómo acercarse rompiendo sus miedos y conservando sus códigos de ética profesional. Sin embargo, esta narración contiene una trampa, pues el médico Andy resulta que vive una etapa “trans”. Dilema en el cuerpo de mujer por nacimiento y transita hacia una recomposición física, aunque tampoco pretende tornarse un macho varón. El matiz del personaje es complicado y la palabra transgénero resulta poco legible en un cuento, así que planeaba eludirla, aunque cambié de opinión. Porque cómo considerar un argumento de escrúpulo sobre honorabilidad profesional, cuando se mezcla con las angustias de la aceptación de la identidad y las hipótesis sobre el posible rechazo de un acercamiento, cuando esa personificación no define cuál es su auténtica situación genérico sexual. La vía fácil es situarla en un bar gay, aunque colocarla en una bata profesional resulta más intenso y menos convencional.

Por un lado, Andy odia sentirse pusilánime ante la perspectiva de que esa chica sea “la de sus sueños”, por el otro, rechaza acometer una “puñalada trapera” contra un tercero desconocido o hasta inocente. Asumir una vida que viene en camino también le resulta intrigante y no es un criminal para salir huyendo como hizo el amigovio. Se proyecta capaz de disiparle cualquier idea absurda sobre la medicina moderna. Especula con intensidad y nerviosismo mientras maneja, por lo que el camino desaparece. Ya frente de la puerta del edificio de departamentos señalado, respira hondo y murmura: “al carajo con el protocolo burocrático.”

Recuerda que fue la paciente de mirada intensa quien entregó su número, sin embargo, ocurrió bajo los efectos de una condición vulnerable. En esos días de hospital se miraron a través mascarillas, escafandras y un traje extraño. Entonces no se notaban los signos exteriores de la panza crecida y demás jergas del embarazo. Andy siente una curiosidad tan intensa sobre qué actitud encontrará, que le punza la boca del estómago.

Cierra lo ojos mientras espera a que le abran y, de improviso, siente un ligero jalón en el brazo que invita a traspasar el umbral. Mira hacia el piso para no tropezar y saluda sin contacto visual, con un arrebato de timidez.

El interior del departamento está bañado por una luminosidad tenue, regulada para el intimismo; por las paredes y los muebles pequeños destacan detalles luminosos, de pequeños moños coloridos y adornos de chaquiras. De inmediato, la anfitriona Meche se esfuerza por sonreír y agradar; su mirada está clavada en su rostro por lo que Andy baja la vista, con una mezcla de sorpresa y vergüenza inesperada, que intenta controlar.

La anfitriona no para de platicar y disculparse por lo humilde del sitio, asimismo advierte que una tía hipocondriaca se ha recluido en una pequeña habitación. Señala un sillón amarillo y con manchas grises para que se acomode la visita; acerca una silla de madera y baquelita, con apariencia apolillada. Hay un jarrón de frutas mezcladas con ron y jarabe de granadina.

Mientras los vasos se humedecen por el vapor condensado, la visita no atina a aplicar una plática coherente. Meche monologa sobre sus gustos por las motocicletas y acampar zonas deshabitadas, mientras le inventa obligaciones fantasiosas, como “deberías comprarte una moto deportiva… deberías tener casa de campaña… deberías visitar más al descampado… sería lindo visitar Valle de Bravo o Malinalco, quedan cerca…” Es evidente que la anfitriona propone escenarios para una actividad juntos. Con tono despreocupado, Meche expone que hubo un aborto espontáneo.

—Me hubiera gustado saberlo.

Otra respuesta despreocupada de Meche, resta importancia a lo sucedido y vuelve sobre las fantasías de un próximo viaje. La evidencia del camino abierto pone más tenso el ánimo de la visita. Cada vez es más la sensación de un barco viejo que está avistando una tormenta, por el momento, el vaivén resulta ligero, de pronto una ola hace crujir los amarres y el alma se agolpa en la garganta. Para Andy, la ola grande no ha llegado, pero la atmósfera advierte una tormenta.

La anfitriona bebe de prisa, hasta que termina un tercer vaso y se queja del calor excesivo. De improviso jalonea su suéter azulado y explica que sufre por un exceso de ropa.

—Me vas a perdonar… hay demasiado calor y “al carajo con el protocolo burocrático”.

De un jalón se saca el suéter y sobre el torso descubierto están el sujetador encarnado y un collar con una obsidiana circular. Andy se sorprende, enarca las cejas, aleja la vista y mira con intensidad su celular, buscando un refugio ante lo inesperado. El contraste entre los cuerpos en condición clínica, con la frialdad de las luces artificiales y los aromas estériles del hospital; total contraste ante una piel intencionada, mostrando en un reto de intimidad, con intensidad y reto. Llegó esa ola temida. Por experiencia, teme que un encuentro improvisado termina en dramas de incomprensión. Anteriormente, no ha faltado quien le llame truhan, hipócrita, mequetrefe, quimera o víbora cuando no ha explicado con sutileza y elocuencia su condición trans; incluso, con explicaciones previas hay tragos amargos. Prefiere improvisar para escapar:

—Es una emergencia; disculpa, con médicos no hay vida propia. No me tomes por gandul. Si me permites, luego compensaré con creces.

En seguida miente sobre un infarto, perjurando que está muy contento de visita y que compensará su falta, que pronto llamará. Antes de escapar, se acuerda de una muestra médica de pastillas, que de algo servirá para justificar la visita. Dentro de su automóvil, mete la mano al maletín y siente el encefalograma, donde observó algo peculiar, y se queda acariciándolo sin animarse a retirarse tan pronto.