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miércoles, 29 de noviembre de 2023

LA CARNE ASADA FUE OFENDIDA



 

Por Carlos Valdés Martín

 

La anécdota se hizo famosa, aunque el autor la negó cuando hizo escándalo. Fue una frase polémica del personaje, indicando que donde: “empieza a comerse la carne asada, comienza la barbarie”.[1] Resulta una ofensa culinaria para una magnífica región.

¿Despreciar una carnita asada? Para mi inconcebible, para un vegano lo más consecuente. Esa frase llegó y se quedó en la leyenda por varios motivos.

El motivo más fuerte es que el personaje fue un candidato a la Presidencia de la República y ante los ojos de muchos compatriotas, él fue despojado por los acaparadores del Gobierno. El personaje estuvo a un tris de lanzar una insurrección alegando el horrendo fraude electoral cometido.[2] De hecho, muchos de sus jóvenes partidarios ya habían caído bajo balas asesinas.

El personaje se exilió al retractarse de llamar a una revuelta que sería el camino hacia una tragedia. Se alejó de país seguido por un puñado de fieles, entre los que se contaba una devota y platónica enamorada. Ella en un exilio de amargura y desesperación, se pegó un tiro, en un sitio tan icónico como la catedral de Notre Dame de París.

¿Por qué tal enojo contra ese tipo de alimentación? Hubo una motivación fuerte, porque el grupo gobernante del país se identificaba con una región norteña, famosa por sus exquisitas reses. En ese tiempo, a un grupo de militares emanados de la Revolución eran conocidos como grupo Sonora, aunque se instalaron en la capital del país para controlar los hilos del Poder.

En su juventud logró aportaciones destacadas a la cultura del país, incluso su huella quedó marcada en la Universidad Nacional. El personaje recibió el apodo del “Ulises criollo”, por el título de su autobiografía, narrada desde el exilio.

Pasados los años, el personaje se eclipsó en vida. Dejó de poseer ese relumbre y dejó de ser relevante en el escenario de su país. Regresó a México con semblante solitario y amargado, ocupando una posición más marcada de recuerdos y viejas glorias. Se reconcilió con la religión de sus padres y adoptó retóricas conservadoras. Se desdijo de su pasado, mientras escribía historias y remembranzas tristes.

A todo esto, él se llamaba José Vasconcelos y dejó diversas anécdotas, así como visiones entusiastas durante sus mejores días. La ocurrencia de asociar la “carnita asada” con la barbarie no se amplificó ni formaba parte de ninguna teoría, pero sí encajó perfectamente en el contexto de los conflictos de México; por eso se volvió tan notable.

 

 

 NOTAS:



[1] En una parte siguiente de su autobiografía, La tormenta, Vasconcelos escribió: “Entramos una tarde al Valle de Tolimán, todo verde con cebada tierna. A la orilla de la senda las casas de los rancheros son de mampostería, espaciosas y sólidas… Tolimán, bello nombre y panorama riente. Allí nos hospedó la maestra: mató pollos y los sirvió en buena salsa. Nos sentimos en tierra civilizada. Donde termina el guiso y empieza la carne asada, comienza la barbarie”.

[2] Blanco, Se llamaba Vasconcelos, Ed. FCE.



sábado, 4 de noviembre de 2023

LA REBELIÓN JUVENIL DEL LODO

 



 

Por Carlos Valdés Martín

 

“El mundo está en la palma de la mano… de quien se aferra a la libertad.” 

Reynaldo, el joven rebelde

 

El castigo tan severo se anunció de súbito, así que todos querían evitarlo, aunque era casi imposible… El barro plástico y elusivo, invadiendo desde el piso hasta los tejados, siempre con la mancha marrón que  humedecía la ropa, trasminaba hasta la piel y abatía los ánimos. El barro salpicaba desde las llantas hasta los zapatos, calcetines, pantalones, faldas e incluso bajo las mangas y gorras agarrando la piel. El barro se acumulaba, se convertía en lodo y sus manchas terminaban en costras húmedas. 

Fue la temporada de huracanes y ciclones unida a un asfaltado fallido, la que hizo de las calles lodazales. Además, algo raro sucedió, la temporada de lluvias se prolongó y jamás aparecieron las cuadrillas uniformadas que antes reparaban las calles.

De pronto, la autoridad local castigaba con severidad esa suciedad entre los vecinos y nadie quería sufrir esas tremendas sanciones.

Los lodazales surcados por camiones se convirtieron en hoyos… al cabo de semanas el barrio se convirtió en región laberíntica de trincheras. Cada vez menos peatones se arriesgaban ni siquiera usando grandes botas de hule. Cualesquiera artefactos con llantas se atascaban con fatalidad y luego el girar en vano de las ruedas atascadas produce géiseres de salpicaduras. Ese barrio convertido en mitad pantano con laguna, mitad tragicomedia de las guerras de trincheras… inclusive hasta la palabra barrio resonaba a barro.

Las alacenas y botiquines de los hogares se vaciaron, no por la visita de una súbita miseria, sino por algo tan simple como desolador: hay desabasto. Los repartidores quedaron rebasados y escaseaban hasta los víveres. Con un aviso simplón la empresa repartidora se disculpó: sus camiones con averías y sus empleados multados preferían dejar la unidad a su suerte, abandonada en la calle del lodazal, antes que sufrir las consecuencias. Era penado que los niños salieran a jugar entre el barrizal, los castigos municipales eran severos hasta para los menores. Los jóvenes desesperaban por permanecer confinados tras las paredes humildes.

El barrio popular abarcaba un tercio de la ciudad riojuanense; el resto lo cubrían entre comercios, oficinas y servicios, junto con el variopinto sector de los migrantes y un pequeño vedado, el espacio apartado, donde un puñado de ricos se regocijaba tras altos muros. Así que lamentarse por el barrio era referirse al destino mayoritario de esa población.

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El alcalde exaltado tras la lluvia invernal invocó a una anacrónica ley de seguridad interior —alterando significados y términos hasta lo caricaturesco—, para decretar un delito de “lesa porquería”: cárcel a quien escurriera el barro sucio y, además, triples castigos contra quien osara hacerlo dentro de algún edificio público. El alcalde, Macadamio, filmó a un campesino sucio hasta las orejas que visitaba para rogar algo… Lo fustigó enfrente de las cámaras portátiles y trajo a una patrulla policial para que lo detuviera y remitiera. El ensoberbecido alcalde gritaba:

—¡Esos mugrosos ensucian mi alcaldía!

Repetía sin cesar la escena y hasta pagaba varias cámaras portátiles para filmar sus insultos. No faltó el cibernauta contagiado de estulticia que festejara los gritos e improperios de Macadamio. 

Ante el elogio de sus lambiscones anónimos (así se pueblan las redes sociales en estos días), el gobernante presionó a sus colegas del cabildo para imponer sanciones más fuertes contra la suciedad y el lodazal. Multas y penas carcelarias se elevaron y comenzaron a repartir cual golosinas. La prisión local encerraba a los vecinos sucios hasta por 72 horas —lentas y agobiantes horas de máximo legal vigente en el país para faltas administrativas— y, pronto, el ingreso más grande de la municipalidad eran las multas por mugre. Sin embargo, era imposible mantenerse lejos del lodo, una vez salido del hogar o el trabajo el limo rebosaba por toda la ciudad y hasta por las veredas rurales.

Bajo ese ambiente enrarecido regresó Reynaldo, el segundo en su familia con ese nombre. Extrañaba el barrio con sus juegos infantiles callejeros, persiguiendo pelotas o empujando carritos, también las noches de bohemia con cantos de guitarra, cuando una banda juvenil se iba agolpando en las jardineras, para cantar sin más intención que disfrutar un rato. En esos días infantiles no conocían la malicia ni las desavenencias, pero al regresar, fue como si los días soleados jamás hubieran existido en esa región; cuando la lluvia se convertía en encapotado perpetuo y al ánimo alegre había desaparecido. La localidad se llamaba Riojuan, contracción laica de Río San Juan de los Evangelizadores.

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A Reynaldo lo citaron al anochecer en un bodegón abandonado, que hasta era pleonasmo pues la ciudad parecía abandonada en sentido moral, cuando nadie respondía por nadie. Cada día se sufría una especie de toque de queda por las continuas detenciones, en recordatorio del reglamento de urbanidad bajo pretexto de la limpieza. Las detenciones eran breves, pues la cárcel de sitio era pequeña y no sería posible alojar en demasía; además derivadas de un reglamento local, el castigo no llegaba hasta los juzgados. La opinión unánime era que la intención del alcalde era sacar carretadas de billetes mediante las multas.

A cada rato los vecinos vociferaban desesperados por la arbitrariedad:

—Usted también está enlodado, aquí no se anda limpio si las calles están enlodadas.

Los uniformados, bajan la cara de vergüenza, porque también ellos eran vecinos, que cuando se descuidaban caían arrestados.

Los arrestos eran breves, pero incluían la humillación mediante una ráfaga con agua fría de la manguera de bomberos, que a los débiles arrastraba por el piso y a los enfermizos los condenaba a la pulmonía. En las noches sin luna cesaban las detenciones; los vehículos policiales se atoraban también en el barro y resultaba problemático desatascarlos; así, la gente salía en las noches más negras para obtener víveres o, simplemente, a reunirse con los conocidos. Muchos riojuanenses adoptaron hábitos nocturnos, hasta proliferaron las pastillas dosificadas con belladona: un truco renacentista para dilatar las pupilas, que no lo usaban por embellecer sino para mirar mejor entre la penumbra.

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El galerón juntó a más de trescientos adolescentes y jóvenes expectantes —principalmente, cargados de testosterona y rabia por los atropellos del alcalde—. Los congregaba una oleada de rumores sobre acciones más atroces de la sombra negra y ominosa, más multas y detenciones humillantes.

Los inexpertos murmuraban sobre armarse y empujar una insurrección. Los cautelosos objetaban que un pueblo aislado jamás ha logrado un motín con resultados, que un levantamiento justificaría al alcalde maldito. Alguno hablaba con palabras entrecortadas, otro tartamudeaba, uno más con voz tan queda que nadie le escuchó… Al transcurrir esa asamblea sin rumbo el enojo inicial, poco a poco, iba tornándose en desánimo.

La tribuna improvisada era una simple silla que rechinaba cuando cada orador espontáneo se subía en ella, desde ahí demostraban ese signo ancestral de jerarquía: medio metro arriba del suelo marca diferencias.

La reunión desbarraba hacia ningún lado, los oradores se interrumpían, los murmullos y los diálogos distraídos de los asistentes convertían la reunión en una dispersión de rumores. De pronto irrumpió un silencio breve y espeso, de aquellos instantes curiosos que los beatos afirmaban que “habían interrumpido un ángel” y en esa pausa Reynaldo ocupó la silla tribuna. Ni siquiera se creería que cumplía los quince años con esa mirada redonda y cándida, la piel tersa y el pelo ligeramente alzándose sobre a frente.

Cualquiera supondría que, durante su viaje, la profesión que aprendió fuese de tribuno. Sí, un tribuno orador, pues dominaba el escenario y al auditorio con ademanes, tonos, argumentos, énfasis… en suma, su elocuencia era envidiable.

—De aquí vamos a salir con la cabeza en alto, nunca aceptaremos la humillación como pago; ese Macadamio maltrata a los sencillos y se envanece…

Siguió su discurso explicando los casos tan notorios de una viuda detenida sin contemplación y ella dejaba a tres niños pequeños desamparados; el maltrato que padeció un anciano artrítico y los horribles dolores de sus articulaciones cuando fue bañado con agua helada. Conforme hablaba una luz sobrenatural invadía la bodega fría y hasta el eco de lluvia cesaba para no enturbiar sus palabras.

—Cuando nos vayamos de aquí, una sola palabra será nuestra divisa, esa palabra será “Justicia”, porque hoy estamos hartos de injusticia y de maltratos. Así, que será una palabra que repetiremos. ¿Cuál es esa?...

Movió la mano señalando el cielo y su auditorio repitió: “Justicia”. La voz colectiva, surgiendo simultánea y fuerte sorprendió a los presentes cual un rayo en cielo claro.

Luego los invitó a repetir fuerte y cada vez más fuerte. El entusiasmo de todos se propagó, bajo el influjo de esa palabra y, hasta sonaba a promesa, a anticipación de lo que pronto sucedería. Cuando terminó la oratoria varios preguntaron ¿Ahora qué hacemos?

—Vamos a firmar un Plan urgente y todos los seguiremos.

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Un día después se reunieron con representantes por cada calle, sumaban una treintena para redactar el Plan. De nuevo Reynaldo lo tejió mejor que los demás.

—Nos basaremos en nuestros Derechos, horadando el espacio que las leyes nos dan, pero esto será un gran esfuerzo de movilización para alertar a todos contra Macadamio y su tiranía. Si un gobierno pretende sostenerse de las multas y castigos que impone a su gente, se convertirá en una máquina de extorsión, pues mientras más castigue será más rico, hundiendo a su gente en persecuciones sin fin. No basta con obtener la razón, sino además mostrar nuestra inocencia a los cuatro vientos y ganar la adhesión de otras regiones, para que el mal gobernante quede atrapado en una parálisis creciente. Jamás usaremos la violencia, porque esa es la ley de las bestias; lo nuestro será la acción pacífica y decidida para encarar al mal gobierno.

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¿De dónde salió tal elocuencia, con refinado método de lucha y esa decisión inquebrantable a tierna edad?

Años antes, Reynaldo siguió a su madre a la migración cuando ella se enamoró de un minero itinerante, de esos que se llaman gambusinos y excavan buscando filones de oro. Se rumora que basta la suerte de encontrar una pepita de oro enorme para enriquecerse y comprar una mansión en el extranjero. Aunque tanta fortuna es insólita, en cambio los mineros casi siempre obtienen granos dorados suficientes para emborracharse desde los sábados.

A la progenitora en otras latitudes la llamaríamos “madre soltera”, allá le dijeron “abandonada”. Con todo y un hijo a ella no le faltaban pretendientes; cuando una tarde soleada se enamoró perdidamente del gambusino musculoso. Ella misma no le explicó a nadie la urgencia que sentía por mantenerse al lado del minero y, con solo un día de conocerlo, decidió mudarse a la región selvática de Arrecife, acotada entre un río y la montaña aurífera. La aldea era un bullicio de actividades sin sentido para Reynaldo, quien la siguió por voluntad, en una especie de esfuerzo protector, pues no confiaba en el padrastro acostumbrado a embriagarse y ausentarse sin avisar. 

La faena de minas obligó a desarrollar una fuerza física inusual; el influjo súbito de multitud de compañeros de trabajo, casi todos mayores, despertó y tensó sus sentidos. Mientras cavaba y sudaba escuchaba las vicisitudes de marineros que naufragaron en Java; se enteraba de las penas de los desaguadores de pantanos o de la maldición que pesaba sobre los mineros del mercurio que envenena al hígado y hasta gangrena las extremidades. Esas hondonadas selváticas no pertenecen a un dueño, ahí autogobiernan asociaciones de aventureros cegados por la ilusión del oro. Persiguiendo la llave súbita para el enriquecimiento, cada día lavan toneladas de tierra hurgando por granos dorados. El gobierno central sobrelleva con recelo a esas agrupaciones, pero las tolera cual válvulas de escape al descontento en zonas marginales. También se empleaba como exilio para algunos disidentes, condenados a escarbar un par de años, como si ese sitio fuera un castigo educativo para los gacetilleros de la capital. Tampoco faltaban los comerciantes, representantes del gobierno, abastecedores de toda índole y hasta las cariñosas itinerantes, que tomaban sus visitas a la selva a modo de apuesta en una ruleta, pues los afortunados bullían en lujuria y fiebre de derroche.

Los líderes de los campamentos repetían, cual leyenda que en una cena de gala el Presidente le confesó a un Embajador: “Más vale una minería lejana que una rebelión cercana.”

Otra narración recordaba que un cavador llamado Tunco en dos ocasiones encontró pepitas descomunales que pesaban varios quilos. La primera vez gastó todo en una juerga de varios meses; la siguiente desapareció y se rumoraba que emigró a Europa.

Muchos compañeros le tomaron enorme aprecio a Reynaldo, pues era acomedido y dispuesto a compartir la plática y los mendrugos de pan. En los campamentos sobraban los lisiados y enfermos, pues la combinación de canículas y aguas anegadas con labores agotadoras dejaba una estela de baldados y laceraciones crónicas. Los compañeros lo apreciaban tanto que, al aproximarse su cumpleaños, organizaron una colecta para introducirlo con la madame de mejor reputación.

Pasaron dos años para que su madre se desilusionara, después jamás quiso repetir el nombre del novio, como si eso provocara mala fortuna. Ella no era mujer para abatirse por un desamor, al contrario, su regreso al barrio estuvo salpicado de sonrisas y reencuentros. Diríase que viajó montada en el crucero más prestigioso y regresó dispuesta a reinventarse a partir de una interrupción inexistente.

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Entre contentos y sorprendidos, los jóvenes del barrio acogieron a un Reynaldo que les aventajaba experiencia equivalente a décadas en casi cualquier tema. A él le quedaba recuperar estudios, así que ingresó en una escuela nocturna, en un turno que entonces agrupaba a los desfavorecidos, integrada por la manada variopinta de quienes solían trabajar por las mañanas.

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Al patio del Palacio Municipal entraron por sorpresa más de cincuenta adolescentes menores de edad con arcilla escurriendo. Afuera de la puerta los acompañaban un millar de vecinos gritando consignas.

La policía local dudó en aplicar la ley contra el lodo sobre los adolescentes, porque proveniente del Centro del país llegó una legislación por los derechos del menor. El Jefe de la Policía local se dio cuenta de inmediato que los jovencitos estaban retándolo, con un pronóstico contraproducente para el alcalde.

Ese día el Presidente Municipal recibía a un asistente de director y a una hermosa actriz enviados a negociar la locación de una película de aventuras. Los recibió en el despacho de la Presidencia Municipal y ordenó no ser interrumpido, mientras atendía a sus invitados. Cuando decidió abordar otros asuntos, ya la manifestación relámpago de los adolescentes lodosos estaba por finalizar, pero las huellas cenagosas afeando el patio enfurecieron a Macadamio. Él gritó a su jefe de policía que interviniera de inmediato. De mala gana, los uniformados blandieron sus macanas contra los adolescentes; más de un par sí las azotaron sobre los lomos de los inconformes. Lo que antes se disfrazaba con el velo de multas por la suciedad se demostró como una caprichosa represión sin sentido.

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En otras ocasiones, cuando una protesta era acallada por una represión siempre cundía el temor, pero en esta ocasión, al contrario, las repercusiones fueron distintas. Al día siguiente un contingente mayor con los padres y amigos de los golpeados se concentró frente al municipio. En las calles surgieron mantas en los cruceros. La escuela secundaria paralizó labores por solidaridad. Los comerciantes del mercado repartieron volantes a sus clientes. Una comitiva se dirigió a la capital para entregar una carta de protesta exigiendo destituir al alcalde.

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Transcurrieron las semanas y ese movimiento de protesta crecía. Día a día se ensanchaba un sendero con pasos ligeros yendo y viniendo hacia un modesto departamento: la vivienda de Reynaldo se había convertido en el epicentro de un movimiento.

En cuanto se organizó una concentración más grande él fue orador principal. Los adultos se sorprendían por la mocedad del líder, convertido en dirigente.

Con tacto él insistió en que se nombrara una dirección colegiada, con 33 integrantes para garantizar la continuidad en caso de que sufrieran detenciones.

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Al principio Macadamio se resistió a creer en la evidencia: la mayor protesta convergía en un chico de quince años que aún no terminaba de estudiar la secundaria.

Cada reacción tramada por el alcalde hacía crecer la protesta y que, en consecuencia, decayera su posicionamiento ante la lejana capital. En la ciudad, su autoridad inmediata quedaba vulnerada, los policías evitaban salir en rondines para detener por faltas al reglamento del fango, pues los caminantes llevaban silbatos para convocar a los vecinos en su ayuda. Cada vez más los guardianes se hacían de la vista gorda y simulaban no ver fango en las ropas; cada vez eran menos los que se animaban a enfrentarse con grupos alborotados. El dinero extra de las multas desapareció como agua entre las manos, mientras las críticas florecían alrededor y las calles se animaban con transeúntes. Conforme transcurrían los días las calles del barrio estaban más concurridas, los transeúntes no eludían los charcos, al propósito salpicaban y hacían muecas de desprecio ante cualquier signo de autoridad. Los atardeceres agolpaban a los vecinos que salían intencionalmente a saludarse, intercambiar nuevas y a cuidarse mutuamente. 

Contra el consejo de la prudencia, Macadamio buscando una solución rápida, mandó detener a Reynaldo cuando el adolescente salía de la escuela secundaria. Eran órdenes terminantes del alcalde, que amenazó con despedir al jefe de la policía si fallaba en esa ocasión. Los estudiantes presentes intentaron evitar la acción, pero ganó la sorpresa.

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Detener a un adolescente bajo el cargo de encabezar protestas era insostenible ante cualquier juez y un escándalo a los ojos escrutadores desde la lejana capital. El alcalde, con torpeza política, declaró sus auténticos motivos para la detención: “Aunque parezca increíble, ese jovencito es el cabecilla de las protestas que turban la paz pública de Riojuan, por tanto, es el responsable.” Confesar la detención de un adversario y decir textualmente que era por delitos políticos resultaba inconcebible, escandaloso a los ojos de la población y hasta inaceptable para la casta gobernante. Además, llamó la atención que un adolescente dirija un movimiento; eso incitó la curiosidad, entonces los principales partidos, enviaron emisarios para indagar de inmediato sobre el detenido. Los principales diarios de la capital intuyeron una noticia que iría escalando para obtener las primeras planas; pronto la televisión buscaría una primicia.  

Al día siguiente un alud de reporteros y emisarios políticos demostraron a Macadamio que había cometido un error enorme, al convertir a su adversario en un paladín y al movimiento en una causa mediática.

El alcalde urdió que no le quedaría de otra que fabricar un delito distinto. Mandó a llamar a su jefe de policía, para indicarle directamente: “Debes embutir droga entre las posesiones de ese cabecilla adolescente y así la detención por motivo…”

El subordinado asomó el cargo de conciencia por implicar a un inocente con un delito desmesurado. Explicó que sería más sencillo ofrecerle un cargo público o una beca para alejarlo de los problemas; quizá hablar con la madre o apelar al director de la secundaria. Su subordinado había terminado de plantear débiles objeciones y se había retirado, cuando entró una llamada directamente del Ministerio del Interior, del otro lado salía una voz tonante, que tuteaba al alcalde y no le daba pie a contestar:

—¿A qué imbécil se le ocurre detener a un adolescente, declararlo líder de un movimiento y explicar que lo encarcela para acallar una protesta? ¿A qué alcalde se le ocurre hacer detenciones políticas sin el consentimiento del Ministro del Interior? ¿Qué idiota espera tener carrera política atacando jóvenes y encarcelando masivamente, sustentado en un reglamento inventado por él mismo? ¿Qué estúpido no se da cuenta que su detenido sigue siendo legalmente un niño? ¿Quién está en serios problemas?

—No lo entiendo, es que…

—Espero que entienda, pero en camino está mi emisario personal, a quien debe darle plenas —repitió la palabra con más lentitud y énfasis—… plenas… facilidades para salir de este enredo que hizo usted mismo. Para mí este emisario vale de plenipotenciario —volvió a repetir la palabra por si existía duda—, plenipotenciaria. Y no se imagine usted que saldrá airoso con facilidad, sería sensato que tuviera ya redactada su renuncia por si este escándalo sigue repercutiendo aquí, en la capital.

La palabra “plenipotenciario” se enredó en la mente de Macadamio, cual una fuerte dosis de insecticida acosando el nivel más hondo de su instinto de supervivencia político, y esa palabra lo acosó antes de dormir y al amanecer no se había disipado.

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Un centenar de vecinos se reunieron decididos a pernoctar frente a la pequeña cárcel de Riojuan.

En el rectángulo de tres por dos metros, un incómodo camastro de cemento no le facilitaría el sueño a Reynaldo, pero le consolaba el sonido de cantos próximos. Un policía que cuidaba la celda daba vueltas nerviosas a cada rato y le informaba, que “sus amigos” permanecían haciendo guardias afuera del edificio.

La puerta y ventana de barrotes eran los únicos adornos. La ventana daba vista al Oriente de la villa Riojuan, desde ahí se extendían las casas y escasos edificios. El joven prisionero no recordó haber pernoctado sintiéndose encerrado y por arriba de nivel del suelo. El viento alejó las nubes y salió la luna junto con las estrellas, colándose una brisa fresca y suave por la ventana. Junto con la brisa llegaban voces entrecortadas, fragmentos de palabras y consignas que provenían de los vecinos organizando un campamento enfrente.

Conforme la noche se hizo más clara, aprovechando la luz de luna filtrada, Reynaldo se puso a examinar con detenimiento la celda. Las paredes con pintura color hueso descascarada mostrando el cemento gris de la construcción; también el techo y piso de cemento gris, aunque el suelo muy liso, con un acabado casi terso, mientras el techo era rugoso. Manchas de barro salpicando los rincones, indicios de que se aseaba por encima con una jerga húmeda; vestigios de la invasión periódica de zapatos salpicados. La orilla de la cama de cemento coloreaba verde agua y la cubría una cobija delgada de lana rústica, producto de un telar campesino. Los barrotes eran cilindros gruesos con huellas de oxidación por los años. La puerta con una doble barra horizontal de refuerzo, ocultando una cerradura del mismo material. En el quicio de la ventana encontró una grieta y ahí dentro un papel de colores formando un arcoíris concéntrico. Estaba doblado y al desplegarlo encontró un mensaje de algún preso anterior: “El mundo está en la palma de la mano… de quien se aferra a la libertad.” Sonrió ante un papelito hermoso con el mensaje justo para el momento exacto.

No tenía miedo, más bien sentía participar en un juego emocionante, donde el peligro presente se disiparía con la luz del día. La celda no era más incómoda que las minas, donde en los socavones improvisados había visto gente morir aplastada por aludes de roca y aluvión. Ese parecía un sitio tranquilo, nada más le preocupaba la mortificación de su madre.

Se sentó en la cama sólida y dobló la cobija para acomodarse mejor. Desplegó de nuevo el papelito multicolor. Avanzaba la madrugada y la luz de luna parecía más intensa; el rumor lejano de los vecinos lo reconfortaba.  

Extendió el escrito sobre la palma de su mano, concentró la mirada y susurró “la voluntad es mágica”. Una suave brisa hizo temblar al papelito. Repitió: “La voluntad es mágica” y sopló suavemente en sentido contrario de la brisa; el escrito vibró suavemente y se bamboleó como si pretendiera aletear. Se acordó que habría exámenes escolares en una semana y debería estudiar álgebra.

Volvió a soplar con suavidad: el papel multicolor tembló cual alita de mariposa y levantó ligeramente sus orillas... color de arcoíris anunciando que finaliza el diluvio. El papel girando con el soplo fundía el arcoíris en una recta escuadra que giraba alrededor de la punta milimétrica, cual compás dibujando un círculo perfecto.

Reynaldo volvió a repetir despacio “La voluntad es mágica”, mientras los pasos del jefe policial subiendo escaleras turbaban la alegría de ese instante.