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sábado, 29 de enero de 2022

ADAM SMITH CON ALFILERES HIZO SU "RIQUEZA..."

 



 

Por Carlos Valdés Martín

A Adam Smith se le cita por una mano invisible guiando al mercado, lo cual es un exceso,[1] pues lo primero será recordarlo por los alfileres y sus “división del trabajo”. Una “mano invisible” ya ha ido demasiado lejos, se coloca más allá de la materia, en el terreno de los magos que desaparecen. ¡Por la música de las esferas! Si Smith fue inventor de lo que es un economista: el estudioso de la cuestión más material, ¿cómo iba a comenzar por el acto de Houdini? No, eso es un sinsentido que surge del gusto por las metáforas para niños. Esto no significa que se demerite a Smith como investigador novedoso y profundo, “pater patria” de la ciencia económica.

La materia pequeña

Cuando vemos economistas que estudian hasta el bostezo las diferencias de ingresos como si de ellas derivara una Revelación,[2] vale volver a Adam, quien por su perspicacia sigue siendo ejemplar. Y siguiendo su ejemplo nos fascinaremos con sus principio y aspecto más pequeño: elaboración de objetos diminutos. En el siglo XVIII lo pequeño eran alfileres, clavos y botones, ahí yacía lo más liliputiense de la producción, pues ni soñar en microchips y nanotecnología. Con sagacidad digna de un Salomón, por ahí comienza el célebre Smith: cuidar dónde surge lo diminuto (el alfiler) para mirar hacia lo más grande (la nación, el mundo, la plétora de bienes), así comienza La riqueza de las naciones.  

Cabe recordar la pequeñez de la semilla, sin embargo, la cosecha implica una agrupación; la mazorca y la espiga son agrupaciones, donde ya se formó la pequeña semilla. No hay una producción laboriosa de la semilla separada, ahí nada más se la extrae y, la sembrarla, se reconoce su potencial de renacer o fructificar. La mentalidad popular y religiosa sí quedaba como hechizada por esa fuerza de lo pequeño cuando hablamos de la semilla, tal como se recuerda el culto a Deméter (los misterios Eleusinos y demás en Grecia clásica), así como su transformación en el pan de la eucaristía para los cristianos. La fuerza de lo pequeño cautivaba a los primeros pensadores y así surgió la noción del átomo, esa materia que ya no se rompe, siendo elemental y eterna en Demócrito. Anotemos la originalidad y empirismo de Smith quien no pretende que el alfiler sea un átomo ni renazca cual semilla, sino que aparece ahí como objeto discreto que demuestra un movimiento de división a su alrededor, al cual Smith analiza y llama: la “división del trabajo”.[3]  

Espacio fijo: el taller

La primera parada en el viaje intelectual de La riqueza de las naciones llega a una manufactura o simple taller, de un objeto de lo más sencillo para esa época: el pequeño taller para elaborar alfileres. Los comienzos son de importancia suprema y éste de Smith resulta de un diseño excelente, lo bastante para que con único libro se le considere el padre de la economía política clásica, casi como quien dijera el primer economista en serio.

Para esta explicación el taller manufacturero resulta de una evidencia absoluta, incluso Adam Smith comenta que el taller se observa desde la ventana o la puerta, donde hay un lindero. Ahí estaba esa organización proliferando en el medioambiente de Europa, la cual había visitado el autor para obtener observaciones precisas.

Entonces el taller es un hecho, evidente y cotidiano, aunque todavía novedoso. Como en otros siglos eran un hecho el cazador, el recolector y el agricultor, aquí hay algo más que ver. Sucede algo diferente al artesano, pero emparentado con el “gremio”, sin embargo, modificado, pues acontece un espacio que se transparente. Recordemos que cada gremio era opaco, un grupo encerrado o de cónclave, según las reglas de los estamentos medioevales, que prohibían compartir sus secretos.[4]

Otro punto importante: comienza comparando la capacidad de un individuo solitario: un operario individual para fabricar un simple alfiler, señalando las diversas actividades para hacerlo, hasta conseguir su elaboración. Sucede la correspondencia renacentista en el hombre y el macrocosmos, pues por esta vía de equiparar, la escala humana se mantiene conectada con el conjunto, particularmente por la vía de la ley del “valor trabajo”, como una regla para la economía.

La “división” mantiene la unidad global

El argumento de fondo es una operación muy fuerte que atraviesa el sistema mediante la “división del trabajo”, que rebota hacia una compensación constante, para establecer la red del sistema mercantil. Esa división resulta un concepto clave para la construcción de la obra teórica y para comprender su visión sobre la economía y el capitalismo, porque resulta una división que mantiene unidas a las partes, que son muchísimas y alcanza a engranar un sistema complejo de actividad.[5] El concepto completo es la división del trabajo, que se complementa con otras divisiones que abarcan los ramos, la oposición de ciudad y campo, las naciones lejanas para formar un mercado mundial, etc. Al menos, resulta crucial diferencial la división dentro del taller y la que acontece fuera del taller, por lo que la unidad manufacturera resulta una integración indispensable.

Conforme resulta más intensa la división del trabajo dentro del taller, como equilibrándose, va a requerirse de una unión de ese trabajo dentro del taller. La unidad de la manufactura en cada unidad productiva depende de ese dividirse para reunirse, mediante lo cual se logra un salto tremendo de la productividad del trabajo. El argumento crucial de este capitulo es que conforme se logra dividir más y mejor el trabajo, entonces hay muchísima más productividad en la unidad productiva, lo cual resulta una revolución y una bendición, cuando se compara con lo que producen los individuos aislados que se dedican a cumplir integralmente todos los aspectos de un producto. Ahí establece Smith la gran distinción entre sociedades y épocas, pues son los pueblos bárbaros o los periodos anteriores cuando el trabajo integrado es tan poco productivo que la salida es sacrificar a las personas, por ejemplo, señala “Entre las naciones salvajes de cazadores y pescadores son tan miserablemente pobres que por pura necesidad se ven obligadas, o creen que están obligadas a veces a matar y a veces a abandonar a sus niños, sus ancianos o a los que padecen enfermedades prolongadas”[6]

El segundo nivel más general de la división del trabajo implica el intercambio, por tanto forma el mercado, respecto del cual Smith lanza elogios por el complejo requerimiento de bienes para integrar la producción cotidiana. Este nivel de división implica un intenso y extenso intercambio que trae las variedades exóticas de bienes.

Distancias, complicaciones

Cuando el objeto producido no viaja grandes distancias, sí lo hacen sus componentes; sobre lo cual Smith subraya que hasta los productos sencillos ya traen la complejidad en sus componentes y es crece con las distancias. El argumento explica sobre una “revolución de la vida cotidiana” la cual está mejorando de manera notable la existencia de la gente, y con ejemplos cotidianos, Smith nos señala los grandes avances de su periodo.

Encontramos un tono de elogio mesurado ante los logros de esa nueva producción. “Especialmente ¡cuánto comercio y navegación, cuántos armadores, marineros, fabricantes (…) y que a menudo proceden de los rincones más remotos del mundo!”[7] Decía Descartes que la primera emoción es la admiración, la cual está como abriendo las puertas del alma, para que todas las emociones avancen después de ella.[8] Esta admiración por lejanía, aplicable a una discreta tijera, la amplifica al notar la distancia tremenda de los viajes. Si ya la humilde herramienta se admira por tal proceder, ese entusiasmo se incrementa con la escala, pues hay “máquinas tan complicadas como el barco del navegante, el batán del batanero, o incluso el telar del tejedor”[9] Y también conserva un tono admirativo, cuando considera al algún bien en particular, como el cristal, esa materia que mantiene la vista y el calor de los hogares: “la ventana de cristal que deja pasar el calor y la luz pero no el viento y la lluvia, con todo el conocimiento y el arte necesarios para preparar un invento tan hermoso y feliz, sin el cual estas regiones nórdicas de la tierra no habrían podido contar con habitaciones confortables”[10]

Productividad: el crecimiento exponencial

Además de un ser un concepto, la productividad, resulta un salto y agrega la emoción de ese brinco, donde el ejemplo del taller de alfileres resulta clave. La productividad resulta un concepto que relaciona trabajo y recursos implicados con el resultado en bienes materiales útiles. Con Adam Smith la productividad se transforma de un concepto abstracto (que lo es) y alcanzar el júbilo de ese crecimiento súbito.

¿Por qué habría de importar el crecimiento súbito? Ese carácter importa para las emociones y las expectativas. Esto se explica con Zeus, quien es el dios-hijo capaz de vencer el dios-tiempo, al terrible Cronos; lo cual implica que para ganarle a la fatalidad, los antiguos asumieron que el crecimiento súbito del rayo, que de la nube transita hasta el relámpago. El paciente agricultor imagina el súbito crecer de las semillas, mientras se sienta a esperar los lejanos meses de cosecha. El ejemplo de Zeus pertenece a la imaginación mítica; el caso del agricultor corresponde a impaciencia de las estaciones; en cambio, Smith apunta a un acontecer cotidiano.

La fórmula sencilla de “Productividad = Productos generados/ Recursos utilizados” se debe reducir a un mismo elemento de medida. En este caso, lo que Smith emplea es “tiempo de trabajo”, que se abstrae en un flujo de horas, simple tiempo en que transcurren las jornadas empleadas. El argumento de crecimiento maravilloso de la productividad, es tan evidente, en cuanto basta dividir el trabajo en operaciones separadas, para que el trabajador sea más productivo. Ele ejemplo del taller de alfileres resulta en un se pasa de 1 a 4,800 en términos de productividad y bastó ese salto de la productividad para “revolucionar el mundo”. Ese proceso de la división del trabajo fue el fundamento de las ciudades (la revolución agrícola y urbana desde haca milenio), que en el periodo mercantil se aceleró.

Objetivo del bien vivir: riqueza  

Smith es recordado con gratitud porque su humilde intervención resultó en la mejor de las intenciones y, efectivamente, logró una repercusión práctica positiva. Curiosamente este capítulo ofrece un criterio para mejorar en la conquista del objetivo: “Es mucho más probable que los hombres descubran métodos idóneos y expeditos para alcanzar cualquier objetivo cuando toda la atención de sus mentes está dirigida hacia ese único objetivo que cuando se disipa entre una gran variedad de cosas.”[11]

El propio Adam Smith, como estudioso enfocado en un campo del saber tan poco roturado, logra una especie de revolución del modelo.[12] Al plantear Smith, la riqueza como objetivo deseable de las naciones, el objetivo que propone está al ras del suelo, pues la producción creciente está al alcance de la mano, dependiendo de cada pequeño taller. El objetivo abarca los sitios más lejanos, aunque no llegue a las fantasiosas Agartha y Lemuria, porque la cadena del trabajo dividido exige incluir materiales y proveedurías desde los puntos más remotos y, viceversa, implica alcanzar las regiones más distantes. El objetivo se mantiene cerca de los bolsillos humildes, de las manos callosas, de las espaldas encorvadas, para terminar con el desabasto y siempre interesado por la condición de las más diversas índoles. El objetivo no es utópico, pues con sencillez constata el avance del “estado de las cosas tal como son”. El objetivo no resulta hostil al Estado, pues la economía política, incluye las metas generales del gobierno.[13]

Ventajas de especialistas y evidencia de máquinas

El argumento completo de este libro se dirige hacia la ventaja de los especialistas (en el sentido más simple de este término) y el triunfo de las máquinas. De manera explícita este capítulo es un canto opuesto a la idea renacentista y fourierista del individuo integrador de múltiples capacidades, cuando insiste en que mientras más simple y repetitiva resulte una tarea, se hará mejor y con más eficiencia (velocidad, destreza, ahorro de tiempos muertos, menos distracción, perfeccionamiento, concentración de esfuerzos, etc.)

El argumento de este capítulo está centrado en la ventaja colosal de integrar a varios trabajadores en un taller para manufacturar cualquier objeto, basado en el caso de los alfileres. Basta una decena para saltar desde un resultado insignificante de elaborar un único alfiler por trabajador, para alcanzar un promedio de 4,800 por obrero. En este caso, Smith observa con detalle los motivos de tan dramática ventaja.

Un primer y crucial motivo para que la especialización aventaje tanto, es la concentración de la mente: “Es mucho más probable que los hombres descubran métodos idóneos y expeditos para alcanzar cualquier objetivo cuando toda la atención de sus mentes está dirigida hacia ese único objetivo que cuando se disipa entre una gran variedad de cosas.”[14] Basta la concentración para avanzar al éxito, hasta parece un promocional de técnicas de Mindfulness. Ahí coloca Smith la clave: de modo espontáneo la concentración en una única tarea proporciona un sinfín de ventajas productivas.

La ventaja de la máquina no la argumenta en este capítulo, pues la deja como una evidencia, ya arraigada en el sentido común: “todo el mundo percibe cuánto trabajo facilita y abrevia la aplicación de una maquinaria adecuada. Ni siquiera es necesario poner ejemplos”[15] La proliferación de las nuevas máquinas en suelo británico había progresado lo suficiente para considerarse una evidencia sin objeción y asimismo se especializó pues “la fabricación de máquinas llegó a ser una actividad específica por sí misma.” La expansión de las máquinas, incluso, ha creado un lenguaje para las nuevas partes y procesos, como pistones, válvulas, manivelas, etc.  

El propio desarrollo manufacturero estaba dando más protagonismo a la máquina de vapor, que era la consentida del periodo, y este proceso ha permitido la presencia de máquinas muy complejas como el barco, el batán y la tejeduría.[16] Estas últimas máquinas más complejas quedan alineadas en la avanzada del periodo,[17] así, las admira Smith para integrarlas en su investigación.

Resultado: fluyendo hacia

El panorama que percibe Smith resulta de un optimismo radiante, señala un fluir de productos expandiéndose y derramándose hacia todos los individuos, incluso el más humilde trabajador. Resulta un sistema de multiplicación que redunda en objetos que escurren en una plenitud para el conjunto: “La gran multiplicación de la producción de todos los diversos oficios, derivada de la división del trabajo, da lugar, en una sociedad bien gobernada, a esa riqueza universal que se extiende hasta las clases más bajas del pueblo. Cada trabajador cuenta con una gran cantidad del producto (…) y una plenitud general se difunde a través de los diferentes estratos de la sociedad.”[18] A cada hogar llegan productos, cada quien recibe más beneficios de lo que aporta, aunque el intercambio sea en equivalentes el resultado resulta superior a las premisas.[19]  

Esta tendencia benéfica, resulta reforzada a la tendencia hacia el entramado universal, pues una mayor “división del trabajo” siempre será más eficiente, por tanto, arrastrará a todas las partes hacia el mercado. Así, Adam Smith advierte la tendencia hacia el mercado mundial, unida al crecimiento de la riqueza; al final de cuenta, explora un optimismo a toda prueba.

NOTAS:

[1] En el libro solamente hay una referencia marginal a esa metáfora de la mano invisible, cuando señala “Al preferir dedicarse a la actividad nacional más que a la extranjera él sólo persigue su propia seguridad; y al orientar esa actividad de manera de producir un valor máximo él busca sólo su propio beneficio, pero en este caso como en otros una mano invisible lo conduce a promover un objetivo que no entraba en sus propósitos.” Smith, p. 553.

[2] Por ejemplo, Thomas Piketty.

[3] Precisamente ese es el nombre del primer capítulo de la obra de Smith: “La división del trabajo” y al cual se dedican estas páginas.

[4] Huizinga, El otoño de la Edad Media.

[5] “la división del trabajo ocasiona en cada actividad, en la medida en que pueda ser introducida, un incremento proporcional en la capacidad productiva del trabajo.” Smith, p. 35.

[6] Smith, p. 28.

[7] P. 42. Esa expresión de “los rincones más remotos del mundo”, implica una extensión constante, una expansión de la serie sin término, que terminará con alcanzar cada rincón. La cuestión es que además la flexibilidad del mercado, podría implicar que surjan nuevos rincones, aunque Rosa Luxemburgo esperaba la desaparición de cualquier rincón ante el capital expansivo. Véase. Luxemburgo, La acumulación de capital.

[8] Descartes, Las pasiones del alma.

[9] P. 42.

[10] Pp. 42-43.

[11] P. 39.

[12] Tiempo después algunos teóricos como Foucault se interesarán mucho por el efecto que posee un paradigma nuevo, un modelo global que se convierte en una especie de fábrica de conceptos; en el Foucault temprano, existe una “episteme” de época que permite visualizar un periodo. Explicación apasionante del posestructuralismo, aunque con fragilidades, véase Las palabras y las cosas.

[13] “La economía política, considerada como una rama de la ciencia del hombre de estado o legislador, se plantea dos objetivos distintos: en primer lugar, conseguir un ingreso o una subsistencia abundantes para el pueblo, o más precisamente que el pueblo pueda conseguir ese ingreso o esa subsistencia por sí mismo; y en segundo lugar, proporcionar al estado o comunidad un ingreso suficiente para pagar los servicios públicos.” Smith, p. 539.

[14] P. 39.

[15] P. 39.

[16] P. 42.

[17] La forma productiva más avanzada marca los periodos históricos, así el concepto de tecnoestructura de Toffler en La tercera ola y El cambio del poder.

[18] P. 41.

[19] En ese sentido, Smith parte de una premisa antagónica a la de Marx, quien se devanó el cerebro intentando demostrar que la relación de intercambio igual implica una pérdida neta para la mayoría (de obreros), y mediante su concepto de plusvalía denuncia una explotación. En este panorama de Smith todos deben salir ganando, y en el de Marx, casi todos perderán. Véase Marx El capital, etc.

domingo, 23 de enero de 2022

ANÁLISIS DEL CUENTO “CHACALES Y ÁRABES” DE KAFKA

 



 

Por Carlos Valdés Martín

En lo que sigue está el análisis del relato corto “Chacales y árabes” de Franz Kafka, que está seguido del texto completo. Incluye el argumento, personajes y líneas de análisis.

Argumento

Un viajero solitario proviene de la región norte, cruza por el desierto integrado en una caravana de árabes y se detienen en un oasis para pernoctar. No está definido el motivo de su viaje ni su itinerario. Acampan al aire libre, el protagonista no puede dormir, cuando de improviso una manada de chacales se acerca y le pide algo extraño, cuando el más viejo dice que ese extranjero fue esperado por generaciones para una misión. Los animales son amenazantes y suplicantes, le muerden la chaqueta y lo inmovilizan, mientras el chacal viejo explica su caso. Señala que hay una querella ancestral, que ellos odian a los árabes, los consideran impuros y detestan que sacrifiquen animales. Le piden al extranjero degollar a los nativos con una pequeña tijera de sastre y un chacal la entrega.

Todo lo ha escuchado el jefe árabe que agita un enorme látigo y se ríe. Amedrenta a latigazos a los chacales mientras le explica al protagonista que siempre sucede lo mismo, que los animales acuden con cada extranjero con la misma tijera. El árabe explica que esa esperanza es una locura, la cual le provoca una especie de cariño, por lo que mira a los chacales como sus perros lindos. Señala que murió un camello y lo entregarán en ese mismo momento a los carroñeros. Los animales hipnotizados por el cadáver avanzar hasta comenzar a devorarlo, pero el árabe los castiga a latigazos y huyen al desierto contiguo; aunque pronto regresan y vuelve el castigo. El viajero detiene el brazo del árabe, quien está de acuerdo en dejar el festín carroñero y dedicarse a continuar el viaje.

Personajes

El protagonista es un viajero del Norte, que está embarcado en una travesía solitaria, guiado por un grupo de árabes del desierto. Él, además de una mirada de asombro por el ambiente, no parece albergar mayores intenciones, aunque funciona como un prototipo para los chacales que lo vuelven objeto de su petición. Se comporta con prudencia y queda en la situación comprometida por la solicitud de acabar con los árabes, sin embargo, el jefe ha escuchado y no le resulta extraño, sino agradable.

El chacal más viejo sirve como vocero de la manada, exponiendo sus pretensiones al extranjero, señalando que hay un antagonismo ancestral y su intención de aniquilar. Explica el antagonismo ancestral y procura convencer al protagonista. En el relato, este personaje se funde con la manada que funciona como sujeto colectivo, de manera clara en esta descripción: “Y ya todos se apilaban en igual trabajo, formando como una montaña encima del cadáver”[1]

El jefe de los árabes destaca como el coprotagonista, siendo quien maneja el poder y con su látigo controla a las fieras. Manifiestas una ideología a contrapelo del protagonista, por su relación con los chacales a los que castiga y consiente, considerándolos “nuestros” perros. Por la dinámica, también parece como la voz de la tribu, representando al genérico de los árabes.   

Intensidad del espacio

El sitio es remoto, surge como perdido y aislado… sin duda, es el desierto que se levanta alrededor y ahí está el oasis; sin embargo, además sobreviene la noche, el instante previo al sueño, cuando lo cotidiano se revela rodeado de asechanzas. Hay una continuidad que se ha roto, el personaje está ahí como tirado y sin un propósito aparente, pues el personaje no está unido con la tribu árabe ni participa con la jauría de chacales. El protagonista parece absurdo: uno del Norte extraviado en las travesías arenosas; en ese sentido es un “perfecto extraño”. Ese espacio de horizontes indefinidos y sin fronteras precisas resulta adecuado al nomadismo de viajeros y animales; en el sentido, de que el movimiento nómada resulta incierto y facilitador de incertidumbres, en sentido de riesgos y ventajas. Ese nomadismo facilita la tensión dramática y el ambiente de cuando “puede suceder cualquier cosa”, como la irrupción de una manada o el regreso de un orden a latigazos.

Neutralidad e impotencia

El relato no contiene un episodio de hostilidad entre un judío y los árabes; la hostilidad está acaparada con el conflicto fantaseado entre los chacales y los árabes. El poder aparece concentrado en la punta del látigo del jefe árabe, por lo cual está tejido en códigos antiguos. Las ilusiones de los animales enmascaran los conflictos entre nacionalidades, tan agudos en vida del escritor, que se explican en términos de una querella eterna, que se arrastra desde épocas inmemoriales.  Al mismo tiempo, esa querella únicamente existe en la imaginación de los chacales, donde la risa de superioridad del árabe los regresa a la condición de mascotas humilladas y habitando entre los márgenes desérticos. En este caso, el argumento kafkiano de la impotencia queda sellado en el hocico de los animales, por la vía de latigazos.

Inercias en colisión

El protagonista es un viajero que está desencajado de sus ambientes naturales, sin un propósito aclarado (en el relato); está en ese movimiento que se llama “viaje” cuyo destino resulta desconocido. Así que alguna inercia lo ha colocado entre los árabes, con quienes comparte ese desplazamiento inevitable, y queda custodiado por los misterios del desierto.

Por su parte, los chacales irrumpen con su propio desplazamiento, el cual no es un viaje, sino un misterioso empuje desde generaciones inmemoriales; donde el relato pone un sesgo fantasioso, ya que la línea del presente conecta con una infinita, cuando el líder parlanchín dice: “Ya casi había abandonado la esperanza, porque te esperábamos desde la eternidad; mi madre te esperaba, y su madre, y todas las madres hasta llegar a la madre de todos los chacales.”[2] ¿Quién resiste el empuje que venga desde la eternidad? Pareciera que nada, a menos que exista un “ardid”, tal como tramaban los mitos griegos de astucia para engañar al Destino. Los chacales no resisten ese empuje, sin embargo, su movimiento no es rectilíneo sino curioso, pues forman amontonamiento e irrumpen en indisciplinas como morder la camisa del viajero con quien pretenden congraciarse.

Los árabes mantienen su propia inercia que se expresa en su apego con las bestias (y los viajeros) por más que haya una rivalidad y tensión evidentes.

Hostilidades anunciadas

De entrada, los chacales aparentan acaparar la violencia del relato. Ellos irrumpen, son muchas, y tienen propósitos carniceros. Los animales oscilan entre amenazar con atacar al protagonista y obligarlo a una peligrosa complicidad. Entonces invitan al europeo para que ataque a los árabes, quien parece quedar solitario entre dos fuegos, cuando los chacales quieren que con una simple tijera él ataque a los árabes en nombre de los animales.

Esa presión se resuelve muy rápido, pues un árabe ha estado espiando esa escena y se ha adelantado a su resolución. Por un lado, da una explicación tranquilizadora al protagonista europeo y, por el otro, entrega una ofrenda de carroña. Curiosamente, la intriga de los chacales es, simultáneamente, castigada y premiada.

El látigo reventado contra las fauces parece un castigo terrible, pero está acompañado del premio que consiste en el cadáver del camello. El resultado es indefinido o un “empate” para la distensión al finalizar el relato.

Las legalidades invertidas

Cuando suponemos al protagonista narrador como eje de los valores implícitos, emerge una curiosa serie de legalidades invertidas que lo desafían. Por principio, el prejuicio sobre los animales carroñeros implica una especie de inversión de mundos, donde los chacales ponen en operación una lógica inversa al resto de las especies, que se contrapone a los cazadores (matar para vivir), a las presas (mueren para que otros vivan), a los herbívoros (ajenos al matar), etc. En ese sentido el carroñeo posee una típica marca negativa y una especie de burla con condena en la cultura occidental: buitres, chacales, hienas, moscas... La contraposición entre árabes nómadas (viajeros, desérticos, comerciantes) frente a diversos niveles, comenzando el explícito de la enemistad con los chacales, se extiende al narrador urbano que marca otra serie de oposiciones implícitas, sin embargo, en este relato están aliados y en paz, únicamente sometidos a un juego de tensiones y malentendidos. Además, es viable suponer una tensión fuerte entre árabes y el judío narrador. Entonces contamos con dos inversiones de grupo —el humano de la tribu y el animal de la manada— que chocan sin generar una catástrofe, a la manera de las olas embravecidas contra los acantilados, resultando una extraña convivencia.

El gusto por la carroña y sus opuestos

Los chacales del relato son devoradores de carroña y cuando se justifican parecen estarse engañando; el apetito resulta más fuerte y les produce una especie de trance o delirio. En esta manada queda perfectamente justificado por su naturaleza biológica, lo curioso es que también lo niegan o disimulan; comportándose como humanos retorcidos, que ocultan su ser en argumentos y expectativas falsas. Las ilusiones de los chacales contra los árabes son evidentes “tienen una esperanza insensata; están locos, locos de verdad. Por esta razón los queremos”[3]; por eso los consideran sus propios perros, por más que los maltratan a latigazos y saben que se ilusionan con su destrucción.

Esta carroña implica una especie de robo a la posesión de los árabes, lo cual está en el límite, pues los propios viajeros entregan el cadáver del camello a la rapiña. Hay un pacto como de vergüenza, un arrojar la basura a la manada. Aún así sigue una oposición. En la imaginación calenturienta de las bestias habrá una venganza. El jefe árabe latiguea los hocicos de las bestias hambrientas, con lo cual la ofrenda del camello se vuelve también una afrenta; el pacto queda en entredicho.

La tijera de la venganza

En su ensueño de venganza los chacales le entregan al extranjero una tijera con la esperanza de que él aplica su revancha contra los árabes. El gesto resulta entre extraño y ridículo pues una simple tijera no resulta amenazadora; su función es cortar no derrotar.

A mayor detalle “un chacal que traía en uno de sus colmillos una pequeña tijera de sastre cubierta de viejas manchas de herrumbre”[4] No es una herramienta amenazante sino ridícula, así, van parejos el despropósito de la petición y la herramienta para cumplirla. Resulta más evidente que es un utensilio simbólico, que además está cargado por el tiempo y el transitar, cuando el árabe explica que ese instrumento ha viajado con ellos desde la noche de los tiempos y seguirá haciéndolo. Resulta una tijera, digamos, de carácter eterno pero inútil, destinada a rodar junto con las caravanas cual un signo de hostilidad de los chacales, de la cual se burlan los árabes.

Armas activas: látigos sobre colmillos

Las tijeras son pequeñas y las escopetas están resguardadas, mientras el látigo se describe gigantesco y de una eficacia instantánea, lanzándose a “diestra y siniestra”, acaparando el espacio y dominando la situación. Ese instrumento de castigo resulta el signo del mando “el jefe restalló el severo látigo a diestra y siniestra”.[5] Hagamos una pausa para levantar la mirada hacia el panorama histórico: al escribir a principios del siglo XX, ha ocurrido un cambio donde las antiguas violencias del castigo están siendo rápidamente abandonadas, en favor de una nueva sensibilidad. Los tradicionales castigos de los látigos contra bestias y humanos están siendo repudiados y abandonados, desplazando a la “moral de los amos”[6] en favor de un trato más civilizado, que repudia el castigo corporal.[7] Todavía a final del siglo XIX, Gorki relata que los latigazos eran parte de un escarmiento dentro de su familia paterna.[8] En ese sentido, el jefe árabe lanzando latigazos es un eco del pasado con despliegue de significados; donde la psicología argumenta en favor de una figura paterna amenazadora.[9]

En este cuento, la otra arma efectiva son los colmillos-dientes, que caracterizan al reino animal, los cuales resultan débiles ante los dispositivos humanos. Esos colmillos poseen sentidos múltiples, incluso se justifican como el auténtico lenguaje de los chacales, por lo cual su valor es universal, y se justifica un chacal: “para todo lo que queramos hacer, bueno o malo, contamos únicamente con los dientes.”[10] En el relato breve se comprueba ese valor múltiple de los dientes feroces: con ellos lo atrapan, entregan la tijera, amenazan, destrozan la carroña, se alimentan, etc.

Onírico

El relato semeja un microcosmos de sueño donde las barreras del realismo son traspasadas por pequeñas sacudidas. El protagonista intenta dormir y dice que no lo logra, pero sucede algo raro en el ambiente. El primer árabe descrito, sin lógica, es alto y blanco; al protagonista en un instante lo inquieta un aullido lejano y de inmediato está rodeado por la manada. De inmediato los animales hablan y buscan negociar, para inmovilizarlo los chacales lo han mordido en profundidad, pero no le hacen mayor daño; ellos afirman que un objeto ha girado desde la eternidad para cumplir la exigencia y el protagonista recibe unas pequeñas tijeras. Todo lo ha escuchado el jefe sin que nadie más se percatara de su presencia y un latigueo basta para controlar a la mandada, aunque para este líder es un regocijo no un castigo. Muere un camello oportunamente para ser entregado a la manada, sin embargo, hay un juego cruel entre premiarlos y martirizarlos. En fin, el relato completo está marcado con matices oníricos.[11]  

 

 

El cuento “Chacales y árabes” completo:

“CHACALES Y ÁRABES

Franz Kafka (1917)

Acampábamos en el oasis. Los viajeros dormían. Un árabe, alto y blanco, pasó adelante; ya había alimentado a los camellos y se dirigía a acostarse.

Me tiré de espaldas sobre la hierba; quería dormir; no pude conciliar el sueño; el aullido de un chacal a lo lejos me lo impedía; entonces me senté. Y lo que había estado tan lejos, de pronto estuvo cerca. El gruñido de los chacales me rodeó; ojos dorados descoloridos que se encendían y se apagaban; cuerpos esbeltos que se movían ágilmente y en cadencia como bajo un látigo.

Un chacal se me acercó por detrás, pasó bajo mi brazo y se apretó contra mí como si buscara mi calor, luego me encaró y dijo, sus ojos casi en los míos:

–Soy el chacal más viejo de toda la región. Me siento feliz de poder saludarte aquí todavía. Ya casi había abandonado la esperanza, porque te esperábamos desde la eternidad; mi madre te esperaba, y su madre, y todas las madres hasta llegar a la

madre de todos los chacales. ¡Créelo!

–Me asombra –dije, olvidando alimentar el fuego cuyo humo debía mantener lejos a los chacales–, me asombra mucho lo que dices. Sólo por casualidad vengo del lejano Norte en un viaje muy corto. ¿Qué quieren de mí, chacales?

Y como envalentonados por este discurso quizá demasiado amistoso, los chacales estrecharon el círculo a mi alrededor; todos respiraban con golpes cortos y bufaban.

–Sabemos –empezó el más viejo– que vienes del Norte; en esto precisamente fundamos nuestra esperanza. Allá se encuentra la inteligencia que aquí entre los árabes falta. De este frío orgullo, sabes, no brota ninguna chispa de inteligencia. Matan a los animales, para devorarlos, y desprecian la carroña.

–No hables tan fuerte –le dije–, los árabes están durmiendo cerca de aquí.

–Eres en verdad un extranjero –dijo el chacal–, de lo contrario sabrías que jamás, en toda la historia del mundo, ningún chacal ha temido a un árabe. ¿Por qué deberíamos tenerles miedo? ¿Acaso no es una desgracia suficiente el vivir repudiados en medio de semejante pueblo?

–Es posible –contesté–, puede ser, pero no me permito juzgar cosas que conozco tan poco; debe tratarse de una querella muy antigua, de algo que se lleva en la sangre, entonces concluirá quizá solamente con sangre.

–Eres muy listo –dijo el viejo chacal; y todos empezaron a respirar aún más rápido, jadeantes los pulmones a pesar de estar quietos; un olor amargo que a veces sólo apretando los dientes podía tolerarse salía de sus fauces abiertas–, eres muy listo; lo que dices se corresponde con nuestra antigua doctrina. Tomaremos entonces la sangre de ellos, y la querella habrá terminado.

–¡Oh! –exclamé más brutalmente de lo que hubiera querido– se defenderán, los abatirán en masa con sus escopetas.

–Has entendido mal –dijo–, según la manera de los hombres que ni siquiera en el lejano Norte se pierde. Nosotros no los mataremos. El Nilo no tendría bastante agua para purificarnos. A la simple vista de sus cuerpos con vida escapamos hacia aires más puros, al desierto, que por esta razón se ha vuelto nuestra patria.

Y todos los chacales en torno, a los cuales entre tanto se habían agregado muchos otros venidos de más lejos, hundieron la cabeza entre las extremidades anteriores y se la frotaron con las patas; habríase dicho que querían ocultar una repugnancia tan terrible que yo, de buena gana, con un gran salto hubiese huido del cerco.

–¿Qué piensan hacer entonces? –les pregunté al tiempo que quería incorporarme, pero no pude; dos jóvenes bestias habían mordido la espalda de mi chaqueta y de mi camisa; debí permanecer sentado.

–Llevan la cola de tus ropas –dijo el viejo chacal aclarando en tono serio–, como prueba de respeto.

–¡Que me suelten! –grité, dirigiéndome ya al viejo, ya a los más jóvenes.

–Te soltarán, naturalmente –dijo el viejo– , si tú lo exiges. Pero debes esperar un ratito, porque siguiendo la costumbre han mordido muy hondo y sólo lentamente pueden abrir las mandíbulas. Mientras tanto escucha nuestro ruego.

–No diré que el comportamiento de ustedes me ha predispuesto a ello –contesté.

–No nos hagas pagar nuestra torpeza – dijo, empleando en su ayuda por primera vez el tono lastimero de su voz natural–, somos pobres animales, sólo poseemos nuestra dentadura; para todo lo que queramos hacer, bueno o malo, contamos únicamente con los dientes.

–¿Qué quieres entonces? –pregunté algo aplacado.

–Señor –gritó, y todos los chacales aullaron; a lo lejos me pareció como una melodía–. Señor, tú debes poner fin a la querella que divide el mundo. Tal cual eres, nuestros antepasados te han descrito como el que lo logrará. Es necesario que obtengamos la paz con los árabes; un aire respirable; el horizonte completo limpio de ellos; nunca más el lamento de los carneros que el árabe degüella; todos los animales deben reventar en paz; es preciso que nosotros los vaciemos de su sangre y que limpiemos hasta sus huesos. Limpieza, solamente limpieza queremos –y ahora todos lloraban y sollozaban–, ¿cómo únicamente tú en el mundo puedes soportarlos, tú, de noble corazón y dulces entrañas? Inmundicia es su blancura; inmundicia es su negrura; y horrorosas son sus barbas; ganas da de escupir viendo las comisuras de sus ojos; y cuando alzan los brazos en sus sobacos se abre el infierno. Por eso, oh señor, por eso, oh querido señor, con la ayuda de tus manos todopoderosas, con la ayuda de tus todopoderosas manos, ¡córtales el pescuezo con esta tijera! –Y, a una sacudida de su cabeza, apareció un chacal que traía en uno de sus colmillos una pequeña tijera de sastre cubierta de viejas manchas de herrumbre.

–¡Ah, finalmente apareció la tijera, y ahora basta! –gritó el jefe árabe de nuestra caravana, que se nos había acercado contra el viento y que ahora agitaba su gigantesco látigo. Todos escaparon rápidamente, pero a cierta distancia se detuvieron, estrechamente acurrucados unos contra otros, tan estrecha y rígidamente los numerosos animales, que se los veía como un apretado redil rodeado de fuegos fatuos.

–Así que tú también, señor, has visto y oído este espectáculo –dijo el árabe riendo tan alegremente como la reserva de su tribu lo permitía.

–¿Sabes entonces qué quieren los animales? –pregunté.

–Naturalmente, señor –dijo–, todos lo saben; desde que existen los árabes esta tijera vaga por el desierto, y viajará con nosotros hasta el fin de los tiempos. A todo europeo que pasa le es ofrecida la tijera para la gran obra; cada europeo es precisamente el que les parece el predestinado. Estos animales tienen una esperanza insensata; están locos, locos de verdad. Por esta razón los queremos; son nuestros perros; más lindos que los de ustedes. Mira, reventó un camello esta noche, he dispuesto que lo traigan aquí.

Cuatro portadores llegaron y arrojaron el pesado cadáver delante de nosotros. Apenas tendido en el suelo, ya los chacales alzaron sus voces. Como irresistiblemente atraído por hilos, cada uno se acercó, arrastrando el vientre en la tierra, inseguro. Se habían olvidado de los árabes, habían olvidado el odio; la obliteradora presencia del cadáver reciamente exudante los hechizaba. Ya uno de ellos se colgaba del cuello y con el primer mordisco encontraba la arteria. Como una pequeña bomba rabiosa que quiere apagar a cualquier precio y al mismo tiempo sin éxito un prepotente incendio, cada músculo de su cuerpo zamarreaba y palpitaba en su puesto. Y ya todos se apilaban en igual trabajo, formando como una montaña encima del cadáver.

En aquel momento el jefe restalló el severo látigo a diestra y siniestra. Los chacales alzaron la cabeza, a medias entre la borrachera y el desfallecimiento, vieron a los árabes ante ellos, sintieron el látigo en el hocico, dieron un salto atrás y corrieron un trecho a reculones. Pero la sangre del camello formaba ya un charco, humeaba a lo alto, en muchos lugares el cuerpo estaba desgarrado.

No pudieron resistir; otra vez estuvieron allí; otra vez el jefe alzó el látigo; yo retuve su brazo.

–Tienes razón, señor –dijo–, dejémoslos en su oficio; por otra parte es tiempo de partir. Ya los has visto.”

 

Cita de Deleuze y Guattari en Mil mesetas:

Claro que hay enunciados edípicos. Por ejemplo, en el relato de Kafka, Chacales y Árabes, es muy fácil hacer ese tipo de lectura: siempre es posible, no se corre ningún riesgo, siempre funciona, pero, eso sí, no se entiende nada. Los árabes están claramente relacionados con el padre, los chacales con la madre; y entre los dos, toda una historia de castración representada por las tijeras oxidadas. Pero se da la circunstancia de que los árabes son una masa organizada, armada, extensiva, extendida por todo el desierto; y los chacales una manada intensa que no cesa de adentrarse en el desierto, siguiendo líneas de fuga o de desterritorialización (―están locos, verdaderamente locos‖); entre los dos, en el borde, el Hombre del norte, el Hombre de los chacales. Y las enormes tijeras, ¿no son el signo árabe que conduce o lanza las partículas-chacales, tanto para acelerar su loca carrera, desprendiéndolas de la masa, como para devolverlas a esa masa, dominarlas y excitarlas, hacerlas girar? Aparato edípico del alimento: el camello muerto; aparato contraedípico de la carroña: matar los animales para comer, o comer para limpiar las carroñas. Los chacales plantean bien el problema: no es un problema de castración, sino de ―limpieza‖, la prueba del desierto-deseo. ¿Qué prevalecerá, la territorialidad de masa o la desterritorialización de manada, bañando la libido todo el desierto como cuerpo sin órganos en el que se desarrolla el drama?”[12]

 

 



[1] Kafka, Chacales y árabes.

[2] Kafka, Chacales y árabes. La complicada relación entre ese presente y una espera eterna da un cariz metafísico a este relato.

[3] Kafka, Chacales y árabes.

[4] Curiosamente la interpretación de Deleuze en Mil mesetas interpreta esas tijeras como enormes, señalando “Y las enormes tijeras”, p. 43. Cierto que el relato de Kafka vuelve a los detalles enormes en significado, por más que sean pequeños objetos.

[5] Kafka, Chacales y árabes.

[6] Nietzsche, Genealogía de la moral.

[7] Lipovetsky, La era del vacío.

[8] Gorki, Mi infancia.

[9] Deleuze, Mil mesetas, p. 43. El padre de Franz Kafka como una figura amenazadora forma casi un estereotipo, en Carta al padre de Kafka, y es ampliamente analizado en muchas biografías, como la de su amigo Max Brod; el análisis literario en Kafka para una literatura menor de Deleuze, y los estudios de Canetti sobre su relación con Felice, El otro proceso, etc.

[10] Kafka, Chacales y árabes.

[11] Hay un análisis completo de Los sueños de Kafka por Félix Guattari, donde se demuestra su vinculación con su literatura.

[12] Deleuze y Guattari, Mil mesetas, p. 43.